El profesor de dibujo y los hermanos gemelos II

Julián es invitado a pasar el fin de semana con los gemelos y sus padres, pero un imprevisto relacionado con el confinamiento le dejará encerrado con los chicos en el chalé durante unas horas.

A la mañana siguiente, la cordura volvió a mi cabeza. Como fantasía de mi lado oculto, los gemelos eran perfectos. Guapos, jóvenes, descarados, vitales. Habían despertado en mí una curiosidad morbosa, nerviosa, que me hacía vibrar.

Las pajas que les dedicaba lo atestiguaban; no quería pensar en algo real, era una locura.

Por eso acabé ubicándoles en mi mundo de fantasías masturbatorias, donde no me creaban ningún conflicto. Me conformaba con eso.

La semana pasó rápida. La rutina de las clases me ayudaba a borrármelos de la cabeza. Pero en cuanto volvía a casa, reaparecían los pensamientos recurrentes.

Ahora me resultaban eróticas las venas que se extendían desde el antebrazo de Samuel hasta el dorso de su mano, los ángulos que formaban sus dedos cuando sujetaba el lapicero, la manera en que la ropa ceñida mordía las curvas de la fisonomía de Álvaro.

Siempre he sido un hombre observador, es necesario para mi profesión, pero estos detalles habían adquirido una dimensión diferente desde que sabía su secreto.

Por las tardes, tras las clases, llegaba a casa y me masturbarba con esas mariposas en el estómago. Lo hacía en la ducha o en la cama antes de dormir. Cuando, tras deslecharme, me quedaba relajado, una pregunta acudía a mi cabeza: ¿acaso la vida todavía tenía algo para mí?

Canelón se acostaba a mis pies y me observaba, con la cabeza torcida y una expresión estupefacta de no entender lo que me pasaba.

Pasaron los días y, cuando me di cuenta, de nuevo era martes. Al día siguiente debía volver a casa de Samuel. Cada vez que me imaginaba entrando por ese portón, aparcando junto al Lexus, y sentado con ellos en el salón, la escena terminaba con los tres en una cama.

Luego sacudía la cabeza. ¿Que iban a hacer dos chavales como ellos con alguien como yo?

Por primera vez en mucho tiempo, me sentía pequeño, inseguro, cohibido.

Decidí llamar a Consuelo.

—¡Julián, cariño! ¿Cómo estás? —dijo ella.

—Mira, te llamo porque mañana no podré dar la clase.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Es por la pandemia?

Me sabía mal soltarle una mentira muy gruesa, así que fui ambiguo.

—En parte por el confinamiento, dicen que podrían cerrar las ciudades grandes.

—Lo he oído —dijo—. Oye, ¿no habrás estado cerca de alguien infectado?

—No, no, gracias a dios, no. Es otro tipo de imprevisto familiar, no podré llegar a tiempo.

—Bueno, espero que no sea nada. Ya se lo digo a Samu. La semana que viene te esperamos, ¿verdad?

—Sí, claro. La semana que viene.

Colgué. Al menos había ganado tiempo.

La semana siguiente también pasó veloz. Un día, ansioso, busqué las redes sociales de los gemelos. Sobre todo, usaban Instagram, donde subían fotos y unos pocos vídeos. Estuve tentado de buscar las de otros alumnos, en especial los que sospechaba que podían ser gays, pero me reprimí.

Cada noche, en la cama, discutía con mi voz interior. Le insistía en que podía volver a ser el de antes, que podía dejar de pensar en los gemelos, de imaginar actos obscenos y placenteros con ellos. Ella se descojonaba.

Por lo visto, no me veía convincente.

El fin de semana me quedé en casa con Canelón. La pandemia estaba arreciando en Valencia. Achacaban las causas a la movilidad de la población y la falta de controles en los aeropuertos. Finalmente, decretaron un confinamiento temporal a partir del siguiente de fin de semana.

Así pasaron los días hasta que, de nuevo, fue martes.

En este momento, me sentía preparado. No ver a los gemelos había logrado enfriarme. Había ganado en autocontrol sobre mi cuerpo y en la manera de disimular esas reacciones que no se pueden disimular.

Estaba en la mesa de la cocina, viendo en el portátil el penúltimo capítulo de «Sweet Home», con una taza de café en la mano y Canelón comiendo a mis pies, cuando sonó mi móvil.

Era Consuelo.

—¡Hola, Julián! —dijo con voz metálica al otro lado de la línea—. ¿Tienes un minuto?

—Claro. Dime.

—¿Has visto las noticias? Chico, se está poniendo todo fatal.

—Como en la primera ola —dije.

—¡No, qué va, peor aún! Verás, por eso te llamo. Tú sabes que mi marido trabaja fuera y que viene cada dos meses.

—Algo me has contado, sí.

—Verás, justamente este viernes vuelve de París y se quedará toda la semana. Había pensado que podrías aplazar la clase para conocerle. Llevas más de un año con Samu y aún no habéis coincidido.

—¿Aplazarla al viernes, te refieres? No me importaría. El problema es volver luego. Acaban de anunciar que confinan las ciudades.

—No, Julián, no haría falta. Quédate con nosotros todo el finde y te vuelves el lunes. Tenemos sitio de sobra, ya has visto la casita. Te prepararé la habitación de arriba. Podrás tomar el sol y bañarte cuando quieras. Además, tendrás tiempo para darle a Samu la clase que le debes y, si te vienes arriba, puedes intentarlo con a Álvaro, aunque no creo que saques nada de él.

—Bueno, no sé, tengo que pensarlo. Tengo que ver qué hago con mi perro.

—¡Traelo! Aquí tiene campo para correr. Mira, te vienes a mediodía, almorzamos con los chicos y después te quedas un rato con ellos mientras me voy al aeropuerto a recoger a Miguel. Su avión llega a la una de la tarde. Cuando cierren las ciudades, sobradamente estamos de vuelta.

—Bueno —dije, buscando una excusa que no llegaba—, veo que has pensado en todo.

—Pues no se hable más, Julián, no se hable más.

—¿Necesitas algo? ¿Quieres que lleve algo de comer o beber?

—Nada, nada —dijo Consuelo—, nosotros tenemos de todo, no traigas nada. Solo un bañador y crema solar, por si acaso.

—Es una propuesta generosa, Consuelo, te lo agradezco.

—Nada, nada. Así pasamos el fin de semana entre amigos. Bueno, Julián, pues así quedamos, nos vemos el viernes. ¡Adiós, adiós!

Colgó la llamada. Unos segundos después, me pregunté qué opinaría Samuel de esto.

Anulé la otra clase y me encontré con la tarde del miércoles libre. La aproveché para comprar una botella de vino, unos dulces y para terminar de ver la serie de zombies coreanos.

El jueves por la mañana sucedió lo que se venía anunciando. Cerraban Valencia capital, junto con los grandes municipios de la provincia, desde el viernes a las tres de la tarde hasta el lunes a las seis de la mañana. Hablé con Consuelo por teléfono. Como ya lo esperábamos, no supuso ningún cambio en los planes.

A las tres, hora del cierre perimetral, el matrimonio estaría en casa, junto con los gemelos, mi perrete y yo. ¿Qué podía torcerse?

Hacia las once de la mañana del viernes llegué al chalé. Hacía un día espléndido y, de repente, la idea de pasar el fin de semana en un chalé privado con piscina se me antojó la antesala del paraíso.

Me recibió Consuelo, que estaba sola en casa porque los gemelos habían salido a dar una vuelta con las bicis. Cargado con un trolley, mi maletín de dibujo y Canelón en mi brazo, me llevó a la habitación de invitados del piso superior. Quedaba frente a la abuhardillada, donde Álvaro guardaba, entre otras cosas, su pequeño gimnasio personal.

—Si quieres, date un chapuzón en la piscina mientras hago el café —dijo.

Dejé el equipaje frente al armario y me cambié de ropa: camiseta, bañador y chanclas. Volví al coche, donde había dejado una bandeja de frivolidades dulces y saladas.

En la cocina, Consuelo estaba rellenando con café una cafetera italiana. Sobre el vestido se había puesto un delantal de frutas amarillas.

Abrí la puerta de la galería y solté a Canelón, que, tras dar unas vueltas pensativo, salió corriendo al jardín.

—He traído esto —dije—. Dulce y salado mezclado, no sabía qué preferiríais.

—Muy amable —dijo ella, limpiándose las manos en un trapo—, pero no hacía falta. Anda, trae que los pongo en un platito y nos tomamos el café en el jardín. Luego, antes de irme, nos hacemos un vermú.

—Un café está bien, gracias. Si quieres, te ayudo.

—¡Qué me vas a ayudar! ¡No seas bobo, que eres el invitado! Anda, sal a la piscina que cuando esté el café te aviso. Hay una ducha a la derecha, justo al salir.

Salí al jardín por la puerta de la galería. Dejé la toalla colgada de un clavo y me quité la camiseta. Erguí la espalda para disimular la curva de mi barriga, aunque de poco sirvió.

Me metí bajo el chorro del agua tibia, que, al combinarse con el calor del sol, me produjo un placentero escalofrío.

Canelón vino a mí, con la lengua fuera, y me ladró dos veces antes de volver a la aventura de explorar las nuevas tierras.

Me zambullí en la piscina, hice dos largos y paré a descansar porque me ahogaba. Mi mala forma física era evidente.

Debería cuidarme más, quizá ir a la piscina municipal una o dos veces por semana estaría bien para empezar...

Consuelo salió con la cafetera, dos tazas, el azucarero y las frivolidades sobre una bandeja. Me puse la camiseta y nos sentamos en las tumbonas, bajo un amplio parasol.

Al poco rato, el portón de la verja se abrió. Los gemelos, con sendas bicicletas, entraron al porche.

—¡Chicos! —les gritó su madre—, ¡saludad a Julián, que ya ha llegado!

Levantaron la mano en señal de saludo y dejaron las bicis apoyadas en el Lexus. Por primera vez desde lo sucedido, nos miramos. Ambos iban con camisetas blancas, Samuel con un pantalón deportivo corto y Álvaro con uno rojo, más corto y ceñido, tipo «rocky». Se me fueron los ojos a su bulto y a sus muslos, que, al contraste con el del pantalón, trasformaba su tono tostado en un dorado oscuro como el de la miel.

Saludaron con un beso a su madre. A mí, afortunadamente para mis nervios, me dirigieron un escueto «hola».

—Bajad las bicis al sótano y cambiaros ropa si queréis bañaros. En la nevera os he dejado bocadillos.

Los hermanos se fueron. Antes de desaparecer por la puerta de la galería, Samuel me lanzó una mirada furtiva que ella captó.

—Un día de estos superarán la edad del pavo —dijo—. Bueno, me voy a ir preparando, que casi son las doce. Hay pollo en el horno. Si tenéis hambre, los chicos lo pondrán a calentar.

—¿A qué hora llega tu marido? —pregunté.

—A la una llega su avión.

—Cuando confinen Valencia, a las tres, estáis aquí de sobra.

Consuelo se levantó y se sacudió las migas del delantal.

—Voy a despedirme de ellos. Le diré a Samu que baje y le das una clase. Y a Álvaro también, a ver si nos sorprende y le entra el gusanillo. Bueno, Julián, nos vemos en un rato.

Consuelo recogió las sobras del almuerzo y las llevó a la cocina. Yo subí a mi habitación.

Me quité el bañador, que estaba húmedo, y me puse unas bermudas. Sentado en la cama, podía ver por la ventana las tumbonas y una parte de la piscina. También medio portón, que ahora estaba abierto para que saliera el Lexus. Los dos chicos despidieron a su madre mientras el vehículo salía de la propiedad. Cuando el portón se cerró, Álvaro cogió de la mano a Samuel y lo arrastró corriendo a la piscina, a donde, entre juegos, acabó empujándolo.

Luego, saltó él.

Abrí mi bloc por una página en blanco. Mientras les veía bañarse, empecé a dibujar el jardín, la piscina y los árboles de alrededor. Un trazo ligero, solo para marcar las formas más elementales, las proporciones, la distribución de los elementos.

Samuel salió de la piscina y se sentó en el borde, con la cara elevada hacia el cielo. Su hermano, aún en el agua, apoyó la cabeza sobre un muslo mientras le acariciaba el otro con la mano.

Pasé la página y, en su reverso, dibujé un boceto de los chicos en esa postura. No me gustó el resultado y lo repetí. Con unos pocos trazos había logrado que sus rostros adquirieran una expresión realista.

Pasé a otra página. Me centré en Samuel.

Lo dibujé como estaba: las manos apoyadas en el suelo, los pies en el agua, la cara hacia el sol. Le puse un bañador, que medio borré para convertirlo en un speedo. Luego, le di forma a sus genitales.

Borré el speedo. Mejor un tanga, con la punta del glande asomando por la goma y el bulto esférico de los testículos.

Mucho mejor.

Me había quedado un retrato a lápiz, muy simplificado, pero sensual.

Tanto, que se me puso dura bajo las bermudas.

En una nueva hoja, dibujé su cuerpo desnudo, de pie, con el mismo tanga. Esta vez le di a su rostro una expresión divertida, con la lengua fuera. Después, a su espalda, echando una mano sobre su hombro, el mismo cuerpo un poco más voluminoso. Más bíceps, más muslos, manos más grades. Los ojos igual de achinados, pero el cabello más largo y una expresión pícara.

Me recoloqué la polla mientras hacía un tercer boceto en el que ambos chicos se abrazaban, chocando unas braguetas desproporcionadamente abultadas.

Llené varias páginas con distintos bocetos: un vientre plano con una polla erecta, el detalle de unas pelotas gruesas con dos lenguas bajo ellas, sus perfiles besándose...

Cuando volví a mirar, Samuel estaba tumbado en la hierba, con el cuerpo desnudo. Elevaba un brazo dejando a la vista una axila que Álvaro, a su lado, lamía con su lengua, arriba y abajo, sin separarla de la piel.

No veía sus pollas. Seguro que estaban apresadas entre sus caderas, goteando precum.

Metí mi mano por la cinturilla de las bermudas y me agarré la polla. Empecé a masturbarme despacio mientras en mi boca salivaba con el espejismo del sabor de esas axilas, de esa columna vertebral, de esas nalgas doradas.

El timbre del teléfono del recibidor rompió de golpe el momento erótico. Álvaro se levantó y entró en la casa mientras Samuel, que parecía más alterado, buscaba su bañador por el césped.

Salí al pasillo, a escuchar.

—¿Diga? —respondió—. Hola, mamá... ¿Por qué?, ¿qué ha pasado?... ¿Pero no lo habías mirado?... ¿Y no te diste cuenta?... Bueno... Entonces, ¿qué?... Vale, espera. ¡Julián! ¿Puedes bajar?

Dejé el bloc sobre la cama y me arreglé la ropa para disimular mi erección.

—¿¡Profe!? —gritó.

—¡Ya bajo! —dije desde la escalera—.¿Qué pasa?

—Es mamá.

Álvaro, que seguía desnudo, me entregó el auricular.

—Quiere hablar contigo.

Consuelo me explicó que se había despistado. La hora de llegada del avión no era a la una sino a las tres. Por lo visto, en su cabeza había asociado las tres de la tarde con el tres de las trece y se había confundido.

—Entonces, ¿qué vas a hacer en el aeropuerto dos horas? ¿Quieres que vaya contigo?

—No, no, no. No te molestes. Esperaré a Miguel aquí. El problema es que nos dejen salir, porque a las tres ya está todo cerrado.

—Mujer, si el avión llega a esa hora supongo que sí. Tampoco están siendo muy estrictos.

—Eso espero. Trae su pcr y todo. Por si acaso, le estaba diciendo a Álvaro que vayáis comiendo. Cuando llegue el avión os vuelvo a llamar a ver cómo quedamos.

Devolví el teléfono a Álvaro, que terminó la conversación con su madre.

Cuando colgó, dijo:

—Voy a decirle a Sami que entre. Hablaremos en la cocina.

Se giró para salir al jardín. Mis ojos, pegados a su culo, le siguieron. A cada paso, sus nalgas caían pesadas, macizas, rellenas.

Nos sentamos en la mesa de la cocina, a esperar a su hermano. Yo me había puesto una camiseta, más por ocultar mi cuerpo que por otro motivo. Él seguía con su torso al aire. Se había puesto unos pantalones de chándal, de esos actuales que marcan paquete.

—Joggers —dijo Álvaro.

—¿Cómo?

—No paras de mirarme el pantalón. Se llaman joggers. Mucha gente no lo sabe.

—Yo hubiera dicho un chándal moderno.

—Con esta percha lucen bien —dijo—, ¿o no, profe?

Samuel entró, también con joggers, y se sentó con nosotros. Su hermano le puso al corriente de la confusión de su madre.

—Seguramente les dejen salir —concluyó—, me ha dicho que papá trae una pcr negativa.

—El problema no es que les dejen salir del aeropuerto —dijo Samuel—, sino que no les dejen salir de Manises.

—Yo no creo que vayan a dejar a la gente tirada. ¿Tú qué piensas, profe?

—Que tienes razón —dije—. Si han dejado aterrizar el avión y además tiene la pcr, no veo por qué no les iban a dejar venir.

—Si el avión llega a las tres —dijo Álvaro—, mientras salen y tal, no creo que estén aquí antes de las cuatro. No sé vosotros, pero yo tengo hambre. ¿Comemos o qué?

Mientras se calentaba el pollo en el horno, sacaron la ensalada de la nevera y la repartieron. Yo les ayudé poniendo los vasos y las latas de refrescos.

Aunque la cocina era espaciosa, en algunos momentos pillé que se tocaban y rozaban entre ellos.

Al terminar de comer, me levanté a por los pastelitos pero Álvaro me cogió de las caderas y tiró de mí hacia la silla.

—Ya voy yo—dijo.

Abrió la nevera, sacó la bandeja con los que aún quedaban y los sirvió en la mesa.

—Bueno, profe —dijo, mordiendo uno de ellos—, ¿cómo vas de amores? No sabíamos que te habías separado.

—Mamá debería hablar menos —dijo Samuel.

—No suelo hablar de mi vida privada —dije—, pero sí, me he separado hace unos meses.

—A la gente que no le gusta hablar de su vida —continuó Álvaro en tono fanfarrón—, tampoco le gusta hablar de la de los demás. ¿No te parece?

Samuel me dirigió una mirada rápida, supongo que buscando un gesto, un movimiento de mis cejas o de mis labios, que denotara insinceridad por mi parte.

—No, no me van los cotilleos —dije.

Samuel se levantó y salió de la cocina. Álvaro recogió las sobras de la comida y las tiró al cubo de basura. Luego abrió la nevera.

Cuando vi caer los huesos de pollo en la bolsa negra, pensé que llevaba mucho rato sin saber nada de Canelón.

Álvaro llevaba dos manzanas en la mano.

—Ten, profe —dijo, acercando sus labios a mi oreja—. En ese cajón hay cuchillos. Aunque la mejor manera de disfrutarla es con un buen... mordisco.

La punta de su nariz había tocado la hélice de mi oreja, descendiendo por el cartílago hasta el lóbulo.

El roce y su voz grave me hicieron salivar la polla.

—Iré a... descansar a mi habitación —acerté a decir, y añadí un incoherente: —Tengo que buscar a mi perro.

—Estará por ahí, divirtiéndose —dijo, dando un gran bocado a su manzana—. Cuando bajes, si no lo vemos, saldremos a por él.

Subí a la habitación y me tumbé sobre la cama. Notaba la polla súper sensible, con toda la agüilla empapándome los eslips. Quería masturbarme pero al mismo tiempo no quería.

Esperaba que Consuelo y Miguel llegaran pronto, a ver si con ellos en casa se me iban estos chavales de la cabeza.

Álvaro salió al jardín. Samuel estaba en una tumbona, desnudo, bajo la sombra de la amplia sombrilla que les resguardaba del sol más intenso del día. Tenía sus gafas de sol y las manos sobre el ombligo, a pocos centímetros de su polla, que descansaba sobre los testículos.

—¿Has puesto el lavaplatos, hermanito? —preguntó.

—¿Hoy no te toca a ti? —replicó Samuel, sin mirarlo.

Álvaro dio un bocado a la manzana antes de lanzarla hacia los frutales del fondo.

Se quitó los joggers. Desnudo, se sentó junto a su hermano, en la sombrilla vacía, con las manos bajo la nuca.

—Luego —dijo.

Samuel se quitó las gafas y admiró la belleza felina de los músculos en reposo de su hermano.

Se levantó de la tumbona y se dejó caer sobre él. Sus labios repasaron sus bíceps y, lamiendo su cuello, llegaron a la boca de su hermano, que, con su voz grave, susurraba mi cachorro, mi pequeño cachorro...

De repente me sobresaltó el sonido del teléfono.

Me levanté de la cama. Miré por la ventana y vi las dos tumbonas vacías con algunos charcos de agua alrededor. Debía de haberme quedado un rato adormilado.

En la planta baja oí la voz grave de Álvaro. Hablaba por teléfono. Solo decía vale, vale, vale.

Cuando terminó la llamada, bajé. Los dos gemelos, descamisados, estaban junto al aparador del recibidor.

—Que no les dejan salir de Manises —dijo Álvaro al verme—. Les dicen que se busquen un hotel cercano o vayan a casa de algún familiar.

—Espera —dije—, ¿no tiene la pcr en regla?

—La tiene, pero no le dejan. No les dan opciones.

—¡Qué caos todo! —intervino Samuel.

—¿Les han dado alguna razón? —insistí.

—Que es un vuelo caliente y que las restricciones son las restricciones. De todas maneras van a ver si lo pueden solucionar, pero mamá dice que no cree que se pueda hacer mucho.

—Me voy al aeropuerto, a ver qué puedo hacer —dije.

—Es que no puedes —dijo Samuel—. Nosotros también estamos confinados, acuérdate.

Entramos en la cocina. Álvaro abrió una lata de cocacola Zero del frigorífico, bebió un trago y se la ofreció a su hermano, que la rechazó.

—A ver esas caras, ¿no? —dijo—. Que no es una tragedia. Que solo serán dos días y tenemos comida, bebida y una piscina para nosotros. ¿De qué nos quejamos?

—Si quieres, Julián, podemos dar ahora una clase —propuso Samuel.

Miré el reloj de la pared. Marcaba las tres y cuarenta minutos.

—Qué remedio —dije—. Si no podemos salir, aprovechemos el tiempo. ¿En tu habitación o en la mía?

No me di cuenta del doble sentido hasta que vi la mirada maliciosa que me lanzó su gemelo.

Subimos a la segunda planta. Mientras esperaba que Samuel cogiera la lámina del río y su dibujo, su hermano entró en mi habitación. Cuando me acordé del bloc abierto sobre la cama, era tarde.

En la puerta apareció Álvaro, inspeccionando mis dibujos con interés.

—Vaya, profe —dijo—, la anatomía masculina no tiene secretos para ti.

—Dame eso —dije.

—¿Qué pasa? —preguntó Samuel.

—Mira, hermanito —dijo, levantando el bloc—. Nosotros trabajando de modelo sin saberlo.

Avancé hacia él, pero Samuel se interpuso entre nosotros y comenzó a pasar las páginas garabateadas.

—Este está muy logrado, muy realista —dijo Álvaro. Era el de los testículos posados sobre las lenguas.

Me rasqué la frente. ¿Podía reconducir la situación? Podía intentarlo.

—Vamos, chicos, no son más que unos garabatos —dije.

—Con mucho detalle —dijo Samuel.

Pasaron las páginas hasta el final.

—¿Ya están? —dijo Álvaro—. ¿Estos son todos?

—Demasiados —dije—. Incluso, algunos sobran.

—Está claro que somos nosotros. Has clavado nuestros rasgos. Pero he echado en falta algo. ¿Tú no, hermanito?

—Sí, falta algo —dijo Samuel.

—¿Adónde queréis llegar? No os entiendo.

—Pues que faltas tú —dijo abriendo los brazos—, es evidente que falta tu cuerpo.

Álvaro le dio el bloc a su hermano y se acercó a mí.

—Es como un álbum de cromos —continuó, situándose a mi espalda—. Si falta uno, no está completo.

Me cogió de la cintura y tiró de mi camiseta hacia arriba. Por inercia, levanté los brazos y me dejó con el torso al aire.

Álvaro aspiró la tela que acababa de estar en contacto con mi cuerpo antes de lanzarla al suelo. Luego, pegó su pecho a mi espalda y situó sus manos sobre mis tetillas. El contacto cálido de sus dedos me produjo un escalofrío.

—Álvaro, no sigas...

—Hay que completar el álbum —dijo, arrimando su polla a mis bermudas—. Hermanito, tú que eres el artista, ¿cómo ves al modelo? Mucha ropa, ¿no?

Me temblaban las piernas de excitación.

—Samuel —insistí—, por favor, parad.

Álvaro me volteó. Noté el peso de su polla en mi muslo. Me agarró de las muñecas y elevó mis brazos. Luego, recorrió con sus uñas mis antebrazos, los tríceps, las axilas.

—Por favor, para...

Pero no se detuvo. Continuó con sus manos en mis costillas, en mi tripa.

Agarré sus brazos y lo separé de mí.

—¿Qué te pasa, profe?

Les di la espalda. La puerta quedaba frente a mí. Mi voz interior dijo que saliera corriendo, que huyera. Pero, ¿cómo se huye de las propias miserias, si las llevas contigo?

—Me da vergüenza —confesé.

Percibí el olor a vainilla de Samuel en el aire. Sentí el deseo lanzarme, como un vampiro, y lamer la blanca nuez de su cuello como si fuera mi único alimento.

—Yo no me cuido nada y a vuestro lado me siento... me siento...

—Viejo —completó Samuel.

—Hasta los veinte jugaba al fútbol —me sinceré—. Era defensa, no corría mucho. A partir de los treinta fui al gimnasio, solo a temporadas... En los cuarenta me abandoné. Me dejé llevar hasta convertirme en el hombre fofo, gris y... mediocre que soy ahora.

—¿Y en los cincuenta? —preguntó Álvaro.

—¿En los cincuenta? —repetí.

—Los cincuenta, sí. ¿Qué dirás en el futuro de los cincuenta?

—De los cincuenta... que es tarde para muchas cosas.

Álvaro me agarró del brazo y me obligó a girarme. Puso un dedo sobre mi barbilla y mis ojos se encontraron con los suyos.

—Y una mierda —susurró—. Tus cincuenta serán tus nuevos treinta. No hablo de volver al gimnasio sino de sentirte vivo. A partir de hoy vas a retomar tu vida desde el punto en el que te abandonaste.

—Nunca vuelvas a decir que eres gris —dijo Samuel— ni mediocre

Álvaro puso una mano sobre mi tripa. Di unos pasos hacia atrás, hasta que mis pantorrillas tocaron el borde metálico del somier. Mi cuerpo cayó con todo su peso sobre los muelles del colchón, que emitieron un breve chirrido. Su hermano avanzó hacia mí. Cogió las bermudas y las deslizó por mis piernas hasta los tobillos. Yo, con las mejillas ardiendo de pudor, elevé la cintura para ayudarle.

Álvaro separó un poco mis rodillas y echó mano a mis testículos, sopesándolos.

—Te lo dije, hermanito, los tiene bien gordos.

No era la primera vez que otro hombre me tocaba, pero sí era la primera que era alguien que yo deseaba.

Mientras acariciaba mis huevos, con la otra me cogió la polla, que estaba gruesa, y empezó a subir y bajar la piel de mi prepucio sobre el glande. La agüilla del precum lo deslizaba con una suavidad muy placentera.

Yo cerré los ojos, centrando mi atención en ese placer.

No debía pero quería...

Entonces, la primera lengua, fría, cubrió mi glande. No sabía si sería la de mi alumno o la de su hermano, y no miré. Porque me excitaba no saber cuál de los dos había roto el hielo, quién había dado el paso y había comenzado a chupármela.

Dos manos se apoyaron sobre mis rodillas y me las separaron del todo. Luego, subieron por mis muslos hasta alcanzar las ingles y rodear mis testículos, haciendo un aro a su alrededor. La otra lengua, carnosa, me los lamió en círculos. La primera, que había estado deleitándose con mi frenillo, bajó y se sumó a ella.

Dejé de reprimirme y empecé a gemir de gusto, a resoplar, a bufar de placer sintiendo las dos lenguas trabajándome las bolas. Solo con pensarlo, con saber que dos veinteañeros estaban de rodillas degustando mis pelotas, la polla me palpitó y me corrí sin que me tocaran y mientras ellos seguían succionándomelas.

Empecé a retorcerme sobre la cama. No soportaba que siguieran estimulando mis huevos después de haberme corrido. La intensidad del placer era insoportable.

—Vamos a dejarlo descansar —reconocí la voz de Samuel.

—No —dijo su hermano—. Si no lo pide, seguimos.

—A lo mejor no puede hablar.

—Claro que puede.

Una de la bocas abandonó mis testículos y volvió a atender mi polla. Yo la tenía tan sensible que me agarraba con los puños a la sábana y bufaba a cada lametón que me daba.

El gemelo más cachas tenía razón. Podría haberlo pedido.

En lugar de eso, dije:

—Así, cachorros... comedme la polla...

Abrí los ojos. Bajé la vista y reconocí el perfil nublado de Samuel entre mis piernas. A su lado estaba su hermano, con la polla tiesa.

Me incorporé sobre mis brazos y me froté los ojos. Samuel abandonó mi polla.

Poco a poco, recuperé la visión normal. Los dos hermanos estaban juntos, frente a mí, con sus torsos lampiños y sus sexos tiesos, sonrosados, libres de la cárcel de tela que es la ropa.

A pesar de que me acababa de correr, el deseo por estar con ellos me la mantenía dura.

—Yo creo —dijo Álvaro— que nunca te han hecho una comida de culo en condiciones.

—¿Y tú, Samu? —pregunté.

—Yo creo que no —respondió—. Lo que quiero saber es si quieres que lo hagamos, Que te chupemos el culo y te follemos.

Les cogí por la nuca y acerqué sus caras a la mía. Observé sus rostros, los pestañas sobre sus ojos rasgados, y los labios finos. Los lamí, primero a Samu y luego a su hermano. Después, empecé a besarlos a los dos a la vez, un beso a tres en el que se los mordí, los lamí y les chupé las lenguas como si fueran otras pollas.

Mientras les comía las bocas, bajé mis manos por sus espaldas y acaparé las nalgas de los muchachos. Eran culos duros, suaves.

—Chupádmelo —me atreví a decir.

Samuel, que me pajeaba mientras nos besábamos, dijo:

—Con la frase completa.

—Eso —confirmó su hermano—. Pídelo con la frase completa, profe.

—Cachorros —me atreví a decir en voz alta, y la palabra sacudió algo muy profundo en mi interior—, por favor, cachorros, chupadme el culo, quiero que me comáis el ojete ahora.

Me situé sobre el colchón a cuatro patas. Todavía tuve tiempo de pensar que debía de ser un espectáculo lamentable, con mi tripa colgando, mis brazos fofos y la espalda velluda. Debía retomar el gimnasio o, al menos, hacer algo de deporte. Tenía que volver a tener algo que ofrecer en la cama. El contraste entre mi cuerpo y la jovial lozanía de los gemelos...

Acallé esa voz de mi cabeza, que solo aparecía para incordiar, y sustituí las imágenes por las de hombres gorditos, daddys de películas porno, que me representaban mejor.

Elegí un actor de algunas películas que había visto en mi adolescencia. No sé su nombre, solo recuerdo sus escenas follando. Era gordito, con curvas, velludo, muy guapo de cara. Me imaginé que yo era él, que sus nalgas redondas eran las mías, que mi cuerpo se transformaba en el suyo, grueso, fortote, con curvas, sexy.

Apoyado en los codos, separé las piernas y arqueé la espalda. Sentí que una mano se adueñaba de mis huevos colgantes mientras una lengua subía y bajaba entre mis glúteos.

Mi ano empezó a dilatarse.

—El profe —dijo la voz ronca—, tan inexperto y no necesita instrucciones.

Sentí que me separaban las nalgas y la lengua alcanzaba mi ano. Lo empezó a lamer en círculos al tiempo que me penetraron con un dedo.

Desde alguna parte muy profunda de mi interior nació una nube de algodón de azúcar, cuyo dulzor creció y creció hasta rebasar mi cuerpo y acabar derramándose por cada poro de mi piel, envolviéndome en su dulzor.

Me aferré con los puños a la realidad de la sábana, mientras cada gemido de placer me liberaba un poco más.

—Conozco a los hombres como tú, profe. Sabía que nos tenías ganas.

—Yo... —traté de decir algo, sin conseguirlo—, yo no...

—Tú sí, claro que sí. No te niegues. Ahora, levanta. Le vas a chupar la polla a mi hermanito mientras te doy por el culo. Tranquilo, seré compasivo. Aunque si te duele, visualiza que lo que tienes en realidad es un coño. Sé que lo harás si hace falta.

Ayudado por unas manos que tiraban de mis caderas, me incorporé. Abrí los ojos. Tuve que apoyar una mano en la pared.

—Álvaro, dale agua.

Con la vista de nuevo nublada, vi que el chico me ofrecía una botella. Bebí un trago y se la devolví. En segundos el mareo se me pasó.

Samuel se había sentado en el borde del colchón. Su polla, tiesa, oscilaba arriba y abajo. Su hermano me abrazó por detrás y me agarró las tetillas. Sentí su pecho musculoso en mi espalda, como antes, pero ahora nada separaba su polla de mi ano.

—Ahora, profe —me dijo al oído—, te vas a agachar y le vas a comer la polla a mi cachorro hasta que se quede satisfecho. Si te da cualquier instrucción, obedeces. Yo estaré pendiente de que así sea.

Puso sus manos en mis hombros y se separó. No hizo falta que me empujara, yo solo me agaché y dejé el culo en pompa.

—Solo cuando él quiera —continuó—, te la meteré por el culo y te follaré. Te lo haré despacio para que recuerdes que puedes y mereces ser amado.

Tenía la juvenil polla de Samu frente a mí, sus tersos testículos subidos pegados a la base entre sus muslos abiertos.

Observando su sexo, pensé que las erecciones de juventud, fruto de las hormonas revueltas y los primeros escarceos, tienen un «algo», un vigor, una energía, lo que sea, que con el tiempo se pierde.

La polla tiesa de Samuel tenía ese «algo».

Pasé las manos por su cuerpo flaco hasta los muslos.

Álvaro me soltó una nalgada.

—Hoy vamos a liberarte por fin —me susurró—. Si vuelvo a follarte, no te aseguro que te deje el culo entero.

Con mi culo empinado, expuesto a su voluntad, sentí su mano en mi nuca, guiándola en dirección a la polla de su hermano. Separé los labios y atrapé su glande. Tenía un suave sabor salado que me produjo placer en la garganta.

Empecé a masturbarle a la vez que se la chupaba. De vez en cuando abría la boca y le pasaba la lengua por el frenillo. Por los gestos de su rostro, supe que al veinteañero le estaba gustando.

A los pocos minutos me supe preparado. Abrí la boca y me metí toda su polla dentro, hasta que mi barbilla le golpeó los testículos. Sentí una arcada, pero aguanté.

Entonces dijo:

—Ahora, Álvaro. Fóllatelo.

—Ya le tenía ganas, Sami.

Sobre mi ano dilatado, de repente noté un helor que lo cubría y que resbalaba por la cara interna de mis muslos. A mi espalda, el gemelo cachas me cogió la cintura y empujó, obligándome a bajar un poco, lo necesario para que su pene erecto quedara a la altura del agujero de mi culo.

Me sentí penetrado por un algo fino, debía de ser un dedo. El lubricante consiguió que no sintiera ningún dolor.

Seguí chupando la polla y los testículos de Samuel, que, de vez en cuando, me acariciaba el cabello, mientras su hermano me trabajaba el culo con sus dedos, preparándolo para que pudiera acoger su polla.

Había fantaseado algunas veces con eso, con introducirme algo en el culo para saber qué se podía sentir. Por lo que se dice, podía ser tan doloroso como placentero. Era una fantasía recurrente, que tenía desde que despertó mi sexualidad en la adolescencia. No me obsesionaba, pero tampoco se me había ido nunca de la cabeza. El hecho de que podía ser fuente de sensaciones nuevas e intensas me atraía y a la vez me asustaba, porque tendría que asumir que me gustaba, y ese sería el primer paso hacia lo que desde siempre había tratado de negarme.

Quizá, el impedir que mi verdadera naturaleza fluyera era lo que, con el paso de los años, me había convertido en el hombre mediocre que era.

Entonces, le hablé a ambos, y pronuncié por primera vez las palabras prohibidas.

—Yo... creo que soy gay, lo siento, Samuel, me gustaría hacerte esto mejor, chuparte la polla mejor y más veces si Álvaro está de acuerdo también, y tú, Álvaro, sé tierno conmigo, por favor, pero prométeme que la próxima vez serás más rudo y si tienes que romperme el culo me lo rompes porque quiero saber de una vez qué se siente siendo yo mismo y cuando un hombre de verdad te hace suyo y se adueña de tu cuerpo y tu mente...

Casi me quedé sin aire.

Llegado a este punto, ya todo me daba lo mismo. Volví a amorrarme a una polla y esperé con ansia la otra, que no tardó en llegar.

—Fóllame, Álvaro, fóllanos a los dos.

Álvaro deslizó su polla por la raja de mi culo y luego me la metió, con una lentitud que me hacía desesperar. Palpó mis nalgas y las separó. Sacó su miembro y lo volvió a meter varias veces. A cada embestida, sentía que se abría paso en mis intestinos y golpeaba un punto por dentro que me hacía temblar de gozo.

Embistió varias veces, sujetándose a mis caderas, hasta que me subió una ola de placer que inundó mi culo y se mantuvo por dentro de mí no sé cuánto tiempo, una ola tan intensa como el preámbulo de la eyaculación, solo que sin su inminencia.

Caí en la cama sobre Samuel, que me abrazó mientras la polla de Álvaro se deslizaba sobre mi próstata como el arco se desliza sobre las cuerdas vibrantes de un violín multicolor, sin detener nunca su contacto, suavemente, hasta que no pude más y me corrí con la polla aprisionada entre mi cuerpo y el de mi rubio alumno.

Álvaro lo supo y, aún así, no se detuvo.

Nunca me había sentido tan lleno, tan conectado conmigo mismo.

De repente paró y me sacó la polla. Sentí mi esfínter abierto, hambriento. Me volteé y quedé tumbado en el colchón, al lado de Samu, jadeando de placer. Me sentía exhausto, satisfecho.

Álvaro ayudó a su hermano a levantarse y, abrazados, empezaron a besarse. Vi cómo se comían a besos mientras con sus manos recorrían sus cuerpos. Samuel, enseguida, se arrodilló y empezó a mamarle la polla a su hermano, que elevó los brazos, regalándome un espectáculo hermoso: sus bíceps, sus axilas y sus pectorales eran perfectos; las costillas marcadas en los dorsales y las curvas del torso y la columna le daban un espléndido aspecto felino. Se exhibió en su papel de futuro macho alfa cuya única debilidad era el respeto y amor que profesaba a su hermano.

Una profunda sensación de agradecimiento me invadió. Pero estaba tan cansado que no podía hablar.

Entonces me dormí.

—Le hemos dejado k.o. —dijo Álvaro.

—Ha sido fuerte para él —dijo su hermano.

—Vamos a su habitación, hermanito, no quiero dejarte a medias.

Cruzaron el pasillo y entraron en la habitación que ocupaba Julián. Samuel cogió el bloc, que estaba sobre la cama, y lo ojeó.

—¿Cómo se le ocurre...? —dijo.

Álvaro se lo quitó y lo dejó en el escritorio, junto al boceto del río y el maletín.

—No podía sacarnos de su cabeza, hermanito. ¿Quieres que me siente o te pones a cuatro?

—Siéntate.

Obediente, Álvaro se sentó en la cama y se recostó, apoyando el peso de su torso en los codos.

—Estás buenísimo, Sami.

—Tú sí que estás bueno.

—Este cuerpo es tuyo, y esta polla también. Úsala.

Samuel se sentó a horcajadas sobre sus caderas. Con una mano le acarició los abultados pectorales.

—Te quiero tanto, hermano —susurró.

—No más que yo a ti, mi cachorro.

Con la habilidad que da la experiencia, Samuel elevó el culo y lo meneó hasta que se encontró la polla de su hermano. Dejó caer el peso de su cuerpo y la polla lo penetró con facilidad.

Lo cabalgó durante un rato, gimiendo en silencio, admirando el cuerpo esbelto de su hermano, la belleza masculina de su rostro, mientras dejaba que él le acariciara las tetillas.

Cuando sintió que se corría, se dejó caer, pecho contra pecho, contra su hermano, que se aferró a sus nalgas. Sus genitales quedaron apresados entre sendos pubis. Sin detener el lento vaivén, una onda de placer nacida en su próstata, que recorría su ano y sus testículos como una descarga eléctrica, a velocidad cada vez mayor, estalló finalmente en una corriente de semen tan intensa que casi no pudo soportarla.

Samuel hundió la cara en el cuello de su hermano, aferrado a sus músculos, mientras su cuerpo se reponía. Su mundo interior se acababa de derretir de placer y debía recomponerse.

Desde ese mundo, le llegó una voz ronca, lejana, como un eco inextinguible:

—Siempre juntos, mi cachorro, tú y yo siempre juntos...

Eran los susurros de Álvaro mientras se corría en el culo de su hermano con espasmos de placer. No lo hacía siempre, solo cuando necesitaba volver a sentir que ambos seguían siendo propiedad el uno del otro.

Desperté de repente, porque estaba soñando con Canelón. Me levanté, me puse las bermudas y bajé corriendo las escaleras.

—¡Samuel! —grité—, ¡Álvaro!

La casa estaba vacía, en el jardín tampoco estaban. Cuando entré en la cocina, vi una nota sobre la encimera: «Hemos ido a por tu perro, volvemos en un rato. Samu».

El reloj de pared marcaba las siete de la tarde. Releí la nota. No decían que estuvieran buscándolo, por lo que supuse que sabían dónde encontrarlo. Me tranquilicé.

Salí al jardín y, desnudo, me lancé a la piscina. Haría todos los largos que pudiera antes de parar a descansar.

Cuando ambos hermanos se hubieron repuesto de sus orgasmos, entraron al baño y se ducharon juntos, acariciándose en silencio bajo el chorro de agua. Después, cogieron las bicicletas y salieron hacia el chalé de un vecino, que tenía un par de perritas muy coquetas y sociables, especialmente con los perros que llegaban nuevos a la urbanización.

—Estos chicos se van a enterar —dijo Consuelo a Miguel, que viajaba en el Lexus, a su lado—. Pues, ¡que no me contesta ninguno! ¿Para qué quieren los móviles, si cuando les llamas no te responden?

—Cálmate, Consu, estarán por ahí —dijo él.

—Vale, ya me calmo. ¡Pero me van a oír!

Aparcó el Lexus en el porche. La verja se cerró tras el vehículo. Solo se oía el piar de los pájaros y las primeras cigarras.

Si se hubieran asomado al jardín, habrían visto a Julián amodorrado en una tumbona bajo el parasol, recuperándose de los ocho largos que había logrado hacer de un tirón. Pero no lo hicieron y Julián no pudo evitar que, mientras Miguel se daba una ducha y se acostaba a descansar, Consuelo subiera a las habitaciones, buscando a sus hijos, y descubriera en la suya el bloc donde el profesor había dibujado sus fantasías eróticas con los gemelos.