El principio

Deja que te seque las lágrimas, -me dijo- y pasando su lengua por mi cara, éstas desaparecieron.

EL PRINCIPIO

Él lo estaba esperando, me había dicho que le escribiese un relato una y mil veces.

Yo no le obedecía, se me olvidaba complacerle.

Era lunes, habíamos quedado en vernos ese día después de insistirme varias veces.

Yo era reacia a quedar, sentía pánico.

Tomamos café en una bonita plaza, en el pueblo vecino.

El día era soleado, empezaba a hacer calor.

Yo vestía con una camisa ligera, algo desabotonada a propósito, una falda de seda y unos zapatos de tacón.  Llevaba también unas medias finas, con encaje en el muslo.

Él iba con ropa informal, pero elegante. Cualquier cosa que se pusiera le sentaría bien, - pensaba yo-.

Me miraba con su rostro travieso, alegre, encantador. Yo no dejaba de observarle con el rabillo del ojo, no podía apartar ni por un instante la bella visión que me producía su presencia.

Señor, disculpe por no haberle escrito el relato que me pidió, -le dije-.

Tranquila, tiempo habrá para que expíes tu culpa, porque debes saber que estoy profundamente decepcionado. - me dijo él-

Yo tragué saliva. Odiaba que me castigasen. pero esta vez tenía que reconocer que llevaba razón.

¿Aceptas el castigo que te voy a imponer? -me preguntó-.

Sí, Señor, -acerté a decir-.

-Vamos-, me dijo. y yo le seguí.

Me indicó que subiera a su coche. Era antiguo, pero muy bien cuidado, diría que casi de coleccionista.

¿Has visto historia de O? -me preguntó-.

Sí Señor, respondí.

¡Quítate las bragas!, ¡el sujetador también!. ¡Levántate la falda y siéntate directamente sobre el tapizado!.

A cada orden suya obedecía sin cuestionar nada, sin decir palabra. Sentí el skay caliente y se me erizó el vello de todo el cuerpo.

Salimos de la ciudad. Me entregó una cinta ancha de color negro.

¡Póntela en los ojos, no quiero que veas nada!. Ésta vez su tono fue más suave, yo tenía algo de miedo y sus palabras me tranquilizaron.

Al rato detuvo el vehículo. No dije palabra.

Noté que bajaba de él y que me abría la puerta.

Me cogió del brazo y me condujo hacia la casa...

Hay tres escalones, no tropieces, -me dijo-. los subí con cuidado. Abrió la puerta y entramos.

¡Ya te puedes quitar la venda!, -yo obedecí-.

La casa era muy bonita, amplia y soleada, decorada con un gusto exquisito.

Se oía el sonido de los pájaros, y una tranquilidad inquietante acompañaba nuestra presencia.

-¡Sírveme un whisky con hielo! y arrodíllate a mis pies-. Ahora hablaremos despacio.

¿Desde cuándo se ha visto a una sumisa vestida a los pies de su Amo?. ¿No sabes lo que tienes que hacer?-. Yo me ruboricé. No me gustaba sentirme humillada, y lo estaba siendo.

Él estaba sentado en un cómodo sofá, y yo me sentía incómoda, arrodillada en el suelo, y me estaba pidiendo que me desnudase... no sabía qué hacer... estaba aturdida y avergonzada.

De repente sentí en mi mejilla una ligera bofetada. No me hizo daño, pero volví a la realidad y me puse a llorar.

Acurrucada en el suelo como estaba, Él me levantó, me acarició el pelo, y con su voz embriagadora me dijo:

Victoria, niña, estamos aquí para disfrutar, reír, llorar, y sentir juntos placeres no vividos anteriormente.

Deja que te seque las lágrimas, -me dijo- y pasando su lengua por mi cara, éstas desaparecieron.

No debes temerme, te aprecio demasiado y cuidaré bien de ti. Pero ahora... ¿deseas desnudarte para deleite de tu Señor? -yo le respondí-: será todo un placer mi Amo.

Empezamos a jugar. No sentía temor. Él era mi Amo y yo su sumisa, ahora comprendía al fin que el haberme entregado a Él había sido instintivo, porque algo me decía que los azotes, las bofetadas, las caricias y el éxtasis que sentía a su lado era lo que deseé durante tanto tiempo.

¡Desnúdate!, ¡Túmbate sobre la alfombra!, -me ordenó-.

Yo me fui desnudando lentamente, sensualmente, dejando resbalar por mi piel la ropa que me iba desabrochando. Mis ojos empezaron a reflejar la lascivia que sentía mi cuerpo.

La ropa desparramada en el suelo la recogí despacio, dándole la espalda a mi Señor para que viese al agacharme, lo descarada que era su sumisa al mostrarle todas sus intimidades, sin pudor alguno.

Al terminar de colocar la ropa convenientemente sobre un sillón que había en la estancia, me ofrecí a mi Amo arrodillada, desnuda, con las rodillas abiertas, los brazos estirados sobre la alfombra, y la cabeza entre ellos; para inmediatamente tomar la posición que mi Señor me había indicado.

Me coloqué en el suelo boca arriba, con los brazos extendidos sobre mi cabeza, las piernas dobladas pero abiertas, exponiendo todo mi sexo a la vista de mi Señor.

Él se levantó, abrió un cajón de uno de los muebles del salón, sacó una fusta en cuyo extremo había una lengüeta, y empezó a caminar lentamente alrededor mío.

Yo, desde mi posición le veía sublime, imponente. La fusta la tenía cogida con su mano derecha, y golpeaba discretamente la palma de su mano izquierda, haciendo resonar en el recinto el chasquido del cuero.

Daba vueltas y más vueltas, hasta que perdí la cuenta.

Cuando al fin habló, me dijo: - voy a castigarte, princesa, y no quiero oír de tu boca ninguna súplica, ninguna palabra con la que desees atenuar tu castigo, o de lo contrario seré aún más duro contigo-.

Tragué nuevamente saliva.

Victoria, voy a comenzar… puedes gritar o llorar, nadie te oirá; puedes gritar tan fuerte como te salga de tu garganta, pero ello no hará más que excitarme, tenlo en cuenta; te voy a aplicar el castigo que mereces, y lo que deseo es … sentir tu dolor y tu arrepentimiento.

No cierres las piernas, debes mantenerlas abiertas para que te lo aplique, -concluyó-.

Dicho esto, salió de la estancia.

Yo me quedé desconcertada, no sabía qué pensar, ni qué sentir.

Me pareció que había transcurrido una eternidad cuando lo vi aparecer de nuevo. Traía entre sus manos una jofaina pequeña y una toalla.

Sentí vergüenza, no sabía si su actitud se debía a que consideraba que mi higiene no era la adecuada o albergaba otras intenciones, y aunque escrupulosa como soy en ella, no acertaba a adivinar el motivo de su decisión.

Dejó la jofaina sobre la alfombra, acercó un taburete y se sentó sobre él, justo delante de mi entrepierna.

Sube las caderas, -me ordenó con voz áspera-; y sin decir nada más colocó parte de la toalla bajo mi cuerpo, me humedeció el sexo con el agua caliente, sacó una pastilla de jabón sin estrenar de su bolsillo, abrió lentamente el envoltorio de la pastilla, me enjabonó bien, y volvió a meter la mano en su bolsillo para sacar una maquinilla de rasurar desechable.

Me quedé atónita, pero no dije absolutamente nada. Él retiró el protector de la cuchilla y empezó a afeitarme el pubis.

Cuando consideró que estaba a su gusto mojó una esquina de la toalla, retiró el jabón sobrante y me indicó que levantase de nuevo las caderas para dar por concluido el trabajo.

Se levantó, apartó el taburete, y cogiendo todos los utensilios utilizados salió nuevamente de la habitación.

No sé el tiempo que tardó en regresar, pero durante su ausencia noté que se me helaban hasta las ideas, al sentir despoblado mi monte de Venus y mi honestidad en entredicho.

Yo seguía en la misma posición que me había sido ordenada desde un principio, empezaba a sentir cansadas las piernas, pero no me atrevía a cambiar de postura por temor a una reprimenda y a sus posibles consecuencias.

Al fin regresó, ansiaba su presencia aunque temía su castigo, pero sentirme cerca de él provocaba en mí reacciones desconocidas hasta ese momento, sensaciones placenteras que llenaban de ponzoña mi interior.

De pie, con aire majestuoso me espetó: -nunca más tendrás vello en tu pubis, te lo depilarás cuando sea conveniente para tenerlo siempre listo e impecable para tu Amo, ¿entendido?-

A mí se me escapó una lágrima, pero pude alcanzar a sacudir la cabeza indicando asentimiento.

Él me volvió a preguntar: ¿entendido?, quiero que me respondas, -me dijo-. Y yo, acertando a articular las palabras le contesté:-sí mi Señor-.

Ahora sí que me sentía atemorizada, miedo y excitación se unían para desbaratar mis defensas emocionales.

Él dio dos vueltas más alrededor de su sumisa. Yo temblaba, y no era a causa del frío.

Sentí cómo con su fusta acariciaba mi cuerpo, la pasaba por los pechos, los brazos, las piernas o el sexo sin decoro ninguno.

Esa sensación de no saber lo que iba a hacerme segundos después me excitaba sobremanera.

De repente un fustazo sobre mi monte me sacó de mi ensoñación. Dolía, y eso era real. Un segundo fustazo me indicó que ése era sólo el comienzo del castigo.

El tercero vino sobre mis labios vaginales a despertar la sensibilidad que había dejado el rasurado.

Mis piernas se cerraban espontáneamente al sentir la fusta sobre mi entrepierna, pero automáticamente las volvía a abrir, no sin cierta timidez.

Al tercero le sucedieron siete más, a cual más doloroso. Yo no podía aguantar mis quejidos y gritaba cada vez que me azotaba.

Abrí los ojos al notar que él se detenía y pude contemplar su rostro radiante y satisfecho, mientras se deslizaban por ellos un manantial de lágrimas.

Muy bien mi niña,-me dijo-, pero no vayas a creer que el castigo ha terminado, acaba justo de empezar.

¡Ponte a cuatro patas con las rodillas bien separadas!, -me dijo voceando-.

Obedecí de inmediato, agradeciendo casi el cambiar de postura debido al entumecimiento de las piernas, aunque sabía que iba a continuar sufriendo en ésta nueva.

Te voy a dar cincuenta azotes, y quiero que los cuentes uno a uno, esclava, ¿entendido? –me dijo-

La palabra “esclava” resonó dentro de mí de forma trascendental.

No habíamos llegado a ningún acuerdo, no teníamos palabra de seguridad, no me sujetaba ninguna cadena ni cuerda, pero no deseaba moverme ni un ápice de la postura en la que estaba, debido a mi deseo de acatar las órdenes de mi Señor.

Sí mi Señor, -respondí-.

Sentí su palmada, fuerte y decidida al caer sobre mi nalga, y conté… -“uno”. Escocía… picaba… sentía arder mi piel bajo su mano.

“dos”, “tres”, “cuatro”, “cinco”… “diez”

Se detuvo para acariciarme, ahora su mano era suave, delicada, y calmaba el ardor que sentía.

Lentamente introdujo sus dedos entre mis pliegues, jugueteó con la zona recientemente afeitada, caliente y suave, constatando la lubricidad que tenía escondida y que dejó al descubierto dejándola fluir con timidez.

Una nueva tanda comenzó, seguí contando… la cadencia de los azotes era constante, y mi voz la acompañaba, incorporando algún quejido de dolor inevitable para mí.

Nuevamente sus dedos se movieron a voluntad de su dueño, hurgando y buscando mi punto más vulnerable.

Los lamentos de dolor dieron paso a gemidos de hembra caliente, y el flujo que salía de mi entrepierna lo sentía descender más y más buscando mis rodillas.

Otra vez dolor… otra vez placer… y así sucesivamente hasta que alcanzó la última fase, en la cual, cambió a propósito el ritmo de su dinámica logrando que me confundiese y perdiese la cuenta.

Sin dejar de acariciarme los labios vaginales, me dijo: -¿sabes lo que sucede cuando una esclava se equivoca contando?, yo le respondí: -no Señor-. Pues lo vas a comprobar, -dijo-.

Túmbate de nuevo en el suelo, -gritó-. Yo le obedecí, al igual que a su indicación de subir las piernas y sujetarlas por detrás de las rodillas con ambas manos.

Cuando una esclava se equivoca contando, ofende a su Amo, demostrando ser estúpida, y éste la debe reprender para que no vuelva a suceder y sea más aplicada la próxima vez, bien repitiendo el castigo o bien infligiéndole uno diferente, como mejor le convenga, ¿entendido?.

Sí mi Señor, -contesté-.

Entonces, tonta esclava, ve contando nuevamente y sin equivocaciones, o harás que me ponga verdaderamente furioso.

Yo había entendido su juego, hiciese lo que hiciese, si él tenía deseos de castigarme, lo haría sin más, aunque no fuese culpable de nada, simplemente por el placer de hacerlo.

Junta los pies y no los separes, mantén esa postura sin moverte, -me dijo-.

Empezó acariciándome las plantas de los pies con una vara fina de bambú cuya presencia no había advertido previamente.

Cuenta, -dijo-, y yo fui contando los golpes que recibía tanto en los pies, en las pantorrillas, en los muslos, o en las nalgas.

No eran precisamente caricias lo que me estaba administrando, la sensación era muy dolorosa, y no podía evitar gritar cuando me azotaba, sentía como si me desgarrase la piel.

Cuando llegó a los cincuenta desplomé las piernas sobre la alfombra, rodé sobre mi propio cuerpo y poniéndome boca abajo me puse a llorar convulsamente.

Tardó un rato en acariciarme la cabeza, lo hizo cuando advirtió que mi llanto era pausado, y mi cuerpo adoptaba una postura fetal.

Ya hemos terminado niña, relájate, -me dijo-.

Has sido valiente al no protestar ni abandonar. –siguió- , eres una buena sumisa, tienes alma de esclava, y si me lo permites, y aunque vaya en contra de las normas, tengo que decirte que si me aceptas, deseo ser tu Amo, tu Señor, y quien te cuide de hoy en adelante.

Piénsalo, porque si no lo deseas, no tendré otra sumisa, no quiero a nadie más que a ti, nadie podrá ocupar ya tu lugar, princesa mía.

Me di la vuelta, y llorando me abracé a su cuello y le besé, beso que fue correspondido tiernamente.

Señor, estoy arrepentida de haberte desobedecido, no lo haré más, -le dije entre sollozos-.

Me desobedecerás muchísimas veces más... pequeña mía, -dijo sonriendo- , y reímos los dos…

Victoria, ésta va a ser nuestra casa, nuestro refugio-. Eres mía.

De hoy en adelante empezaremos a jugar en serio... -dijo sonriendo de forma traviesa -...

maddy