El precio de tu dulzura

Cuento sobre una (improbable) cita a ciegas. Humillación, castigo y recompensa.

El precio de tu dulzura

Cuento sobre una (improbable) cita a ciegas. Humillación, castigo y recompensa.

Dedicado a las que no perdéis vuestra dulzura cuando azotáis.

Capítulo 1

Tengo treinta años pero cuando suena el teléfono mi corazón salta como el de un adolescente.

-Nos veremos en la cafetería del parador de M., el viernes a las seis de la tarde. Habrás llegado antes que yo. Recién afeitado, limpio y bien vestido. Sin nada que hacer hasta la tarde del día siguiente. En la mesa, doblado, tendrás un diario abierto por la página de anuncios por palabras. Hablaremos, y si nos parece bien contrataremos la habitación. La pagaremos a medias.

-Como digas.

Cuelga.


Una mujer en un turismo rojo parece que me observa cuando entro por la puerta del parador. Son las seis menos veinte. He decidido no ponerme un traje, después de dudarlo mucho, y he optado por vestir de sport: una americana verde de lana, corbata y pantalones a juego. Llevo también un periódico bajo el brazo y una pequeña maleta. Me ha parecido hermosa, aunque he evitado mirarla directamente. No tomo café para evitar el mal aliento, pero no me resisto a encender un cigarro. Bebo un refresco, pendiente de la entrada, inclinándome de cuando en cuando sobre el periódico abierto. Anuncios de contactos. Siento el latir impaciente de mi corazón.

Ahí está. Parece una ejecutiva o una abogada, con su traje de chaqueta crudo y su portafolios de cuero. Su melena morena, corta, con las puntas rozando el cuello, se mece al compás que marca su paso, enmarcando la sonrisa húmeda y blanquísima, afectuosa. Se acerca. Veo el brillo inquisidor de las pupilas. No me mintió cuando dijo que tenía veintisiete años. Es elegante, distinguida, bellísima. Antes estaba impaciente, ahora temo no comportarme con el aplomo necesario. Se sienta delante de mí.

-Hola, ¿cómo estás?

-Muy impresionado.

-Igual que yo.

No le creo, pero agradezco la amabilidad de su réplica. Apago el cigarrillo, arrepentido por haberlo encendido.

-Perdona, estaba nervioso. ¿Te molesta que fume?

-No. Pero si subimos a la habitación dejarás de hacerlo. Si tienes muchas ganas, me pedirás permiso.

-Como quieras.

Nos miramos unos segundos. Bajo los ojos a la mesa, a mi vaso, a sus manos, y la miro de nuevo a la cara.

-Pareces un poco cohibido.

-Lo siento.

-No te preocupes, no me desagrada.

Aunque lo que dice es perfectamente audible, habla con un susurro que nadie más que yo puede percibir. Se acerca un camarero, ella le pide una coca-cola y espera a que se aleje para continuar.

-¿Nunca has hecho esto, verdad?

-No... ¿y tú?

-Parecías muy preocupado por establecer límites -me dice desatendiendo mi pregunta.

-Bueno... es que sólo conozco este mundo por lo que he leído y por lo que he visto en internet -le digo, excusándome-. Quiero probar, entrar en la situación, pero sin exageraciones.

Nos callamos, con nuestras miradas enfrentadas. El camarero coloca en la mesa el servicio de ella y se marcha.

-¿Tienes miedo de que sea demasiado cruel?

La dulzura de su belleza y de su voz me hacen creer que mis antiguas prevenciones ya son innecesarias. Le sonrío e intento explicarle:

-Supongo que tú... has visto las exageraciones a que me refiero: otras personas que entran en la escena, juegos escatológicos, terribles palizas...

Su sonrisa me desconcierta: no sé si es comprensiva o irónica.

-No permitiré que establezcas límites -dice sencillamente después de unos segundos.

-¿No...?

-Puedes marcharte cuando quieras, pero mientras quieras estar conmigo tendrás que aceptar lo que yo desee.

Respiro hondo, sin saber qué decirle, y mi mano va a la cajetilla de cigarros, instintivamente. Ella me la quita con suavidad y la aparta. Yo no protesto.

-Acabas de apagar uno. No fumes más.

-Está bien.

-No temas. Siempre te daré tiempo para que puedas detenerme antes de someterte a algo que supere tu resistencia. Para eso tendrás tu contraseña. Por ejemplo: "Suena una campana" -se detiene y bebe un sorbo de su vaso-. Estás en tu derecho a decirla cuando quieras; pero ten mucho cuidado, porque si me parece que resistes poco te echo sin oportunidad de rectificar, ¿entendido?

-Entendido.

-Odio la vulgaridad. Quiero que seas sumiso, modesto y delicado. Si vienes a hacer una parodia, reconócelo y vete. Y si eres un masoquista provocador y piensas desobedecer para que me ensañe, vete también.

El tono de su voz, aunque amable, es serio y amenazante. Por nada del mundo me iría.

-Intentaré no defraudarte.

-Tengo una bolsa en el coche. Espérame en la recepción.


Contrata la habitación a su nombre, sin importarle que vea su carné de identidad. Ya sé que se llama Cristina. Ella todavía no sabe cómo me llamo yo. Habitación 302. Espaciosa. Una cama de matrimonio. Terraza con vistas a la piscina. El empleado que nos la muestra parece curioso por nuestra relación. Ella abona el terreno, para divertirse, mostrándose muy fría y displicente. No le da propina. Él me dirige la mirada pero yo nada tengo que decir. Se va: la puerta se cierra evocándome la cancela de una prisión.

Deposito mi maleta sobre el banco que hay a los pies de la cama.

-¿Qué has traído? -me pregunta.

-Una muda de ropa, un pijama y las cosas de aseo.

-Ábrela.

Desempaqueto con cuidado el pantalón gris, la camisa amarilla terrosa, la ropa interior, el pijama y la bolsa de tela donde guardo los zapatos. Ha quedado a la vista una caja de preservativos, pero no muestra interés en ellos. Siguiendo sus indicaciones, saco los zapatos para mostrárselos y pongo en su mano los calzoncillos. Son blancos, elásticos y sin costura, ceñidos y cerrados.

-¿Son iguales los que llevas puestos?

-Sí.

-Pon la ropa en el armario. Lleva lo demás al cuarto de baño y vuelve aquí.

Cuando estoy en el cuarto de baño, ella comienza a deshacer también su pequeño equipaje. Yo espero, deambulando por la habitación. El portafolios lo deja sobre la banqueta, cerrado.

Me reclama con un movimiento del dedo índice y me acerco.

-Vacíate los bolsillos, por favor.

Voy dejando junto al maletín el tabaco, la cartera, el mechero, las llaves y un pañuelo. Coge la cartera.

-¿Puedo verla?

-Sí.

-David -dice, por el gusto de pronunciar mi nombre.

-Sí, Cristina.

-Esclavo.

-Ama.

-Traes mucho dinero -me comenta, mirando por encima el compartimento de los billetes. Sonrío.

-Sí... pero espero no gastarlo todo.

-Ya... -ríe-. Guarda todo esto en el armario.

Obedezco. Ella se sienta en un sillón.

-Trae el maletín.

Lo pongo sobre la pequeña mesa que hay a su lado. Ella lo abre. Ante mí, bien ordenada, una profusión de instrumentos de tortura. Acierto a ver finas cadenas de hierro, muñequeras de cuero y látigos de varias clases. Contengo la respiración. Ella se divierte con mi angustia.

-No tiembles. Pareces un corderito -me dice para incrementarla.

-Ya... -río estúpidamente-. Estoy algo asustado.

-Asustado y avergonzado.

-Sí -lo reconozco.

Me sonríe, encantadora.

-No creas que eso me ablanda. Tengo dudas sobre si me sirves como esclavo y no quiero perder el tiempo, así que voy a tratarte duro desde el principio para ponerte a prueba -no pierde la sonrisa, que ahora es cruel, y entorna los ojos. Su voz es suave e inflexible-. Voy a disfrutar humillándote.

Bajo los ojos, incapaz de sostener su mirada.

-Desnúdate.

Asiento en silencio y, después de unos segundos, me despojo de la chaqueta.

-Tira la ropa. Después la recogerás -mi chaqueta cae al suelo-. Descálzate.

Me quito los zapatos y los calcetines, agachándome, y cuando termino los aparto con un pie. La miro, creyendo que quiere indicarme cada prenda de la que debo despojarme, pero ella no hace más que esperar, tranquilamente. Me deshago de la corbata, desabotono la camisa y la dejo caer sobre la chaqueta. Ella tiene los codos apoyados en los brazos del sillón y junta las yemas de los dedos de ambas manos, tocándose el mentón y los labios, muy seria. Respiro hondo, me desabrocho los pantalones y me los quito con torpeza.

-Espera.

Me observa. Es patente el enardecimiento de mi sexo.

-Date la vuelta.

Permanezco unos segundos de espalda hasta que me manda girar de nuevo.

-Ya veo que te gusta ir bien ceñido.

-Es más cómodo, pero me pondré lo que tú digas.

-Desde luego que sí que lo harás. Más cómodo... -ríe-. Venga, desnudo.

Me quito los calzoncillos y me expongo al examen de su mirada. En contraste con mi vergüenza, mi verga, liberada, apunta desafiante al techo, por encima de su cabeza.

Durante un rato se limita a observarme, con expresión desasosegantemente crítica. Después se levanta y se acerca al maletín. Reclama mis muñecas enseñándome con un gesto cómo debo ponerlas: los dos antebrazos extendidos hacia ella, las palmas de las manos hacia arriba. Me coloca dos muñequeras de cuero negro, ajustando sus hebillas. La operación me excita extraordinariamente. Con un collar del mismo material reviste mi cuello. Se abrocha también con una hebilla. Lo deja bastante holgado y lo gira para que la anilla metálica que, como los brazaletes, tiene prendida, quede hacia delante.

-Quiero que te tranquilices.

Ensarta el mosquetón de una fina cadena a la anilla del collar. Desliza sus dedos por los eslabones, tensándola un poco, y la suelta dejándola rebotar sobre mi pecho. Entonces descorre las cortinas por completo. Diviso hasta el horizonte el paisaje de la campiña. La luz baña por completo mi desnudez.

-Te vendrá bien tomar un poco de fresco. Sal a la terraza.

No hay edificios a la vista. La altura de la habitación y el antepecho de obra parece que protegen de la visión de quienes estén en los jardines del hotel. Dos paredes laterales que llegan hasta el techo separan de las terrazas de las habitaciones vecinas. Estoy sopesando el riesgo de que puedan verme cuando se impacienta mi ama y me propina una sonora bofetada.

-¿No obedeces?

-Sí, perdona -contesto llevándome la mano a la mejilla, sorprendido.

Abro la puerta corredera y salgo, titubeante. No me acerco al antepecho para que nadie pueda ver el collar y la cadena que pende de él.

-Arrodíllate -ordena mi ama desde la habitación, en voz baja. Después busca en su maletín y se me acerca con dos cadenas cortas. Me lleva tirando de la cadena del cuello, haciéndome caminar de rodillas, y me hace ponerme de espaldas al antepecho. Las dos cadenas las ensarta con mosquetones de las anillas de mis brazaletes y de la barandilla metálica que remata el antepecho. Quedo cara a la habitación, arrodillado con los brazos en cruz.

Me observa durante unos segundos.

-Conviene que te mantengas derecho y sostengas los brazos en horizontal.

Me deja así. Entra en la habitación y cierra la puerta. La veo sacar un refresco de la nevera. Busca en el armario y se sienta en un sillón con un libro. Pasan largos minutos. Ella no levanta la cabeza de su lectura. Si dejo que bajen los brazos las manos caen atrás, colgadas de la barandilla. Para evitar la consiguiente tensión debo sentarme sobre los talones. Así retrocede el tronco y doblo algo los brazos, en posición más relajada. A pesar de sus últimas palabras, es lo que termino haciendo cuando las fuerzas me fallan, pero veo que gira la cabeza y me mira con reproche y adopto de nuevo la postura correcta. No basta con eso. Viene a la terraza y se planta ante mí.

-Muy mal, David -aunque con un volumen de voz bajo, su tono es de gran enfado. Mi sexo se despierta con su presencia y su reprimenda.

-Lo siento, no podía más...

Desprende los mosquetones de mis muñequeras y tirando de la cadena del cuello me hace ponerme de pie, puede que exponiéndome a la vista de alguien que ande por el jardín.

-¡Adentro! -grita aunque es casi un susurro, acompañando la orden con una enérgica palmada en una nalga. Entro en la habitación, muy turbado.

Ella me sigue y cierra la puerta.

-¡Muy mal!

-Créeme, no podía más...

-Mis riñas las recibes de rodillas, esclavo indigno.

Me hinco de hinojos ante ella.

-¿Me estás provocando a propósito para que te azote? Ya te he advertido sobre eso.

-No. Te lo juro.

-Cállate. Los brazos en cruz -arrastra un sillón y se sienta frente a mí, muy cerca-. Si los bajas antes de que te lo permita, estás rechazado.

Estoy muy derecho, también lo está mi sexo, y mantengo los brazos horizontales. El temor de que cumpla su amenaza me da fuerzas: por nada bajaré los brazos. No mucho tiempo después siento que algo en ellos se romperá, pero no los dejaré caer; en el creciente dolor, me siento reconfortado por su atención.

-Vas a aprender a esforzarte. Esto no es un juego: quiero que verdaderamente te sientas mi esclavo.

-Así es como me siento, Cristina -musito.

-Cállate. Te dije que querías que fueras sumiso, modesto y delicado ¿te acuerdas?

-Sí.

-Incluso ahora estás fallando -me dice-: yo ya sé lo que duele mantener los brazos así, no hace falta que crispes de ese modo la cara. No alardees como si fueras un héroe: obedece con modestia.

Aunque el dolor es casi insoportable ya, intento obedecer también en eso: mostrarle mi postura irreprochable, mi sonrisa tranquila, si puedo llegar a conseguirla, y mi erección.

-Puedes descansar, ya es suficiente -concede después de un rato. Abrazo el aire con fuerza, apretando los brazos contra mi pecho, aliviándome.

-Gracias.

Del maletín, sin pausa, alcanza algo: un amasijo de correas y anillas que despliega ante mis ojos.

-Es un arnés ¿Has llevado alguna vez algo parecido?

-No.

Un simple gesto de su mano y estoy de pie, a su alcance.

¡Me toca con sus manos! Ciñe apretadamente a la parte alta de mis caderas, ajustándolo con un pasador, un cinturón hecho de dos piezas de gruesa tela de nylon que se unen en los costados con dos broches de cierre automático. Queda colgando, en la parte delantera, otra pieza formada por tiras más estrechas, en forma de Y. La pasa por mi entrepierna y por la separación de mis nalgas y la abrocha al cinturón, mosquetón en anilla, por detrás. Mis genitales quedan enmarcados por los brazos de la parte superior de la Y y por el cinturón. De uno de los brazos están prendidas tres tiras delgadas, horadadas para abrocharse en sendas hebillas dispuestas en el otro brazo. Pasa las cintas sobre mi verga endurecida aprisionándola con fuerza contra en vientre al ensartar las tiras en las hebillas. Mis testículos cuelgan por debajo de las tiras abrochadas, sin opresión, pero pronto compruebo que tampoco va a ser indulgente con ellos: como si les pusiera una bufanda en miniatura, rodea estrechamente la parte superior del escroto con una pequeña cinta negra, de unos dos centímetros de ancha, que cierra con velcro. Mis testículos presionan la piel estirada en la parte de la bolsa que asoma por debajo. De la cinta cuelga una cadenita muy fina, como de reloj de bolsillo, que termina en un gancho. Me muestra una pesa de balanza.

-Doscientos gramos.

La cuelga del gancho, con cuidado de no soltarla de golpe. Queda por encima de la altura de mis rodillas. La presión es soportable, pero no sé por cuanto tiempo.

Se pone de pie y me hace retroceder un paso posando la mano sobre mi pecho. Se aparta y me observa, sonriente.

-Estás muy gracioso.

La miro y bajo la cabeza, humillado.

-A la menor queja, duplicaré el peso.

-Sí, ama.

-Recoge las cadenas que han quedado en la terraza, ponlas en mi maletín, y lleva al armario toda tu ropa.

Obedezco en silencio. Debo tener cuidado para no hacer movimientos bruscos que hagan oscilar la pesa. Moverme así, sintiendo además la presión de las correas, es una experiencia desconocida, dolorosa y extrañamente excitante. Cuando cierro la puerta del armario, ella se ha acercado y ha abierto la del suyo.

Vuelta hacia mí, se quita la chaqueta y la cuelga de una percha, se desanuda el pañuelo del cuello y lo dobla cuidadosamente antes de guardarlo en un cajón. Decrece su altura al bajar de los zapatos de tacón. La miro sin parpadear. Sin aspavientos, como si estuviera sola, pero sin dejar de mirarme, a los ojos, al centro preso de mi cuerpo, se despoja de la blusa. Lleva un sencillo sujetador blanco, de tejido elástico, que dibuja sus pequeños pezones. Admiro o adoro la perfección con la que lo colma mientras mi ama guarda su blusa. Abre su falda y sale de ella cuidadosamente, sin dejar que la prenda toque el suelo. Las pequeñas bragas son una delgada cinta en los costados. Sus medias se sostienen por ligas elásticas. De repente toda de blanco, hasta las ligas son de ese color, me parece una princesa, una novia, más deseable pero, ay, el arnés y el ahorcamiento de mis testículos son un suplicio, más inaccesible aún.

No termina de desnudarse. Veo que introduce la mano en la bolsa de viaje. Cuando la saca, un temblor convulsiona de arriba abajo mi cuerpo: empuña y acaricia una fusta de caballería. Se cruzan durante unos segundos nuestras miradas. No he visto mayor belleza: La cara alzada y seria, los labios apretados, desliza amenazante sus dedos sobre la varilla. Me es imposible mantener la quietud ni la compostura, se oye mi respiración irregular y me parecen a punto de estallar las correas que me contienen. No se detiene: sin palabras toma la cadena que cuelga de mi cuello y ensarta el extremo a las anillas de mis muñequeras. Yo le facilito la operación ofreciéndole las muñecas cuando entiendo lo que pretende. Al deslizar la cadena por las anillas tirando hacia arriba del extremo, que hábilmente prende del mosquetón que ya sujetaba la cadena al collar, mis brazos quedan recogidos en mi pecho y mis manos, juntas y presas bajo el mentón.

-Mereces que te azote -me dice con naturalidad.

Asiento con un ademán.

-Sí, ama.

-Ven.

Me toma de un brazo y me conduce junto al banco que hay a los pies de la cama. Hace que me arrodille sobre su superficie acolchada, en un extremo, mirando hacia el extremo contrario. Ella desaparece un momento y regresa con dos látigos. Los dispone, con la fusta, sobre el asiento, delante de mí. Uno de los látigos, el mas corto, tiene una empuñadura rígida, forrada de cuero, de la que penden un buen número de filamentos de plástico, el otro tiene el mango trenzado y tres trallas planas, de cuero, de unos cuarenta centímetros.

Todo lo que dice y todo lo que hace está destinado a comprobar mis reacciones. Me siento en una prueba que quiero superar a toda costa, y aunque sé que el rubor delata mi vergüenza, la miro a los ojos valientemente. Ella me toma por la barbilla y me acaricia una nalga.

-David, mis castigos son reales, mis latigazos duelen de verdad. Puede que este sea el momento en que debas pronunciar la contraseña.

Niego moviendo la cabeza.

-No. Quiero sufrir tu castigo. Azótame, Cristina.

-Tienes que inclinar el tronco hacia delante apoyando los antebrazos sobre el asiento.

Hago lo que me dice y mis labios tocan el asiento. El peso suspendido de mis testículos se hace más insoportable. En tensión aguardo los azotes sobre mi culo erguido. Mi ama agarra el mango del látigo de plástico.

-El flail no te dolerá, será como un masaje.

Las lenguas duchan delicadamente mis muslos y mi culo, una y otra vez, sin herirme. Al susto inicial sigue una sensación crecientemente placentera. Con dificultad, volviendo la cabeza, veo, y perfectamente oigo, a mi ama esforzarse en cada azote. Me abandono al sonido, al ritmo siempre igual de los trallazos sobre mis piernas y mis nalgas hasta que unos minutos después se detiene. Nuestras respiraciones son ahora parecidas, por distintos motivos. Abandona el flail y agarra el otro látigo.

-La cuarta sí te dolerá.

Enseguida aprecio la diferencia cuando la nueva disciplina muerde mi piel. Al principio suavemente, en el límite entre la caricia y el azote, después algo más fuerte, como pellizcos ardientes pero sin rebasar lo soportable, si no es la excitación lo que eleva el umbral de mi dolor. Se detiene entonces y me relajo, recobrando el ritmo de mi respiración, cuando un látigazo en toda regla cae sobre mi culo como un cuchillo. Grito y mi involuntario movimiento hace oscilar la pesa de mis testículos. Cuando veo que mi ama eleva su brazo de nuevo, sin embargo, recobro la postura para ofrecerme. Se abate de nuevo toda su fuerza con un terrible estallido y esta vez consigo ahogar la queja. Hay lágrimas en mis ojos, pero no protesto y vuelvo a erguir el culo, dócil al castigo, y ella vuelve a herirlo con la misma sevicia. Abandona entonces el látigo y agarra un puñado de mi pelo para indicarme con un tirón que me incorpore. Me hace bajar del banco. Me acaricia en una mejilla, delicadamente. Después, con un tironcito, despega el velcro y libera mis testículos.

-Te perdono la fusta. Es demasiado cruel para ti, por ahora.

-Gracias.

-Deja que te vea -me dice sentándose en el banco. Sus dedos recorren la zona azotada. Después, me gira para ponerme frente a ella y sonríe-. No ha sido nada. Ni siquiera te he levantado la piel.

Yo también sonrío, orgulloso.

Se levanta de nuevo y entonces, ante mí, bien calientes mis nalgas, pone un pie sobre el banco y se quita una liga. La misma operación y se quita la otra. Después las medias. Con incomparable sencillez, se desnuda por completo.

-Aún no he terminado contigo. A la cama.

Me echo boca arriba. Se sube a horcajadas sobre mi abdomen, libera mis muñecas y tira a un lado la cadena. Tímidamente poso las manos sobre sus muslos, tanteando si me está permitido, sorprendiéndome encantado que no ponga reparo.

-Te lo ruego, deja que me quite el arnés.

Separa mis manos, poniéndolas sobre el lecho, y retrocede gateando hasta las piernas. Me desnuda soltando los broches laterales del cinturón y se deshace del arnés. Empuña el mástil con fuerza y se yergue, mirándome con fingida agresividad.

-Te la voy a comer, esclavo. Ábrete de piernas.

¡Dios mío! Se ovilla entre mis piernas y me besa y me lame desde los muslos hasta el vientre y los testículos. Me muerde junto a la horcajadura y después en la verga, haciéndome gemir y hasta gritar de dolor y de placer, cerca del límite. Dobla mis rodillas y alcanza la parte trasera de mis muslos y con sus dedos presiona sobre mi ano y finalmente enfunda mi sexo con su preciosa boca y sin dejar de moverse me hace penetrar hasta su garganta. Soy un esclavo convertido en dios. Me agito incontenible mientras continúa su ritmo incesante. Deseo acariciar su pelo, pero no quiero que parezca que intento conducir sus movimientos y dejo mis brazos sobre las sábanas, inmóviles hasta que me derramo entre convulsiones y veo como entre brumas al amor de mi vida saborear mi semen como si fuera nata y no dejar de lamerme y de acariciarme hasta que pasa el sentimiento infinito.

Viene a la cabecera y se arrodilla sentada sobre los talones, a mi lado. Me he incorporado y la miro como si acabara de despertar, incrédulo, y adoro su cara ahora tan alegre y su boca húmeda y el cuerpo bellísimo que, equívocamente, parece ofrecerme. Sus manos caen a los lados elegantemente, acariciándose la parte externa de los muslos, y separa las piernas permitiendo que vea su centro.

-Amor mío, te regalo mi vida.

-Ssss... eso es precisamente lo que quiero.

-¿Puedo besarte?

Me ofrece sonriente la mano y pone sus dedos en mis labios. Tiendo la mía hacia ella para acariciarla, pero niega con la cabeza y la retiro.

-¿No puedo tocarte? Me gustaría darte placer.

-Cuando yo diga y como yo diga podrás tocarme, esclavo.

-Claro, ama, perdona.

-Quiero que nos tomemos un descanso -me dice entonces-. Entra en el cuarto de baño y date una ducha, enjabonándote bien. Saldremos a dar un paseo.

Salto de la cama al momento.

-¿Qué ropa me pongo?

-Cuando vuelvas te diré. Antes de entrar en la ducha quítate los cueros: se estropean.

Examino orgulloso el reflejo de mi imagen con muñequeras y collar, y mis nalgas enrojecidas. No he cerrado la puerta. Me aplico en la limpieza porque lo ha ordenado mi ama.

Ella sigue desnuda cuando regreso. Sobre el banco ha dispuesto la ropa que traje puesta y el contenido de mis bolsillos, incluido el tabaco. Me observa un momento mientras me visto.

-Yo también voy a entrar en el baño. Cuando vuelva, habrás recogido todo y habrás guardado en mi armario el maletín. Fuma un cigarro, si quieres.

-Gracias.

Obedezco sus órdenes. Tarda poco y cuando vuelve está radiante.

-¿Vamos?

-Cuando quieras.