El primer límite

La historia continúa, claro. Jorge me lía y yo me dejo liar.

Tras aquel encuentro con Jorge, tuve claras un par de cosas. La primera, que yo necesitaba bastante más actividad que la que mi pareja me estaba dando, o la que le estaba dando yo a él. La segunda, que la desgana con la que estaba encarando las relaciones sexuales con mi novio no era producto de los anticonceptivos, como llevaba creyendo casi un año.

La verdad es que llevaba una temporada casi irreconocible. No me arreglaba para trabajar, me limitaba a ropa cómoda, funcional y a ser posible, barata y duradera, a recogerme el pelo en un moño tirante y a tratar de sortear las dificultades de cada semana para llegar el viernes a casa y quedarme viendo una serie tras otra en el sofá, apenas sin comer y sin hablar con nadie. Dormía muchas más horas de lo necesario cuando no estaba mi compañera de piso. En el último año había adelgazado catorce kilos, bajando a menos de 50, y os aseguro que no era por hacer deporte.

Y aquellos mensajes y aquella ida de pinza cambiaron las cosas.

Cuando llegué a mi casa el sábado a mediodía, lo primero que hice fue entrar en internet, sacar la tarjeta de crédito y comprarme unos vaqueros de mi talla, un par de camisas y un conjunto negro de braguita y sujetador, precioso, todo ello con entrega urgente. Revolví el armario y recuperé de su fondo mi maletín de maquillaje y las planchas del pelo. De repente, tenía ganas de verme bien.

Esa tarde cogí mi cámara de fotos y me fui con el coche a un parque que había a la salida del pueblo. Ni siquiera me llevé el móvil, quería disfrutar del sol, de las hojas cayéndose y de las imágenes tan potentes que suponían para mí el relieve seco y terroso de los alrededores de mi lugar de residencia.

Estuve dándole al botón hasta que empezó a oscurecer y tuve que regresar a mi nido. Y resultó que había sido capaz de acallar la voz de mi conciencia durante toda la tarde.

Bravo por mí, pero llegó la noche, y seguía sola en el piso, con un dilema enorme que no me dejaba ni disfrutar del maratón de House que estaba intentando hacer. Así que pausé a Hugh Laurie y sus sarcasmos, saqué un bolígrafo y un papel y me puse a escribir lo que se me estaba pasando por la cabeza.

¿Quería aún a mi pareja? No. Le tenía un cariño infinito, pero no era suficiente. Había comenzado a notar que las costumbres que al principio me resultaban simplemente diferentes, ahora me resultaban intolerables… o directamente, repugnantes. ¿Iba a darle el disgusto de dejarle? Probablemente. ¿Iba a dar ese disgusto a su familia, y lo más importante, a la mía? Qué remedio. Me tocaría enfrentarme o bien a la desaprobación, o bien a la compasión de mis padres, muy conservadores ellos. Joder, qué pereza.

Por supuesto, no podía dejarle por una llamada o por un mensaje. Y hasta Navidad no íbamos a vernos. ¿Quién coño deja a su pareja en Navidad?

Resolví hacerlo cuando pudiera no joderle más de la cuenta. En realidad, aquello era posponerlo, pero me hizo sentir mejor. No estaba para dramas, aún seguía con suficiente serotonina, o dopamina, o lo que coño fuera, en el cuerpo y quería disfrutarlo.

Con la decisión tomada, reanudé el visionado de la serie y cogí el móvil. Ostrás, 98 mensajes nuevos, qué fuerte. Contesté a mis padres, cotilleé el grupo de compañeros de trabajo, contesté a mi novio con un escueto “ok” y me dispuse a mirar los mensajes de Jorge.

“Me ha encantado que vinieras… nunca habría pensado que en la cama eras así, ¿sabes?

Me ha costado no atarte al sofá y seguir follándote todo el fin de semana… pero Mónica viene dentro de un par de horas, tiene llave y no creo que le hubiera gustado mucho.

¿Cuándo volverás?”

Yo sabía que estaba empezando algo con otra persona. Al principio tuve mis reparos por meterme en medio, pero razoné (o racionalicé) que si él se dejaba liar, no estaría muy comprometido, así que no era culpa mía.

“De viernes a domingo, en cuanto me digas” contesté.

“Me encantas, enana”

Seguimos de esa guisa un rato, hasta que me despedí para dejarle arreglar la casa y que disfrutara con su novieta.

Durante el resto del fin de semana, no supe más de él ni quise cagarla enviándole un mensaje. Comencé a preocuparme cuando el lunes no me envió el consabido mensaje de buenos días, pero, por si acaso Mónica seguía en su casa, decidí esperar. Con todo y eso, mi nivel de ansiedad subía por momentos, aunque intenté calmarme, porque no estaba siendo muy racional.

El martes volvió a darme los buenos días. “Mónica acaba de irse, hasta esta tarde no trabajaba”. Consiguió tenerme pendiente del móvil cada pocos minutos, de nuevo. No solo hablábamos de sexo, claro, mi trabajo, su bar, las familias… esos días fueron de muchas, muchas conversaciones. La batería me duraba seis horas, escasas. Marta, mi compañera de piso, de trabajo, y mi mejor amiga en ese ambiente hostil, se percató rápido de que algo pasaba.

“Anita, chiqui, ¿con quién hablas tanto rato? Llevas tol’ puto día pegada al móvil” Me preguntó mientras hacíamos la cena.

“Con un amigo, que me está poniendo al día” respondí sin mirarla.

“Un amigo… ya” Dijo entre dientes.

La verdad es que no me preocupaba ser poco sutil. Estaba harta de moverme por debajo del radar, de no disfrutar el día a día. Había vuelto a empezar a ser yo, y me gustaba. Desde el lunes había vuelto a maquillarme un poco y a arreglarme el pelo para ir al trabajo, y noté alguna mirada sorprendida de mis compañeros. En parte me cohibía un poco, pero coño, dejar de ser invisible tampoco estaba mal.

El jueves por la noche estábamos las dos en pijama, cada una en un sofá del salón. Mientras Marta se dedicaba a bucear en las profundidades de Zara a la caza de las últimas tendencias desde su portátil, yo seguía hablando con Jorge.

“Bueno, pequeña, creo que no hace falta, pero aún no te he preguntado. ¿Te gustó lo del otro día?”

“Tienes razón, no hace falta que preguntes. ¿No lo notaste?”

“Sí, pero me gusta que me lo digas. ¿Te gustó?”

“Sí, claro”

“¿No te pareció que fuera demasiado bruto?”

“Me gusta así” Contesté. Pude notar cómo se me subía toda la sangre a la cara, y di gracias a que esta chica se dejase absorber por los trapitos hasta el punto de no fijarse en nada.

“Mmmmm… así que en el fondo eres una sumisa. Me la jugué un poco, no te pega nada”

“Pues yo creo que acertaste, ¿no?”

“¿Y hasta qué punto eres sumisa? ¿Hasta dónde llegarías?”

“No sé, nunca he probado. No sé si algo me va a gustar o no hasta que lo hago”

“Qué bien. ¿Qué andas haciendo ahora”

Le respondí, un poco descolocada por el cambio de tema.

“Vale, vas a decirle a Marta que estás cansada y te vas a ir a tu cuarto. Coge los auriculares del móvil”

Al leer aquello, me tembló un poquito la rodilla y se me aceleró el pulso.

“Ok” Contesté. Bloqueé el móvil, hice como que miraba la tele un par de segundos, intenté poner mi mejor cara de muerta viviente y dije:

“Marta, cielo, estoy reventada. Creo que voy a ponerme un podcast de la BBC a ver si así me quedo dormida. Descansa, ¡y no compres nada hasta que me lo hayas enseñado!”

“Adiooooós” Respondió ella sin levantar la vista del ordenador.

Tanta actuación, para nada. Me levanté del sofá y me encaminé a mi cuarto, con los cascos enchufados e intentando no correr. Cerré la puerta y me tumbé sobre la cama.

“Ya estoy en mi cuarto, con los cascos” Escribí.

“Perfecto pequeña. Oye, ¿alguna vez has tenido cibersexo?”

Mierda. Todo lo que tuviera que ver con cámaras me daba un canguis impresionante desde que salió lo de Olvido Hormigos. Y mierda doble, porque me di cuenta de si Jorge me lo pedía, no iba a saber decirle que no.

“No. No me gustan las cámaras, primero, porque no me favorecen, y segundo, porque me da muy mal rollo que pueda pasar cualquier cosa y que salgan fotos o vídeos míos a la luz”.

Escasos segundos después, mi móvil vibraba. Videollamada de Jorge.

Tomé aire, y deslicé el botoncito verde, poniendo el teléfono frente a mí.

“Mmmm… hola, pequeña. Estás guapa hasta en pijama”

Ladeé la cabeza y solté aire un poquito fuerte por la nariz.

“¿No te fías de mí?” Preguntó. Por la pantalla del teléfono podía verle la cara, estaba sin afeitar, con la barba que sabía rojiza tapándole a corros la cara, los ojos de un azul clarísimo que podrían haber resultado cándidos de no haberse acompañado por esa sonrisita sardónica.

“Joder, no es eso, tío. Pero no me gusta, es fácil perder el control de lo que anda por internet”

“Vamos a hacer que te olvides de eso. Siéntate apoyando la espalda en el cabecero, abre las piernas y pon el móvil frente a ti”

Lo hice. Mi pijama era francamente horrible, y ser consciente de ello no ayudaba a meterme en situación, pero escuchar su voz… ayudaba. Joder, qué voz.

“Mmmm… así, muy bien. Te veo perfectamente, aunque no creo que tú veas nada… tienes la pantalla muy lejos. Acércate un momento y dime lo que ves”

Me acerqué y vi un primer plano de su mano agarrando su polla, por lo que veía, aún morcillona, sobre la tela del calzoncillo.

“Te estás agarrando la polla” Dije, bajito.

“No te voy a hacer hablar más alto porque sé que Marta está cerca, pero procura que te entienda al hablar. Aún no la tengo dura del todo, pero solo de pensar que vas a hacer caso a lo que te diga… no creo que tarde mucho”

Se me escapó una sonrisilla frente a la cámara.

“¿Vas a hacer lo que te diga?”

“Sí” contesté. Al decirlo, noté humedad entre mis piernas, y fui consciente de que iba a seguir sus instrucciones al pie de la letra. Qué puto peligro de tío.

“Bien. Mete tus dedos entre tu pelo, tocándote la nuca con las yemas, y presiona mientras vas bajando por tu cuello, por tus clavículas… disfrútalo como si te estuviera tocando yo. Así, muy bien. Sigue bajando las manos por los laterales del pecho… tócate las tetas por encima de la ropa, que yo te vea. Uffff… qué tetas tienes, pequeña”

“Son chiquititas” dije en un susurro.

“Son perfectas para tu cuerpo. Y cállate, que nadie te ha dicho que hables ahora. Júntalas. Ufff… así, muy bien. Va a ser que lo de obedecer sí es lo tuyo… baja una mano, despacio, presiona, que oiga la tela. Joder, qué cachonda vas, no has tardado nada… tócate por encima de la ropa, que seguro que te gusta. Mírate, te encanta, estás moviendo el culo… ¿tantas ganas tienes, pequeña? ¿tan dispuesta estás a ser un poquito más guarra? Mete la mano por dentro de la ropa, y tócate. ¿Estás mojada?”

“sí” Medio jadeé.

“Um… me encanta oír eso. Tócate el clítoris con dos dedos, despaaaaacio, no tenemos prisa. No dejes de tocarte las tetas. Un poquito más rápido, pequeña, y no hagas ruido… tu compañera duerme en el cuarto de al lado, ¿qué pensará si te oye? ¿pensará que eres una guarrilla que se masturba hablando con su novio? ¿o con alguien que no es su novio? Joder, qué fuerte, te ha puesto más cachonda acordarte de que le estás poniendo los cuernos conmigo, mira cómo te estás dando… seguro que tienes las bragas empapadas, como me dejaste a mí los huevos el otro día. Métete dos dedos y cuéntame cómo estás”

“Encharcada” Y era verdad. Oírle hablar de continuo, cuando ponía ese tono de vicio absoluto, era para grabarle para las épocas de sequía.

“Quiero verlo. Fuera pantalones”

Me los quité en dos patadas, no estaba yo para ceremonias. Ni siquiera escuché a la diminuta parte de mi cerebro que gritaba “¿¡¿¡PERO QUÉ HACEEEES?!?! ¡¡¡QUE SE TE VE LA CARA, MEDIO DESNUDA DELANTE DE UNA CÁMARA!!!”

“Um, me encanta tu chochito. Vuelve a meter dos dedos, que yo lo vea… más fuerte, venga, que eso no es nada para ti. Joder, si hasta se oye cómo chapoteas… menuda guarra estás tú hecha. Métete otro dedo. Así… chúpate los dedos, igual que me chupaste la polla el otro día, venga. No dejes de darte… más fuerte, joder”

Yo estaba desatada. Normalmente no me meto nada al masturbarme, me resulta incómoda la postura, pero saber que me estaba viendo me ponía a mil. Llevaba ya rato con los ojos cerrados, ni siquiera me estaba dando cuenta de ello, no me molestaba ni la luz brillante del dormitorio. Y Jorge tenía razón, hasta yo podía oír el chapoteo de mis flujos por encima del ronroneo de su voz en mis auriculares. Quizá hasta Marta hubiera escuchado algo.

“Mírate, pequeña… estás cachonda perdida. Creo que te entraría la mano entera. Métete también el meñique, venga, vamos…”

Obedecí, y gemí. Aquello era casi demasiado. Tenía los cuatro dedos metidos en mi coño, notaba aquello distendido, una presión abrumadora… y no podía parar. Dolía ligeramente, pero el placer que me estaba dando a mí misma era brutal.

“No te pares… no te pares, pequeña. Hazlo más deprisa. Ya sé que te duele, joder, tú sigue, que te está encantando. Más fuerte.”

Obedecía. Cada envite de mi propia mano me hacía retorcerme de gusto. Jorge jadeaba en mis oídos, y escucharlo daba más velocidad a mis movimientos.

“Más dentro… quiero que te entren los nudillos, venga, Anita, venga, joder… Uf, me pones malísimo…”

No era capaz de parar. Cada vez más rápido, cada vez más dentro, hasta que noté cómo entraban mis nudillos… El roce, el morbo, los jadeos acelerados de Jorge, el gotear de mis flujos, el saber que Marta estaba a un pasillo de distancia y tenía que contenerme… Todo se combinó y estallé con gemido largo, aunque contenido, mientras perdía la noción del tiempo y el espacio y se me acalambraban hasta los dedos de los pies.

“Brutal” escuché en mi oído. Cogí el teléfono con manos aún temblorosas, y pude ver la sonrisita cínica de Jorge en primer plano. “Te has corrido como una perra. Me encanta”.

“Y a mí”, contesté.

Jorge movió un segundo su cámara, lo justo para enseñarme su camiseta manchada de semen.

Yo sonreí.

“Vente mañana. Tengo algo preparado.” Me dijo.

“Perfecto. En cuanto salga de trabajar, voy para allá.”

“Hasta mañana, entonces”.

Jorge colgó. Yo quedé semicomatosa en la cama.

Al día siguiente volveríamos a vernos.