El premio de consolación.

II parte de las aventuras del brigada Rubén Labernié.

Al salir del gimnasio me dirigí directamente al trabajo, pues me había entretenido más de la cuenta y llegaba tarde.  Aquellos días estaban siendo de arduo trabajo y estaba realmente agobiado. Miraba mi mesa y no era capaz de ver su final. Los expedientes de lo diferentes casos se amontonaban sobre la misma sin ningún orden, mezclados entre los restos de la comida que mis compañeros del turno anterior habían pedido, alguna mancha de café y las colillas de mi finiquitado paquete de cigarrillos. No me consideraba un gran fumador. Se podría decir que lo habitual era que como mucho me fumara dos o tres cigarrillos al día. Pero aquellos días, sea por las horas en vela, sea por el nerviosismo o por simplemente las ganas, me había fumado el paquete entero.

Estaba siendo una semana de guardia con muchas actuaciones, denuncias, casos sin resolver y bastantes oficios que redactar y enviar. Las guardias tenían esas cosas. Había semanas que eran realmente tranquilas y otras, como justamente aquella, que parecía que el mundo estuviera a punto de terminarse.

Teníamos entre manos un caso importante de tráfico de drogas, pero había algo que no terminaba de concordar. Y es que siempre me había guiado por mi intuición y en aquella ocasión sabía que algo no encajaba. Recientemente, habíamos tenido el soplo acerca de la hora y el lugar de descarga de un número importante de fardos de hachís provenientes del norte de África. En principio, el intercambio debía producirse la noche siguiente en una pequeña cala de la costa del Delta. Pero por más que mi nuevo compañero Sancho me lo decía y que todos los indicios apuntaban a que se trataría de una operación sencilla, yo tenía el presentimiento que algo no cuadraba. Simplemente debíamos tener a punto el operativo, que los diferentes guardias estuvieran en sus posiciones y que una vez vislumbráramos la lancha con los fardos, interviniéramos de inmediato para poder interceptar la mercancía y detener al mayor número de gente. No obstante, sabía que había algo más, que aquella no sería como aparentaba ser, una operación cualquiera.

Sancho y yo formábamos un buen equipo. Desde que mi antiguo compañero y casi mentor se jubiló, él  había pasado a ser mi mano derecha dentro del cuerpo.  Era todo un personaje, no muy alto, delgado, totalmente calvo y con gafas. La viva imagen en carne y huesos del personaje de cómic de Francisco Ibáñez.  Cuando íbamos juntos, parecíamos la I y el punto, pues yo con mi más de metro ochenta y cinco  de estatura, le pasaba a él casi un palmo. Creo que su delgadez le venía de nacimiento, pero cierto era que, no podía parar quieto y su pasión por la bicicleta le llevaba a recorrer cientos de quilómetros en un solo día, lo que yo calificaba como una absoluta locura.

Era un tipo risueño y algo andrógino a quien le gustaba destacar, llevar la contraria por el simple placer de llevarla y hacerse el interesante.  Aún recuerdo una de las primeras noches que fuimos a cenar juntos a nuestro bar de tapas de referencia.  Se presentó con las uñas pintadas de negro y unos zapatos de colorines totalmente estrambóticos y horripilantes.  Si no le conocías lo suficiente, podías llegar a pensar que le iban más los hombres que las mujeres. Pero por lo que él me explicaba, no era así.

Nos encontrábamos al límite con todo aquel volumen de trabajo y el estrés de tener que hacerlo contra reloj. Empecé a redactar a todo correr el informe que debíamos presentar aquella misma mañana ante el Juez de guardia para que nos autorizara la operación. Tenía el tiempo justo antes de la obertura del juzgado para terminarlo y tomarme un café con amor como yo los llamaba y me gustaban. Un café corto con un buen chorro de whisky. Habíamos avisado al juez sobre dicha operación y sobre la necesidad que nos firmara las ordenes de intervención aquella misma mañana. Acordamos con él que Sacho se presentaría en el Juzgado a las 10 de la mañana para explicarle un poco más sobre el operativo necesario y así, tener tiempo para poder organizarlo todo. No sé si por la falta de sueño, por el nerviosismo de la operación o simplemente, por que salió de mi interior mi verdadero ser, exploté. Exploté en el momento menos conveniente y con quien menos debería haberlo hecho.

Como cada mañana el teniente González, mi superior jerárquico, entró en nuestra oficina y queriéndose hacer el graciosillo nos dijo:

-¡Qué muchachos! ¡A ver si empezamos a trabajar que aún hay mucho por hacer y parece que estéis dormidos!

Solo sé que me encendí. La ira se apoderó de mi y tuvieron que sujetarme, entre mi compañero Sancho y otros dos de los miembros de mi equipo, para que no me abalanzara sobre él y le partiera la cara. Él atónito y asustado por mi reacción, simplemente fue capaz de dar un paso hacia atrás, resguardándose en el lindar de la puerta y levantando ambos brazos a la altura de sus hombros a modo de protección.  Mis compañeros me repetían una y otra vez:

-¡Rubén, cálmate cojones! ¡Rubén, que solo ha sido una broma! ¡Haz el favor de calmarte! –Mientras que entre todos me retenían con todas sus fuerzas para que mi puño no se estampara contra el pómulo de mi teniente y con ello, echara por la borda toda mi carrera y mis años de servicio en el cuerpo.

El teniente se retiró marchándose a su despacho, mientras que Sancho y el resto de guardias poco a poco, me fuero soltando, al ver que me iba tranquilizando y calmando. Me senté en mi silla y respiré, intentando aplacar mis nervios. Notando como las venas de mi cuello se relajaban y el palpitar de mi corazón se apaciguaba. Respiré, me lavé la cara para terminar de calmarme y decidí que debía disculparme ante mí teniente. Me dirigí a su despacho con la convicción que la reprimenda, la tacha en mi expediente y la sanción serían ejemplares. Llamé a la puerta:

-Teniente, se presenta el Brigada Rubén Labernié para disculparme por mi reacción. –Atendí a decir mientras que le saludaba militarmente.

-No se preocupe Brigada. Entiendo que la presión acumulada y las horas de guardia han hecho mella en usted. Creo que ya tienen preparado el informe para presentar al juzgado en el caso de tráfico de drogas, ¿cierto? –Me preguntó quitando hierro al incidente que minutos antes se había producido entre nosotros

-¡Sí, mi teniente! Está todo preparado. Supongo que Sancho marchará ahora al juzgado tal y como hemos acordado con el Juez. –Le expliqué siguiendo con la estela de cordialidad que él había querido que se instaurara entre nosotros.

-Si no ve inconveniente en ello brigada, prefiero que sea usted quien vaya al Juzgado para explicar mejor el operativo a su señoría. Así, sale usted de las oficinas, se airea un poco y se toma el resto de la  mañana libre. –Me respondió, no sé si invitándome a ello, o dejándome claro que se trataba de una orden.

  • ¡Como usted mande mi teniente!   -Le contesté al tiempo que salía de su despacho y me dirigía a mi oficina a recoger todas mis cosas.

El juzgado no estaba muy lejos, simplemente debía caminar 10 minutos cruzando el puente y las estrechas calles del casco antiguo de la ciudad. Recientemente, habían construido un nuevo edificio judicial al lado del antiguo, ya que las anteriores dependencias habían quedado obsoletas e insuficientes para acoger las diferentes oficinas judiciales.

Entré en él cruzando la puerta de cristal  y saludé a los guardias de la entrada quienes me preguntaron mis credenciales y el Juzgado al cual me dirigía. Después de pasar el control me dispuse a subir a la segunda planta donde se encontraba el despacho del Juez que aquel día estaba de guardia.

Al subir las escaleras y a punto de llegar a  la primera planta, me la crucé. La había visto alguna que otra vez en el gimnasio y mi compañero Sancho me había explicado que era abogada, pues  había coincidido con ella en alguna que otra guardia. Era una muchacha más joven que yo, de no más de cuarenta años, pelo largo, castaño claro y rizado. De estatura media, pero alta para ser mujer, con una complexión atlética y una redondez en sus curvas que la hacían atractiva a la vista. Distinguida en su vestir, siempre elegante y sexy en su justa medida. Siempre montada sobre unos zapatos de tacón que tenía perfectamente dominados y que le permitían destacar, marcando un paso aparentemente seguro. Era de aquel tipo de mujeres, a las que un hombre mayor como yo sin duda alguna, se giraba para poder verla pasar...

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Un Beso