El profesor y el carnicero
Primera parte de la historia de mi primer año como profesor en un instituto andaluz.
Cuando uno estudia Filología y se dedica a la enseñanza no le queda otra que prepararse unas oposiciones para conseguir un puesto estable como profesor en la Enseñanza Pública. A pesar de mis treinta años nunca me lo había planteado, pero con esto de la crisis económica si quería algo de estabilidad necesitaba dar ese paso. Hasta entonces no me había ido mal, pero a mi alrededor sólo veía cómo nos metían el miedo en el cuerpo aludiendo que la cifra de parados aumentaría más y más y que la recesión aún no había tocado fondo. Por ello me animé y decidí dedicarme de pleno a estudiar y prepararme algo en lo que no creía, pues el proceso para convertirte en profesor me parecía y me sigue pareciendo sumamente injusto, subjetivo y muy, muy difícil. Pero tenía que intentarlo, así que me hice a la idea, me busqué un preparador, me recluí en casa sin que nada ni nadie pudiera molestarme y meses después con la cabeza saturada de información, algunos kilos de más por la vida sedentaria y los nervios a flor de piel realicé las dos partes del examen lo mejor que pude.
Sin embargo, no fui capaz de aprobar con la nota suficiente para obtener plaza y quedaba entonces al amparo del destino que la Consejería de Educación de Andalucía me quisiera asignar. Podría ser cerca de mi pueblo; o todo lo contario. También podrían destinarme a un lugar sin playa, o a algún instituto conflictivo del extrarradio de alguna ciudad grande. Un mes de elucubraciones que no me dejaron celebrar como era debido el gran mérito que suponía aprobar las opos la primera vez que me presentaba. Y cuando por fin salieron las listas vi mi nombre asociado a un instituto de un pueblo que ni conocía. Cuando lo localicé en el mapa me lamenté que no estuviera en la costa, pero agradecí que no se encontrara muy lejos de mi gente y que además fuera en una de las zonas más vírgenes y bonitas de Andalucía. Un paraje que ya había visitado una vez de turismo rural, y que en un principio no casaba mucho con mi personalidad, pero podría ser relajante después de un año tan duro vivir en una zona tan tranquila y alejada de la mano de Dios.
Busqué casa por Internet y concerté varias visitas para poder decidirme por mi nuevo hogar sin tener que dar muchos viajes. No fue complicado, y la primera que vi fue la que más me llenó. Una blanca casa típica de la zona con dos plantas, aunque la vivienda en sí estaba en el primer piso y abajo sólo había un garaje. Era pequeña, con un par de dormitorios, un baño, un salón normalito y una amplia y rústica cocina con barra americana. No necesitaba más, y el precio me encajaba, así que no lo pensé mucho y dejé la señal para poder entrar a vivir el uno de septiembre.
Los primeros días en el instituto transcurrieron con normalidad. Me deprimí un poco al ver que ninguno de mis compañeros era joven ya que me había hecho ilusiones de poder crear un círculo con otros profesores. Pero no fue así. Ninguno bajaba de los cuarenta y todos se conocían ya de otros años, estaban casados y tenían su vida hecha al pueblo y a la zona. Digo esto porque el instituto era compartido por varios pueblos ya que no en todos había estudiantes suficientes para poder llenar uno, así que acudían de distintos municipios de la comarca. A pesar de todo, cuando tuve las listas de mis nuevos alumnos vi que no eran muchos.
Cuando las clases comenzaron yo llevaba ya dos semanas viviendo allí, aunque me había escapado el fin de semana a mi pueblo. Apenas me relacioné esos días, aunque reconozco que mis compañeros eran bastante agradables y me integraron rápido, invitándome a comer o cenar en sus casas o enseñándome o recomendándome sitios. Aunque yo tampoco soy un ejemplo de sociabilidad, me obligué a salir más de lo que me apetecía a pasear, a comprar o tomar café en el bar en vez de en mi casa. Tampoco sirvió al principio, pues la mayoría de la gente era bastante cerrada a pesar de ser una zona muy turística. Sí que es verdad que me preguntaban mucho al principio sobre mí y sobre mi vida, pero por ser la novedad más que por resultar interesante.
Así que si ya resultaba complicado hacer amigos, lo sería aún más tener una vida sexual activa por aquellos lares. Pintaba un año muy, muy largo y la soledad se dilataba en el tiempo más de la cuenta. Al menos con los estudiantes me iba bien. El inglés desde luego no era lo suyo, pero la mayoría le ponía interés, aunque estaban también aquellos que acudían al insti sólo a la espera de cumplir los dieciséis para dedicarse al campo como sus hermanos mayores, padres, abuelos…Está claro que yo trataba de incentivarles de alguna manera, pero no iba de súper héroe pretendiendo que todos llegaran hasta la universidad. De momento, con que vinieran a clase todos los días me bastaba.
La rutina se vio interrumpida un sábado por la mañana de un fin de semana que decidí quedarme en el pueblo para corregir exámenes. Desayuné como siempre en el mismo bar de la plaza, con casi las mismas caras que todos los días, que cambiaban con respecto a los días de diario por algún turista o el familiar de alguien. Me percaté de la presencia de un chaval más o menos joven y algo atractivo sentado al fondo en una de las pequeñas mesas de madera. No pude evitar que algo en mi cuerpo se removiera al verle, pero no le di más importancia. Cuando me despedí del camarero hasta el día siguiente, el chico se levantó hasta la barra imagino que para pagar. Me hice alguna ilusión de camino al estanco, pero recriminé mis pensamientos infantiles y traté de centrarme en otra cosa. Al salir de comprar el único vicio que conservaba activo me le volví a encontrar cediéndome el paso en la puerta. Le sonreí con un “gracias” y me marché de nuevo pensando en él, pues de cerca ganaba bastante, sin ser especialmente guapo.
En la cola de la carnicería me pidió la vez, y en esta ocasión fue él quien me dedicó una sonrisa y un primer comentario:
-Vas a creer que te estoy siguiendo, je, je.
Me limité a sonreír sin ser capaz de contestarle de manera elocuente, así que opté por el silencio. Por una vez el carnicero –un cuarentón de muy buen ver, moreno, con barba y de carnes prietas– me pasó desapercibido a pesar de mostrarse tan agradable como siempre. Después de pagar me despedí del joven con un “hasta luego” sin más y me fui para casa. Le mantuve en mi memoria toda la tarde y me arrepentí de no haberle dicho algo mientras esperaba para comprar unas chuletas de cordero, pero determiné que repetiría mis pasos al día siguiente y probaría suerte por si coincidía con él de nuevo.
Pero el domingo no hubo suerte. Prolongué el desayuno más de la cuenta para hacer tiempo, pero no sirvió para nada. Dejé el local algo triste, pero uno de mis alumnos interrumpió mi ensimismamiento gritando desde la plaza.
-¡Teacher, teacher! Quiero presentarte a mi hermano, que ha venido a pasar el fin de semana.
Y ambos se acercaron para saludarme. Mi eufórico escolar de 4º de la ESO estaba feliz y presumía de un hermano de veintitantos que estudiaba en la universidad de la capital.
-Es ingeniero, ¿sabes? –alardeaba.
-Aún no –corrigió el hermano sonriente –. Me faltan dos asignaturas.
-Bueno, ya no te queda nada entonces –le animé.
-Te podrías venir a comer a casa, teacher –invitó mi alumno-. ¿Qué opinas, Juan?
-Déjale anda – le regañó– tendrá mejores cosas que hacer, que ya te ve la cara todos los días.
Y empezaron una pequeña pelea en la que yo quedé al margen, pues no supe qué decir, si aceptar o no. El caso es que el joven Pedro me dijo que vendría a buscarme a casa para la hora de comer si sus padres le daban permiso. Y así se despidieron.
La situación fue graciosa, pero lo mejor de todo es que ayudó a que me olvidara del enigmático tío con el que tropecé varias veces el día anterior y del que ya no sabía nada. Quizá fue por su parecida edad a la mía, pero lo cierto es que el futuro ingeniero hermano de Pedro era muchísimo más guapo, moreno de ojos verdes, metro ochenta y semblante serio, pero tremendamente atrayente. Ni me planteé hacerme ilusiones, pues me quedaría de nuevo con las ganas.
Pedro vino a buscarme pasada la una. Estaba nervioso porque me daba mucha vergüenza comer con unos desconocidos. Es verdad que con la madre me había reunido en el instituto un par de veces, y era una mujer interesante y campechana, pero de ahí a compartir mesa y mantel…Sin embargo, la timidez duró poco por lo bien que me trataron desde el principio. Se les veía una familia feliz, muy unida y compenetrada. A Pedro el Inglés no se le daba muy bien, pero el muchacho le ponía bastante interés pues era uno de los pocos de cuarto de la ESO que quería seguir estudiando hasta llegar a la universidad. Eso, desde luego, le honraba, y en aquel instante me di cuenta que todo ello era gracias a unos padres con una coherencia y unos valores muy difíciles de encontrar, y eso que ellos no ocultaban que apenas sabían leer y escribir.
El vino peleón típico de la zona se me subió pronto a la cabeza y temí que se me trabara la lengua o que pudiera decir alguna chorrada. Pero tampoco quería quedar como un remilgado estirado de ciudad que rechaza un vino que ellos mismos habían elaborado, así que cada vez que el padre me llenaba la copa no se lo impedía. Juan no era tan charlatán como su hermano pequeño, y apenas habló durante la comida, pero se le veía un tío bastante cabal y desde casi el primer instante me resultó un chaval muy interesante. Sin embargo él, quizá por timidez o quizá porque el vino ya no le surtía ningún efecto para desinhibirse, no me trataba con la misma afabilidad que el resto de su familia. Con Pedro lo tenía fácil porque le entusiasmaba hablar de coches y a mí es un tema que me apasiona, y cada dos por tres interrumpía preguntándome cosas como “¿y qué te parece el nuevo Ferrari?”. Pero a Juan parecía aburrirle el tema, y durante las casi tres horas que estuve en aquella bendita casa no supe en qué podría estar interesado, así que me marché muy agradecido por el trato en general, pero algo frustrado por su comportamiento en particular.
Al atravesar la plaza para llegar a mi casa mientras pensaba en mis cosas me interrumpió una voz gritándome desde la puerta del bar. Era el carnicero con un cubata en una mano y un cigarro en la otra. Vestía un chándal bastante hortera y sin su bata blanca y la cofia sobre la cabeza perdía parte de su atractivo.
-¡Madrileño! Tómate una copa conmigo, ven.
Intenté rechazarle, pero me fue imposible porque aunque le había dicho que tenía cosas que hacer no tardó en gritarle al camarero desde la pequeña ventana del bar que nos pusiera un chupito de algo.
-Pero si vengo ya medio borracho por el vino este que tenéis por aquí – intenté justificarme.
-Anda ya, pero si eso no es nada.
Y en un abrir y cerrar de ojos me bebí tres vasos de un licor que me supo a rayos y que quemaba mi garganta a pesar de ingerirlos de un solo trago.
-¿Esto qué es? –preguntaba yo casi con cara de asco.
Pero se negaban a decirme lo que me daban. Pero ya me puse en serio a decir que no, y el carnicero me contó entonces que era un orujo de no sé qué.
-Yo los hago en mi casa también, ¿sabes? De diferentes sabores, además. Cereza, avellanas…Vente y los pruebas –me invitó.
-De verdad que no –insistí.
-Venga hombre –insistió él más mientras me agarraba del brazo y le gritaba al tabernero que se lo apuntara en su cuenta.
-¿Pero dónde vamos? –pregunté asombrado.
-A mi casa, que está aquí encima de la carnicería.
A pesar de su desmesurada euforia y del alcohol no parecía ir borracho. Que yo no entendiera la mitad de las cosas que me decía era más por su acento cerrado, voz grave o verbosidad descontrolada. Sin embargo, sus gestos y maneras eran mucho más descifrables. Para empezar, y a pesar de estar en pleno otoño en un pueblo de la sierra, se quedó en calzoncillos sin pleno aviso. Y para acabar, me preguntó directamente si yo era gay. Creo que nunca se me ha presentado una situación tan sencilla y directa, mi respuesta fue obviamente positiva, y eso hizo que Julián terminara de desnudarse. Sabedor de su atractivo, parecía tener claro que yo sucumbiría y follaríamos en aquel preciso instante.
Y está claro que yo me lancé. No me excusaré en el alcohol. Ni tampoco en el tiempo que llevaba sin tener sexo. Tampoco en que el carnicero estuviera bastante bueno. ¿Para qué? Si como digo, jamás lo había tenido tan fácil…
Julián esperó a que me deshiciera de mi ropa y mientras yo lo hacía observaba su velludo y fuerte cuerpo. No era el típico tío cachas, sino uno de esos que llaman “osos” de carnes prietas muy bien proporcionadas. Su polla colgaba morcillona mostrando parte de su glande. Me excité sobremanera. Cuando hube acabado de desvestirme Julián se acercó y comenzó a darme lametazos por la cara, las orejas, la barbilla…Estimuló mi verga con una de sus manos mientras que con la otra hacía lo propio a la suya. Me empujó de nuevo hasta el sofá y me dejé caer. Una vez sentado, me incorporé un poco para poder acceder a su polla.
Su sabor ácido me puso a mil y la chupé con ganas. Julián me agarró por la cabeza, aunque en un principio me dejó hacer. Lamía su glande con delicadeza, disfrutando de ese primer sabor y aroma que deja todo un día y que luego se entremezcla con el de mi propia saliva. Ésta se deslizaba por su tronco que notaba ya duro intentando buscar hueco a lo largo de mi boca. Imagino que presa del placer, Julián comenzó a dirigir mis movimientos y los suyos propios provocando toda una follada de boca. Metía y sacaba la polla a su antojo, dejándome a veces casi sin aliento. Hubiese gemido si me quedase algo de aire, pero él ya lo hacía por los dos. No disimulaba sus suspiros ni suavizaba sus embestidas que llevaban a su verga a lo más profundo de mi garganta. Reconozco que me pareció algo brusco, pero me encantaba tener aquel cipote dentro de mí.
Pero la sacó inesperadamente y de nuevo me empujó contra el respaldo del sofá. Se agachó y me cogió de las piernas dejando mi culo al aire. Apenas pasaron unos segundos cuando noté su húmeda lengua en mi ano, y poco después, mientras yo no podía evitar gemir clamorosamente, escuché cómo me escupía y cómo su saliva se deslizaba por mis nalgas. Me resulta imposible describir cómo aquel tío me estaba comiendo el culo, pero era sumamente placentero.
Por ello lamenté que se apartara y tratara de meterme la polla sin dilaciones. No le costó entrar, es verdad, pero su lengua me gustaba más. Aun así, disfruté de sus embestidas, casi tan violentas como las que había acometido en mi boca. Los dos sollozábamos al unísono, aunque él con algo más de intensidad. No articuló palabra alguna. Se limitaba a mirarme de manera firme, sin siquiera sonreír; tampoco advertí lascivia en sus ojos. Expresaba más una mueca lastimera, casi suplicante por querer correrse ya.
Y sin cambiar de postura, y tras no sé cuántos minutos sintiendo su polla entrar y salir de mis entrañas, abandonó definitivamente mi cuerpo, se la masajeó un instante y soltó unos trallazos de leche con furia, así como los gemidos más sonoros que nunca había escuchado. Le veía convulsionarse con la mirada ahora perdida y aproveché para pajearme. Obviamente no tardé en correrme, pero en ese pequeño lapso de tiempo él ya tenía sus ojos clavados en los míos sonriendo satisfecho y mucho menos tenso.
Cuando mi abundante corrida yacía ya sobre mi vientre, el carnicero me ofreció un cigarro y su ducha. Acepté ambos, y cuando volvía al salón aún mojado, Julián seguía sentado desnudo sobre un sillón con otro cigarro en la mano.
-Bueno mariconazo, que te vaya bien la semana –me dijo invitándome a marcharme.
Y así fue la despedida, tan clara y directa como su insinuación para echar un polvo. Y para mí igual de extraño y fácil, aunque sí me resultaba complicado entender tal comportamiento, pues como dije antes, nunca me había ocurrido nada parecido. No hubo besos ni hubo palabras. A mis treinta años experimentaba por primera vez lo que viene a ser un polvo sin más.