El probador

Aquí os relato el encuentro que tuve con un hombre maduro que conocí en internet cuando era jovencita. Espero que os guste.

No sé qué me llevó a aceptar la sórdida proposición de aquel hombre. Llevábamos chateando por Messenger durante meses, y la verdad es que me sentía más cómoda con él que con la mayoría de mis amigas. Era amable y terriblemente divertido. Me hacía reír como una tonta cada noche mientras chateábamos. Nunca me mintió y eso me daba una extraña seguridad; desde el primer día en aquel chat público me dijo su auténtica edad, 45 años. A pesar de tener casi la edad de mis padres, mantenía una especie de espíritu jovial que me cautivó.

Desde el principio también me dejó claras sus intenciones conmigo, y eso era algo que me halagaba inmensamente. Que un hombre de su edad se sintiera sexualmente atraído hacia mí, una chica flacucha cuyos senos apenas abultaban, era una especie de victoria sobre las más populares de mi clase. Cuando me contemplaba desnuda en el espejo del baño, ansiaba vislumbrar algún pequeño indicio de femineidad en mi cuerpo que pudiera resultar atractivo pero, aunque yo ya estaba en edad de merecer, la naturaleza se resistía a dotarme de rasgos femeninos, salvo por una leve hinchazón en mis pezones rosados. No me daba cuenta entonces, que lo que más excitaba en realidad a mi hombre, era mi aspecto juvenil.

Yo no era estúpida, y sabía que no dejaba de ser algo raro que un hombre de su edad demostrara interés por mí. Algo en mi interior me decía que mantuviera el secreto de nuestra relación telemática, aunque él nunca lo pidió. Algunas noches me preguntaba por la ropa que llevaba puesta, por el color de mis braguitas y me confesaba estar tocándose. Yo me ponía muy colorada, y un calor inmenso derretía mis entrañas, hasta que yo también acababa masturbándome. Es increíble lo que unas frías letras en la pantalla de un ordenador pueden provocar en la imaginación excitada de una adolescente. Aún recuerdo aquellas increíbles sensaciones atravesando mi cuerpecillo con rubor en las mejillas.

Después de varios meses, accedí a quedar con él. No vivía en la misma ciudad que yo, pero haría unas cuantas horas de coche sólo para pasar conmigo una tarde, lo que incendió aún más mi ego. La noche anterior, chateando, tuvo una petición: quería que vistiese minifalda y calcetas hasta las rodillas, y que no me maquillase. A esas alturas, yo ya tenía claro que mi hombre fantaseaba con el mito erótico de la lolita, así que accedí sin rechistar: si quería una lolita, tendría una lolita. Aprovechando que por las tardes estaba sola en casa, me vestí con blusa blanca, minifalda de cuadros, calcetines blancos y zapatos de charol. Me recogí el pelo en dos coletas y me puse braguitas con estampado de ositos de gominola después de rasurarme el vello púbico. No habíamos apalabrado un encuentro sexual, sólo era una cita para conocernos, pero mi instinto femenino me llevó a prepararme para cualquier cosa, sólo por si acaso.

Quedamos en la cafetería de El Corte Inglés a las 5 de la tarde, y allí me presenté.  Sólo nos habíamos visto en unas fotos que nos habíamos mandado hacía meses, pero le reconocí al instante, sentado en una mesa ante una taza de café. A juzgar por la amplia sonrisa que me regaló al verme, no le decepcioné en absoluto, y de alguna manera, respiré aliviada en mi interior. Él vestía zapatillas Adidas, pantalones vaqueros y sudadera con capucha, y para nada parecía un “señor” como mi padre, sino más bien un universitario algo mayor. Con su barba de tres días, sus ojos rasgados y su cuerpo esbelto, yo lo encontraba el hombre más atractivo del mundo.

Pidió tarta de fresa para mi, y fue tan encantador como siempre. Yo intentaba parecer adulta, madura y sofisticada para estar a la altura, pero él era capaz de crear un ambiente tan confortable, que pronto acabé parloteando como una cría mientras me miraba con una sonrisa. Me tenía rendida a sus pies.

Cuando terminé de merendar paseamos por los pasillos de la enorme tienda. Mientras hablábamos, revisábamos percheros de ropa, y me percaté de que fue acumulando en su brazo izquierdo algunas prendas. Entonces, pasando el brazo derecho por mis hombros, me dirigió a los probadores, junto a los cuales había una dependienta doblando ropa.

-Pasa cariño- dijo con una sonrisa para que lo oyera la mujer.

-Sí papá- dije sorprendiéndome a mí misma. Él me miró complacido y entramos entre risitas bajo la somnolienta mirada de la dependienta.

Los probadores de El Corte Inglés son amplios, y tienen puerta y pestillo. Al entrar, me acercó un top blanco de tirantes y dijo, “empieza con ésto”. Sin rechistar, me saqué la blusa, quedando ante él sólo con mi sujetador puesto. Mi busto entonces no necesitaba sujetador; de hecho en invierno, cuando vestía sudaderas y jerseys gruesos ni siquiera lo usaba. Mis pechos eran muy pequeños y firmes (aún hoy lo son) y sólo usaba sujetadores deportivos para no marcar los pezones cuando el calor me obligaba a vestir pocas prendas. Me puse el top.

-Quítate el suje, así te quedará mejor.

Me las arreglé para sacarme el sujetador sin quitarme la prenda, y mis pezones se hicieron evidentes en ella; no sólo la forma, sino también la aureola podía verse a través de la blancura de la prenda. De repente hacía mucho calor en aquel pequeño habitáculo. “Ahora ponte esto” dijo, y me acercó un minúsculo short rojo, de estilo retro. Me quité la falda  y quedé en braguitas ante él. Me puse el mini-short. Era muy pequeño, tanto que la parte inferior de mis nalgas sobresalía y mis labios vaginales se marcaban en él, mostrando mi virgen rajita entre mis muslos. Me puso de frente al espejo y dijo “Mírate, eres un ángel”. En verdad aquellas prendas me quedaban muy bien y me hacían lucir como una especie de niña-puta (aspecto con el que me encontré asombrosamente cómoda): las coletas, el top que se ceñía a mi torso delgado marcando mis pezones, los diminutos shorts que evidenciaban mi sexo y los calcetines hasta las rodillas. Me sentía preciosa y sexy. Él también estaba en el espejo de pie junto a mi, mucho más alto que yo, y en sus pantalones, cerca de un bolsillo, un gran bulto estiraba la tela. Mi pecho se agitaba al son de mi respiración, pues yo estaba tan excitada como él o más.

-Pellízcate los pezones- ordenó, y obedecí. Al momento estos se mostraron algo más abultados.

Yo me moría por que me tocase, pero no lo hizo. Entonces se sacó un minúsculo trozo de tela del bolsillo y me dijo que me lo pusiera. Era un tanga con estampado de tigre. La etiqueta evidenciaba que era de la tienda, pero yo no lo había visto cogerlo, así que debió hacerlo antes de ir a la cafetería.

Me saqué las prendas por los pies. Cuando vió mi pubis lampiño resopló de aprobación. Los labios vaginales estaban algo abultados y enrojecidos por la excitación. Me ajusté el tanga; apenas era un escueto triángulo de tela atigrado con elásticos en la cintura y entre las nalgas. Volvió a pedirme que me tocara los pezones y lo hice para él. Con una mano me pellizcaba los pezones y con la otra me acariciaba la entrepierna. Entonces bajó la cremallera del pantalón y mirándome a los ojos preguntó “¿Te importa?”. Yo agité la cabeza negando y sólo entonces, sacó un pene de un tamaño que, debido a mi inexperiencia, me pareció descomunal. Era grande y venoso, y tenía la cabezota más roja que el resto. Allí estábamos los dos, masturbándonos sin tocarnos, el uno frente al otro. Mi experiencia sexual se limitaba a unos cuantos magreos con un par de amigos. En alguna ocasión me había dejado tocar el pecho y las bragas, pero nunca en mi vida había estado tan excitada. Escalofríos de placer azotaban mi breve cuerpo haciéndome temblar.

-Acércate- susurró. Cuando lo hice, tiró del tanga hacia abajo y dejando de masturbarse apoyó su glande en mis labios vaginales. Fue el único momento en que alguna parte de él me tocó: la punta de su pene sobre mi vulva. Las piernas le temblaron cuando una furiosa descarga de semen salpicó al impactar contra mi sexo. Yo movía las caderas para contribuir en algo a su placer mientras oía caer algunas gotas al suelo. Siguió eyectando semen contra mis partes hasta que estas quedaron anegadas. El tanga quedó empapado pero él me dijo que no me lo quitase.

Volví a ponerme el “uniforme” y salimos del probador. “Al final no nos llevamos nada” le dijo a la dependienta y nos fuimos de allí. Volvimos a la cafetería y tomamos un helado. Yo notaba su espeso líquido en mis partes, lo cual me excitaba de una manera extraña. Me sentía muy adulta y madura por lo que acababa de pasar. Nos despedimos en el ascensor, pues él tenía el coche en el parking del sótano. Nos dimos un abrazo y un besito en los labios. Ambos juramos que nos lo habíamos pasado genial, tanto dentro como fuera del probador y antes de que se cerraran las puertas del ascensor exclamó “Eres realmente especial”.

Me fui a casa feliz, caminando por las calles llenas de gente con el tanga humedecido por su semen pegado a mi sexo recién rasurado. Algunos hombres me miraban lascivamente. Tuve que compartir el ascensor con un vecino mayor, amigo de mis padres. Me miró extrañado al ver las pintas que llevaba, pero fue tan agradable como siempre. Yo intentaba resultar natural y seguirle la conversación aunque notaba el espeso líquido resbalar por el interior de mis muslos. Afortunadamente llegué a casa un rato antes de que aparecieran mis padres, pues el líquido había llegado hasta los calcetines. Aquella noche me masturbé durante horas con el húmedo tanga en la mano.

Al día siguiente volvimos a chatear, y recordamos nuestro encuentro masturbándonos. Algunos días después ambos confesamos sentir “algo más que amistad” por el otro, pero pronto la fogosidad empezó a decaer, mermada por la distancia y las obligaciones cotidianas. Unos meses después, nuestra relación se había enfriado sensiblemente, sin que ello supusiera ningún trauma para nadie. En realidad él vivía a 6 horas de coche de mi ciudad y me explicaba que lo tenía difícil para volver a verme. Aunque él nunca lo había dicho abiertamente, ni yo se lo había preguntado, desde el principio hizo comentarios que dejaban entrever que tenía una relación seria. Quizá no matrimonio pero sí una pareja estable. Nuestras conversaciones se fueron espaciando cada vez más, y giraron a un tono más amistoso y menos erótico. Al cabo de un tiempo dejamos de conectarnos y perdimos el contacto. Después de varios años lo busqué en Facebook por su nombre y apellidos y lo encontré etiquetado en varias fotos con unas personas que parecían ser su familia: una atractiva mujer con la que hacía muy buena pareja, y un chico y una chica de más o menos mi edad. Parecía feliz, y me alegré por él. Aún le tengo gran aprecio.

Veinte años después, todavía conservo el tanga atigrado.