El putito infiel
El recuerdo de Nino cambió la intención del relato, pero el placer de revivirlo fué tan grande...
Que vengo a ser yo, es bueno que lo deje claro de entrada.
No me enorgullezco de ello, no. Sé que durante un par de años de mi historia, le hice mal a un gran tipo y mejor compañero. Rubén, mi marido.
Sin embargo, no sé culparme ni siento arrepentimiento alguno. Desde mis doce años fue mi naturaleza. Sin pensar demasiado en eso, supe siempre que había nacido para el sexo. También en esa época, tuve que discutir y pelear mucho para mantener mi libertad y lo que sentí permanentemente como mi derecho a gozar y tomar de la vida aquello que para mi es su único motivo y explicación: El Placer. Así con mayúsculas.
Y además, compartido, salvo alguna que otra excepción, con las divinas personas de mi mismo sexo con las que tuve la fortuna de desandar un montón de horas inolvidables pobladas de pura dicha y placer. Aún a despecho de horas negras. Que las tuve también y no fueron pocas.
Ya he marcado mi iniciación en los doce años. Ya desde algunos antes, sabía que algo en mi no encajaba muy bien, por ejemplo, en lo que mi familia esperaba de su hijo varón. Fui bastante retraído, casi sin trato con amigos, si por ello entendemos al tradicional grupo, a "la barra". Tuve, no obstante y conservo, tres amigos "de fierro". De esos, con los que podías encontrarte y pasarte a lo mejor dos horas, sin intercambiar palabras, tal vez un gesto, una mirada ante un incidente cualquiera de la calle, o por el contrario, transitar toda la noche charlando sobre un libro, una película, o de nosotros mismos, la mayoría de las veces. O en mi caso, simplemente escuchándolos a ellos.
Y fue con ellos, en diferentes circunstancias, con quienes hablé por primera vez de mi sexualidad. Cuando el sexo era el tema de conversación en el grupo, en general yo no hablaba. Y ellos, menos el Gordo tal vez, aprendieron a respetar mi silencio al respecto, lo entendieran ya en ese momento o no.
El Gordo era más expansivo, o quizás no se tomaba ni nos tomaba a todos demasiado en serio, pero de él fue de quien recibí las primeras, terminantes, homofóbicas, definiciones: "Che Julio, ¡sos un maricón de mierda!". Que no herían, no molestaban, tal vez porque era el pensamiento común a los cuatro.
Sin embargo fue con Fabián con quien primero hablé con total franqueza del asunto. "Mirá Fabián, eso de las pendejas, de Viviana, de Marta o de mis hermanas, está todo bien, pero me parece que no es lo mío. ¿Qué voy a hacer? No me pasan las cosas que les pasan a ustedes, ni siquiera me fijo en el culo de Silvina. Pero ¿sabés qué?". Me lancé entonces ya sin ningún pudor: "¡Muero por mirarles la pija a ustedes!" Fabián no pareció sorprenderse, pero prefirió ser mi confidente, antes que mi iniciador. Se dedicó a escucharme, a mirarme con gesto grave, reconcentrado, todo lo grave y reconcentrado que puede aparecer el gesto de un pendejo de doce años, más asustado por la revelación, que preparado para endilgarme algún discurso adecuado al tema.
Pero fue suficiente para que los tres lo supieran. Y me gustó que lo supiera Rubén, porque yo estaba convencido de que era él, de quien estaba perdidamente enamorado. Y en alguna tarde a solas en la plaza, se lo pude decir. Y fue en esa plaza donde advertí su curiosidad más que su sorpresa, cierto interés antes que el desdén.
Y fue una semana después, en casa, encerrados en mi habitación, cuando cumplí mi sueño. Mirar con un afecto nuevo, con un morbo iniciático su pija, que para mi fue desde ese momento la más bella del mundo, sin que importara el detalle de que esa fuera la única conocida hasta el momento. No fue de un instante para otro, debo decirlo. Estábamos escuchando música, los dos tirados en mi cama, apoyadas nuestras espaldas en la pared, cuando acerqué mi mano a su bulto, evidente bajo el ajustado vaquero. Mano que él apartó de un manotazo, mirándome con ligera reprobación. Sonreí y me quedé quieto unos minutos. El volvía hacia la cama luego de cambiar un disco, cuando esta vez, metí la mano en su entrepierna e intenté aferrar el paquetito. El se ladeó con un "no me rompas las pelotas, Julio", a lo que yo contesté, a esa altura francamente ansioso, "Algo parecido es lo que justamente quiero hacer, dale Rubén, ¿no te gusto?" "¡Para que te quede claro de una vez, Julio, no me hinches las pelotas con este asunto!". "Querido", insistí yo, "no te aguantes más. Si no te tentara la idea, me habrías mandado al carajo, el otro día, en la plaza. Pero en cambio, estás conmigo, encerrado en una pieza. ¿No te dice nada eso, mi amor?". Y entonces, sin pensarlo, en un impulso que no tengo idea como nació, me paré y en un santiamén me desnudé totalmente. Me paré delante suyo, con las manos en la cintura y giré mi cuerpo, quebrando la cintura para exhibir lascivamente mi culo para él.
Rubén estaba petrificado, alelado, pero ¡Oh Dios! ¡Me miraba!. Me senté a su lado en la cama, y una vez más llevé mi mano a sus muslos, pero esta vez no hubo manotazos. Los acaricié lentamente, mientras que con la otra mano trataba de bajar el cierre del pantalón. No es menor el detalle de que dado mi precario equilibrio en esa postura, ¡su mano me sostuvo por la espalda!. Y no me voy a perder mencionar el escalofrío que recorrió mi cuerpo cuando lo sentí.
Por fin pude desprender el botón superior de su pantalón, abrirlo y buscar luego, casi frenéticamente, pero con extremo cuidado, esa pija que deseaba y que encontré, para mi dicha, sorprendentemente erecta. La dejé al descubierto y mientras la acariciaba, la miraba, no sé, transcurrió un instante tan raro, tan decisivo. Creo que adquirí certezas, que se abrieron súbitamente mi alma y mi mente.
Miraba su pija y lo miraba a él. Me parece retener la sensación de que mi mirada estaba ligeramente húmeda. La tomé con las dos manos y acerqué mi cara a la suya y le dí un suave, ligero beso en la boca, que ¡él respondió!.
Empecé a pajearlo, pero bien pronto el instinto me indicó lo que quería. Entonces lo miré una vez más a los ojos, me agaché y le di un beso en el glande. El se sobresaltó, pero entonces su mano, apretó mi cabeza contra la pija y supe definitivamente que ya era mío. La seguí besando, hasta que inevitablemente fue mi lengua la que siguió a mis labios, mientras lo seguía masturbando. Él presionó con el glande sobre mi boca, mostrándome el camino. Yo la abrí y me metí esa cosa tan hermosa, tan colorada y tan dura hasta que la sentí casi en mi garganta. Y él entonces se empezó a mover, primero lento, luego más rápido y yo busqué acompasarme con su ritmo de la mejor manera que podía, porque simultáneamente empecé a acariciar mi propia pija con la mano libre, sin llegar a pajearme, porque tenía toda la sensación de que si lo hacía acabaría apenas en segundos nada más. Hasta que los dos, más o menos al mismo tiempo, nos susurramos la proximidad del clímax ya incontenible, momento en que quitó la verga de mi boca y con su mano guiando la mía, se apuró a acabar, mitad en mi cara, en mi hombro y mitad en la colcha de la cama, mientras yo, caliente a más no poder, por el contacto de ese jugo que se derramaba sobre mi, acabé también en cuatro o cinco feroces contracciones de mi verga exhausta.
Por un instante nos quedamos inmóviles, y luego me desplomé a su lado, pleno, dichoso y totalmente distendido, en tanto que él se dejaba caer hacia el otro lado, boca arriba, jadeante, pero igualmente relajado.
El llamado de una de mis hermanas terminó con el encantamiento, pero en las dos semanas que siguieron, repetimos el mismo juego casi cada día.
El viernes de la segunda semana, tal vez cometí un error. A esa altura yo quería lo que me faltaba. En dos de esas últimas tardes, había intentado vanamente buscar lo que concebía como el acto supremo, esto es, que Rubén me penetrara, pero no había pasado de eso: Simples, frustrados intentos. La primera vez, él se mostró un poco remiso, aunque sin decirlo claramente y la segunda, quiso ir un poco más lejos, pero su pija le negó y me negó la posibilidad.
Ese viernes tuve una ocurrencia explicable tal vez por la manera de verme a mi mismo o ¡qué diablos!, porque así era mi naturaleza y no sabía aún, que no a todos los hombres necesariamente podía gustarles un afeminado. Pero ya mucho antes de poder relacionarlo con el placer sexual, vivía intensamente cada oportunidad que tenía de usar la ropa de mis hermanas o también las de mi madre.
Quizás debía llegar el día en que todo se uniera.
Es así, que en el momento de desnudarme, saqué del placard donde previamente la había escondido, una bellísima bata de mi madre de seda natural, de un celeste grisáceo, estampada con grandes flores rojas, que a mi me quitaba el sueño, y sin ningún preámbulo me la puse y empecé a usar la prenda en movimientos que pretendieron ser de seducción, pero que terminaron en un lamentable fiasco.
No se trató de un rechazo explícito, sino de un retraimiento por parte de Rubén, que yo, caliente como estaba, no alcancé o no quise entender en ese instante. Nada sucedió, pero yo, ¡estúpido de mi! me quedé así vestido, cuando prolongábamos las horas, evitando separarnos con esas sensaciones extrañas e incluso algo desagradables que esos minutos nos habían dejado. Finalmente, Rubén se fue. Y el martes, supe por Fabián, que había comenzado a salir con una chica a la que conocíamos, Marta, a quien creo que ya nombré antes. Si, así es. Bueno, una de las chicas del grupo que traía de cabeza a más de un chico, incluidos mis amigos.
Viví malamente unos cuantos días. Los tres o cuatro primeros, contuvieron algunas de esas horas negras que mencioné al principio, ¿recuerdan?. En algunas de ellas, lloré con una tristeza que en ese momento se me ocurría definitiva, como vivimos ese y otros sentimientos en esa edad dorada en que los más intensos nos parecen los últimos.
Pasados cuatro o cinco días ya empezaba a presumir que tal vez no fuera así. No me había muerto, después de todo, y todo lo positivo de aquellos momentos junto a mi primer casi amante, renació con fuerza y tal vez fue también la aparición de esa convicción que se haría consciente y fuerte en mi, un par de años más tarde, acerca de la búsqueda del goce y el placer.
Otro suceso que marcó aquellos momentos iniciales lo protagonizamos con mi hermana. Ella entró en mi habitación un día de esos en que lo pasaba tirado en mi cama, llorando por mi pérdida y me sorprendió vestido con la famosa bata de mi madre. Allí, en ese momento, se hizo pública en el seno de mi familia, mi condición, definida por mi hermana y ellos, con el nada original calificativo de "puto".
Se sucedieron un montón de problemas, pero yo no cedí. Al contrario, aprendí a desentenderme de las opiniones ajenas y a la gente no le fue quedando otro remedio que bancársela. Me dí el gusto de gozar de mi "mariconería". Pongo énfasis en esto, porque así soy. No hice nada con hormonas, ni con siliconas, ni con nada. Es sencillamente eso: Soy un "putito mariquita". Aunque me encanta cuando los chicos me llaman "su puta" o me gritan "yegüa". Me gusta muchísimo, casi tanto como mamar una linda verga, usar en mi casa vestidos de mujer, ropa interior, medias de lycra, pintarme como una puerta y le dedico muchísimo tiempo y dinero a eso. Pero ojo, ¿eh?, también me ocupo de mis lugares, limpio mi habitación, y muchas veces toda la casa, hago la comida y me dedico a las cosas como cualquiera de mis hermanas. Tal vez por eso, pude tener una vida hogareña bastante normal.
No fueron tiempos sencillos, como lo fui aprendiendo a fuerza de malos tratos, burlas y rechazos. Pero la creciente conciencia de mis derechos sobre mi vida, me fueron poniendo a cubierto de tanta basura.
Había pasado un año casi desde Rubén, cuando conocí a alguien que llamaré solamente Nino, por elegir cualquier apelativo. Es que a su nombre, a su recuerdo, no le cabe un nombre ficticio, y tampoco puedo llamarlo aquí por el suyo.
Paradójicamente, lo conocí porque era el noviecito de una de mis hermanas. Nino, diecinueve años llevados como los dioses, pelo negro, piel increíblemente tostada por su trabajo al aire libre, un cuerpo que parecía haber sido esculpido por Miguel Ángel, más de uno ochenta de estatura. Él, mi hermana, sus amigos, estaban en una casa vecina disfrutando de su pileta de natación. Yo estaba sentado al sol, en nuestro jardín, arreglando y pintándome las uñas, cuando desde el otro lado del cerco vivo, cayó una pelota. Como nadie venía por ella, me paré y la tomé para devolverla. Tenía puesto un vestidito corto, suelto, casi infantil y cuando me doy vuelta para ir hacia el cerco, me encuentro a un chico, ¿Quién, sino Nino? Que me miraba con cierta sorpresa, aunque inmediatamente la dejó de lado con una sonrisa.
Hummm, ¿Vos sos el hermano de Claudia?, me preguntó, estirando el brazo, reclamando la pelota.
Esteee , yo si, si claro. No tenía mucha idea sobre mi respuesta, porque estaba como paralizado. No era por supuesto porque me encontrara vestido así ni cosa por el estilo. Era, porque ese tipazo, corporizado de la nada frente a mi, en solo un instante había erizado cada pelito de mi cuerpo. Estaba aún mojado, el sol le daba de costado, tenía un ajustado slip de baño que naturalmente permitía adivinar, sin verlo, el armamento que "calzaba". ¡Y esos músculos!. Chicos, mi mirada iba de su paquete a sus muslos. Las piernas, fuertes, duras y musculosas, como talladas en madera noble, eran mi debilidad. Y las que tenía delante, eran las más fuertes, duras y musculosas, ¡las más bellas!, que yo hubiera visto alguna vez fuera de la televisión.
¿Qué mirás? ¿Se te perdió algo?, me interrogó el muy turro, como si no estuviera acostumbrado a producir esos efectos. Bueno, a lo mejor si en las chicas, pero no en los hombres. Aunque tampoco mi aspecto era, que digamos, muy de "hombrecito".
No, no, mejor dicho si, veo algo que me estoy perdiendo.
¿ Ah siii? ¿Te puedo ayudar a encontrarlo?. Seguía sonriendo, mientras se acercaba. ¡Dios! . Me dije, ¡por favor que este tipo se vaya pronto porque estoy para cualquier cosa!, ¡creo que en un minuto me le tiro encima y lo mato! ¡Aunque sea a chupones!
Y, como poder podés, pero supongo que se armaría un despelote de mil demonios, y ni quiero pensar en mi hermana, porque por lo que ella ha contado, debés ser su novio ¿no?
¿Sos celosa?. Ahora bajando la voz, decididamente al ataque.
¡No, claro que no! Pero temo por mi vida.
Bueno, la vida es algo muy precario, ¿no te parece?, tal vez haya que correr riesgos.
¿Vos los correrías .? Pero no me dejó terminar la idea, porque de pronto me había apretado entre esos brazos que parecían de hierro y me estaba besando sin preocupación alguna. Me desasí con pena, lo tomé de la mano y lo hice apurar hacia un pequeño cobertizo, en la parte trasera del jardín. No bien entramos, me volvió a abrazar, pero yo urgido por el tiempo que sabía que no tenía, me arrodillé mientras hacía a un lado el slip. ¡Quería verla, quería tenerla entre mis manos, quería chupar esa pija que ya se hacía notar por debajo de la prenda!.
¡Aayyyy! ¡De qué manera me puse a besar y chupar esa deliciosa verga, polla, pinga, o como quiera que la llamen muchos de ustedes! ¡Qué el nombre es lo de menos, cuando todos sabemos a que nos estamos refiriendo!, ¿verdad?. ¿Saben entonces a que me estoy refiriendo?. No hablo sólo de aquel pene. Hablo del momento, de la situación. Tu cuerpo, caliente ya por el sol de la primera hora de la tarde, disfrutando, pintándote las uñas, sintiendo el vestidito que te acaricia el cuerpo, que deja ver tus piernas hasta allá arriba, se te aparece el cuerpo soñado, ¡ayyy, sii! ¡Mojado, con las gotitas de agua enredadas en los pelitos del pecho, y además, en lugar de mirarte raro y darse la vuelta, te empieza a ronronear alrededor!. Rogaré oportunamente el perdón de Dios, de mi hermana, ¡de quien sea!. Pero, ¿me perdería ese dulce?. ¡Y recuerden que Rubén me había dejado con las malditas ganas, un año atrás! ¿Y qué sabía yo en ese instante si con Nino no me pasaría igual?. Pero, ¡al diablo!. ¿Quién se va a poner a pensar en eso en un momento así?
Creo que recuperé el tiempo perdido, ese año en el que vestirme con ropa de mujer fue la única concesión a mis deseos y necesidades. Pero, al margen de mi pasión desatada, esa pija que tenía a mi disposición la incentivaba hasta límites extremos. Él presionaba como para hacérmela tragar; yo la dejaba entrar todo lo que me era posible, sin que llegara a ahogarme. Doblaba mi lengua hacía arriba que obraba a manera de freno, de tibio y goloso muro para el ariete y con la punta, buscando la pequeña hendidura del glande, la hacía retroceder, para retenerla y succionarla de inmediato de nuevo con la ayuda de mis labios. Y ahora era la superficie de esa lengua que se me antoja incansable, la que lamía y presionaba para hacerla jugar dentro de mi boca. Por momentos me parecía sentir que Nino acabaría en cualquier instante; entonces al mismo tiempo que presentía o imaginaba mi boca llena de su semen, hacía esfuerzos por detenerme, porque sentía que no quería terminar. Nino entonces me levantó del piso e hizo girar mi cuerpo, al mismo tiempo que me levantaba el vestido y sus manos intentaban aferrar y apretar mis nalgas. Casi hasta incrédulo por el momento que se avecinaba, incliné mi cuerpo hacia delante, apoyándome en un viejo mueble que había terminado su vida útil, guardando herramientas y enseres varios.
Iba a dirigir una de mis manos con la intención de ayudar a que mis nalgas se pusieran receptivas, pero no hubo necesidad porque Nino lo hizo con las suyas y con su verga que sabiamente recorrió mi hendidura, hasta encontrar y ubicarse justo en la puertita de mi agujero, que parecía estar latiendo de miedo y placer. Y mi amante de ese día lo percibió, porque con sus palabras me calentó más, si cabía y me impulsó a rogarle que no esperara más para meterla.
¿Tenías tu culito virgen, putito, mariquita, yegüa hermosa? ¿Nadie te lo había roto, no? ¿me estabas esperando hijo de puta? ¡Abrite puto, abrite más, que no te vas a olvidar de esta tarde!
¡Si, si amor! ¡Clavá con todas tus ganas a tu puta! ¡Partime, destrozame! ¡Quiero sentir a mi primer macho, querido! ¡Quiero tenerte adentro! ¡Por favor querido mío!
Ya no tuve que rogar. Luego de pequeños amagues de entrada, que tal vez ayudaron a dilatar el agujero, embistió y entró, quitándome por un segundo la respiración, en un gesto en suspenso que pudo haber sido un grito de dolor, como un quejido de placer o un alarido de triunfo. En una segunda, en una tercera embestida, sus huevos se apretaron contra mis nalgas y tenía esa verga endiablada totalmente dentro mío. Casi instintivamente comencé a incrementar mi placer moviendo mis caderas, como si quisiera ubicar mejor la pija adorada entre las paredes de mi culo. Entonces él empezó a bombearme, a entrar, salir, entrar, cogiéndome como nunca pude imaginar, mucho tiempo antes, cuando jugaba con Rubén para ayudarlo infructuosamente a penetrarme.
-¡Siii, si, mi machoooo .!, ¡mi dueño! , ¡cogeme así! ., ¡cogeme querido, por favor ! ¡cogé bien cogida a tu putita !
- ¡Te voy a llenar el culo con mi leche! ¡Te voy a inundar!
Y si. De pronto fue una suprema rigidez instantánea, y de inmediato creí morir cuando sentí como me llenaba el culo con ese líquido caliente, que entraba en sucesivas contracciones de su miembro. Y entonces me apresuré con mi mano a recoger los hilillos que se deslizaban ya por mis muslos y golosamente me la chupé dedo por dedo, mientras sentía como su cuerpo se iba abandonando sobre el mío, uniendo cada centímetro de piel con la mía, abrasándome con el calor de su cuerpo hirviendo.
Salió de mi culo, se arregló el slip, me dio un ligero beso en los labios, sonriente se prometió y me prometió más de todo aquello, y se fue con premura. Y yo me quedé allí, estúpidamente apoyado aún en el mueble, como si cualquier movimiento que pudiera realizar rompiera el sortilegio que me estaba ayudando a extender un chiquitín más esos minutos del placer supremo.
Salí como medio atontado del cobertizo y me tiré en el pasto, boca arriba, recibiendo el sol que ahora acariciaba un cuerpo gozoso y feliz.
Cuando empecé este relato supuse contarles de los aconteceres que me llevaron a pensarme como el "putito infiel". No contaba con la forma en que avivaría mis sensaciones y recuerdos, la mención de la aventura con Nino. Esto se hizo algo extenso, por lo cual tal vez sea mejor que deje el resto para otra ocasión.
Pero anoto que cuatro o cinco días después de lo narrado, una mañana, tuve que llevar a la casa de Nino, por encargo de mi hermana, una valija que ella le prestaba para un corto viaje que haría. Que la madre de Nino, me recibió en la puerta, y me pidió que se la alcanzara a su habitación, "así de paso, despertás al haragán ese que no quiere dejar la cama". Y que, al contrario de lo que supuso su madre, no fui una buena ayuda para que Nino dejara la cama.