El Príncipe
Golosamente acercó la mano a su boca y, ante la mirada escandalizada del príncipe, sorbió todo el esperma. El sonido de la fuerte succión fue ahogado por la música del salón..., pero
EL PRÍNCIPE
El heredero del trono se aburría soberanamente, pero procuraba disimularlo. El Gran Salón de Ceremonias estaba repleto. Era el día de Gracias al Señor. El príncipe estaba rodeado de aduladores y su insustancial palabrerío. En el otro extremo del enorme salón, su mujer, la princesa, parecía sufrir lo mismo. Sus miradas se cruzaron fugazmente. Más tarde se entenderían mejor retozando a solas en el lecho.
Con la excusa del lavabo el príncipe pidió disculpas y se alejó del grupo.
Entonces los vio. Venían en su dirección. Al hombre ya lo conocía. Era el general R.J, comandante en jefe del Estado Mayor. Vestía su uniforme de gala repleto de pesadas condecoraciones. El hombre se esforzaba en caminar erguido. Unos días atrás el anciano general había contraído nuevas nupcias. En la corte todo se sabía.
Lo que lo dejó boquiabierto no era la figura del general, sino la esplendida pantera negra que lo acompañaba. Una espectacular mujer, posiblemente la más hermosa de este mundo... y del Universo. Era alta, altísima sobre sus finos tacones de aguja. Sobrepasaba con creces la altura del general. No lo tomaba del brazo sino que le pasaba el suyo por los hombros. Era evidente que lo conducía. Caminaba pausadamente, con la postura de quién ostenta poder. El príncipe nunca la había visto antes. No era una mujer para olvidarla. Se acercaban. La observó rápidamente.
Lucía un costoso y ajustado vestido ceñido al cuerpo. La tela reverberaba con la luz del salón y destacaba la sensualidad de su andar. Sin duda una prenda única, obra de un excelso modisto. Llevaba guantes de seda negra hasta más allá del codo. Un tajo en la tela, hábilmente diseñado, le permitía mostrar en cada paso la sensual elegancia de las sandalias stiletto y las finas líneas de sus piernas. Estaba muy cerca. El príncipe se sorprendió al ver que no llevaba maquillaje ni pintalabios ni adornos de ninguna clase. Ni falta que hacían. Era la mujer más bella que había visto jamás. Tan solo una gargantilla de plata rodeaba su cuello. Donde ella estuviere, su sola presencia bastaba para perturbar todo el entorno.
El general se dirigió directamente a él.
— Buenas noches, príncipe, permítame presentarle a mi esposa.
Mientras tanto, ella se quitaba el guante de la mano derecha. Con el flácido guante en la otra mano volvió a pasar el brazo por sobre los hombros del general y se arrimó a él.
El principie pudo deleitarse brevemente con un cutis de porcelana, blanco y aterciopelado. Unos labios rosados, perfectos, turgentes y carnosos. Parecían dibujados. Estaban entreabiertos, pero no sonreían. Parecían dispuestos a engullir un bocado. Una afilada dentadura aguardaba ansiosa en el interior. La mano derecha quedó a la vista, piel blanca, dedos finos, sensuales y sin anillos. Las uñas eran largas, sin pintar y recortadas en punta. Al verlas, el príncipe sintió que una brisa helada lo recorría por dentro. La irresistible mujer no dejaba de mirarlo mientras movía su dedos, como ejercitándose para alguna cosa... Los ojos negros brillaban incandescentes. Peligrosas radiaciones desde el más allá. No era mucho más alta que él, pero el príncipe la miraban desde un nivel inferior. ¿Sería la altura o el poder demoníaco que emanaba...?
El príncipe extendió su mano para estrechar la del general. Estaba ansioso por hacer lo mismo con ella.
Mientras el general le retenía su mano, la de la mujer se deslizó velozmente hasta su entrepierna. Rápida como un águila rapaz, corrió la cremallera y se metió dentro. El príncipe sintió las afiladas uñas y la calidez de esos dedos hurgueteando en su interior. La mano envolvió el miembro viril apropiándoselo de inmediato. Todo sucedió en un segundo. El príncipe no se sorprendió. De semejante mujer cabía esperar una actitud avasallante... No obstante, su parálisis era total. Una oleada de sumisión le invadió repentinamente. Ansiaba que ella se hiciera dueña de él, sea como sea. La mujer lo miraba sin pudor ni vergüenza. Los labios entreabiertos dejaban ver la iridiscente blancura de los dientes. Su expresión era de poder absoluto; el que solo espera una obediencia total. El príncipe sintió que las fuerzas le abandonaban y se sometió a la deslumbrante mujer. No podía hacer nada más que eso. En menos de un segundo, había dejado de ser su Alteza Real. Ahora era un sumiso macho humano. Un zángano de tantos.
— Encantada de conocerle —dijo ella— mientras comenzaba a sobarle el miembro. Hablaba lentamente con voz ronca y sensual, como jadeando. Sus ojos no se apartaban de los
suyos. Ella no sonreía, devoraba. Estrujaba al príncipe con la mano y el poder de su mirada. La mujer se entregaba a un placer inaccesible para el hombre. Utilizaba al príncipe. Su cuerpo se estremecía como si experimentara violentos orgasmos. Las afiladas uñas presionaban el pene. Sobaba con determinación. Una experta en el manoseo. El brazo estaba inmóvil, pero la mano se movía sin dejar espacios en blanco, acariciaba, sobaba y... pinchaba en el prepucio. El príncipe perdía su voluntad. La mano se movía con soltura. Los movimientos eran casi imperceptibles..., pero eficaces. Ella percibió la hinchazón previa al desenlace. Oprimió el pene con fuerza, lo sacó afuera de un tirón y continuó sobándolo muy lentamente.
El general, a todo esto, retenía la mano del príncipe y ladeándose ligeramente, le puso su mano izquierda en el hombro. Formaban así un reducto privado a salvo de la curiosidad de los invitados. Su Alteza Real era el blanco preferido de las miradas. Ahora estaba aislado. El general, dominado y sumiso, observaba hipnotizado como su mujer, legítima esposa del comandante en jefe del Estado Mayor, ordeñaba a su Alteza Real delante de toda la corte.
El príncipe jamás había visto en un hombre esa mirada obsecuente, servil, rastrera. El general y todas sus medallas, no eran más que un fantoche en poder de la fascinante mujer. Menos mal que el país no estaba en guerra con ella..., pensó el príncipe, con su último resto de lucidez.
No hubo tiempo para nada más. El pene, extraído de su cueva, estaba en poder de la señora. Perdido todo control, el príncipe eyaculó en su mano. Imposible evitarlo. El general, despreciable cómplice, le apretó el brazo para controlar la convulsión de su Alteza real. La triunfante mujer, de solo sentir la tibieza del fluido, acarició el miembro recolectando hasta la última gota. Esta vez, sus labios esbozaron una sonrisa..., que duró poco.
Ella se estremecía de placer. El príncipe supo que lo había usado. No experimentó lo mismo que con la princesa. La extracción de sus jugos vitales no fue hecha para que él gozara. La cantidad extraída no era poca. El príncipe fue vaciado por completo. Ella cerró el puño y recogió la leche en su interior.
Golosamente acercó la mano a su boca y, ante la mirada escandalizada del príncipe, sorbió todo el esperma. El sonido de la fuerte succión fue ahogado por la música del salón..., pero
llegó a sus oídos. Ella abrió la mano y lamió el resto sin dejar de mirarlo. La terrible lengua retozaba barriendo los restos del esperma real. El hombre estaba vacío y vencido. Ella no sonreía ahora. El príncipe sintió en su propia carne quien devoraba y quien era devorado.
— Su Alteza Real sabe delicioso— dijo entreabriendo la boca para que él viera el esperma en su interior. Una blanca mucosidad rodeaba los dientes. La larga lengua iba de lado a lado recogiendo la cosecha y empujándola al fondo. Ella se relamió los labios. Tuvo otro estremecimiento mientras tragaba todo.
El general desprendió entonces la mano del príncipe. Solícitamente y en silencio, tomó el miembro flácido y lo introdujo en su lugar habitual. Cerró la cremallera. La mujer volvió a calzar el guante negro. Antes de alejarse se volvió y ávidamente le dijo.
— Ven cuando tengas otra ración.
El príncipe, exhausto, dirigió la vista a donde estaba su esposa. Conversaba animadamente. Parecía no haber advertido el vaciamiento. Los invitados continuaban en sus conversaciones. Algunos miraban en su dirección.
Parecía que nada inusual había sucedido, pero un nuevo universo explotó en el interior del príncipe. Los miró alejarse. Ella conducía al general del hombro como si estuviera cabalgándolo.
Sintió que alguien le tocaba el brazo.
— Le ha pedido otra ración. Debe usted sentirse orgulloso, Alteza. Ella jamás repite un hombre. ¿Vio como se retorcía de placer...? ¿Vio sus estremecimientos...? Es irresistible ¿verdad príncipe...? Esa mujer es un auténtico demonio. He visto como exprimía a su Alteza.
Quien le hablaba era el jefe de inteligencia del reino. El príncipe se sintió descubierto y enrojeció avergonzado. El funcionario continuó.
— No se preocupe Alteza, esto queda entre nosotros. No es culpa suya. Ningún hombre puede resistirse. En realidad, no he visto todo porque el general se interponía. Sabía lo que estaba haciendo porque yo he estado allí en otras ocasiones. Ella fue mi esposa. Me engatusó a mí también. Es una diabólica trepadora. Cuídese Alteza. Terminará desplazando a la princesa y se erguirá como reina absoluta de este país con el rey lamiendo sus tacones.
Amén ..., se dijo el príncipe en su interior, pero inquirió más detalles.
— ¿Cómo es eso...?
— Me da vergüenza decirlo. Cuando éramos matrimonio ella bebía mis jugos y adquiría poder sobre mí. Me ordeñaba todos los días..., hasta que fui un verdadero pelele. La acompañaba en sus cacerías y hacía lo mismo que hizo ahora el general— tomó aire y continuó..
—Usted, príncipe, ha sido una víctima más de esta hija del demonio. Ella exprimía a quien yo le presentaba tal cual hizo con su Alteza. El jugo fresco del hombre le proporciona el placer y la eterna juventud que necesita. Es más bella cada día y parece no envejecer nunca. Satanás la protege. No puede ser de otra manera.
— Explíquese...
— Asisto a todas las fiestas del gobierno porque no consigo olvidarla. Me sigue dominando. No tiene ningún empacho en hacer lo que le da la gana delante de mí, aún sabiendo mi posición como jefe de seguridad del gobierno. Podría denunciarla..., pero no lo hago ni lo haré jamás.
— Siga..., siga...
— Estoy convencido que tiene un pacto con el diablo. Debe ser su padre. El poder de su cuerpo es inmenso. No se anda con vueltas. Cuando encuentra un buen semental —los olfatea de lejos— no pierde tiempo para quitarles la leche sin importarle nada del marido, quienquiera que sea. Ella los elige y el marido debe obedecerla. Hacer la presentación, ocultarla y alejar a una eventual y molesta esposa. Luego lo hace con tal rapidez y agresividad que la víctima eyacula antes de saber lo que está sucediendo. El hombre queda vacío y, avergonzado de haber sido avasallado, borra el episodio de su memoria como si nunca hubiera sucedido. El esposo es sólo un sirviente. A mí me dejó como un trapo viejo para casarse con el general. Ya lo tenía engatusado. Él venía a mi casa. Estaba casado y yo también, pero ella se lo montaba en presencia de su esposa y la mía. Las mujeres nos abandonaron y pidieron el divorcio. Ahora, que ambos estamos devorados, somos buenos amigos.
El príncipe escuchaba en silencio. Su pene recién estrujado comenzó a erguirse de nuevo
— ¡Mírela príncipe...! ¡Mírela con disimulo...! ¡Vea lo que está por hacer! ¡Va a ordeñar al
Ministro del Interior...! La esposa del ministro estaba en el grupo, pero el esclavo del general ya la apartó e hizo de telón. ¡Observe como lo hace! ¡No podemos hacer nada para evitarlo!
El príncipe miró. La mujer estaba frente al ministro y lo miraba desde arriba. El brazo no se movía pero el príncipe sabía lo que estaba haciendo. Su miembro se puso duro como un garrote. La esposa del ministro, ajena a todo, conversaba con los invitados a escasos centímetros. La satánica mujer retiró la mano. El puño estaba cerrado. Lo llevó a sus labios. Sorbió el jugo del interior. Lo hacía con deleite. Seguidamente lamió la palma de la mano. Al príncipe le pareció oír el ruido de la succión.
— Aún siento lo mismo que usted, Alteza — continuó el despechado jefe de inteligencia— Esta mujer bebe el semen de los hombres para tenerlos de rodillas y a sus pies. Pero, la verdad, alteza, que es una dicha estar a sus pies. Son hermosos. Invitan a lamerlos y agasajarlos. Viví a su lado dos años. Aunque le parezca inverosímil, en su presencia yo estaba siempre de rodillas.
Besaba el suelo que pisaba y estaba dispuesto a servirla en lo que pidiera. Pero me ignoraba. Jamás hicimos el amor. Ella se satisfacía conmigo y luego abría el armario donde guardaba sus zapatos de tacón y se sentaba a mirar cómo me revolcaba entre ellos. Eso sí, la leche debía dársela en sus manos. Los hombres solo le interesan para chupar sus jugos. Es una vampira blanca.
El jefe de seguridad miró a su alrededor
— Alteza, debe saber algo más. Ella nos desprecia. Le gusta sustituirnos por los juguetes eróticos. Lleva puesto un vibrador con mando remoto. Tiene acoplada una almohadilla que se adhiere al clítoris y un pene con temperatura y tersura de piel humana. ¿Sabe quién tiene el mando? El servil marido. Yo fui uno, alteza. Cuando ella exprime a un hombre, el miserable del general maneja el juguete. Parece muy experto en eso. Debe hacerlo mejor que yo. Ella tiene un montón de orgasmos mientras ordeña a los hombres. También los tiene paseando por los salones o en la calle. El servil marido marcha a su lado y oprime los botones. Es el encargado. ¡Qué detestable sumisión! ¡Qué gusano arrastrado es el general! Al lado de ella un hombre se degrada por completo... ¡Cómo quisiera estar en su lugar...!
El cuerpo del príncipe estaba en tensión. Una erección desesperada. No podía soportarlo. Ansiaba ser poseído por esa mujer, no importa lo demoniaca que fuere. Entregaría su reinado, su princesa, los reyes... todo por ser nuevamente exprimido.
— Mire como el general le está sugiriendo otra víctima. Se dirige a un desconocido. Un joven. Está hastiada de leche vieja. Quiere jugo fresco. Mire como ella lo toma del brazo y se alejan los tres. Ahora se detienen y el general hace de pantalla. Mire el brazo príncipe, mire como lo ordeña.
El príncipe no soportaba más y se encaminó hacia el grupo. El general, al verlo llegar le dijo en voz baja.
— Aguarde un momento, príncipe, aún está bebiendo.
En sus manos tenía un pequeño mando a distancia. Oprimía un botón y ella se estremecía. El príncipe esperó pacientemente. La mujer se desprendió del jovencito y se dirigió al principie. Abrió la boca para mostrarle el contenido. Los dientes brillaban. La larga lengua iba de un lado al otro batiendo el semen. Se lo tragó todo.
— ¿Estás listo..., Alteza?
El príncipe asintió.