El precio de tu dulzura (2)
Cuento sobre una (improbable) cita a ciegas. Humillación, castigo y recompensa.
continuación de "El precio de tu dulzura"
He descubierto varios errores (míos) en la publicación del primer capítulo de este relato, el más importante de los cuales es que estaba borrado el pequeño párrafo en el que Cristina termina de desnudarse antes de premiar a su esclavo. Con ayuda de Alex los he rectificado.
Capítulo 2
Están ya ocupados algunos de los veladores del bar que hay cerca de la piscina, pero Cristina prefiere pasear y tomamos un camino de tierra, arbolado de naranjos. Observo que otros paseantes se fijan en mi ama al cruzarse con nosotros y que no parece advertirlo, seguramente por lo acostumbrada que está a que eso ocurra. Pienso en mi suerte: ellos tienen acaso cinco, diez segundos, para mirarla antes de desaparecer; soy yo quien permanece a su lado, todo el tiempo. En ese momento se vuelve hacia mí como si conociera mis pensamientos y quisiera oírmelos decir en voz alta.
-Nunca me he sentido mejor, no podía imaginar...
-Lo sé.
-¿...Yo te gusto, Cristina?
Finge dudar la respuesta, mirándome abajo.
-Bueno... tienes un sabor agradable...
Sonrío.
Caminamos muy despacio y en silencio sin que dé la impresión de que ella necesite hablar, mientras yo no soy capaz de hacer las preguntas que torturan mi mente, hasta que digo:
-¿Has venido antes aquí, verdad?
-Sí. Varias veces.
Se detiene y me mira, seria.
-Debes saber que tengo tres esclavos.
No contesto nada, pero mi decepción es difícil de disimular.
-¿Te disgusta eso?
-No... -contesto en voz baja.
Responde a mi mentira con una risa limpia, que no hiere.
-Sí -admito un momento después-. Me disgusta mucho, Cristina.
Me da un beso y se coge de mi brazo para guiarme a un banco.
-Dos son chicas: Beatriz y Paula. Tienen veintidós y veinticuatro años. Beatriz es mi esclava desde hace dos años, se dio a mí cuando cumplí los veinticinco, como regalo de cumpleaños. Paula empezó unos meses después. El otro es un chico, se llama Nacho, tiene veintisiete. Es mío desde hace seis meses.
-¿Los conociste igual que a mí?
-No...
-No había imaginado que te gustaran las chicas -le dije. Me quedé pensativo y, un momento después, añadí:-. A mí me ha dejado de gustar todo lo que había deseado en las mujeres. Ya sólo me gustas tú.
-Eres un encanto, David.
-¿Es que te parezco sumiso, modesto y delicado? -le pregunto, con una sombra de ironía en el tono de mi voz.
-Por ahora me has parecido suficientemente sumiso, suficientemente modesto... y muy delicado.
-Nota media: seis con cinco.
Cristina ríe.
-Sí, algo así.
-No es mucho...
-Pues intenta mejorar.
Mirar su mirada es como dejarme atrapar envuelto por su belleza y abrirle todo mi interior. También a eso me someto.
-Lo intentaré -le prometo, ahora sin ironía.
-Más le vale a tu piel que lo consigas. Ya has podido comprobarlo -me dice poniendo en mi mejilla la mano con la que me ha azotado. La busco con mis labios y ella se la deja besar-. Vamos a cenar, me han entrado ganas con el aperitivo que he tomado de ti.
La jefa de camareros recibe a Cristina como a una clienta distinguida. Sabe de antemano la mesa que prefiere, a la que nos conduce, y retira atentamente la silla para ayudarle a sentarse. Nos entrega una carta a cada uno.
-Se nota que vienes mucho.
Ella se limita a mirarme.
-¿Estoy muy pesado con las preguntas?
-No. No te preocupes por eso.
-Estoy pensando que te verá cada vez acompañada de alguien distinto.
-Así es.
-¿No te importa?
-No. Me divierte. Deja la carta, elegiré yo.
Abandono a un lado la carpeta. Ella apoya sobre la mesa los antebrazos, cruzándolos, y se inclina ligeramente hacia delante. Me pierdo en sus ojos, otra vez.
-Me gustaría que estuvieras desnudo.
Me río, sintiendo la pulsión en mi entrepierna.
-Podrías haber llamado al servicio de habitaciones.
-Ya... pero lo que me gustaría es que todos vieran que me perteneces. Haberte traído de la cadena y estar como ahora, pero tú en cueros y la fusta encima de la mesa. Quiero que te imagines que es así.
Viene la maîtresse y Cristina pide para los dos. Cuando se marcha, ella continúa:
-Retiraría tus cubiertos y te obligaría a comer con las manos y a la menor cosa que me disgustara, por ejemplo que miraras a otra chica, llamaría a la camarera y le pediría que te atara las muñecas y te sujetara para darte un buen fustazo en las nalgas.
Durante la comida sólo habla ella, haciéndome vivir lo que imagina. Por imposible que sea la historia, la supongo muy capaz de todo lo que cuenta.
-Algunos de los otros clientes mirarían, pero seguirían en lo suyo.
-¿No estás hablando demasiado fuerte?
-¿Quieres que me calle?
-No.
-La maîtresse, mientras te sujeta para que te castigue, mira tu cuerpo con interés. Ya he dejado marcado tu culo pero ella no te suelta y empieza a acariciarte el pecho. Entonces te vuelves alarmado hacia mí, pero yo no atiendo a tu súplica de forma que no te quedan dudas de cuál es mi deseo. Ella se abre el pantalón y te muestra que tiene puesto un pene artificial. Te echa sobre la mesa y, con unas pataditas en tus pies, te abre. Mientras te sodomiza tú no dejas de mirarme.
-Demasiado para mí...
Estoy sin embargo acalorado y ella lo sabe. Tengo un momento de duda, corto el filete en trozos, dejo los cubiertos a un lado, cojo un pedazo con la mano y me lo llevo a la boca. Su rostro se ilumina. Miro a las otras mesas y al servicio temiendo que alguien me haya visto.
-Tranquilo, no pasará nada. Sigue.
Llama a la maîtresse, que se acerca enseguida. Me detengo.
-¿No comes? -me pregunta ella con tono exigente cuando la empleada está a nuestro lado. La miro, trago saliva, pero me atrevo: me llevo otro trozo a la boca. Ella se dirige a la maîtresse:- Traiga algo de pan, por favor.
La camarera no parece encontrar nada raro. Le trae lo que pide y se marcha.
Al terminar, me ordena ir al lavabo a enjabonarme las manos. Cuando regreso al comedor, desde lejos veo que ha abandonado su lugar. Vacilo. Se me acerca la maîtresse:
-Señor: la señorita me ha pedido que le diga que lo espera en la cafetería. En el salón de al lado, señor.
-Gracias.
-A usted.
Me recibe exultante.
-Has estado muy bien.
-Eres terrible. No me atreveré a volver a este sitio.
-Has sido tú. Descarado.
Los dos reímos.
-Menos mal que no has llevado la historia hasta el final.
-Es pronto aún. ¿Quieres fumar?
-Sí, gracias.
-Cuando subamos a la habitación, lo primero que harás será desnudarte y cepillarte los dientes. He dejado en el lavabo un tubo de vaselina. Quiero que te apliques una buena porción de ella en el ano.
La orden borra instantáneamente mi sonrisa. Retiro de mi boca el cigarro que aún no he encendido.
-Oh... por favor... ¿Es eso necesario, Cristina?
Por toda respuesta me traspasa con una mirada helada. Se ha extinguido toda la alegría de hace sólo unos segundos. Se pone de pie.
-No vas a fumar. Guarda el tabaco.
Sin añadir una palabra, introduzco el cigarro en la cajetilla y la meto en un bolsillo de mi chaqueta con el mechero. La sigo al ascensor con el corazón encogido, culpándome por mi torpeza.
-Perdóname, te lo ruego -le digo cuando estamos subiendo-. Haré todo lo que tú desees.
La expresión de su rostro no se suaviza, pero me dice:
-Eso está mucho mejor.
-¿Ya no estás enfadada?
Me da una bofetada, suave y posesiva, y no responde.
Al llegar a la habitación, abre la puerta del baño.
-Obedece.
Entro y cara a ella comiezo a quitarme la ropa deprisa. Me deja. He cumplido sus instrucciones y me espera sentada en un sillón, con las muñequeras y el collar preparados sobre la mesa. Veo orgulloso, en sus ojos, cómo le agrada que sin que pronuncie una orden me ponga a su alcance, me arrodille y le ofrezca las muñecas, aunque no dice nada mientras me coloca con ademán dominante los signos de mi esclavitud. Ahora me empuja en el pecho, retrocedo... y parece olvidarse de mí. Toma su libro de la mesa y lo abre por la marca que había dejado. Frente a ella, desnudo y de rodillas, su actitud me convierte, repentinamente, en un objeto de la habitación que no merece más atención que cualquier otro. No es necesario una palabra para saber qué desea, ni deseo otra cosa sino permanecer inmóvil, derecho, atento al movimiento casi imperceptible de sus ojos, a su expresión concentrada, a la irresistible altivez de su indiferencia.
Cuando todo se detiene, el tiempo pierde su medida...
Sé cuánto es el dolor en mis rodillas pero no cuántos minutos transcurren antes de que deje el libro y, sin mirarme siquiera, se dirija al cuarto de baño cubriendo mi cuerpo con la deliciosa brisa de su paso. No estoy autorizado a moverme mientras le oigo cepillarse los dientes, y ni tan sólo giro la cabeza cuando está a mi espalda, trasteando en el armario, ni cuando se acerca hasta situarse justo detrás de mí.
-Va a ser una noche difícil para ti, esclavo -me anuncia-. Ponte de pie.
Hago lo que me dice. Ordena que me vuelva. No he acabado de ver que está desnuda y que tiene las dos manos extendidas hacia mí cuando ha colocado dos pinzas metálicas en mis pezones. Creo que oigo mi grito antes de advertir que es dolor lo que siento. Bajo la cabeza para mirarlas, aterrado. Parecen dos inocentes mariposas que se hubieran posado sobre mi cuerpo, pero se aferran sin piedad con agudas punzadas. Mi cuerpo se estremece, cierro los ojos y aprieto los puños con fuerza evitando volver a gritar y procurando recobrar el ritmo normal de mi respiración. Consigo abrir los ojos y a través de mi suplicio veo a la más delicada belleza evaluando tranquilamente mi capacidad para sufrir el dolor que me desea, y comprendo que esta tortura es la barrera que interpone entre nuestros cuerpos desnudos pero también la escarpada ladera que generosamente me muestra, como camino para merecer la cima. Es justo que sufra por ella...
Agarra un mechón de mi vello púbico y tira de él.
-Cuando te quite las pinzas te sodomizaré.
Fascinado por la fiereza con la que tuerce la boca y acuciado por mi deseo incontenible, me rindo y me someto sin reservas a su poder.
-Hazlo ya si quieres.
-No hay prisa, antes me apetece divertirme un poco más. Pon las manos detrás de la cabeza.
La piel de mi pecho se estira y sus dedos se entretienen un rato pulsando las pinzas, tañendo la melodía de mi dolor, y lo soporto hasta que, de repente, me las arranca con dos tirones que me provocan un alarido. Ella parece asustarse por un momento, después retira suavemente mis manos de mis pezones, acerca sus labios y me los besa repetidamente depositando cada vez un poco de su saliva, como un bálsamo, hasta que ve que me recupero. Parece arrepentida de haberme hecho tanto daño, y yo agradezco su consuelo desde lo más profundo.
"Os voy a follar", nos decía un sargento en el servicio militar. Aberraciones del lenguaje que son aberraciones del macho prehistórico: Te voy a convertir en hembra para que compruebes qué macho soy. Ganas de vomitar.
Cristina me va a follar. Tiemblan hasta los músculos de mi cara cuando abre una caja de tafilete, como un joyero rectangular, y me muestra su contenido. Es un pequeño pene de plástico, de unos diez centímetros de longitud. Tiene una forma bulbosa alargada, no demasiado gruesa, un cuello estrecho y una base ancha y plana como una moneda gigante para que no se pierda dentro del cuerpo.
Se sienta en el borde de la cama.
-Antes quiero ver qué sabes hacer con la boca, para comprobar si me sirves para satisfacer a Nacho.
Sostiene el juguete con sus dos manos, sobre sus muslos, esperándome. Yo respiro hondo y expulso ruidosamente el aire contenido.
-¿A qué esperas? ¿Es necesario que coja la fusta?
-No...
Violentándome, luchando contra la fuerza de mis músculos que se resisten a obedecer a mi voluntad sometida, avanzo a ella y me arrodillo. Mi boca se abre a punto de alcanzar el pene cuando ella lo retira y lo tira sobre las sábanas. Entonces, como si estallara después de haber estado conteniéndose largo rato, suelta un gemido mientras abraza y besa mi cabeza. Da un enérgico tirón de mi pelo y me obliga a mirarla. Se mezclan nuestras respiraciones. Me besa en los labios.
-¿Quieres demostrarme qué sabes hacer con la boca? -me pregunta, susurrante, separando las rodillas.
-Amor...
Miro, como deslumbrado, la flor abierta de su deseo y me sumerjo entre sus muslos. Bebo de su fuente hasta emborracharme y mi lengua, enloquecida de felicidad, baila sobre su cumbre para servir sólo a su placer. Sus muslos me atenazan con fuerza y sus dedos revuelven mi pelo hasta que cae atrás, jadeante. Se relaja la presión y alzo la cabeza para ver su paisaje. Beso su vientre y quiero recorrer su valle, tenso y palpitante, pero me obliga a volver. Poco después se incorpora y me hace levantar la cabeza sujetándome por las sienes.
-Métemela, esclavo.
Por un momento me quedo desconcertado. Mis ojos buscan el pene de plástico y ella suelta una carcajada.
-Tonto...
Enrojezco, feliz. De la caja que lo guardaba ha sacado un preservativo y me lo muestra sosteniéndolo entre los dedos índice y corazón de la mano derecha. Se acuesta en el centro de la cama y yo, arrodillado en el espacio entre sus piernas, me lo coloco mientras sus dedos sustituyen a mi boca. Me detengo, con la funda ya puesta, a observarla mientras se acaricia. Ella me lo permite. Con el recogimiento de quien es hallado digno de la contemplación del misterio, con la indecible emoción de descubrir que se encuentra hermosa en mi mirada, guardo para mí las leves ondulaciones de su cuerpo, el íntimo y limpísimo goce que demuda su rostro, transportada su belleza a una superior belleza.
-Eres preciosa.
-Ven...
Entro en Cristina despacio, dejándome guiar. Se desprende de ella un profundo quejido y parece que una nube cruza por sus ojos. Cuando por primera vez puede acogerme por completo me quedo quieto, muy dentro. Ella se abraza, clavándome las uñas, y por su exhalación parece que no pudiera soportarlo y quisiera que yo la dejara, pero sé que merecería que me arrancara la piel a tiras si lo hiciera. Me separo un poco, apoyando las manos, y observo su rostro mientras me muevo con ritmo regular. Sus gemidos son una celestial armonía. Me exige, me ruega, me apremia, me conforta...: todas las expresiones están en sus ojos. Con sus manos me acaricia apretándolas al deslizarlas sobre mi piel, como con urgencia para expresar lo que con palabras no puede decirse. Sigo la pauta de su placer que es el mío, que no distingo del que prende también mi cuerpo, en un único incendio, hasta que abrazados todo se desborda y pierde su control y sin embargo es perfecto y es absoluto y somos uno.
Nuestras manos y nuestras miradas enlazadas, la acompaño en su regreso, y sé que no necesito ahora pedir permiso para comulgarla con mil besos en la cara, en el cuello y en los pechos. Ella me deja hacer, tierna y condescendiente, hasta que el efecto de mis atenciones acaba siendo su risa cristalina.
-¿Es que te hago cosquillas?
-No...
Parece que cobra renovada energía y abrazándome me hace rodar para ponerse sobre mí, como si me venciera en la lucha. Mis manos acarician su culo reconociéndolo por completo, como la mirada de un ciego, y no dejan de hacerlo aunque ella recupera el dominio componiendo con el dedo índice de su mano derecha y con mi boca la señal de silencio. Lo beso y hago un amago de morderlo, en broma.
-¿Te rebelas contra tu dueña, esclavo?
-No. Nunca dejaré de obedecerte ni de adorarte.
-¿Nunca?
-Nunca -respondo hundiendo blandamente las yemas de los dedos en su carne y separando sus nalgas.
Extiende su mano y alcanza el pene de plástico. Me besa en los labios y me desafía con la mirada.
-Voy a metértelo por el culo.
-Soy tuyo. Puedes hacerlo.
Sonríe y me vuelve a besar.
-Te obligaré a llevarlo dentro toda la noche.
-Sí, mi amor.
Me besa de nuevo.
-Dormirás en el suelo, encadenado.
-Lo haré por ti.
Otro beso, más sabroso y más largo, baña mi boca.
-Te despertaré a mitad de tu sueño para darte latigazos.
-Como tú desees, amor mío.
Recuesta su cabeza en mi pecho, me lo besa y durante largo rato se abandona, indolente, a mis caricias.
Sale del cuarto de baño y me encuentra de rodillas, esperándola. Lleva un pijama de algodón compuesto de un holgado y ligero pantaloncito que le cubre hasta la mitad de los muslos y una camiseta de manga corta, celeste con infinitas y diminutas florecitas rosas. Sonrío para mis adentros recordando que había imaginado el encuentro con una dominatrix cubierta de plásticos negros, tachuelas y correajes.
Se planta ante mí con una cadena en la mano. Me hace ponerme de pie y ensarta mis muñequeras al collar.
Tira al suelo, junto a la cama, una almohada.
Toma el pene de plástico en sus manos y señala al lecho.
-Ponte ahí de rodillas y abre bien el culo.
De espaldas a mi ama, me arrodillo separando las piernas todo lo posible. Me empuja en los hombros y caigo sobre los antebrazos como cuando me azotó, pero ya no tiemblo por humillarme así delante de ella. Me explora primero con los dedos, recreándose en su dominio y comprobando si estoy bien lubricado, y añade algo más de vaselina. Siento que voy a ser violado, pero por un ángel. Me lleva al cielo y me arrastra por el suelo... Está en su derecho. La punta del juguete toca mi ano, presionándolo. Contengo la respiración cuando comienza a ceder el esfínter. Lo empuja adentro de golpe.
-Ya puedes acostarte en tu sitio, esclavo.
Obedezco dócilmente. Produce una sensación muy extraña, pero no duele. Ella pone en hora un despertador y lo coloca sobre la mesilla de noche.
-A las tres y media te azotaré.
Estoy encogido, buscando una postura que me permita conciliar el sueño. Ella ha dejado preparada sobre la mesilla de noche la cuarta de tres trallas, se ha acostado y ha apagado la luz. Oigo su respiración. Parece plácidamente dormida mientras rindo tributo de esclavo. No es un juego: realmente voy a sufrir esta noche como es real el tapón que me ha fijado y la incomodidad de las cadenas que aprisionan mis muñecas. Repaso con gran excitación todos los sucesos desde nuestro primer encuentro en la cafetería. Boca arriba, mis nalgas se aplastan contra el suelo haciéndose mayor la presión del pene de plástico que llevo, pero es la postura en la que parece que puedo descansar. La noche se hace más suave...
Me despierta el pitido. Mi primera sensación es no saber dónde estoy. Cristina enciende la luz y salta de la cama con sorprendente energía.
-De pie.
Lo primero que veo en ella es el látigo, que ya sostiene en su mano derecha. Me levanto con dificultad.
-Ponte en el banco y adopta la postura.
Hago lo que me dice despacio, con pereza, pero ella sabe como despabilarme. Esta vez no prepara mi piel con el flail, sino comenzando a latigar con suavidad sobre toda la superficie de mi espalda y sobre mis nalgas. Incrementa gradualmente la fuerza, inclemente, hasta superar la intensidad de los peores azotes de la tarde. Estoy a punto de no poder aguantar más, sorprendido por la dureza del castigo, cuando se detiene.
-Al suelo otra vez. A dormir.
De nuevo a oscuras. Todo ha sido muy rápido. Es como si de repente en la noche hubiera aparecido un ardor inexplicable en mi espalda y en mi culo. No hay consuelo. Recuerdo sus exigencias sobre la modestia y sofoco la agitación de mi respiración, lo mejor que puedo.
Aún no es de día cuando uno de mis ligeros sueños es interrumpido. En la penumbra, mis ojos acostumbrados a lo oscuro, la veo descender al suelo. Suelta mis muñecas.
-Puedes subir a la cama.
Voy a su lado, bajo las suaves sábanas. Me pone boca abajo y me saca el tapón, que lleva al cuarto de baño, me quita el collar y las muñequeras y me besa muchas veces en el pelo y en la cara, rozándome con todo su cuerpo.
-¿Ves cuánto te amo? -le digo.
-Duerme, descansa.
Me despierta con caricias. Enseguida me doy cuenta de que debe de ser tarde, por la luz que inunda la habitación. Ella parece llevar mucho tiempo levantada. Nuestro equipaje está recogido: su maletín, su bolsa de viaje y mi maleta están colocados sobre el banco. Ha preparado sobre un sillón, que ha acercado a la cama, la ropa que debo ponerme y se ha vestido con un traje oscuro que, por masculino, resalta su feminidad como no haría ninguna otra ropa que hubiera elegido. Tiene la chaqueta abierta y pone los brazos en jarras. Observo las formas de sus pechos someramente adivinadas bajo la camisa blanca, y su graciosa corbata roja.
-¿Cómo te encuentras? -me pregunta.
-Bien -contesto incorporándome.
Retira las sábanas destapándome por completo.
-He pedido el desayuno. Vístete, no quiero que la camarera te vea desnudo.
Antes de que me ponga nada revisa los efectos del látigo sobre mis nalgas y mi espalda.
-Estás bien.
Me visto, halagado porque no deje de contemplarme mientras lo hago. Después le pido permiso para ir al cuarto de baño. No he terminado cuando llaman a la puerta y todo está preparado en la terraza cuando salgo.
Me sirve el café.
-¿Por qué no quieres que me vea desnudo la camarera?
Ella sonríe.
-Se enamoraría de ti.
-No tendría ninguna esperanza.
No dice nada pero parece complacida. La miro comer, embelesado.
-Te has portado bien. Mereces mucho más que un seis y medio.
-Gracias.
-La verdad es que te he mentido: sí me gustaría que la camarera te viera desnudo -añade con malicia.
Sé a lo que se refiere: a la historia que me hizo imaginar mientras cenábamos. Enseguida cambia de conversación, para quitarme la oportunidad de hablar sobre ello. Me pregunta si suelo vestir así, le gusta mi ropa. Reconozco que no, sólo tengo tres chaquetas y me las pongo muy ocasionalmente, y casi nunca uso corbata. Se me ocurre decirle que ahora me siento raro por estar vestido delante de ella. Se ríe, con su deliciosa dulzura...
No sabemos despedirnos. Parados delante de su coche nos decimos adiós sin concertar una nueva cita. Tenemos nuestros teléfonos y supongo que deberé esperar a que ella lo desee. Antes de separarnos nos besamos en los labios ligeramente, me extraña que con cierta frialdad.
He dado varios pasos y oigo que me llama. Está dentro del coche asomada a la ventanilla. Regreso.
-Aunque eres el mayor por edad, quiero que sepas que te considero el inferior entre todos mis esclavos.
-Sí, ama...
El coche arranca y lo veo alejarse.