El primer momento

Paulatinamente comenzó a darle ordenes, primero como un juego, ordenes casi infantiles que ella debía cumplir en su día a día, hasta que un día el la ordenó que llamase a cualquier teléfono al azar y dijese que era una sumisa, una esclava, que lo dijese en voz alta.

Ella había leído relatos, había visto alguna película sobre el tema, incluso había leído esa saga de libros sobre sasdomasoquismo de los que todo el mundo hablaba. Cada vez que leía, escuchaba, miraba toda esa ficción ajena, el alma se le encogía un poco más adentro en su pequeño pecho, consciente que todo aquello la definía perfectamente: sus sentimientos, sus miedos, sus virtudes. Aunque hablasen de otras personas todas esas personas sobre las que leía, eran ella. Por un lado, eso la hacía sentirse bien, acompañada, ya no se sentía un bicho raro por desear cuanto deseaba, también se sentía excitada, con ganas de probarlo absolutamente todo. Por otro lado, tenía miedo, miedo a reconocer que, cada vez en lo menos hondo de su ser, quería probar a ser una auténtica sumisa. Quería que alguien la obligase a comenzar, la empujase al abismo de lo que creía iba a ser un mundo apasionante. Pero su inexperiencia condicionaba a que a su cabeza solo llegasen imágenes de mujeres atadas en una cama, amordazadas, y hombres abusando de ellas. Psicópatas, asesinos, violadores. ¿Cómo iba alguien como ella atreverse a algo como aquello? Cada vez que eso sucedía, agitaba la cabeza rápidamente de un lado a otro y permitía que esas ideas saliesen disparadas, abandonando su cabeza.

Y entonces sucedió que llegó él, mayor que ella, aunque eso nunca le importó. El reconoció todas y cada una de sus debilidades, su fuerza, sus deseos, con solo mirarla a los ojos, sin haber hablado ni tan siquiera antes. Eso le hizo reflexionar sobre el poder de aquel hombre y no le impidió entregarse a él, sino todo lo contrario.

Entre valentía y cobardía hay una línea tan desdibujada que a veces un simple empujoncito nos hace saltar de un lado a otro sin más problemas. En ambos sentidos. La valentía tiene tanto de inconsciente como la cobardía. Si fuésemos racionales nuestras decisiones irían de un lado a otro de esa línea sin quedarnos en ningún lado. Decidir es terrorífico por el miedo a equivocarnos. Pero los que muchos no saben ser cobarde también es una decisión donde hay más a perder que a ganar. Y eso es mucho más terrorífico.

El la reconoció y paulatinamente comenzó a darle ordenes, primero como un juego, ordenes casi infantiles que ella debía cumplir en su día a día, hasta que un día el la ordenó que llamase a cualquier teléfono al azar y dijese que era una sumisa, una esclava, que lo dijese en voz alta. Ella obedeció y lo hizo, no podía importar quién contestase a esa llamada, ella dijo en voz alta que era una sumisa convencida, mientras las piernas y la voz temblaban al unísono, y su sexo comenzaba a palpitar con fuerza y notaba como la humedad pronto comenzaría a deslizarse lentamente por el interior de sus muslos: estaba completamente mojada, puede que tuviese un orgasmo durante la inesperada confesión. Lo siguiente fue que él la obligase a vestirse provocativamente y entrar en un bar lleno de gente. Su amo la observaba desde una mesa, sentado, con aquellos dos ojos grandes escudriñando cada uno de sus movimientos. Ella se vistió con una falda corta, medias negras y una blusa algo transparente. Había decidido no ponerse sujetador, pero en último momento lo hizo. Después se ocultó bajo un grueso abrigo el cual, al llegar el bar, se quitó y después pidió un café. Varios hombres giraron para ver sus piernas delgadas, hermosos, su hermoso cuerpo, su cara angelical, ahora roja de la vergüenza, su pelo largo, lacio y castaño, sus dedos finos y blancos, con las uñas pintadas de color violeta (como le gustaban a él) imaginó que muchos de aquellos hombres esa misma noche se masturbarían con su imagen, la de una joven vestida de manera provocativa, sola en un bar. Se le acercaron dos o tres hombres, pero ella no contestó a sus saludos. En realidad, ni les había escuchado. Y mientras todo esto sucedía, él, sentado al otro lado del café, la miraba con gélida expresión.

Finalmente, ese tipo la sonrió y en ese momento ella supo que le pertenecía. Le pertenecía desde mucho antes de conocerle. Él le hizo una seña y ambos salieron del bar, él la cogió del brazo y la condujo por unas calles hasta su casa. Después la desnudó completamente, le ató las manos a la espalda y la dejó de pie, desnuda en el comedor, mientras el tomaba asiento y la observaba sin decir nada.

Y fue también en ese momento que ella se dio cuenta de que de deseaba que le hiciese todo cuanto quisiese, todo cuanto desease, que le hiciese simplemente todo. Porque él era su amo.

Y sucedió que él lo hizo, sin tapujos ni preliminares. Su amo la usó como nadie la había usado nunca antes y probablemente nadie la usaría nunca en el futuro. Uso todo cuanto tenía a su mano para convertirla en ese animal dócil y paciente que está esperando una señal de su amo para lanzarse hacia el como un perro bien amaestrado. Una perra.

Nunca antes la habían sodomizado, ese era el mayor miedo que sentía antes. A partir de aquel día, no paso ni un momento en que su amo no la sodomizase, con fuerza, mientras ella apretaba los dientes y daba gracias por todo al tiempo que unas lágrimas corrían por sus mejillas. Nunca antes hubiese imaginado aquello, pero hizo todo cuanto su amo le ordenó y descubrió en este proceso que todo cuanto había rechazado ahora le gustaba.

Pasó el tiempo, sirviendo a su amo, olvidando incluso el primer momento en que se había encontrado con su amo en aquel bar. De repente el pasado había desaparecido y tan solo se presentaba el mejor de los presentes.

La mujer apretó los puños con el décimo de los azotes que dejó una nueva marca en su espalda.

Por fin, había encontrado el paraíso en el lugar donde nunca creía que estuviese. Y ahora sabía que no lo abandonaría nunca.