El profesor, el maestro y el carnicero
Tercera parte de la historia de mi año como profesor en un instituto de un pueblo perdido de Andalucía
Tras el fin de semana romántico, intenso y casi bucólico, la realidad exigía que el lunes volviéramos a enfrentarnos a la rutina laboral. Quizá fue el día más duro en el instituto. Más incluso que el primero cuando me encontré metido en un aula con veinte desconocidos adolescentes. No paraba de mirar el reloj que parecía ralentizarse más que nunca. Y entre clase y clase abordaba mi móvil a la espera de algún mensajito de Felipe que me recordara por qué me encontraba de aquella manera. Los leía y sonreía y mis alumnos notaban la felicidad que irradiaban mis ojos. “El teacher está enamorado” decía algún descarado. Pero en absoluto me molestaba que bromearan. Es más, estaba deseoso por contarlo, pero no eran ni el lugar ni las personas adecuadas.
Y así fueron transcurriendo los días. Nada más supe de Julián ni de Juan. Mi único pensamiento a lo largo de la jornada era mi idolatrado Felipe, al que veía todas las tardes y el que me recordaba cada mañana que levantarse de la cama merecía la pena. Lo único que pudo enturbiar aquel momento tan idílico fue que empezó a correr el rumor que Felipe y yo estábamos juntos. Era normal pues en los pueblos todo se sabe y tampoco es que nosotros fuésemos especialmente discretos. No íbamos de la mano por la calle ni nos besábamos tomando un café en alguna terraza, pero que todo el mundo nos viera juntos a todas horas era ineludiblemente sospechoso.
Pero la gente se acostumbró y a pesar de ser una zona rural a priori de mentalidad cerrada, no tuvimos ningún problema ni nadie nos insultó o algo por el estilo. Sí que notábamos cuchicheos a nuestras espaldas, y ambos tuvimos que soportar comentarios del tipo “profe, para cuándo la boda”, pero nada más allá de puro cachondeo carente de toda maldad.
Así que todo era perfecto, ideal, envidiable…hasta que algo tuvo que torcerse. Dos días antes de las vacaciones de Navidad Felipe fue informado por el director de su colegio que la profesora a la que sustituía se incorporaría después de las Fiestas. Fue un jarro de agua fría para los dos. Maldije nuestra suerte. Bueno, en realidad sólo la mía, porque a pesar de tantos años de desdicha, no me acostumbraba a que el destino me las jugara cada dos por tres. Pero aún así, y en un súbito afán positivista, se me ocurrió la idea de que Felipe no tenía por qué marcharse. Que se acabara su suplencia no suponía que le dieran otra inmediatamente, así que mientras volvía a la bolsa de trabajo y le adjudicaban nuevo destino, podía quedarse en mi casa.
Le hice saber mi propósito tan pronto como le vi. Su cara era la misma imagen de la desolación. Parecía haberle afectado tanto o más que a mí. Cuando le comenté lo que se me había ocurrido su semblante no cambió.
-¿Qué ocurre? ¿No te parece buena idea?
-Sí, Ángel, pero me mandarán pronto a otro sitio y luego será peor.
-¿Por qué? –le pregunté.
-Porque si llegamos a vivir juntos imagina cómo será la despedida cuando tenga que marcharme.
-Bueno hombre, pero eso lo piensas ahora que estás de bajón –le consolé–. Ya habrá tiempo para decidir qué hacemos si eso ocurre.
No le vi muy convencido, pero como llegaba la Navidad teníamos tiempo para meditar y comprobar si estar separados resultaría tan lacerante. Y es que los dos nos veíamos en la obligación moral de pasar la Nochebuena con nuestras respectivas familias. Yo nunca la había celebrado sin mis padres, así que por muy enamorado que estuviese, tenía que ir a Madrid y pasar allí unos días. Le eché mucho de menos aunque hablábamos con bastante frecuencia. Eran conversaciones tontas e insustanciales porque yo ya no le insistía sobre la idea de que se quedara conmigo. Es más, una de las veces me dijo que se dedicaría a estudiar sus oposiciones, que serían en junio.
-Tú sabes cómo va esto, Ángel –se justificaba-. Hay que dedicarle mucho tiempo, y a la larga será mejor si al final saco buena nota y me dan plaza.
-Puedes estudiar allí mientras yo estoy en el trabajo, no te molestaré.
Volvió a despreciar la idea y ya no persistí. Algo se quebró en ese momento porque Felipe no parecía mostrar tanto entusiasmo como yo por estar juntos. Vale que no fuéramos jóvenes que cometen locuras y había que pensar en el futuro, pero quizá por infantil o inmaduro yo prefería vivir el presente. No quise entenderle y la cosa se enfrió, y a la vuelta de las Fiestas volví a mi casa solo, desolado, infeliz y negativo de nuevo. Me consolé pensando que fue bonito mientras duró, aunque fuera poco y luego me llevara un chasco. Felipe pretendía mantener una relación a distancia, algo que yo no había tenido antes así que no supe cómo afrontarlo. Me dijo que vendría a verme de vez en cuando o que quedásemos en algún punto intermedio. Al principio no resultaba un plan muy atrayente, pero llegado el momento y con el calentón resultaba práctico.
La primera vez después de Navidad que Felipe propuso quedar no fue en el pueblo donde yo estaba. Fue una gran desilusión por su aparente falta de interés, pero siendo objetivos, para él resultaba un trayecto muy largo. Entonces quiso que nos viéramos en Granada, ciudad que quedaba más o menos a mitad de camino para los dos. Reservó un hotel de viernes a domingo y allí nos encontramos. Me gustó mucho verle, no lo voy a negar, volviéndome a sentir cómodo con él a pesar de todo. La habitación no era especialmente romántica, careciendo de piscina o jacuzzi quizá por no gastar demasiado dinero. Pero siendo Felipe como era, algo soso a veces y sin mucha iniciativa, elementos externos hubieran ayudado a dar algo más de vidilla. Pero bueno, no todo podía ser perfecto.
Al menos recuperé sus besos, sus abrazos y sus caricias, y era muy bueno dándolos. Nada más vernos nos metimos en la cama desnudos y nos pusimos al día de nuestras cosas bajo una imagen muy sensiblera y tierna, acariciándonos el pelo, sonriéndonos o con tímidos besos y abrazos. A pesar de que yo no suelo ser muy lanzado en la mayoría de situaciones, creía incluso que aquella actitud se alargaba demasiado y pretendía saciar otro tipo de deseos, más cuando mi polla había reaccionado por tenerle desnudo a mi lado. Sin decir nada le besé con más pasión y sutilmente fui recorriendo su cuerpo con mis manos, rozándole las piernas o el trasero. Menos mal que Felipe me siguió el rollo esta vez y continuó mis pasos, pero avanzó un poco más y fue el primero en rozar mi verga ya completamente tiesa.
Comenzó a masajearla con la lentitud que le caracterizaba mientras yo seguía besándole o acariciándole el culo hasta decidirme a llegar su polla también erecta. Entre sollozos y gemidos nos hicimos una paja mutua que acabó con los dos corriéndonos sobre nuestros vientres con una sensación de falsa castidad por no romper bruscamente con un momento tan dulce y sentimental con una inocente paja como colofón.
-¿Me follarás durante estos días? –preguntó dejándome sorprendido.
Y lo hice después de que volviéramos de una romántica cena en un restaurante italiano cercano al hotel. El Lambrusco nos ayudó a desinhibirnos y ya desde el ascensor comenzamos el magreo que yo tanto esperaba. Nos desnudamos y Felipe se comió mi polla casi sin darme tiempo a reaccionar. Tampoco se detuvo como otras veces a estimularla con lentitud, sino que se la tragó de golpe sumiéndome en un largo suspiro. No estuvo mucho tiempo, el justo para que se empalmara y así poder metérsela. Él mismo se colocó sin decir nada, me la agarró con su mano y la acercó a su agujero hasta que ambas encajaran. Empezó a gemir y a cabalgar con ganas tras el perfecto acople y yo prácticamente no tuve que hacer nada, dejándome llevar y someterme al placer que suponía taladrar un ansioso culo.
La situación era mucho más salvaje que cuando nos masturbamos mutuamente unas horas antes en torno a un halo de ternura que ahora se había desvanecido. Me gustó que Felipe tuviera esas dos caras y suponía que con dos días por delante aún me quedaba mucho por descubrir. Porque aquella noche de viernes no ocurrió nada más después de que nos corriéramos sin cambiar de postura. Ni siquiera nos duchamos, y tras fumarnos el cigarro de rigor cedimos ante el sueño. Cuando me desperté vi a Felipe vestido y sentado en una de las sillas de la habitación.
-Buenos días, ¿qué hora es? –pregunté adormilado.
-Las 10 –me informó-. Me he despertado pronto y he bajado a tomarme un café.
-¿Por qué no me has avisado?
-No quería despertarte, estabas tan mono roncando…
Le sonreí y me excusé en el cansancio acumulado. No le hice saber que mis noches de insomnio habían sido por su culpa porque no serviría de nada. Felipe se levantó y se acercó a darme un beso. Yo seguía amodorrado bajo las mantas. Por lo que conocía a Felipe, me imaginé que me metería prisa para levantarme, darme una ducha y salir a pasear o a hacer algo. Pero me equivoqué. Tras ese tierno beso se desnudó y se metió en la cama conmigo. Le abracé y nos besamos. Así permanecimos un rato recuperando ese tono melancólico y sensiblero que no terminaba de desaparecer.
-Hace frío –me dijo-. He salido a fumarme un cigarro y me he congelado en la puerta.
Froté mi mano sobre su espalda como para tratar de darle calor.
-Me quedaría aquí contigo todo el día –continuó.
Me besó de nuevo y comenzó a sobarme. Esta vez no dejó pasar mucho tiempo hasta que rozó mi polla. Un poco pasmado por la reacción, le seguí el juego y me lancé a darle placer. Abandoné sus labios, le lamí la barbilla y los pezones y bajé hasta su verga. La probé y me encantó aunque olía todavía a jabón. Le lamí la punta con delicadeza al tiempo que Felipe se contraía y exhalaba un leve sollozo. Jugué con su glande y dejé resbalar saliva por su tronco con la idea implícita de chupársela hasta que se corriera. Nuestra historia sexual parecía ir por etapas, y esta era otra más que nos tocaba recorrer. Yo sabía que él se dejaría, y si la idea era estar todo el día juntos en la cama aún nos quedaba mucho por descubrir y probar. Seguí por tanto lengüeteando su cipote con tranquilidad, recorriendo cada milímetro de su miembro, sintiendo cada irregularidad de su piel, percibiendo el duro vello en mi nariz o la ardentía de sus huevos en mi barbilla.
Ante tal estimulación y sin habérmela llegado a tragar entera Felipe anunció que no tardaría en correrse. Le ignoré y continué hasta que sentí el cálido y espeso líquido fluyendo por mi garganta al tiempo que sentía cómo se convulsionaba con espasmos que refrenaban sus sonoros gemidos. Ambos nos sentimos satisfechos, aunque no sé si con maldad aún mantuve su polla dentro de mi garganta extrayendo hasta la última gota e impidiendo que desfalleciera del todo. Felipe no imploró clemencia sino que permitió que hiciera lo que me diese la gana. Yo seguía excitado y no me puse en su papel a sabiendas de lo que uno siente justo después de correrse, pero resultaba asombroso que él no dijera absolutamente nada. Húmeda y casi flácida, su verga me seguía resultando atractiva y Felipe, poco sabedor de mi paciencia chupando pollas, no podía evitar prolongar sus gimoteos que no intercalaban palabra alguna.
Siempre he creído que de alguna manera yo encandilaba a los tíos por mi enorme entrega, pero mi amante me superaba y lograba fascinarme como casi nadie. Al menos lo extraño era eso, y no cosas raras e inesperadas que he descubierto con otros descerebrados. Y quizá ahora el demente era yo, porque me había propuesto que Felipe se empalmara de nuevo y hasta que se volviera a correr. ¿Por qué? Pues no lo sé, me dio por ahí.
-¿Me dejas seguir? –le pregunté.
Asintió y retomé su polla otra vez haciéndole estremecer. Ahora me la tragué entera para que se reactivara antes y cuando lo hizo Felipe contribuyó con suaves movimientos pélvicos que la empujaban hasta mi campanilla derrochando suspiros y un envidiable aguante. Que en total estuviéramos cerca de media hora dale que te pego en la misma postura podría resultar aparentemente aburrido, pero lo novedoso de la situación le daba el extra de morbo. Su fortaleza y mi paciente empeño eran encomiables. Otra vez degusté su esperma aunque con menos matices y en menor cantidad, pero igualmente sabrosos. La polla de Felipe, al igual que su dueño, reposó exhausta por un instante. Hacerlo otra vez resultaría tortuoso y nos dimos una tregua fumándonos un cigarro uno al lado del otro mientras pensábamos qué vendría después.
Yo ya había urdido algo en mi cabeza, pero era el turno de Felipe.
-¿Qué quieres hacer? –preguntó.
-Lo que tú me digas.
-¿Nos damos un baño? –sugirió.
Asentí y nos dirigimos a la bañera mientras lamentaba que no hubiera sido tipo jacuzzi, aunque su tamaño nos permitía estar dentro a los dos. Porque separarse si quiera un instante parecía impensable y bajo el chorro de agua templada nuestras bocas seguían aferradas entre sí. Allí mismo Felipe me la chupó mientras se llenaba la bañera, tras lo cual nos sentamos uno delante del otro, abrazados, pánfilos, haciéndonos caricias o besándonos dulcemente el cuello el tiempo suficiente para que el agua se enfriara, vaciáramos la bañera y la llenáramos de nuevo. Sentado detrás de mí y sintiendo su verga en mi espalda, Felipe comenzó a pajearme debajo del agua. Me gustaba mucho la sensación de tener su mano sacudiéndomela, su aliento en mi nuca y su polla empalmada chocando contra mi lomo. Resultaba ser una posición apacible y cómoda, pero en el fondo mucho más complicada que el trance con el carnicero, que no sé por qué razón vino a mi mente en ese momento. Supongo que el porqué se resume en que Julián tenía las ideas muy claras y su comportamiento fue muy predecible, pero mi historia con Felipe tenía sentimientos de por medio, y éstos lo hacen todo mucho más complejo.
Sin embargo, pensar en aquello no me impidió correrme bajo el agua agradeciéndole a mi amante la paja con un intenso morreo. Por primera vez me pidió algo, aunque sólo fuera que me diera la vuelta. Le vi entonces frente a mí, y quizá como venganza se posicionó de tal forma que pudo llegar a chupármela a pesar de estar sumergida, satisfecha y abatida. Pero que te la mamen debajo del agua es otro mundo y mi verga se accionó por enésima vez ante el estímulo. El sonido del chapoteo de la cabeza de Felipe al hundirse y emerger encontraba eco en mis gemidos, que retumbaban ante las alicatadas paredes de aquel cuarto de baño. El culmen llegó cuando se tragó mi leche aún buceando, y si ya es sumamente placentero eyacular en la boca de un tío, imaginad hacerlo por debajo del agua. Indescriptible.
Nos duchamos después en condiciones y salimos a comer algo, proveyendo existencias para la cena de ese sábado conscientes de que no nos iba a apetecer volver a salir. Derrochamos el resto del día buscando maneras para darnos placer y aunque lo habíamos hecho antes de forma individual, tocaba que ambos disfrutáramos a la vez. Así, practicamos el sesenta y nueve dos veces seguidas explorando inconscientemente quién tenía mayor aguante. Otra tanda nos comimos el culo únicamente en la misma postura. También me follé a Felipe mientras le hacía una paja y alguna de las veces nos corrimos al unísono. No sé cuántas fueron en total, pero una salvajada. Eyaculé más veces ese día que en un año completo de mi alienada vida sexual. Fue increíble en todos los sentidos.
Aún más increíble resultó que Felipe no se convenciese después de aquello en venirse a vivir conmigo. Persistía en su empeño de querer estudiar el máximo para aprobar las oposiciones de junio. Una auténtica pena porque aquello no se repitió jamás. La despedida en el parking del hotel fue punzante. Vi en sus ojos una profunda aflicción y los míos no terminaban de creer que aquello desatara el final. Compungido y llorón conduje hasta mi casa rememorando cada instante y maldiciendo mi suerte una y otra vez. Cuando llegué charlé con él por teléfono. También al día siguiente, y prácticamente toda la semana. Hablamos de repetir y rehuyó una primera vez. A las tres semanas la idea brotó de nuevo, pero una copiosa nevada me dejó aislado todo un fin de semana y no pude salir del pueblo.
A duras penas conseguí llegar caminando al estanco o a la carnicería. Allí, Julián me recibió como siempre, como si entre nosotros nunca hubiera pasado nada. Por un momento dudé en invitarle a mi casa, pero se me adelantó.
-Madrileño, tendré la chimenea encendida todo el fin de semana –me advirtió con un juego de palabras a los que era aficionado.
-Yo también –me atreví a decir para que fuera él quien viniera a mi casa, pensando que quizá así era menos “infiel” a Felipe o menos culpable por no ser yo el que se moviera a casa de otro en busca de un polvo.
Julián se dio por aludido, y aunque yo le esperaba para el domingo, aquella misma tarde de sábado tocó a mi puerta.
-He cerrado la carnicería –informó-. Si las carreteras están cortadas no vendrá nadie.
Le sonreí en parte satisfecho en parte culpable. No sé si en el fondo quería hacerlo con él o hacerle eso a Felipe, pero ya era tarde. Julián entró, se desvistió y se sentó en el sofá con un cigarrillo.