El presente del pasado.
Prólogo de Las crónicas de Tyria, ambientado en el juego Guild Wars.
Era un invierno de los más crudos que se recordaban en Ascalon. Como era de esperar, cuando la nieve alcanzaba cotas más bajas de lo habitual, los animales tampoco podían aguantar los rigores del clima y se acercaban a los asentamientos humanos, atraídos por el calor de las poblaciones y por su comida. Aquello había movido a aquel lobo a matar a 7 ovejas y 2 vacas en el último mes. Habitualmente era algo asumido, las gentes estaban acostumbradas y comprendían que el equilibrio natural llevaba a estas cosas, pero ese invierno nadie podía permitirse algo así. El hambre acechaba a todos. El abuelo de Valandyl, Haldor, era conocido ya de antigua familia como Llober, y se dedicaba a mantener las poblaciones de lobos y demás alimañas estables y alejadas de los poblados. Valandyl tenía 10 años aquella mañana cuando su abuelo vino a despertarle, con unas magníficas botas de piel de oso como regalo.
-Vamos, canalla.
Le despertó revolviéndole la cabellera abundante al niño.
-¿A dónde?
-Ya has tirado con al arco del abuelo varias veces, ¿o prefieres seguir sacando paja a la mula? No preguntes, ponte las botas, coge avío para 2 días y vámonos.
El chiquillo se levantó de un salto, el sueño despejado tras el interés que había logrado suscitar Haldor. Mientras el viejo y su padre hablaban algo que a Valandyl le pareció una discusión, se vistió, le tiró de comer un pedazo de pan seco a su hurón y le acarició la cabeza, divertido.
-Tú hoy te quedas, Taler.
A pesar del frío era un día despejado, el sol brillaba aunque sin calentar y a Valandyl le pareció un día especial, como a un niño que se lo llevan a una excursión en día de colegio y se pone contento porque no tiene que asistir a clase. Se cruzaron con mucha gente en el camino, lecheros con perros enormes tirando de carros con su mercancía medio congelada, tramperos con fardos de pieles a la espalda, leñadores con grandes hachas que se dirigían al oeste a abrir caminos (se decía que esa semana se podría viajar de nuevo al Declive del Yak, del que no se tenían noticias desde hacía casi 3 meses)...hasta un hombre no muy alto, que caminaba algo encorvado y envuelto en una capa púrpura. Valandyl se quedó absorto mirándole a la cara, alucinado al ver que la tenía tatuada. El viejo Haldor se dio cuenta de su curiosidad.
-No te inmiscuyas nunca en asuntos de nigromantes muchacho, pues son reservados y de cólera fácil.-le dijo tirando del ternero que llevaba a cuestas, que se había parado a mordisquear un puñado de paja caída al borde del camino, sobre el hielo.
-¿Nigromantes? Vale, pero déjame llevar el arco.
Era un viejo arco corto para caza mayor, tenía poca potencia pero no necesitarían más ya que Haldor no esperaba disparar a más de 30 metros, sobre seguro.
A media tarde, cuando nevaba de nuevo, llegaron a su destino, cerca de la granja de los Mundred. Clavaron una pica en el suelo, y ataron al ternero con una soga embreada en grasa de vaca para que no oliera a humano.
-Los lobos son muy astutos, la menor pista y no entrará a por él. Gracias a Melandru que vuelve a nevar. Vamos, la nieve ocultará nuestras pisadas- le dijo el viejo mesándose los cabellos blancos y escasos, antes de ajustarse su gorro. En la barba gris se le empezaban a quedar los copos de nieve congelados.
Subieron un pequeño repecho a unos 20 metros y se tendieron en la nieve, bajo unos pinos ralos.
-Bueno chico, no has venido aquí sólo para verme. Ya has tirado con esta maravilla muchas veces. Toma.-espetó Haldor tendiéndole el arco y una flecha.
Dos horas. Dos horas que le parecieron dos siglos tardó en verse un lomo gris tras unos arbustos al otro lado de la pequeña hondonada. El ternero empezó a mugir, inquieto por su suerte.
Valandyl encajó inaudiblemente el culatín de la flecha en la cuerda del arco.
-Quieto.-ordenó su abuelo. Todavía no. Cómete un puñado de nieve para que no vea tu aliento.- susurró haciendo lo propio.
La fiera caminaba acercándose al ternero en un zigzag lento, temible. Recelosa de que fuera tan fácil. Pero el hambre le pudo. Lo que vino a continuación fue muy rápido, pero Valandyl no lo olvidó jamás. Tensó el arco, arrodillado. El lobo se acercaba a media carrera mientras el ternero mugía, tratando de zafarse de la cuerda que lo condenaba. El chico apuntó, concentrado.
Pero en esa milésima de segundo, le vino a la mente el miedo. Miedo a errar. Miedo a lo que su abuelo podía decirle si fallaba. Miedo a que no confiara más en él. Sabía que no iban a morir, el lobo huiría nada más advertir su presencia, pero el temor a su presente fue mayor que a su futuro. Entonces el arco tembló, y la flecha salió a toda velocidad, perdiéndose entre la nieve un par de palmos hacia arriba del lomo de la bestia. El chiquillo se echó al suelo, llorando y gritando.
-¡He fallado, abuelo, te he fallado!
Pero el viejo no le hacía caso, ya le había arrebatado el arco y cargado otra flecha. Entornó su ojo, murmuró algo y abrió la mano. La cuerda soltó un nuevo chasquido, mientras el lobo levantaba la cabeza del ternero que acababa de degollar. Lo último que vio fue a un viejo humano que observaba su muerte con respeto.
-Tuviste miedo de fallar, ¿verdad?-preguntó Haldor ayudando a levantarse al muchacho. Su voz no denotaba enfado alguno, más bien condescendencia, lo que animó al chico a responder con sinceridad.
-Tuve miedo de que me riñeras, de lo que podía pasar si erraba el tiro, de a quien podría matar la próxima noche.-contestó, con la cabeza gacha y frotándose los ojos enrojecidos.
-El futuro es incierto. Pero el presente nos da la oportunidad de cambiarlo, a veces. Tenlo en cuenta la próxima vez, y para siempre.
-Sí, abuelo.-respondió levantando la cabeza y mirándole a los ojos.
-Bien, ahora ya te he enseñado todo lo que sé para utilizar esto-dijo levantando el arco. A partir de ahora te enseñaré además a utilizar esto- añadió, golpeando cariñosamente la frente del chico con una sonrisa.
Desde aquel día, cada vez que Valandyl ha soltado una flecha, jamás ha pensado en otra cosa que en que ésta iba a dar en el objetivo. Obviamente no siempre lo consigue, pero la satisfacción de que el error no ha sido sino por causas ajenas a su maestría le hace sentir bien.