El príncipe infeliz

El príncipe de un país lejano sufre de una extraña dolencia, de una tristeza que le hace pasarse los días mirando por la venta. ¿Qué tendrá? No se lo pierdan.

Menuda mañana, fresca como pensada para unos niños en la playa. ¡Qué alegría, qué zambullida! Siempre le había producido esa impresión cuando, con el leve chirrido de las bisagras, que podía oír aún ahora, abría las cristaleras y se sumergía en el aire del campo.

VIRGINIA WOOLF,

Ms. Dalloway

Situado en un sitio que estaba muy lejos de cualquier parte, aposentado en una vasta depresión de tierra, había un próspero reino del que todos los habitantes de la Tierra querían formar parte, tal era la fama de su abundancia y, como no podía ser de otra forma, de su felicidad. A diario llegaban gentes de todas partes para suplicarle al mármol de la muralla que se abriera, mas una voz malhumorada, inamovible, tosca, que parecía salir de la misma piedra, siempre gritaba: “¡No pasarás!”. Qué egoístas deben de parecer los habitantes de este fantástico reino, que no querían compartir su dicha con nadie, ¿no es así? Otrora, el rey en persona había abierto de par en par los pórticos, el rey en persona permitió y fomentó el trato con forasteros, el rey en persona castigaba severamente a todo el que mostraba muestras de intolerancia con ellos, el rey en persona, ¡fíjense!, el rey en persona, y aun así, un grupo de bandidos penetró en el palacio a llevarse el precioso tesoro del rey en persona. Nunca nadie, por cierto, supo de la naturaleza exacta del tesoro, pues, cuando era preguntado, el rey tan sólo respondía que había perdido su felicidad, y que esa la prueba irrefutable de que le habían robado. Es por eso que profanó el aire abierto que circundaba su reino con una muralla del más frío mármol y prohibió la entrada a todo aquel que adentrarse en él, so pena de muerte. Tanto era su enojo y su rencor, que ni siquiera se inmutó cuando mandaron a los niños, un enorme ejército de niños, solos, andrajosos, hambrientos, que pedían asilo porque sus padres les habían prohibido volver de no ser que consiguieran que las puertas se abrieran; sino que muy al contrario, gritó que esos padres no tenían corazón, y si lo tuvieran, sólo cabría en sus negras cavidades la avaricia y la arrogancia que sólo puede dar la fe. Los niños se aposentaron en los alrededores del reino y, según se cuenta, se murieron con las manos extendidas en dirección al palacio; pero el rey, impertérrito, volvía a exclamar: «¡Avaricia, avaricia sin más!».

Como era de esperar, nadie podía entrar, pero tampoco salir. El joven príncipe, que nació cuando ya estaban cerradas sobre él las fauces de la muralla, jamás había pisado un suelo al que no llegara el cetro de su padre. Había cumplido recientemente dieciséis años, y era de una belleza como pocas criaturas han alcanzado a lo largo de la historia: un cabello brilloso perdido en los bucles que le caían delicadamente por la frente, un unos hermosos ojos azules como dos estanques en calma; un rostro fino, albo, con la suavidad del terciopelo; unos labios marcados, carnosos y de un rojo pálido; una cintura delicada y fina que contrastaba con dos brazos poderosos, entrenados para la guerra. Todas las criadas de palacio cuchicheaban sobre lo mucho que desearían besarlo mientras la luz de la luna le bañaba el rostro, pero claro, les estaba prohibidísimo dirigirle la palabra desde hacía un par de meses.

Fue más o menos hacía un par de meses cuando se volvió melancólico, taciturno y distraído. Se pasaba los días mirando por el ventanal de sus aposentos y suspirando; se hicieron investigaciones al respecto, para ver si algo de aquella vista le provocaba esos humores; sin embargo, se encontraron con el cielo azul y nada más. Luego pasaron a revisar su fisonomía mientras miraba, ante lo que él no se inmutó de forma alguna perceptible, pero las conclusiones siguieron siendo vagas, casi poéticas, de modo que optaron por el último recurso cuando se piensa que a alguien le ocurre algo, preguntarle directamente. El príncipe, sin cambiar apenas su expresión, comentó: «Hay algo fuera que me llama, una voz que se refleja en mi garganta como mía propia, y que me habla y que me dice». Ante la pregunta de qué le decía, sin embargo, no supo contestar, más bien balbuceó algo sobre que hay cosas que no se expresan por medio de palabras y que, como las había recibido de ese modo, ningún otro modo podía comunicarlas. El padre gritó, cuando le informaron de sus palabras, «¡el peor de los males! ¡Es poeta!». Pero jamás se encontró ni un solo verso entre sus pertenencias.

La historia que aquí narraremos comienza con un suspiro. Uno de los tantos que exhalaba el príncipe mirando por la ventana, y que él sintió como espejado en un eco, de modo que salió de la habitación. Elevó la mano como si se estuviera despidiendo de alguien y fue al patio de entrenamiento. Allí le esperaba Absentis, su entrenador y compañero de armas, además de confidente y muchas cosas más. Nada más entrar, todos se inclinaron y el príncipe los ignoró con una indolencia que en otro habría resultado ofensiva, pero que en él era de algún modo adorable. No tuvo que hablar. Sus fríos ojos azules se clavaron en Absentis y él ordenó a todos que emprendieran la retirada y no volvieron salvo cuando se lo indicara. En un abrir y cerrar de ojos, sus dos cuerpos tenían todo el aire para ellos, y decidieron extenderse y ensancharse por toda la sala, saboreando en ese acto la mera provocación y sabiéndose mirados.

Absentis era un hombre corpulento, musculado. Levantó al príncipe con la delicadeza de quien manipula algo preciado y lo colocó en la paja mientras su torso se despojaba violentamente de la armadura, como el prisionero que deja atrás las esposas, y a continuación besaba los labios del príncipe. El cuello de Absentis se irguió con la fuerza y la dureza de la espada, y el príncipe deslizó los dedos por su barba con un gesto distraído. Conforme la cabeza del príncipe iba bajando, la respiración de Absentis se agitaba más y más, pero aun así no permitió que alcanzara el final del recorrido y lo alzó entre sus brazos para besarlo con un cariño que era más de lo que el príncipe acaso sospechaba. En el abrazo y el beso, ambos buscaban el calor del cuerpo ajeno, aunque uno buscaba más el cuerpo y otro buscaba más el calor. El príncipe se impacientó cuando la situación duró demasiado, así que, aun en volandas, extendió el brazo para acariciar aquello que se le había resistido, que le acogió con entusiasmo y despertó. Había sabido usar muy bien sus recursos, de modo que Absentis tuvo que rendirse ante él y soltarle; al instante, los pantalones de la armadura estaban entre la paja y la boca del príncipe estaba llena de él.

En el vaivén no había contacto visual entre ellos, pero el guerrero jugaba con los cabellos del príncipe y lo acariciaba con una ternura que a veces lo enojaba, claro que nunca se lo habría dicho, porque eso era cruel, y si algo había aprendido de sus labores reales, es que nunca hay que ser cruel sin motivo. Sin embargo, habría deseado que le tirara del pelo o que le empujara la cabeza con fuerza, para ver si así de una vez conseguía hundirse en alguna parte que no fuera donde estaba; las caricias, por el contrario, eran un triste recordatorio de lo que le estaba vedado. Por eso se centraba en el sabor, el sabor de lo prohibido que bailaba en su boca y se hinchaba haciéndose más prohibido. Pero ni eso duró mucho. Ningún placer le duraba más de lo que le duraba un suspiro. Al poco tiempo de estar chupando, le comenzó a aburrir el tedio, de modo que agregó sus manos para acabar rápido. Absentis, desgraciadamente, se vio a punto de desbordarse y anhelaba tanto juntar su carne con la del príncipe, que no lo permitió. Esta vez apartó al príncipe de un empujón, cosa que sí le gustó, y se colocó encima de él.

—¿Puedo metérosla?

Eso no le gustó. No le gustó que le hiciera la pregunta.

—Haz lo que quieras.

Las acciones siguientes fueron consecutivas, pero el príncipe las vivió con una extraña simultaneidad. Sintió como una picadura cuyo fuego se le subía hasta la garganta, y un escalofrío que no era de miedo o era casi de miedo que le hizo aferrarse a los brazos de Absentis, y gimió. Y después sintió mil puñaladas amables que le dieron ganas de llorar, pero recordó que no podía llorar. Y se le pasó. Se le pasó todo. Y se tumbó y giró la cabeza, sin mirar a la persona que lo amaba y que no reclamó su atención porque estaba acostumbrado a este trato. Y se quedó mirando hacia la nada con la cabeza en otra parte, con la cabeza en la ventana y en ese azul que para él era un abismo más que un cielo. Y se olvidó de lo que estaban haciendo e incluso de quiénes eran ellos, pero sí que pensó que si pudiera sentir, se hubiera echado a llorar como un niño en los brazos de Absentis y que le habría pedido que lo perdonase, que de verdad lamentaba mucho no amarle como él lo amaba, pero que él no amaba y nadie porque no podía, porque algo dentro de él estaba mal y estaba muerto. Y alguien emitió un gemido, único, breve, y dolorido, y durante un instante se preguntó si no había sido él mismo. Y siguió mirando a la nada sabiendo lo mala persona que era y lo desdichado. Y después Absentis le preguntó dónde quería que se corriera.

Volvió a la realidad.

—En la paja —respondió inesperadamente severo.

En otras circunstancias, el guerrero se habría sentido mal, pero tan al borde de la excitación, decir eso y culminar fue casi uno. La paja quedó, entonces, marcada con la prueba del delito. El príncipe se vistió rápidamente —ni siquiera recordaba cuándo se había desnudado— y, tras una mirada de sus siempre expresivos ojos a Absentis, salió. De cómo se sintió el otro tras su marcha o de lo que hizo, nunca supo nada. En cierto modo tampoco le importaba. La culpabilidad de antes respondía a un momento de epifanía, de revelación lírica, ahora ya había vuelto a su apatía habitual. Quería regresar a sus aposentos para hacer lo de siempre. «Necios», se dijo mientras avanzaba por el palacio, «se creen que es el firmamento lo que me espanta. Quieren ver las cosas y sólo ven su reflejo».

Un criado le llamó la atención para advertirle de que el almuerzo ya estaba listo, de modo que aprovechó para preguntarle: «¿Padre comerá hoy con nosotros?». La respuesta era que no, y es que el rey estaba muy ocupado supervisando las fuentes naturales que abastecían el reino. Era de suma importancia, puesto que no tenían ningún tipo de comercio con el exterior; si alguna vez les faltaba algo, tendrían que volver a recurrir a los demás, y eso era algo inaceptable. «Fuera…», se dijo el príncipe, «qué hipócrita por su parte. Los muros de palacio se abren siempre al arbitrio de un rey, pero también su arbitrio guía nuestros pasos, como sus reos». Atravesó varios tramos de escalera sin darse cuenta y, de repente, llegó al comedor. Allí le estaban esperando ya. Suspiró. Preguntó cuáles eran sus cubiertos y se sentó. Al parecer, la reina tampoco les acompañaría. «Sin el arbitrio de él, no se anima a hacer nada», murmuró el príncipe por lo bajo.

Durante la comida, que degustó con prisa pero sin ansiedad, se esforzó mucho en concentrarse en algo, y así, estuvo analizando distraídamente a los sirvientes. Todos eran bellísimos, con sus cabellos de forma perfecta, sus ojitos brillantes, sus dientes como tesoros del mar… ¿Por qué debía ser así? ¿Y acaso era así en todo el reino? ¿Estaba ligada la felicidad a la belleza? El salón, por ejemplo, estaba forrado de un papel de pared con el rojo más intenso que se pueda imaginar; la mesa estaba repleta de bagatelas: candelabros con velas perfumadas, cubiertos de oro macizo que no había necesidad —¡con tres bastaba, cuchara, cuchillo y tenedor!— de usar, una vajilla de porcelana china; las vidrieras de las ventas que representaban el milagro de los panes y los peces de nuestro Señor Jesucristo; un cuadro sobre al puerta, regio en todos los sentidos de la palabra, con el retrato del rey, sólo del rey; las alfombras persas; las dos sillas que más que sillas parecían tronos; los tapetes; los pañuelos de seda como servilletas… Era demasiado. ¡Todo era demasiado! ¿Y para qué? ¿Para qué si, por mucho que lo intentara, el recordatorio constante de su infelicidad estaba ahí delante, siempre delante de él? No, la belleza no da la felicidad. Aquellas cosas, por mucho que estuvieran juntas y formaran un todo superior a la suma de sus partes, no le satisfacían. Seguía sin sentir nada. La belleza sólo servía para aumentar para aumentar la vanidad, que no es otra cosa que falsa felicidad. Y ésa es, acaso, la mayor prueba de que en realidad eran infelices en palacio, porque el que es feliz no necesita confeccionarse una felicidad falsa. Es más, perseguir tan desesperadamente la felicidad conduce, por muy paradójico que resulte, a la infelicidad. ¿O acaso es que hay varios tipos de felicidad y sí tenían unas y otras no? No lo sabía. Había terminado de saber y no lo sabía. Estaba tan abrumado por su reflexión, que salió de la sala sin decir ni adiós.

Una extraña ira sorda le había invadido, aunque la llevaba por dentro, pues cualquiera que lo hubiera visto pasar camino a la biblioteca, lo habría tenido por el de siempre. ¡Y aun así le ardía tanto! ¡¿Cómo expresar lo inexpresable?! ¿Cómo pueden las palabras, que son algo tan prosaico, dar cuenta del espíritu?, pensaba. Quizás necesitaba más vocabulario, más sabiduría. De repente, se calmó. Ya se ha dicho que nada le duraba. Pero la idea permaneció: se dirigía a la biblioteca a buscar libros que le ayudaran a comunicarse con el fondo mismo de su alma. Había oído hablar a sabios de la introspección de la literatura. Nunca había leído por decisión propia en su vida, pero podía ser la respuesta. Sin embargo, se detuvo en la puerta de la biblioteca. También se desvaneció esta voluntad. ¿Qué más daba que pudiera comunicarlo? Aunque lo lograra, sería sólo parcialmente, pues para entenderlo del todo la otra persona tenía que ser él. Miró los anaqueles donde los libros pintaban un cuadro colorista, como incitándolo a entrar, como llamándolo, como queriendo darle la salvación que anhelaba. Yo no tengo salvación, se dijo. Soy como el pájaro enjaulado, pero sin el consuelo del canto. ¡Nosotros podemos darte el canto!, gritaron los libros. ¡Más llantos no!, exclamó el príncipe a su marcha. ¡La ventana, la ventana!

Estuvo apostado en ella hasta el anochecer, como un vigía de sus propios sentimientos. Sólo los comprendía del todo cuando observaba lo enmarcado por su ventana. Sentía calma, sentía que no existía nada más. Se perdía en el sueño de las personas y de las nubes, y ése era su consuelo. Si no podía ser feliz, al menos no estaría triste, ¿no es eso una decisión inteligente? No sentir nada como alternativa al dolor. Mientras esas vagas reflexiones poblaban su mente, el resto del día fue pasando y la oscuridad se coló poco a poco en su aposento, pero el príncipe tenía el amparo de la luna, que le iluminaba para ver que pudiera ver. Estaba tan en paz, se sentía tan a salvo en esa luz dentro de la oscuridad, tan plácido… Hasta que la puerta se abrió a su espalda y un una vela trajo una luz no deseada.

—Tenemos que hablar. Tu crueldad de hoy es una espina que jamás podré extraer de mi alma. Me paso las mañanas a tu lado, apoyándote en tus extravagancias, esperando pacientemente a que tu alma encuentre reposo o consuelo, pero hay un límite en lo que un corazón puede aguantar. Y hoy… en el campo de entrenamiento, en los establos… ¡Te vi y tú me viste! Y no viniste tras de mí ni te justificaste. Y luego, en la comida, ignoraste mi llanto, distrayéndote con Dios sabe qué. ¡Y luego saliste sin despedirte! ¡¿Qué es eso que te hace tan infeliz! ¡Soy yo, ¿verdad?! ¡Ya lo he descubierto! ¡Tu pena no nace de la maldición del cielo, ni de la contemplación de la felicidad de las gentes, ni siquiera nace de la falta de amor o de la falta de un significado! ¡Tu pena nace de mí! ¡Estás así desde que nos casamos hace dos meses! ¡Tu pena nace de tenerme a mí como esposa! —dijo la princesa, llorando.

FIN