El profe de dibujo y los gemelos I
Cuando descubre la relación incestuosa entre uno de sus alumnos, de diecinueve años, y su hermano gemelo, un profesor de dibujo cuarentón deberá decidir si continua con su vida gris o corre el riesgo de sentirse vivo.
Según la antroposofía, la vida se divide en ciclos de siete años. El mismo año que he cumplido 50, mi esposa me ha dejado, tenemos una pandemia mundial, he vuelto a engordar y he descubierto partes de mi sexualidad que desconocía.
Mi octavo ciclo promete.
Con la pandemia y el primer confinamiento general, la estabilidad que tenía en la academia de pintura se fue al traste.
Me pusieron en un ERTE, que es como un despido temporal. Como la academia era un pequeño negocio de barrio acabaron por asumir que rediseñar el negocio iba a ser imposible, por lo que llegamos a un acuerdo para que mi despido fuera definitivo. La única condición que puse fue la de poder contactar con mis ex alumnos para proponerles retomar a domicilio las clases de dibujo, que es mi especialidad, a lo que la directora no se opuso.
Dediqué la primera semana, en plan comercial de venta teléfonica, a contactar con mis chicos, o con sus padres, puesto que algunos de ellos aún no tenían dieciocho años, para continuar sus clases vía Zoom, a esperas de que todo volviera a la normalidad. Al terminar, tenía una veintena de alumnos interesados.
En junio, cuando levantaron el confinamiento, propuse las visitas a domicilio.
Organicé el calendario de clases en el corcho del cuarto de la plancha. Luego, orgulloso, me serví una cerveza y me senté en el sofá. Canelón, mi perro beagle, se acurrucó de un salto junto a mi pierna. Mientras le acariciaba el lomo, busqué entre la oferta de Netflix alguna serie que llamara mi atención. Todas me parecían la misma, así que probé con «Sweet Home», una serie de zombies coreana.
Muy buena. A mi ex no le hubiera gustado. Reflejaba muy bien nuestra convivencia.
Las clases a domicilio de lunes y martes no tuvieron ningún interés. El morbo empezó a asomar por el horizonte de mi vida con la del miércoles por la tarde, la primera presencial con Samuel, un chaval de diecinueve años, tranquilo y reservado, que llevaba uno siendo mi alumno. Vivía con sus padres en una urbanización muy conocida de un pueblo limítrofe con Valencia, un laberinto de chalés desperdigados por el monte.
Le pedí que me enviara la ubicación porque no conseguía encontrar su casa, un chalé rodeado de un muro más alto que yo, cubierto por una densa hiedra trepadora que impedía que se viera nada desde el exterior.
Llamé al timbre de la verja y esperé. Por el telefonillo, una voz grave me preguntó quién era.
—Soy Julián, el profesor de dibujo —respondí.
Sonó un chisporroteo eléctrico y el portón se abrió dejando a la vista un porche amplio con cuatro plazas de aparcamiento pintadas en el suelo. Dejé mi coche junto a un flamante Lexus y bajé.
—¡Julián! —gritó Consuelo, la madre de Samuel, desde la ventana del primer piso—. Bajo enseguida.
Observé la vivienda durante unos segundos. Su perfil, junto con el jardín de césped y palmeras que se divisaba a su espalda, dejaba entrever que era una construcción lujosa compuesta de dos alturas más la planta baja.
Escuché un chapoteo que venía de la parte trasera. Me asomé y descubrí la piscina. Junto a ella, al lado de una tumbona, un chaval se secaba el cabello con una toalla blanca.
Estaba de espaldas, pero no debía ser mayor que Samuel, puesto que su complexión era similar aunque un poco más musculoso, lo que le confería un aspecto juvenil pero, a la vez, masculino. A la luz del sol, las gotas de agua brillaban como diamantes sobre sus omóplatos. La tela de un minúsculo speedo blanco se ajustaba a su cintura visibilizando los hoyuelos de sus glúteos. A sus pies yacía un bote de crema protectora. Tras la tumbona, la parcela se extendía al fondo con algunos árboles frutales.
Consuelo apareció a mi espalda, cargada con media docena de bolsas de Zara.
—Julián, ¿cómo estás? —dijo tras una mascarilla con la banderita española—. Espera que descargo todo esto.
—¿Te ayudo?
—¡Por favor!
Cogí el llavero que sujetaba entre los dedos y abrí el maletero de su auto. La mujer dejó caer las bolsas en el suelo.
—Gracias —dijo, chocando mi codo con el suyo—. Se me ha ido de la cabeza que hoy es el último día para devolver cuatro cositas que compré. ¿Te lo puedes creer?
—El tiempo, que pasa volando —dije—. ¿Estarán las tiendas abiertas?
—Tengo entendido que el Bonaire, sí —dijo, introduciéndolas en el maletero una a una—. O eso dice Alexa. ¿Te ha costado mucho llegar?
—Si Samuel no me envía la ubicación, no llego.
—Cuando te acostumbras no es tan difícil. La urbanización no se planificó con mucha previsión de crecimiento. Iba a ser algo exclusivo, no la selva de casitas en la que la han convertido.
Cuando acabó con las bolsas, lo cerró de un portazo. Luego, montó en el Lexus y bajó la ventanilla para decirme:
—La entrada está por ahí. Le he dicho a Samu que salga a recibirte. Debe de estar arriba, con su hermano Álvaro. Siempre están juntos, estos dos. Ojalá se hubieran peleado alguna vez, me habrían hecho sentir una madre útil.
—Gracias. Esperaré en la puerta.
—Te agradezco que sigas con sus clases. Es un chico inseguro y un poco ansioso. El dibujo le hace bien. Bueno, tú ya lo conoces. A mí me gusta que cultive su lado artístico. Quién sabe, ¡a lo mejor tenemos en casa un Messi de la ilustración!
—Quién sabe —dije.
La mujer pulsó un botón del llavero y la verja se abrió. Me aparté para que pudiera maniobrar con el coche.
—Volveré en un par de horas —dijo—. Si no estás, te veo el miércoles que viene.
—Claro. Suerte con las tiendas.
—¡Ah!, dile que te enseñe el chalet, porque de él no va a salir. Lo diseñé yo misma, con toda modestia te lo digo. ¡Uy, qué tardísimo es! ¡Adiós, Julián, adiós!
Vi cómo el Lexus salía y la verja volvía a cerrarse. Con la figura del híbrido grabada en la retina, abrí el maletero de mi modesto Ford Ka y saqué mi maletín de dibujo. Miré hacia el jardín, ahora vacío.
Siguiendo las instrucciones de Consuelo, me dirigí hacia la entrada del chalé.
—¿Samuel? —grité, levantándome un poco la mascarilla, desde la puerta—. ¡Soy yo, Julián!
—¡Ya bajo! —respondió.
Era un chico flaco, rubio, de ojos rasgados. Me recibió con un chándal y una camiseta de manga corta.
—Pasa, Julián.
Entré al recibidor. El interior de la vivienda resultó lo lujoso que daba a entender su exterior. Se había diseñado para que todo tuviera asignado de antemano un lugar preciso. Parecía que en cualquier momento fuera la Vogue a hacer un reportaje. Solo el aparador y el espejo que quedaban junto a la escalera eran más caros que toda mi sala de estar.
—Esta es mi casa. Mi perfecta y jodida casa —dijo Samuel.
—Ya quisieran muchos una choza así. Deberías sentirte agradecido.
—Solo a veces. A mi madre le gusta que la enseñe, ni que fuera yo un puto guía turístico.
—Si me pregunta le diré que lo hiciste.
—Es igual. Mira. Este es el recibidor, esa la sala de estar. Esa puerta da a un baño y esa a un salón comedor que llamamos el mausoleo.
—¿Y eso?
—Porque mamá no quiere vernos dentro —continuó—, no vaya a ser que rompamos algo, y porque nunca se usa. Por ahí está la cocina y al fondo la galería que da al jardín. Arriba hay dormitorios y más arriba más dormitorios, la buhardilla y otro baño.
—Muy bonito todo. ¿Dónde te apetece que demos la clase? —pregunté.
—En mi cuarto. Sube.
Le seguí escaleras arriba y cruzamos un pasillo recto hasta el final. Cuando íbamos a entrar en su habitación, una puerta a nuestra espalda se abrió.
—¿Y mamá? —dijo la voz grave del telefonillo—, ¿ya se ha ido?
Me sorprendí al ver en el quicio una cara calcada a la de Samuel.
—Hace cinco minutos —respondió mi alumno—. ¿Por qué?
—Por nada. ¿Es tu profe? —preguntó, mirándome.
—Sí. Julián, te presento a Álvaro, mi hermano gemelo.
—Tu madre me dijo que estarías con tu hermano —dije—. No imaginé que fuerais gemelos.
—¿No husmeas en el Instagram de tus alumnos?—dijo Álvaro—. Casi todos lo hacen.
—Pues yo no.
Álvaro salió de la habitación. Su cuerpo, con los músculos perfilados por la luz de una lámpara de pared, le conferían la apariencia de una escultura clásica. La polla le colgaba descapullada sobre unos testículos rasurados. En la mano sujetaba el speedo blanco, todavía goteando.
Comparé mentalmente a los dos chicos: excepto porque Álvaro tenía el cabello largo y despeinado, y un cuerpo más musculado, eran dos gotas de agua.
—Córtate un poco, tío —le regañó Samuel.
—¿Por qué? ¿No estoy en mi casa?
—Por lo menos ponte una mascarilla —dijo, entrando en su cuarto.
Álvaro agarró la toalla y se cubrió sus partes íntimas.
—Un gusto conocerte, profe.
Se marchó escaleras abajo. Tuve tiempo de observar el triángulo invertido de su espalda, los óvalos de sus muslos y sus pantorrillas, los globos de sus nalgas temblando al caminar. Sentí una punzada de gusto en el glande.
—Lo mismo digo —respondí, un poco aturdido.
Su habitación me recordó a la mía de estudiante: la cama deshecha, ropa tirada por el suelo, libros amontonados en las estanterías.
—No hagas caso —me dijo.
—¿De qué?
—A mi hermano. No se lo tengas en cuenta. Le gusta ir de chulo pero es un tío legal.
—Ah, tranquilo. No he visto nada que no haya visto antes.
Samuel me miró, contrariado.
—Quiero decir... —tartamudeé—, hace años, en el gimnasio... no es que yo... que no es que me gustéis, o sea que me gusten los chicos... Joder, estoy haciendo que parezca peor de lo que es.
—Sí, lo estás empeorando tú solito —dijo, por primera vez, sonriendo.
Tiró la ropa al interior del armario y esparció sobre la cama revuelta los libros que ocupaban el escritorio.
—La semana que viene intentaré tenerlo todo un poco más ordenado —se disculpó.
—No te preocupes. Oye, ¿crees que a tu hermano le gustaría aprender a dibujar?
—No creo.
De mi maletín extraje varias láminas de dibujo y le di a elegir una. Escogió un paisaje de un río rodeado de una espesa vegetación. También saqué mi bloc y lo abrí por una hoja en blanco, para dibujar con él.
Por último, saqué mi botella de agua y el estuche con mis lápices, difuminadores, una regla y una goma de borrar que dejé sobre la mesa.
—Tengo hueco para algún alumno más. Con el tema de la pandemia, no tengo muy claro mi futuro.
—Lo matarías de aburrimiento.
—¿Tan malo soy?
—No eres tú, es él. Está loco. Solo le gusta lo que suene a peligroso. Piragüismo, barranquismo, puenting... La semana antes del confinamiento se lanzó en paracaídas. Lo único que consigue que se esté quieto un rato son las cuatro pesas que tiene en la buhardilla. La vida normal le aburre.
Samuel cogió la regla y, con un lápiz, trazó unas líneas sobre la lámina, dejando el paisaje dividido en una cuadrícula casi invisible. Luego repitió la operación en su hoja en blanco y empezó a dibujar el río replicando las líneas de cada cuadrado en su cuadrícula.
—Yo no me tiraba en paracaídas ni aunque me pagaran —dije, guardando la regla.
—Ni yo. ¿Y si se te olvida dónde está la anilla?
—A ver, Samu,¿cómo se te va a olvidar eso?
—No sé. Pero menudo ostión.
Decidí zanjar con él el tema y hablarlo con Consuelo. Quizá pudiera sacar un ingreso extra con Álvaro o alguna hora más para Samuel. Por lo visto, se lo podían permitir.
Llevábamos unos veinte minutos dibujando cuando me entraron ganas de ir al baño.
—Mejor usa el del piso de arriba. Queda al final del pasillo —explicó Samuel—. El de abajo solo lo usan mamá y papá cuando viene.
—¿En esta planta no tenéis baño?
—No. Un error de diseño. Uno más en la familia.
Si superaba su fase de adolescente sin futuro, sería un chaval majo.
Subí a la planta superior. Abrí la puerta del fondo y me encontré en un baño que parecía el de un hotel: ordenado hasta lo obsesivo, limpio como si nadie lo hubiera usado nunca, con un espejo impoluto y luz, mucha luz.
Me quité la mascarilla y la dejé sobre el lavabo. Luego, me bajé la cremallera del pantalón y me saqué la polla. Me costó un poco que saliera el chorro. La visión del cuerpo desnudo del muchacho me la había despertado.
Hacía demasiado tiempo que no pegaba un polvo en condiciones. Incluso antes de la separación, el sexo que tenía era escaso e insatisfactorio. Solo así podía explicarme el efecto que había tenido en mí la visión de su desnudez.
Mientras orinaba, escuché voces en la planta inferior. Puse toda mi atención para entender lo que los hermanos decían.
—Venga, Sami, no me digas que no lo has pensado en cuanto ha entrado por la puerta.
—Es muy arriesgado, Álvaro.
—También es excitante.
Luego, tras unos segundos en silencio, dijo Samuel:
—No, para, por favor...
—En el mausoleo, hermanito. No tardes, que mira cómo la tengo.
Oí pasos amortiguados escaleras abajo.
Acabé de mear. Me limpié las últimas gotas con un trozo de papel higiénico con el que luego repasé el borde del urinario para borrar el más mínimo rastro de mi pis. Me daría vergüenza dejar manchado el camerino de Cher, aunque fuera una gotita. Di el agua del retrete, recogí la mascarilla y regresé a la habitación, disimulando.
—Tu madre tiene el baño tan limpio que casi no meo —dije, justificando la tardanza.
Por segunda vez, sonrió.
—Se esfuerza por que su familia sea perfecta.
Me senté de nuevo a su lado y me ajusté la mascarilla al puente de mi nariz.
—Ser padre es dibujar un paisaje sin una lámina de referente. Tú sabes lo que quieres hacer, pero, aunque actúes con la mejor intención, no sabes si el resultado final será lo que querías o se parecerá como un huevo a una castaña. ¿Cómo vas?
—Sigo esbozando. ¿Puedo tomarme un rato de descanso? Total, mi madre te va a pagar lo mismo.
—Claro —respondí—. Te espero aquí.
Salió de la habitación, dejándome solo.
Esperé dos minutos, lápiz en mano, por si volvía. Pasado ese tiempo, decidí que saldría a ver qué estaba pasando, con mil dudas sobre lo que podía encontrar.
En cuanto me levanté, me sorprendió descubrir que mi cuerpo temblaba de excitación. Nunca había sentido un grado tan alto de morbo solo por una ambigua expectativa.
Tampoco nunca me había sentido atraído por hombres, excepto durante una etapa de mi adolescencia. Hacía tanto tiempo de eso que lo había olvidado.
Pero ahora algo se había despertado en mí. Porque mi polla no paraba de soltar una agüilla que empapaba mis testículos y los adhería a la tela de los calzoncillos.
Puse un pie en el primer escalón. Luego el otro, y esperé. Continué con el segundo y los siguientes. La moqueta del suelo amortiguaba el sonido de mis zapatos, aunque no me permití bajar la guardia. En cualquier momento un crujido delator podía desvelar mi presencia.
Afortunadamente, llegué a la mitad de la escalera en un completo silencio, un vacío solo roto por el tictac de un reloj que debía de estar en la cocina y un rumor de voces. Agucé el oído.
—Por favor, hermanito —estaba diciendo Álvaro con voz ronca—, en la piscina no hacía más que pensar en ti...
—Pero Julián está arriba —susurró Samuel—. ¿Te imaginas que nos pilla?
—¿Qué va a hacer? ¿Chivarse a mamá? Ella nos creerá a nosotros antes que a él, igual que la otra vez. Además, él no dirá nada. Le he escuchado cuando te ha preguntado por mí. No se arriesgará a perderte.
Bajé un escalón más. Todas las puertas estaban cerradas excepto la del salón comedor, que estaba entreabierta, aunque de su interior solo veía parte de una silla tapizada.
Mi corazón galopaba desbocado por toda la casa.
—Por favor, Sami, mira como la tengo por tu culpa.
—Si quieres que te coma la polla —susurró Samuel—, debes pedirlo con la frase completa.
Un silencio, y después:
—Por favor, chúpame la polla. Quiero que me comas la polla, mi cachorro.
—Soy tu cachorro...
—Siempre serás mi cachorro.
Bajé los últimos escalones que me separaban del recibidor. En el espejo del aparador se reflejó la espalda ancha de Álvaro. La toalla, que ahora llevaba anudada a la cintura, cayó al suelo, dejando a la vista sus nalgas rollizas y unas manos delicadas que se aferraban a sus muslos.
Entonces, oí el inconfundible sonido líquido de los labios sobre una polla.
Agarré la mía por encima de la ropa. La tenía dura y mojada.
—No sabes cuánto te quiero... hermanito... —susurró Álvaro entre gemidos de placer.
Los dedos de Samuel se marcaban sobre la carne de su hermano. Mi voluntad era marcharme de allí, pero algo muy profundo me lo impedía y me obligaba a mirar, a escuchar, a imaginar los labios finos de mi alumno chupando la polla circuncidada de su hermano, lubricando con su saliva su duro y venoso tronco, lamiendo la gota de precum de su glande amoratado.
En mi cabeza surgieron dos voces: una pedía que lo borrara todo, que lo olvidara y regresara a la habitación; la otra me fijaba al suelo, hablaba de tentar al destino y disfrutar del momento. En mi cabeza, algunos recuerdos de adolescente empezaron a revelarse, recuerdos de un albergue de Chulilla que yo había querido borrar.
Mientras tanto, mi cuerpo, indeciso, permanecía inmóvil.
Ahora me doy cuenta del autoengaño. Si de verdad hubiera querido huir, lo habría hecho. A menudo no nos paralizamos por no saber qué opción elegir, sino porque la que queremos nos gusta tanto que nos asusta.
Nos asusta hasta el punto de enterrar sensaciones intensas, hasta que un detonante inesperado las hacer resurgir.
Esto me pasaba en este momento, que todavía era incapaz de decidirme por lo que de verdad deseaba.
—Esperemos un rato —dijo Samuel—, cuando Julián se vaya.
—Sigues con la paranoia —dijo su hermano—. Deberías empezar a superar tus miedos.
—¿Qué pasó el verano pasado, en los aseos del hotel de Alcocebre?
—Nada, porque no nos pillaron.
—Pero faltó poco —replicó Samuel—. ¿Y en los baños del Bonaire?
Álvaro elevó las manos y sujetó el rostro de su hermano entre ellas.
—Pasó que nuestra mentira coló. Y que tuviste la mejor corrida en público de tu puta vida.
—Siempre que saco el tema lo dices.
—Lo sacas porque te pone cachondo, igual que cuando me oyes decir que eres mi cachorro.
Entonces se besaron con pasión, sujetándose del cuello, en un beso largo, húmedo, lascivo. Cuando se separaron, vi que, de nuevo, se arrodillaba frente a su hermano.
Álvaro soltó un gemido.
—Las pelotas, por favor, no te olvides de mis pelotas...
Caminé de espaldas hacia la escalera, tanteando con el pie hasta que encontré el primer escalón.
Samuel se levantó y abrazó a su gemelo.
—No es paranoia. Es miedo a que nos separen —dijo.
—Eso nunca va a pasar.
Por el espejo observé que Álvaro recogía la toalla del suelo.
—Ven a la piscina cuando termines la clase. Te estaré esperando.
Volvieron a besarse. Yo subí las escaleras en silencio, con la cabeza hecha un lío y la polla babeando como pocas veces en mi vida.
Recogí mis bártulos y los guardé en el maletín. Después, en una cuartilla, escribí una nota: «Samu, he recibido una llamada inesperada en el móvil y tengo que irme. Te dejo la lámina para que sigas practicando. Nos vemos el miércoles que viene».
Cuando bajé, la puerta del salón comedor estaba cerrada. Salí al porche y tiré el maletín en el asiento trasero de mi Ka. Luego, repasé la verja hasta que encontré el botón verde que, camuflado con la hiedra, la abría de manera manual. Lo pulsé. El portón metálico se deslizó con un zumbido.
Antes de entrar en mi vehículo, desvié la mirada hacia la piscina. Lo único que alcancé a ver fue la toalla blanca tirada sobre los azulejos de cemento del borde, junto a la escalerilla.
Arranqué el coche y salí. Esperé unos segundos para comprobar que el portón se cerraba, y me fui a casa. O, para ser exacto, huí.
Si esto hubiera sido una película, pensaba de camino, solo tenía que haberme acercado a ellos. Pero la vida real es distinta. Dos hermanos gemelos de diecinueve años no pueden, no deben follar juntos. A Consuelo le daría un infarto.
En cuanto a mí, podía ganarme fama de corruptor o de algo peor. Lo mínimo era perder todos mis alumnos, pero luego estaba la imagen, la reputación. Se diga lo que se diga, la gente todavía no acepta la homosexualidad. No es asunto mío.
Todo esto pensaba mientras conducía de camino a casa, pendiente de una carretera que desconocía, con la polla por fuera de la bragueta, bombeando precum sobre el pantalón, con la sensibilidad a flor de piel.
Cuando llegué a casa, todavía resonaban en mi cabeza la imagen de los dos muchachos desnudos, abrazados, y la voz grave de Álvaro.
Me metí en la ducha, con el chorro de agua fría cayendo sobre mí. Canelón me recibió gimoteando, arañando la puerta del baño con sus patitas. Desnudo, salí a la cocina y le llené el plato de comida. Cuando regresé al baño, me vi en el espejo.
¿Qué había conseguido en la vida, a mis cincuenta recién cumplidos? No era más que una especie de niñero que mamás adineradas alquilaban para desentenderse durante unas horas de sus hijos, que solo esperaban el momento en que la clase terminara, mientras iban de compras o se acostaban con sus amantes. ¿Dónde quedó mi sueño de ser ilustrador de novelas gráficas? ¿Cuándo lo había perdido?
Mirando mi rostro en el espejo, de golpe se me cayeron los años encima.
Me sentí solo, viejo. Una falsificación de mi mismo.
La voz que me empujaba a llamar al destino seguía aquí, conmigo, a mi lado. Las fotografías adquirían color; los recuerdos, viveza.
Volví a la ducha. Con el agua cayendo sobre mi nuca, empecé a masturbarme mientras susurraba:
—Los huevos, Samu, chúpale los huevos...
Lo que estás haciendo está mal, sermoneó la otra voz. La cogí del cuello y la ahogué bajo el chorro cálido de agua, mientras me corría como en mis mejores tiempos de adolescente.
La voz se marchó por el desagüe.
Me acosté y me dormí, con Canelón a mis pies. Soñé con ellos, un sueño surrealista dibujado a carboncillo que no tenía nada de erótico.
Mientras Julián redactaba la excusa y salía de la habitación, los dos gemelos abandonaron el salón, cruzaron la cocina y salieron por la puerta de la galería a la parte trasera del jardín, en la que, instalada en una pared, había una ducha que el profesor no había llegado a ver y varios clavos. De uno de ellos colgaba una toalla blanca.
—Te digo que estoy seguro de que algo he oído en la escalera —dijo Samuel, cogiendo la toalla.
—Cálmate —pidió su hermano, que se la quitó de las manos y la echó junto a la escalerilla—. Cuando tu profe se vaya, ven a bañarte conmigo.
Sujetándolo por la nuca, Álvaro le besó. Abarcó con su húmeda lengua todo el espacio de su cavidad bucal: el velo del paladar, las mucosas laterales, los dientes, las encías, la carne bajo la lengua... Acabó el beso lamiendo los labios de Samuel, un gesto animal que excitaba a ambos.
El cuerpo al completo de su hermanito tenía dueño, y así debía hacérselo sentir.
Excitado, Álvaro se lanzó al agua con los brazos estirados. Su cuerpo felino entró con elegancia en el fluido elemento, sin apenas importunarlo.
A Samuel, sus besos le alteraban como si miles de latas de cocacola recién agitada estallaran de repente por sus venas. Hubiera hecho cualquier cosa por mantener a su lado a quien no era solo su hermano, sino su mejor amigo, su cómplice, su propietario natural.
Cuando vio emerger su cabellera rubia y los bronceados bíceps, regresó a la vivienda por la galería, subió las escaleras y entró en su habitación. Con el sonido eléctrico del portón de fondo, descubrió la nota junto a su boceto.
—Joder, qué mierda —se lamentó.
Regresó al jardín. Su hermano descansaba con los brazos apoyados en el cemento. El agua tibia, que le cubría hasta los omóplatos, no alcanzaba el abundante vello claro de sus axilas.
—Tío, nos pilló —dijo Samuel, desde el extremo opuesto de la piscina, con la cuartilla en la mano.
Su hermano levantó la cabeza y se limpió el agua de los ojos.
—¿Tu profe? ¿Cómo lo sabes?
—Ha dejado esto antes de irse.
Álvaro nadó hasta el extremo opuesto y, con su mano mojada, cogió la nota. Tras leerla, hizo una bola con ella y la soltó en el agua.
El papel, empapado, se reblandeció.
—Bueno, a lo mejor es verdad —dijo Álvaro, viendo cómo comenzaba a deshilacharse.
—No seas ingenuo —dijo Samuel—. Sabía que había oído algo en las escaleras. ¡Lo sabía!
Álvaro apoyó los pies sobre los azulejos de cuadritos blancos y azules y tomó impulso. Su cuerpo flotó boca arriba a través del agua clorada. El pequeño oleaje que causó deshizo los últimos trocitos legibles de la nota.
En el centro de la piscina, separó los brazos del torso. Primero ascendió hasta la superficie su cuello y el pecho, donde se formaron pequeñas lagunas. Al ritmo de su respiración, las lagunas se desbordaban por las costillas y hacia los abdominales, cuyas hendiduras lamían como lenguas líquidas.
Después asomó el pubis y la polla erguida, espléndida sobre sus gruesos testículos, que flotaban, como dos islotes, sobre los muslos.
Samuel se quitó la camiseta y el pantalón del chándal, dejándose puesto el eslip azul. Luego, se sentó en el borde y se sumergió hacia el fondo turquesa. Buceó, atraído como un imán, hacia la silueta que se recortaba entre virutas de luz.
Al emerger, lo primero que hizo fue poner su mano sobre los pectorales de Álvaro y, lentamente, deslizarla hacia el vientre, repasando el desnivel entre sus abdominales.
—Estoy preocupado, Álvaro —dijo.
—Ya lo hemos hablado, Sami —respondió él, sin abrir los ojos, concentrado—. No va a pasar nada. Y si pasa, lo arreglaremos.
Los dedos continuaron su camino por el pubis depilado, esquivaron la base de la polla, alcanzaron los testículos y bucearon en dirección al perineo. Una gota de precum afloró por el glande.
Sintió un intenso deseo de beberla antes de que se disolviera en el agua. Pero, en lugar de eso, volvió a sumergirse y buceó hasta que alcanzó el pasamanos de la escalerilla, que alcanzaba el fondo. Quería salir para pensar.
Cuando puso su pie sobre el primer peldaño, una mano lo agarró por la cintura y lo empujó hacia arriba.
Con el cabello aplastado, ambos hermanos salieron a la superficie, entre la esquina y la escalerilla metálica. Sus torsos juveniles casi se rozaban.
—Tengo miedo de lo que pueda pasar, Álvaro.
—Confía en mí.
Álvaro fue acercando su pecho al ritmo del oleaje hasta que con un pezón rozó el de su hermano. El agua salpicaba tratando de tocar las rosadas tetillas de los muchachos.
—¿Sabes lo que pienso, hermanito? —continuó—. Que no se ha ido escandalizado, sino cachondo.
Samuel sentía el tacto sutil de los pectorales de su hermano en su pecho, el peso de su polla sobre su muslo, su aliento afrutado.
Le cogió de las manos y se las llevó a la goma de su eslip azul. Luego le abrazó.
—No creo —susurró, aferrado a su sólida espalda.
—¿Por qué no? —preguntó Álvaro.
—Porque es hetero.
—¿Qué tendrá eso que ver?
Álvaro deslizó los dedos dentro del eslip y le acarició los hoyuelos de sus nalgas.
—¿Y si, en realidad —continuó—, se ha ido porque no sabía qué hacer?
Al decir esto, Samuel sintió una punzada de gusto en la polla. Apoyada sobre el pubis desnudo de su hermano, quien continuó fantaseando, consciente del efecto de sus palabras, se le empezó a poner dura.
—¿Te imaginas, hermanito, que ahora esté en su casa, pensando en nosotros, susurrando tu nombre y el mío, mientras se hace una paja?
Samuel se volteó y apoyó los brazos en el borde de cemento de la piscina. Álvaro tomó aire y se sumergió. Le quitó el calzoncillo, piernas abajo, hasta que se lo sacó por los pies. Antes de subir, se detuvo unos segundos en la visión de las nalgas redondas, firmes y apetitosas que tanto le excitaban.
Cuando no aguantó más, emergió, con los cabellos rubios pegados en finos mechones a su frente y orejas.
Samuel, sintiéndose liberado, arqueó la espalda.
—¿Qué más imaginas? —preguntó, inmerso en la fantasía.
—Imagino —dijo Álvaro, acercando su polla al culo de su hermano— que lo tenemos aquí, a cuatro patas, con las piernas separadas, yo comiéndole el culo y tú follándole la boca... —Álvaro le sujetó las caderas por debajo de la superficie y empezó a frotarse en sus nalgas—, también imagino que me lo follo mientras él te chupa el culo... ¿Te gustaría follártelo tú?
—Tiene un poco de barriga cervecera —dijo Samuel, acoplándose al ritmo del agua y de la fricción.
—Qué exigente te has vuelto, hermanito. Lo recordaré cada vez que piense en dejar las pesas.
Bajo el agua, Álvaro le separó con los dedos las nalgas e introdujo la polla entre ellas. Empujó un poco, hasta que sintió que el glande topaba con el ano.
—Lo que le falta a tu profe es desarrollar un poco de tórax y hombros. Entonces no será un fofisano sino un osete madurito, muy follable...
Álvaro hundió un poco más la verga en el culo de su hermano, pero el ano aún no cedía. Hundió su cara en el cuello y empezó a darle besos y mordisqueos debajo de la oreja, mientras sus dedos jugueteaban con sus pezones.
—Imagina, hermanito, que está aquí sentado donde estamos nosotros ahora, con la polla y los huevos por fuera del bañador... ¿Nunca has pensado cómo es su polla?
El ano tardaba en dilatar. A Samuel no le era fácil relajar ese músculo. No era una oposición a que su hermano le penetrara, sino solo una reacción física.
Álvaro, que lo sabía, no se lo tomaba como un rechazo. Al contrario, era un reto que se la ponía aún más dura. Forzar a su hermano, sabiendo que él participaba en el juego, sacaba sus instintos más bajos. Tocaba cambiar de táctica, para goce de ambos.
Retiró la polla de los cachetes. Con una mano le sujetó por la cintura mientras introducía la otra entre ellos y frotaba arriba y abajo los dedos. Cuando alcanzó el perineo, Samuel, completamente erotizado, dio un respingo.
—Para mí que la tiene pequeña —continuó Álvaro, haciendo culebrear sus dedos—, corta pero gruesa. También creo que tiene unos buenos cojones, gordos y peludos... Imagina que se los chupamos entre los dos, que tenemos la boca llena con ellos...
—No nos aguanta... ni un mi...nuto —gimió Samuel.
Entonces Álvaro sintió que el ano de su hermano dilataba y aceptaba un dedo en su interior.
—Tu profe iba a flipar con nuestra comida de huevos, hermanito —susurró con su voz profunda.
Aguantó unos minutos, estimulando la próstata de su hermano, que jadeaba con la piel erizada también por el contacto con el agua. Luego, sacó el dedo con delicadeza, se situó tras él y, con tacto, empujó la polla para penetrarlo, besando su cuello con ternura. El ano, esta vez, acogió su hinchado glande sin resistencia.
—A lo mejor tu profe es de esos heteros que siempre se han centrado en su polla —le dijo Álvaro al oído, comenzando un lento vaivén que creaba pequeños oleajes a su alrededor de sus cuerpos, y con el que lograba írsela metiendo centímetro a centímetro—, a lo mejor nunca le han comido el culo y los huevos a la vez.
Samuel forzó el arco de su espalda para hacer más prominente su sinuosa curvatura lumbar. Algunas gotitas resbalaron por la hendidura de su columna hasta su cintura antes de fundirse con el infinito universo turquesa. Sentía en su interior la dureza de la polla y los gruesos huevos depilados rebotando contra sus nalgas. Con los ojos cerrados, levantó la cara hacia el cielo.
Como las gotitas, él también tenía su propio universo con el que fundirse, un universo de escalofríos de placer que recorrían su nuca cada vez que Álvaro le metía la polla, con esa sabiduría innata con la que mezclaba rudeza y ternura, fantasía y realidad; además, en su universo también alcanzaba un éxtasis muy profundo que comparaba a alguna clase de «orgasmo mental».
Cuando llegaba a ese lugar, la culpa, la vergüenza, los miedos y cualquier otro prejuicio hacia el tabú prohibido del incesto se deshilachaba y desaparecía, tragado por la rejilla de succión del fondo de la piscina.
Sintió un placer intenso en sus testículos, como si algo se los agarrara por dentro.
Entonces apretó el esfínter.
Pasando el brazo sobre su hombro, Álvaro se pegó a él, estremecido por su propio placer.
—Hermanito... —dijo con su voz grave entrecortada—, hermanito, si no aflojas...
Pero no solo no aflojó, sino que lo apretó aún más.
Conocía bien las reacciones de su hermano. Sabía cuánto podía aguantar.
—Por favor... por favor... Sami... —rogaba.
Unos segundos más.
—Sami... mi cachorro... mi Sami...
Esa era la señal. Cuando ya en su cabeza no había espacio para nada que no fuera él, su cuerpo y el placer de poseerse mutuamente.
Entonces, Samuel aflojó los músculos del culo que mantenían atrapada la verga de su hermano, que, rápidamente, la sacó y la metió por debajo de las nalgas, en la intersección con sus muslos.
—Mi Sami... mi cachorro...
Pegado a su espalda, Álvaro intensificó sus embestidas haciendo que el agua salpicara entre ambos con sonoros chapoteos. A Samuel le invadía el morbo al notar la polla de su hermano entre sus muslos, estimulando con su rápido vaivén las zonas bajas de su escroto y el perineo.
Con el agua saltando al césped, Álvaro empujó con fuerza hasta que, con la respiración entrecortada y la cabeza apoyada en su espalda, se corrió entre las piernas de su hermano.
Samuel bajó la vista. Tras las vigorosas acudidas de su hermano, vio que alrededor de su polla flotaban pequeñas virutas de lefa como pequeños pececillos blanquecinos.
Entonces, se agarró la polla y él también aportó su propio cardumen de semen entre gemidos de placer, mientras Álvaro lo abrazaba por detrás.
Al terminar, todavía bañándose, se fundieron en un beso largo, lento, que ninguno quería dar por terminado.
Pasaron así un rato. El cielo se tiñó de tonos violeta, la tarde se volvió fría.
Al final, satisfecho, Samuel tuvo que separar a su hermano empujando su pecho.
—Debería adelantar un poco el dibujo —susurró, con su sabor aún en el paladar—, por si mamá pregunta.
Álvaro observó los sabrosos labios y el delicado mentón del rostro de su hermanito.
—Sabes que nunca lo hace —dijo, limpiándole las gotitas que se le acumulaban en las pestañas.
Salieron de la piscina. Tras ducharse, Álvaro cogió la toalla y secó a su hermano con la ternura de un padre hacia su hijo. Luego, aunque estaba húmeda, la usó usó sobre su cuerpo.
—Hermanito, ¿echamos un FIFA? —propuso.
—¿Qué quieres, una paliza como la última? —se burló Samuel, tratando de pescar su eslip, que flotaba cerca del borde.
—A la suerte lo llamas saber.
Dejaron la toalla y el eslip sobre la tumbona, para que se secaran, y entraron en la casa.
—Pilla ropa —dijo Samuel—, mamá debe de estar al llegar.
Mientras Samuel cogía dos latas de cocacola Zero del frigorífico y bajaba al sótano para conectar la PS5, Álvaro bajó de su cuarto con dos pantalones de pijama y dos camisetas de tirantes.
Luego, aunque el sofá era amplio, se sentaron pegados el uno al otro y disfrutaron desnudos del videojuego, bebiendo indistintamente de ambos refrescos.
Esa tarde, como ya era habitual, el mundo real importó una mierda hasta que la verja se abrió y tuvieron que camuflar el auténtico tras unos caros pijamas de Zara.