El profesor de dibujo y los hermanos gemelos III

Cuando se descubre la relación incestuosa entre los dos gemelos, Julián decide apoyarles frente a la reacción de sus padres. La de Miguel, el padre, será una reacción inesperada.

Samuel y Álvaro regresaban del chalé de sus amigos Carla y Erick, donde Canelón había ido a parar. No llevaban camisetas ni slips, por lo que, al caminar, las pollas les bamboleaban bajo la tela de los joggers.

El gemelo cachas llevaba en brazos al animal, que había encajado su testuz entre su bíceps y el pecho.

—Se ha quedado sobado —dijo Samuel.

—Se ha montado a las dos hembras como un campeón. El tío se lo merece.

Avanzaron con sus bicicletas entre las irregulares calles asfaltadas de la urbanización. Aunque ya no hacía sol, el cielo aún no había oscurecido. El aire, caliente, lamía los torsos desnudos de los muchachos.

—Hablando de hembras, ¿has visto qué guapo se ha puesto Erick? —dijo Álvaro.

—Mucho. No sé cuándo ha echado esas pestañas.

—¿Y el culo, qué?

—Como ya te follaste a su hermana, ahora se te antojó el de él.

—Eso fue jugando.

—¿Cuánto falta para su cumpleaños?, ¿dos semanas?

—Veintidós días.

—Veintidós días —repitió Samuel— para los dieciocho. Parece que fue ayer cuando venía a bañarse, hecho un renacuajo. Eran más grandes las botas de papá que él, ¿te acuerdas? Lo que estoy es impresionado de cómo has sido capaz de esperarle todo el año.

—Que me lo quiera follar no significa que no lo respete.

—Joder, pues él parecía que tenía prisa. Se ha pasado el año enviándote fotos de su culo

—Y de charlas guarras por whatsapp, hermanito, acuérdate de cómo nos hemos puesto leyéndolas.

Samuel caminó en silencio unos segundos. Luego, preguntó:

—Se le nota que te tiene ganas. ¿Le harás como a Carla?

—Sí. Veinticuatro horas atado a la cama a base de agua, pan y sexo —respondió con voz grave—. Se lo prometí como regalo cuando cumpliera los dieciocho. ¿Por qué lo preguntas?

—Ella no aguantó tanto.

Álvaro se dio cuenta de que había eludido la respuesta.

—¡Qué más da! Se corrió varias veces hasta que dijo la palabra y la solté. Eso es lo que cuenta, no intentar batir ningún récord. ¿Te estás poniendo celoso o me lo parece a mí? Tú sabes que en cualquier cosa que yo haga tú tienes carta blanca para hacer y deshacer a tu antojo.

—No, Álvaro, en esto no. Esto es tu rollo con él.

—No seas crío, Sami. No me mola verte así.

—Que no, que no.

—Somos los cachorros, hermanito. Siempre juntos. Oye, ¡no te he contado una cosa!

—Dime.

—Se me ha ocurrido para Erick, con su hermana no lo pensé.

—Miedo me das —dijo Samuel, con un latigazo de gusto en la polla. Las ideas de Álvaro le causaban ese efecto.

—Se me ha ocurrido que, con cada pollazo que le meta, le voy a susurrar al oído este por papá, este por mamá...

—Joder, Álvaro —dijo, entre risas—, ¡estás muy mal de la cabeza!

—¿Y tú, qué?, que desde que estamos hablando del chaval se te ha levantado una tienda de campaña entre las piernas. ¿Qué, ahora me vas a decir que no quieres ver cómo me lo tiro?

Entraron en su calle, compartiendo la complicidad en silencio. Cuando llegaron a su casa, Samuel sacó la llave eléctrica del bolsillo del pantalón.

—Esta noche echamos un FIFA —dijo—. El que pierda se folla al otro.

Su hermano apoyó la bici en la hiedra del muro. Luego, con la mano que no sujetaba a Canelón, se bajó la cintura del jogger y se sacó la polla, que apuntaba rígida al cielo añil.

—Pues ya puedes ir preparando el culo, hermanito, porque te vas a llevar la paliza del partido y la de después.

Respondiendo a la señal eléctrica, el portón comenzó a deslizarse. El zumbido del motor despertó a Canelón, que se revolvió en el brazo del gemelo hasta que pudo brincar al suelo y entrar corriendo en la parcela.

—¿Te apetece tema antes de cenar, hermanito? —preguntó Álvaro.

—¿Qué hacemos con Julián?

—Es el postre.

Samuel no pudo opinar al respecto. Se quedó sin habla cuando, a medida que el portón metálico se deslizaba, iban apareciendo las modernas líneas del Lexus en el porche.

—¡Mierda, Álvaro!

—¿Mamá ha venido?

—¡Te dije que nos lleváramos los móviles!

Dejaron las bicis junto al vehículo. Entre las primeras sombras de la noche, vieron que Julián dormía en una tumbona junto al parasol cerrado. El beagle se había quedado a sus pies, amodorrado por el cansancio. Le había ladrado pero no había conseguido que despertara.

Entraron corriendo por la galería hasta la cocina, donde se detuvieron en seco.

El bloc de Julián, con los dibujos obscenos, estaba junto al frutero.

—Pffff —resopló Samuel—. ¿Tú dices que mamá siempre respeta nuestro espacio, no?

—Tranquilo, hermanito. Llamaré a papá a ver qué ha pasado y pensaremos un plan.

Fue al recibidor y agarró los dos móviles que habían dejado sobre el aparador. Cuando regresó a la cocina, Samuel estaba sentado, mirando los dibujos con gesto preocupado.

—Cabeza fría, hermanito —le dijo—, ¿me oyes?

Desbloqueó la pantalla táctil. Desde el registro de llamadas recibidas, marcó el teléfono de su padre. Tras un tono, la llamada se cortó.

—Me ha colgado. Voy a volver a llamar.

—No hace falta —dijo Miguel a su espalda—, estoy aquí. Tenemos que hablar, ¿no?

Y cerró la puerta de la cocina tras él.

—Chicos —empezó a decir—, lo primero que tenéis que saber es que vuestra madre se ha llevado el disgusto de su vida. Le he tenido que dar un calmante porque estaba de los nervios. Me ha costado convencerla de que me dejara a mí hablar con vosotros.

—Lo sentimos mucho —dijo Samuel.

Quedaron callados. Los gemelos estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, frente a su padre, que no dejaba de rascarse la barbilla.

—Sois unos críos muy cabrones, coño —dijo, finalmente—. Algún día me dejaréis a la altura del betún.

—Tú eres el mejor padre que podíamos tener —dijo Álvaro—. No sé qué haríamos sin ti.

—Nunca te dejaremos mal —dijo Samuel.

—Ya, ya... Veremos cómo quedo como padre si alguien se entera. —Miguel volvió a ojear el bloc. —El profesor, Julián. Tendrá que colaborar con nosotros.

—¿Y si no lo hace? —preguntó Samuel, preocupado.

—Lo hará, hermanito. Tiene motivos.

—¿Qué estás pensando, papá?

—Os lo explicaré. Luego, tendremos que convencerle para que colabore. El calmante que le he dado a vuestra madre debería durar toda la noche, pero estaba muy inquieta, todavía podría despertar. Vosotros, tranquilos. Y dadme un abrazo, coño, que no os he visto en dos meses.

Pocos minutos después, Samuel salió al jardín en busca de Julián, que seguía durmiendo a pierna suelta.

Como desde un agujero profundo, escuché un eco que me llamaba.

—Julián... Julián, despierta.

Abrí los ojos. Virutas de luz jaspeaban la superficie negra del agua de la piscina.

Algo tiraba de mí.

—Despierta, Julián. Tenemos que hablar.

Una mano me zarandeaba el brazo.

—¿Samu? —dije, tras un carraspeo—, ¿cuánto rato llevo dormido?

Me rasqué los ojos. Junto a mis pies vi la figura de Canelón, que al oír mi voz, levantó la cara, con expresión de «lo que te tengo que contar».

—Fuimos a por tu perro —dijo

—Gracias. ¿Dónde estaba?

—Cerca, en el chalé de unos amigos. Es muy probable que te haya hecho tío. Vamos a la cocina, mi padre te está esperando.

—¿Tú padre? ¿Y Consuelo?

—Durmiendo.

Al levantarme sentí frío. Me vestí con el bañador y la camiseta, que estaban tirados en el césped. Después, para entrar en calor, me envolví con la toalla.

Bordeando la piscina, seguí a mi alumno hasta la puerta de la galería. El ano me ardía. De golpe, había pasado del paraíso a tener que enfrentarme a la realidad.

Cuando entramos en la cocina, Álvaro estaba poniendo unos trozos de pan sobre dos platos. Al lado, había una bandeja con tomate, queso y jamón. Miguel estaba junto a él, con una mano sobre su hombro.

Cuando se giró, no me quedó duda de a quién habían salido los gemelos. Era un hombre alto, guapo, con el cabello rubio oscuro y los mismos ojos rasgados que sus hijos habían heredado, que daban a su rostro el aspecto de un vikingo. El traje le quedaba perfecto.

Parecía sacado de un anuncio de perfumes.

—Papá —dijo Samuel—, te presento a Julián.

—Perdona mi apariencia —dije, estrechándole la mano—. Un gusto conocerte.

—Hola, profe —saludó Álvaro, con una viruta de jamón colgando entre los labios.

De pronto sentí hambre.

—Para mí también es un placer —dijo Miguel—. Tenía mucha curiosidad. He seguido el progreso de mi chaval con tus clases. Pero no me habla mucho de ti, la verdad.

Nos sentamos alrededor de la mesa. Dejé la toalla en el respaldo de la silla. Álvaro sirvió agua de una jarra de cristal en unos vasos y ofreció una lata de Zero a su hermano.

Se hizo un silencio incómodo en el que los tres no dejaban de mirarme.

Entonces vi el bloc.

Me hubiera gustado desaparecer del mapa.

—Bueno —dije, para romper el silencio—, las circunstancias no son las mejores, ¿verdad? Supongo que Consuelo y tú esperáis una explicación.

—No, ella está descansando —dijo Miguel—. Casi le da un ataque de nervios.

El bloc seguía abierto por la imagen de las lenguas chuponas.

¿Por qué tendría que haber hecho ese dibujo?

Cerré sus tapas.

—¿No tienes nada que decir? —preguntó el padre.

Me froté las manos, sudorosas. Álvaro seguía poniendo los bocadillos, Samuel no me quitaba el ojo de encima.

—Tranquilo, profe —dijo Álvaro, sacudiendo un mechón de su largo flequillo—. Papá lo sabe.

Bebí de mi vaso un trago largo de agua. Carraspeé, para aclararme la voz. Había que enfrentarse a los hechos.

—Mira, Miguel —dije—, sé que lo que he hecho ha estado mal. Seguro que sientes que he abusado de vuestra confianza, que me he excedido. No te voy a discutir nada. Asumo que estés enfadado; que, si no fuera por el confinamiento, ya me habrías echado de tu casa. No voy a justificarme, aunque sí me gustaría decirte, y lo digo ahora que ellos también están delante, que no era mi intención hacer nada que os perjudique. Las cosas salieron como salieron. Yo... mira, ellos me han descubierto una parte de mí que yo... que yo no quería... asumir. Pero ellos..., bueno, no sé si debería decírtelo, Miguel, pero tus hijos... mantienen una... relación.

Dije la última palabra muy despacio, con la misma lentitud con la que se aprieta el botón que hace estallar una bomba.

Con la onda expansiva todavía retumbando en mi cabeza, continué:

—Lo siento, chicos. Si quiero que me entendáis tengo que decirlo. Tus hijos, Miguel, tienen una relación, una relación de pareja, no solo sexual, yo los he visto. Tu esposa, el otro día, el primer día que vine, comentó que se llevan tan bien que casi no ejerce de madre. Qué cosas, ¿no? El caso es que yo les descubrí por casualidad, claro, cómo iba a saberlo, y ese descubrimiento me llevó a descubrir también que me gustan los hombres... Bueno, a admitirlo, porque, en el fondo, no era nada nuevo. Supongo que antes o después me iba a salir por algún lado. Solo hacía falta la chispa adecuada, como dice la canción. Tus hijos no son una chispa, ¡son el incendio entero...! En fin, Miguel, que después de tantos años, ellos me han liberado y... Supongo que los dibujos han sido una manera de exteriorizar lo que estaba sintiendo.

Miguel cogió la jarra y llenó mi vaso de agua.

—Te agradezco la honestidad que acabas de demostrar —dijo—. Te honra. Lo de mis hijos no es el problema. Lo sé desde el principio.

—¿Cómo...? —dije, pasmado—, ¿cómo que lo sabéis?

De no haber estado sentado, me habría estampado contra el suelo.

—Lo sé yo, no Consuelo. Verás, paso poco tiempo en casa, pero no estoy ciego. Durante su adolescencia, he ido viendo cómo su relación de hermanos cambiaba. Cambiaba la forma de mirarse, de hablarse... Cambiaban los juegos en la piscina, que tomaban un cariz cada vez más íntimo, eran más de tocarse. Cambiaron el voleibol por las aguadillas, volvieron a dormir juntos otra vez, que no lo hacían desde que eran pequeños. En fin, cosas muy evidentes cuando te dabas cuenta.

»Un día me los llevé a comer a un McDonalds. Allí les pregunté qué pasaba entre ellos. Les pedí que no me mintieran, que fueran sinceros. Álvaro tomó la palabra, ¿te acuerdas, cachorro? Me dijo que lo que me tenían que contar no me iba a gustar, yo le dije que, si era lo que imaginaba, necesitarían un cómplice que les ayudara a mantener el secreto o la cagarían. Aunque no me hubieran contado nada, la cara de angustia de Samuel, para mí, era prueba más que suficiente.

De nuevo se hizo el silencio entre nosotros, solo roto por el tictac del reloj y el ronroneo del motor del frigorífico, sonidos que parecían llegar desde muy, muy lejos.

Aproveché que Miguel bebía agua para beber yo de mi vaso.

—Les dije —continuó, con los labios brillantes—, que las cosas importantes debían contármelas porque eran eso, importantes; que mi reacción no iba a ser juzgarlos ni enfadarme, aunque debían entender que, como padre, me preocupara. En ese momento no sabía si iba a ser capaz de manejar la situación.

—Nos dijiste —intervino Samuel— que no pretendías convertirte en nuestro amigo.

—Y que contáramos contigo aunque necesitaras digerirlo —dijo Álvaro, chupándose los restos de tomate de los dedos.

—No iba a ir de colega de estos dos cabrones —dijo Miguel—, no los iba a dejar huérfanos. Amigos tienen muchos, padre solo yo. Y, por supuesto, iba a dejarlos colgados.

—Yo... estoy un poco... asombrado —dije—. Me impresiona tu reacción. La única que no sabía nada, ¿era tu esposa? En estos casos, la madre suele ser la parte comprensiva del matrimonio.

—Otro rasgo más que define nuestra familia —dijo Samuel.

—No lo sabía, hasta hoy —intervino Álvaro—. Yo veo normal follar con la persona que adoro en vez de vivir armarizado, avergonzado o frustrado. No sé vosotros.

Por mis estudios de Historia del Arte, sabía que lo que se consideraba normal variaba en función de la época y la cultura de cada momento. Hubiera podido darles una charla, pero no era el tema de esta conversación.

—No me gusta la gente que está continuamente catalogando las cosas de normal o no normal —dije.

—Coño, ni a ti ni a nadie con dos dedos de frente —dijo el padre—. Me alegro de que estemos en sintonía porque podremos entendernos. Verás, Julián, hasta hoy hemos mantenido a Consuelo al margen de esta situación. Ella ha recibido una educación muy especial. Creció en un ambiente muy nocivo, lo pasó muy mal durante su infancia. Todo su esfuerzo es convertir esta familia en la que ella no tuvo. O dicho de otra manera, en todo lo que nunca fue la suya. No podemos destrozar ese esfuerzo; no, si podemos evitarlo. Ahora, tenemos un problema. Los tres lo tenemos. Los tres necesitamos tu ayuda para solucionarlo.

Miguel había enfatizado que eran «los tres».

—¿Sigue dormida, verdad? —preguntó Samuel. Su hermano dejó los bocadillos sobre el plato, se sentó tras él y le cubrió el cuello con el brazo.

—Lo último que quiero —dije—, es ser causa de problemas en vuestra familia. Ojalá no hubiera sido tan descuidado, pero el mal ya está hecho ¿Qué puedo hacer?, ¿qué necesitáis de mí?

La idea de Julián, a la que los chicos habían dado su visto bueno, parecía simple: ante su madre, el novio de Samuel sería yo.

—Los dibujos eróticos, la excusa del otro día para no darle clase... —concluyó Miguel—. Todo quedaría explicado si le dices que te sentiste confundido al saber que Samu tenía un hermano gemelo.

—Lo de la confusión no es mentira —dije—. Me parece muy arriesgado, ya has visto lo torpe que soy. ¿Qué crees que pasará cuando lo sepa? Más que nada para ver qué reacción debo esperar.

—Ella siempre ha pensado que el gay era Samu, porque Álvaro siempre ha tenido alguna rondándole la cama.

—Con Carla creyó que era mi novia —dijo él, con voz ronca.

—La que te follaste atada a la cama, cabrito —dijo su padre—. Hasta este nivel llegan nuestras conversaciones, Julián. A Samu, como es más introspectivo, menos sociable, dice que lo ve más artista. Por eso lo apuntó a tus clases.

—Según ella, todos los gays son artistas —dijo el aludido.

—Por eso no me dijo nada a mí —dijo su hermano—. Por si estás pensando en preguntarme, profe, a mí me aburriría el dibujo. Yo soy más de cosas intensas, como hacer correrse de gusto a la gente.

Al decirlo, le dio un beso en la mejilla a su gemelo.

—La sexualidad de Alvarito tiene categoría propia —dijo Miguel—, dejémoslo ahí. Lo que quiero que entiendas es que no se trata de mentir, se trata de proteger. Ella se desvive por alejarnos de la familia en la que creció. Debemos seguir siendo la que ella quiere que seamos.

—Me siento en deuda. Lo que ha pasado aquí tiene mucho significado para mí. Ahora, espero que seáis uno de vosotros el que se lo digáis a ella. Como se lo diga yo, la liaré.

—No te preocupes por eso —dijo Miguel—. Nosotros se lo diremos mañana.

Solo de imaginar la escena, las manos volvieron a sudarme de los nervios.

—¿Mañana? ¿Por qué no el lunes, que ya me habré ido?

—Mañana —repitió Samuel—. Cuanto antes vuelva la estabilidad a esta casa, mejor.

—Vale, pues... Contad conmigo —dije, sellando el pacto con los tres hombres de la familia.

Como si se hubieran abierto unas compuertas, el color volvió a las mejillas de Samuel, que suspiró aliviado. Álvaro vino a darme un abrazo.

—Gracias, profe —dijo, aplastando su pecho contra el mío; luego, volviéndose hacia su padre, preguntó: —¿Podemos bajar ya a jugar un FIFA, papá? A Sami le apetecía.

—¡Coño, Sami!, —exclamó Miguel—, ¿en pelotas, como de costumbre, no?

—¡Pues claro! —respondió él.

—Si queréis, podéis venir a vernos y, de paso, veis cómo le doy una paliza a mi hermanito querido.

—Ya os veremos en otro momento —dijo Miguel—. Quiero seguir hablando un rato más con Julián. Llevaos los bocatas, ¡y no arméis jaleo!

Los chicos cogieron los bocadillos que Álvaro había estado preparando, una botella de dos litros de agua, y salieron de la cocina.

Miguel abrió el frigorífico y sacó dos latas de cerveza.

—Lo que hay que hacer por la familia, ¿verdad? —dijo—. Salgamos al jardín.

Salí tras Miguel al jardín. Canelón vino hacia mí botando de alegría. Le acaricié el lomo y se fue a oler los pies del dueño de la casa. Cuando llegamos a las tumbonas, ya se había vuelto a perder.

A su manera, a él también le estaba cambiado la vida.

Dejamos las latas en el suelo y nos echamos en las tumbonas. La noche era cálida. Nos alumbraba un farol que colgaba de la pared, que atraía los mosquitos a la luz lechosa de su bombilla.

—Pensamos que no os dejarían salir del aeropuerto —dije—. Por eso nos descuidamos.

—Montamos un poco de jaleo. Nos tomaron los datos pero al final ganamos. No estábamos de acuerdo en que nos pidieran una pcr negativa para tomar el vuelo si luego, al aterrizar, no servía para nada.

—¿Pues, para qué la piden? No tiene sentido.

—Ninguno. Oye, voy a subir a ver cómo está Consuelo y de paso me cambio de ropa. Con todo el jaleo, aún llevo el mismo traje del vuelo.

Miguel se marchó y me quedé allí, solo, bebiendo.

La verdad es que, si obviabas la situación puntual en la que estábamos, en la urbanización se respiraba paz. Las cigarras cantaban, el agua de la piscina parecía haberse detenido, el sol había horneado la tierra, dejando una cálida brisa nocturna.

No sé por qué no vivía yo en un lugar así. Quizá para una hipoteca ya era tarde, pero no para alquileres de fin de semana o vacaciones.

Me envolvía una energía tranquila, como si todas las piezas del universo encajaran. Incluso el culo había dejado de escocerme.

Agoté la cerveza de mi lata con un gran trago. Con los ojos cerrados, rememoré el encuentro con los gemelos: una película porno protagonizada por mí. Mi cerebro recreó olor de sus cuerpos lampiños, el calor de sus nalgas en mis dedos, el sabor dulce de sus lenguas... La piel se me erizó con el recuerdo de las manos firmes de Álvaro en mis caderas, de la textura gomosa de la polla de Samu sobre mi lengua.

Evocar los cuerpos de los gemelos me la empezó a poner dura. Pasé una mano bajo la camiseta y me dediqué a estimular mis pezones. Al rato paré. Miguel regresaba con dos latas más en las manos. Había cambiado el traje por una camiseta banca, sin marca, y un pantalón corto negro. En lugar de los mocasines, traía unas cómodas chanclas que dejaban a la vista unos dedos rechonchos de uñas cuidadas.

Me pregunté cómo sería masturbarme mientras se los chupaba.

—¿Cómo está? —le pregunté cuando se hubo sentado, obligándome a reemplazar mis pensamientos obscenos por otros mas pragmáticos.

—Dormida —respondió—, como un lirón.

Abrimos las nuevas latas y bebimos un trago.

—Es admirable cómo has llevado este asunto —dije—. Lo de tus hijos. Yo no creo que hubiera sido capaz.

—Todo en la vida es inusual —dijo— hasta que te acostumbras. Como padre, estoy deseando que un día vengan y me digan que se les ha pasado, que todo era una fase y tal, ¿sabes?, el morbo, la curiosidad juvenil. Aunque si lo pienso como hombre...

—¿Qué pasa si lo piensas como hombre?

Miguel se estiró cuan largo era en la tumbona. Sacudió los pies para que las chanclas cayeran sobre el césped. Con una mano jugueteó con la lata mientras que llevó la otra tras su cabeza. Luego, comenzó a mover las piernas, abriendo y cerrando los muslos.

Los muslos. Con todo el lío, no había reparado en su cuerpo. Le calculé mi edad, poco más o menos, pero su físico en nada se parecía al mío. Ahora que llevaba menos ropa, observé que era un hombre fornido, de cuerpo generoso. Tenía algo de barriga, pero se le veía dura, igual que los pectorales. De cara, parecía un familiar del actor de Thor. Un primo vikingo, podría ser, con una barba incipiente.

—Como hombre —respondió, mientras yo analizaba su físico—, pienso que no me extraña, ¿sabes?, unos chavales jóvenes, guapos, con unos cuerpos que llaman la atención y con las hormonas revueltas, pidiendo sexo a cada rato. Si no fuera su padre, claro que me los tiraba. Si no lo fuera —repitió.

Era el rol que había elegido, el que era mejor para sus hijos.

—De mayor quiero ser como tú —dije—. En serio, Miguel, no te rías. Un padre de puta madre, un marido protector y un exitoso negociante. Vamos, ¡igualito que yo!

—Bueno, no es oro todo lo que reluce, sobre todo en el trabajo.

Volví a beber de mi lata.

—No te hagas el modesto. ¿Viajar por Europa, con los gastos pagados, comprobando que se abren las delegaciones nuevas de la empresa? Eso es un chollo, hombre.

—¿Tú sabes lo que cuesta eso?, ¿hacer que una delegación recién abierta tire adelante? Los empleados no son fieles a las empresas, son fieles a las personas. Compañeros, jefes... Eso me obliga a crear vínculos fuertes en menos de dos meses.

—Joder, ¡encima haces amigos!

Me explicó que sacarlos a cenar o a algún espectáculo de karaoke o discoteca era una de las funciones implícitas de su puesto, que la mayoría era gente sana que se conformaba con eso.

Pero había un pequeño porcentaje que no.

—Ese pequeño porcentaje —continuó— son gente viciosa. Te pide ir putas, algo de droga. La cantidad de gente que se mete mierda en el cuerpo, ¡no te haces a la idea! Me toca satisfacerlos, claro. En todo el sentido de la palabra.

—¿En todo el sentido? ¿A qué te refieres?

Miguel dejó la lata en la hierba y metió ambas manos por la cintura de su pantalón. La tela de la camiseta quedó tirante sobre su pecho, dibujando las formas redondeadas de sus tetillas.

—Da igual la ciudad o el país. Siempre hay tres o cuatro que me tiran los tejos. A veces es solo unas pajas o unas mamadas en el hotel o en la oficina, si no está en obras. Otras, un polvo en condiciones. Puedo decir, aunque suene feo, que tengo una o dos amantes por delegación. Tanto mujeres como hombres.

—Te lo repito: de mayor quiero ser como tú.

Sacó las manos del pantalón. A la luz del farol, observé las yemas de loso dedos brillantes. Se los llevó a a nariz para olerlos.

La polla se me empinó en el bañador. Que yo supiera, todavía no se había duchado.

Creo que lo notó, porque, de sopetón, me preguntó:

—Oye, ¿mis chicos te han follado? No he tenido ocasión de ponerme al día con ellos.

—Joder —dije—, no sé si debería.

—Vamos, que somos hombres adultos. Cuéntame, ¿te han follado ya? No creo que te hayan dado el culo, más bien tú se lo has dado a ellos, me apuesto la polla. Venga, Julián, no valen pajas, manoseos ni mamadas, hablo de follar, follar.

Me bebí media lata de cerveza de solo un trago.

Yo, que nunca bebo, había ingerido más de medio litro en minutos.

El jardín empezó a girar.

—Álvaro, ese cabroncete tuyo, me ha dado por el culo —confesé tras un eructo—. Le he comido la polla a Samu y los he besado a ambos. ¿Los besos has dicho que no valían o sí?

Se incorporó y se quedó sentado en el borde de la tumbona. Bajo la fina tela blanca, se le marcaron los pectorales y los pezones.

—¿Te ha servido de algo? —preguntó.

—¿Si... si me ha servido de algo? —respondí, meneando la lata de cerveza para corroborar que no quedaba tanta como me hubiera gustado—. Sí, me ha servido para darme cuenta de que mi vida es una mierda. La buena noticia es que, como es mía, puedo dejar de hacer lo que se supone que debo hacer y empezar a hacer lo que quiero porque no puede ser que no haga las cosas que quiero. No sé si me he explicado.

—Julián, me encantaría follarte —dijo él.

—¿Puedes repetirlo? No estoy seguro de haberte...

—Que quiero follar contigo. Aquí. Ahora.

Me incorporé. El jardín se detuvo en seco.

—Hazlo, Miguel. Fóllame.

Se levantó y, con movimientos lentos, se quitó la camiseta, dejando al aire nocturno un torso robusto con poco vello. Era un hombre fuerte.

—¿Puedo olerte los dedos? —pregunté.

Estiró la mano hacia mi cara. Yo la sujeté por la muñeca y hundí mi nariz entre sus dedos. Sentí un aroma acre, intenso, que no me desagradó.

Aspiré fuerte varias veces, incluso por la boca, para que sus efluvios me llenaran también el estómago. No sería la última vez que me permitiría saborear sus fluidos, pero en ese momento no lo sabía.

Se colocó a mi espalda. Puso una mano en mi cuello, acariciando en círculos mi nuez con los dedos, y luego los desplazó hasta mi boca. Se los chupé como si fueran piruletas. Mientras lo hacía, sentí que, con su mano libre, me asía de la cintura por dentro de la camiseta para apretarse contra mi culo.

En un acto reflejo, mi cuerpo, tenso, trató de esquivar su contacto. No es necesario que sigas huyendo, me dije, no hace falta. En una décima de segundo, tomé conciencia de todos los comportamientos que tenía que desaprender para dejar lugar a los nuevos.

Uno de esos comportamientos nuevos sería empezar a pedir lo que deseara, así que me giré, le abracé y le rogué que me besara.

Miguel me sujetó del cuello con ambas manos. Entre sus blancos dientes asomó la lengua, un grueso músculo húmedo, que se movió por mi boca como si tuviera vida propia. Me lamió las mejillas, el paladar, y después la sacó y me la pasó por los labios, dibujando con la punta la línea que los separa de la piel. Sin soltar mi cuello, rozó su mejilla contra la mía, raspándome la piel con su barba de tres días.

Mientras me raspaba con la barba, metió el muslo entre mis piernas. Yo apreté mis testículos contra su músculo y lo cabalgué.

Cada vez que subía y bajaba, sentía un latigazo de gusto en las bolas.

Empecé a gemir, a dejarme arrastrar.

—Ahora —susurró—, te voy a decir qué va a pasar. Te vas a arrodillar, me vas a bajar el pantalón y me vas a comer la polla. Después, te voy a follar el culo.

Como programado, mi cerebro asumió que doblegarme a sus instrucciones era lo natural, la única opción posible.

No, no era la única. En la vida siempre hay más de una. Puedes parar.

La voz de mi cabeza, la que siempre estorbaba, hacía un último esfuerzo por salvarme de mí mismo, por salvarse.

—Me muero de ganas de chuparte la polla —dije.

La voz se apagó. Nunca más la volví a escuchar.

Me arrodillé ante él. Mi cara quedó a la altura de su pantalón, cuya bragueta rellenaba un magnífico bulto. Me recoloqué la polla en mi bañador antes de agarrarme a sus muslos. Miré hacia arriba. La colina de vellos de su tripa ascendía hasta alcanzar las montañas de sus pectorales, que coronaban dos pezones grandes como fresones. Al menos, así me parecieron entre los claroscuros de la luz indirecta del farol.

Desabroché el botón y comencé a bajar la cremallera, tirando de la lengüeta hacia abajo. El mismo olor de los dedos inundó mi nariz con una intensidad mayor. La lengüeta topó con su bulto prominente y tuve que tirar hacia afuera para salvarlo. Así conseguí separar todos los dientes de nailon hasta alcanzar el tope inferior, justo bajo sus testículos. Me relamí los labios. A pesar de las dos cervezas, sentía la boca seca.

Al abrir la bragueta, la cintura del pantalón adquirió la suficiente holgura para que metiera mis dedos en ella. Temblando de excitación, se los bajé. Ante mí, surgió su abultado slip blanco. El corazón me bombeaba desbocado en el pecho.

Bajé también el slip. La polla de Miguel saltó afuera como un resorte. Era corta, circuncisa, de un grosor considerable. De las que te hacen sentir completamente lleno. No podía saberlo por experiencia, aún no me la había metido, pero fue la sensación que tuve.

Miguel atrapó su glande con los dedos y lo elevó, dejando ante mis ojos sus dos peludos testículos, más grandes que pelotas de tenis.

—Chúpalos, Julián.

La orden me recordó a Álvaro pidiendo a su hermano que no se olvidara de chupárselos.

Ojalá me vieran los gemelos, pensé. Ojalá vinieran a follarme entre los tres, a usar mi culo para su propio placer.

Ojalá ser un cachorro más entre ellos.

Ojalá.

Me senté sobre mis piernas, con las rodillas separadas y la espalda erguida. Si me hubiera mirado, habría descubierto mi glande baboso asomando por la pernera del bañador.

Agaché la cabeza y abrí la boca, en dirección a esas bolas que Miguel me ofrecía. No me iban a caber, por mucho que la abriera. Entonces, saqué la lengua y, usándola como un tercer labio, empecé a frotarla contra su escroto, desde el perineo hasta la base de la gruesa polla, adelante y atrás. Probé a darle pequeños golpecitos con la punta. A juzgar por cómo se le entrecortaba la respiración, supe que no lo estaba haciendo mal.

Continué un rato en esa postura, arrodillado ante él, estimulando sus huevos, hasta que dijo:

—Voy a follarte la boca. Ten cuidado con los dientes.

Así lo hizo. Me sujetó la cabeza con ambas manos para que no pudiera moverla. Luego, me restregó la polla por mis ojos y mejillas, hasta que, finalmente, me penetró la boca.

—Pronto te daré por el culo —anunció—. Has de aprender a esperar.

Yo solo podía mirarle a los ojos y asentir con la cabeza, concentrado en los rítmicos golpes que su glande daba en mi garganta. Quería separar mis mandíbulas a tope, para evitar el roce de los dientes, a la vez que mantener los labios pegados a su tronco. Si no tienes experiencia, no es tan fácil con un rabo como el suyo.

Flexionó las piernas, me agarró de las orejas.

—¿Mis cachorros te han puesto nombre? —preguntó mientras me follaba la boca a un ritmo suave, firme, constante.

Incapaz de hablar, solo pude negar con la cabeza.

—Me gustaría convertirte en mi perro. ¿Puedo llamarte perro? —preguntó.

Contra lo que el cuerpo me pedía, retiré mis labios de su polla.

—¿Y cachorro? —dije, con la boca llena de saliva—. Cachorro me pone muy cachondo, Miguel.

—Quiero un perro. Te enseñaré a ser uno bueno. Cachorros solo quiero dos. Si te aceptan, podrás ser su cachorro, el cachorro de mis cachorros. ¿Lo entiendes, perro? Se llama jerarquía.

Asentí, me callé y volví a tragarme su rabo.

—Por lo que estoy viendo, necesitas un macho que termine de liberarte. Cuando esté yo aquí, me obedecerás a mí. Si no, quedarás bajo el mando de mis cachorros. Ahora —continuó—, cada vez que te la meta, intenta sacar la lengua y alcanzar mis huevos.

Lo intenté, sin mucho éxito. Cada vez que trataba de sacar la lengua por debajo de su polla me daban arcadas.

—Tranquilo. No tardarás en conseguirlo. Te espera un largo adiestramiento.

Me sacó la polla de la boca. Me quedé a sus pies, esperando la siguiente instrucción. Poco a poco, fui recuperando la consciencia de mi cuerpo. Debía ir asumiendo, también, mi puesto en la jerarquía.

A consecuencia de esos segundos de descanso, me di cuenta de que me estaba meando, y se lo dije.

—Yo también —dijo él—. Son las cervezas. Mira, te voy a decir cómo lo haremos. Primero, te voy a mear por la cara y el pecho. Como buen perro, sabes que así se marca el territorio. Toda mi meada te va a llover encima.

—Me muero de ganas, Miguel —me oí decir, con una voz distinta a la mía—. Méame.

—Después de mearte, te voy a encular. Mientras te follo, solo mientras te follo, tendrás permiso para mear. Si me has entendido, levántate.

Obedecí. ¿Qué podía añadir?

Miguel me quitó la camiseta y el bañador con el que había hecho los largos, mil años atrás. Iba a preguntar si quería que me volviera a arrodillar cuando algo a mi espalda llamó mi atención.

Entre las penumbras del jardín, surgieron las figuras desnudas de los gemelos.

Samuel era un dios griego: los hombros anchos, la espalda recta, los brazos y las piernas proporcionados. Detrás, el guerrero despeinado, rudo, viril, poderoso, protegiéndole.

Se acercaban desnudos, con las pollas tiesas, en silencio, como dos fantasmas.

Poco antes, estaba pidiendo que aparecieran. Ahora venían hacia mí con sus pollas firmes, duras, hermosas, listas para poseerme.

La prueba de que, cuando haces lo correcto, el universo te escucha.

—Cachorros —dijo su padre—, os presento a mi perro. Solicita que lo aceptéis también como cachorro vuestro, para poder complaceros como me complace a mí.

—Sami, ¿tú qué dices? —preguntó Álvaro, tirando de la piel de su prepucio hacia atrás.

—Que sí —respondió.

—¡Qué de puta madre!

—Pero antes —dijo Miguel—, tenemos algo pendiente. Perro, de rodillas.

Obedecí. Me arrodillé sobre el césped húmedo de rocío, agaché la cabeza y esperé mi ración de orina fresca. Cogiéndome del mentón con una mano, Miguel me levantó la cara. Su glande estaba a pocos centímetros de mi boca. Varios chorritos continuados de orín salieron hasta que, al fin, se unieron en uno solo grueso, ambarino, con aroma a cerveza.

Me regó la cara con su meada. Luego, bajó el chorro y lo apuntó a mi pecho, pasándolo de una de mis tetillas a la otra. Hubo un clic en mi cabeza, que interpreté como el sonido que hace un tabú al quebrarse.

Mientras Miguel me meaba sobre el pecho, sus cachorros se acercaron y se ubicaron a su lado. Al primero que le salió el chorro fue a Samuel, que lo unió al de su padre. El último en ducharme fue Álvaro, aunque, quizá, lo que hizo fue esperarse a su hermanito.

Era una placer tortuoso: mi polla, flácida, no paraba de salivar como un grifo mal cerrado, deseaba correrme pero no podía hasta que meara, y no podía mear hasta que ellos terminaran.

El chorro de Miguel fue perdiendo fuerza hasta convertirse en un goteo. Se la sacudió contra mi mejilla antes de retroceder un paso. Los cachorros siguieron meando, con las pollas juntas, sobre mi cuerpo, el cuerpo del nuevo perro de la familia.

No me asombró que tuvieran tanto líquido retenido. Yo tenía bastante.

Con las últimas gotas chorreando, decidí limpiar las pollas a los chavales. Como aprendo rápido, primero fui a por la de Samuel, a chuparle las últimas gotas de orina que salían de su glande. Después, se la limpié a Álvaro.

Al terminar, me eché a horcajadas sobre la tumbona, con las piernas a cada lado. Alcé el culo cuanto mi columna daba de sí.

—Fóllate a tu perro —dije—, fóllame y permite que me mee encima. Luego, si los cachorros quieren, que me follen también.

Cerré los ojos, esperando una reprimenda por haber dado yo una orden. Sin embargo, si había actuado mal, nadie lo dijo. En lugar de responder, sentí unas manos en mis hombros y algo duro y frío empujando entre mis cachetes. Inspiré profundamente, conté hasta cinco y espiré. Mis paredes anales acababan de apresar la que, supuse, era la polla de Miguel.

Agarrado a mis hombros, el hombre empezó a cabalgarme despacio, con un lento vaivén, permitiendo a mi ano amoldarse a su grosor. Más que dolor, lo que me produjo fue algo intermedio entre el placer y el escozor.

Mi jinete no tardó en acelerar el ritmo de sus envites. Eché en falta la polla de los chicos en mi boca o en mis manos, pero los perros pronto aprendemos quién manda y quién obedece.

Jerarquía.

Me soltó un empellón que hizo tambalearse la tumbona. Con el segundo, me dejó la polla insertada hasta los huevos. Entonces, Miguel dejó caer el peso de su cuerpo sobre mi espalda.

—Ahora, perro. Mea.

Aplastado entre el respaldo inclinado de plástico y su cuerpo, me relajé. Me costó unos segundos empezar, pero cuando el chorro salió, lo hizo con una potencia tal que en segundos se había creado un charco de orín en el asiento, bajo mis huevos, que se acabó derramando por las patas laterales hasta mojar el césped.

Estuve orinando un buen rato. Cuando acabé, Miguel se levantó y me sacó la polla del culo.

—Voy a correrme en su cara, chicos —dijo—. Después, para vosotros. Perro, de rodillas.

De nuevo, me arrodillé frente a él. Libre de la presión de la vejiga, de mi polla, tiesa, goteaba un hilillo mezcla de precum y orina.

Con las piernas flexionadas, Miguel empezó a masturbarse frente a mi cara, gruñendo de gusto. Su mano subía y bajaba por el tronco de su polla muy deprisa. Sus huevos, amoratados, se contrajeron, señal de que estaba a punto.

Me agarró del cabello justo cuando empezaba a eyacular. Su lefa, espesa y blanca, fue el agua bendita con la que fui bautizado, oficialmente, como su perro.

Su corrida fue abundante. Un gotarrón saltó sobre mi ojo. Al darse cuenta, me lo limpió con un dedo.

Cuando acabó de correrse, me la metió en la boca para que se la limpiara. Yo me esmeré para estar a la altura del amo.

—Voy por cerveza —dijo, mientras se limpiaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Me apetece veros un rato antes de irme a dormir.

Me quedé de rodillas, con la lefa de Miguel cubriendo mi cara. Esperaba a los gemelos veinteañeros, que me miraban como, supongo, los gatos miran a los ratones.

—Hermanito —dijo Álvaro—, cuando quieras.

—¿No quieres echarlo a suertes?

La manera en la que hablaban, la calma con la que actuaban, me provocaba una excitación más allá de lo físico de una polla tiesa. Era una excitación mental, distinta. Otra categoría.

—No, mi cachorro, tú primero —respondió Álvaro, y lo besó en la boca.

De rodillas, desnudo, con la cara lefada y los gemelos rubios abrazados, desnudos también, comiéndose a besos mientras sus pollas rosadas, tiesas como barras de pan, chocaban la una con la otra... Sentí cosquillas en los huevos. No aguantaba más.

Me aferré con las manos al césped y apreté los dientes. El cosquilleo se transformó en una oleada de gusto, como si decenas de lenguas húmedas me los chuparan a la vez, un placer líquido que me subía por dentro de la polla, provocando que mi tronco palpitara en el aire, hasta que encontró el orificio de salida y salió a chorros convertido en semen, entre los espasmos de mi polla enhiesta.

No sé cuánto tiempo estuve eyaculando, calculo que treinta segundos, quizá no tanto, no lo sé. Los gemelos, para mi sorpresa, seguían abrazados, besándose. La brisa de la noche me causó un escalofrío. Estaba sudando. Seguía empalmado.

La posibilidad de coger un resfriado no me importó. Tampoco esperar a que acabaran.

Ni un meteorito llegado del cielo habría apresurado el final de ese beso.

Cuando, al fin, separaron sus labios, se miraron a los ojos, una cara frente a su reflejo, y, sin hablar, se lo dijeron todo entre ellos.

Entonces, Samuel dijo:

—Vamos a follarnos a este perro.

—Déjale el culo bien abierto, hermanito, que luego voy yo.

—Cachorro —me dijo Samuel—, agáchate. No, en cuatro, no. Baja los brazos, más. Así. La cabeza al suelo.

No me quedaba otra que obedecer sin rechistar.

—Mira cómo tiene ya el ojete —dijo su hermano.

De reojo, no sé de dónde, vi a Álvaro con un móvil en la mano, sacándome fotos.

Levanté las caderas cuanto pude y, con los brazos estirados, hundí la cara contra el césped. El olor a tierra húmeda, desde ese día, se volvió afrodisíaco para mí. Me trae a la mente el recuerdo del flash, de los dos chavales colocándose a mi espalda, en la mejor postura posible para uno, follarme, y el otro, ver cómo soy follado y fotografiarlo, mientras le llega el turno.

Una mano empujó la zona baja de mi espalda, obligándome a separar las rodillas para hacer descender el culo. Noté una polla golpeando mis escroto vacío y lo bajé un poco más. Ahora, la altura parecía ser la correcta.

—Pórtate bien con mi hermanito, cachorro —oí la voz ronca de Álvaro en mi oído—, pero guarda fuerzas para mí.

Agarrando mis nalgas, Samuel me penetró sin preámbulos, con una primera embestida que me llegó hasta el fondo. Supuse que, al ver el estado en el que se encontraba mi ano, sabía que ya no me iba a doler, como así fue.

Me folló deprisa, con rabia. Fue rudo con mi cuerpo, un bestia en sus embestidas. No se preocupó de durar, quería correrse.

En dos o tres minutos, entre bufidos, me había rellenado el culo con la humedad caliente de su esperma.

Con la misma falta de delicadeza, me la sacó, aún chorreante.

—Límpiale la polla —dijo Álvaro por él—, déjasela lustrosa.

Alcé la cara y se la chupé. Me la metí hasta la garganta y lamí los restos de semen, que escupí sobre la hierba, hasta que se la dejé como recién lavada.

—Pronto dejarás de escupir —dijo Miguel.

Desde la puerta de la galería, nos estaba observando sentado en una silla que había sacado de la cocina. Parecía estar orgulloso de su cachorro.

Seguía desnudo, con un puro habano en una mano y otra cerveza en la otra. La polla y los huevos le colgaban entre los muslos.

—¿Estás bien? —preguntó Álvaro a su hermano—, ¿has acabado?

—Sí, estoy bien.

—¿Has terminado?

—Es tuyo.

—Gracias, hermanito. Tú, perrete, boca arriba y abre bien tus patitas, que vas a ver fuegos artificiales conmigo.

De haber oído ese comentario tres días antes, habría pensado que era un cabrón (signifique eso lo que signifique). Pero ahora recordé las palabras de su padre, y le di toda la razón.

Lo de Álvaro era otra categoría.

Seguí sus instrucciones. Tumbado sobre mi espalda, separé las piernas, dejando expuesto mi ano. Con una mano levantó mis testículos, con un dedo de la otra me penetró.

—No es para dilatarte —me explicó—, sino extender bien su leche.

Sentí los movimientos de su dedo en mi interior, hurgando en la lefada de su hermano, y volví a eyacular. Expulsé mucho menos semen, pero muy intensamente por el estímulo de su mano abarcando mis testículos.

Sin soltarlos, colocó la punta de la polla en mi agujero. Abrí los ojos. La visión de su cuerpo fornido entre mis piernas, de sus músculos empapados en sudor, su cabello rubio revuelto, volvió a erotizarme. No importaba que me hubiera corrido dos veces, habría una tercera con él, aunque fuera un orgasmo en seco.

Giré la cabeza, buscando a Samuel. Estaba junto a su padre, sentado en el suelo. Miguel bebía cerveza, desnudo como un oso, con una mano sobre el hombro de su hijo.

—Cachorro —dijo Álvaro—, no te distraigas o lo lamentarás.

Abrí más las piernas, todo cuanto pude. El gemelo cachas se agarró la polla y me la pasó por las ingles varias veces. Yo me sentía consumido en deseo. De los tres, él era el que más morbo me daba por su forma de hablarme.

—Por favor —me oí suplicar—, métemela ya...

—Eso, pídelo si te gusta —dijo.

—Por favor, fóllame...

Álvaro miró a sus cómplices, quizá esperando su permiso o quizá para comprobar que tenía su atención. Después movió su polla hasta mi ano y empujó. Lo hizo muy lentamente, hasta que noté sus bolas en mis nalgas.

En lugar de parar, siguió empujando. Me sentí ensartado hasta el estómago.

Volvió a elevar mi escroto con su mano y empezó un vaivén rítmico. Levanté mis piernas para facilitarle la tarea.

Empezó a acelerar el ritmo.

Yo sentía latigazos de gusto restallando dentro de mi culo.

Sentí el peso de su cuerpo sobre el mío. Lo abracé con los brazos y las piernas.

—Chupa mi lengua, cachorro.

Me penetró la boca con la lengua y yo se la mamé como si fuera otra polla suya, mientras con la real me follaba más deprisa cada vez, más fuerte y rápido, hasta que hundió su cara en mi cuello y, berreando, me soltó llenó de su leche caliente.

Mi cuerpo y mi mente ya tenían un tercer dueño.

Se irguió. Pensé que habíamos acabado, pero les quedaba una última baza.

Con la polla aún dura en mi culo, siguió embistiéndome. Con cada arremetida, su pubis golpeaba mi bolsa escrotal. Entonces, una mano me agarró la polla, que tenía a media asta, y empezó a masturbarme. De la nada salieron otras manos que acariciaron mi cuerpo, me sobaron el pecho, las tetillas, la tripa, los brazos, los muslos... Me sentí manoseado por todas partes.

Y así, pensando que tenía a mis tres dueños amasándome y follándome a su antojo, me corrí en seco, como suponía, apretando tanto los ojos que terminé viendo luces de colores detrás de mis párpados.

Luego, no recuerdo más.

—Julián... Julián, despierta.

La voz que me llamaba era grave. Se acercaba a mí desde algún lugar lejano.

—Profe, ¡despierta!

Abrí los ojos muy despacio. Frente a mí tenía la cara de Álvaro, con esos hermosos ojos rasgados, mirándome bajo el rubio flequillo alborotado.

—Qué guapo —dije, somnoliento.

—¡Shhh! —dijo, tapándome la boca con la mano—. ¡Cállate, cabrito, que aún la vuelves a liar!

Me incorporé lentamente. Me dolía todo el cuerpo.

Estaba acostado en la cama de la que había sido mi habitación. Mi maleta seguía frente al armario, junto a mi maletín de dibujo.

—¿Estás bien, profe? ¿Te duele algo?

—Solo una cosa —respondí—: el cuerpo. A ver cuando vaya al baño qué pasa.

—Vístete, tienes tu primera paella con los suegros.

Mientras me ponía un pantalón y una camisa, le pregunté cómo íbamos a plantear el tema a su madre.

—No te preocupes. Se lo hemos explicado durante el desayuno. Se ha quedado flipada.

—¿Qué pasó al final? Joder, no me acuerdo de cómo llegué aquí.

—Te dormiste sobre el césped. Estabas exhausto. KO total. Papá te cargó a hombros.

Busqué los zapatos bajo la cama.

—¿Me subió dos pisos a hombros? Joder, qué vergüenza. No me acuerdo de nada —repetí.

Terminé de calzarme y salimos al pasillo.

—Lávate la cara y bajamos. Menudo bautizo tuviste anoche, cachorro.

Al escuchar que se refería a mí de esa manera, me sentí joven, vivo.

Tras asearme, bajamos a la cocina, donde nos esperaba el resto de la familia con una imponente paella que degustamos en el mausoleo, ese salón comedor que nunca se usaba.

Para mi sorpresa, Consuelo me recibió con un abrazo y dos sonoros besos en la mejilla. Por lo visto, tener un hijo gay con novio artista la convertía en la madre más moderna de todas sus amigas. Yo le expresé mi intención de retomar mi carrera como ilustrador de novela gráfica. El tema perfecto para no hablar de Samuel.

La comida transcurrió sin incidentes. Se había creado entre nosotros un ambiente muy familiar, cosa que a mí me preocupaba mucho, por si nos relajábamos en exceso. Nos reímos con las anécdotas del trabajo de Miguel. Las que podían contarse.

Palabras como perro o cachorro solo salieron a relucir cuando me explicaron que habían tenido que volver al chalé de Clara y Erick, otra vez, a por Canelón.

Pero en mi interior, esas palabras tenían otro significado que me producía escalofríos.

El resto del domingo pasó tranquilo, incluso aburrido. Cuando me acosté, lamenté que no se pudiera repetir nada con ninguno de los tres. Ni siquiera podíamos hablar abiertamente. Fue como si me hubieran quitado mis juguetes nuevos.

Menos mal que en la maleta traía pañuelos de papel. Hasta que me dormí, me masturbé varias veces pensando en mi dueño, en el adiestramiento que me esperaba. Miguel dijo que iba a ser largo. Me moría por empezarlo.

También me masturbé buscando en internet pollas de látex. Estrechas, para principiantes.

Estuve pendiente del whatsapp, por si alguno de mis dueños me enviaba algún mensaje. Me enviaron varios, pero explícitos solo las fotos que Álvaro me había tomado.

El lunes me levanté tarde, hacia las diez de la mañana. El confinamiento había acabado a las siete, pero ninguno quiso despertarme antes.

Bajé al jardín. Consuelo me preparó café y tostadas, encantada de desayunar con su yerno.

—¡Yo que pensaba que solo tendría nueras!

Me dijo que los gemelos habían salido con las bicis y Miguel había ido a trabajara a su oficina, en el centro de Valencia, a trabajar.

Con la excusa de que me levanto perezoso, evité estar muy comunicativo con ella. No se lo tomó a mal. Al contrario, le hizo gracia.

Estaba contenta, de buen humor. Parecía que, después de todo, la estabilidad había vuelto a la familia.

Recogí mis cosas y las metí en el maletero. Mi beagle saltó al asiento de atrás, donde siempre viajaba en su trasportín. Gemía, como si marcharnos le produjera cierta melancolía.

—Tranquilo, Canelón —le dije—. El miércoles tenemos que volver.

Me despedí de Consuelo, que abrió el portón metálico para que pudiera salir con mi Ford Ka. A través del cristal trasero, Canelón estuvo mirándola despedirse, agitando un trapo de cocina, hasta que el muro de hiedra desapareció de nuestra vista.

Puse rumbo a casa pensando que mi vida, que hasta ese fin de semana tenía tanto futuro como una rama seca, había dado un giro radical.

Que yo era otra persona, que, en este nuevo ciclo, podía empezar una nueva vida, fíjate, a mis años.

Gracias a todos los lectores que os habéis molestado en hacerme llegar vuestros comentarios por aquí o en el grupo de Facebook, donde podéis leer los relatos antes de ser publicados. En quince días, otro relato nuevo.