El postre se retrasa

Tras una opulenta comida, el gran postre se hace esperar demasiado.

La mesa estaba ricamente servida, con carne, pescado y frutas, con buen vino y relucientes dulces, auténticos lujos en la época oscura en la que estábamos viviendo. No era la mesa lo que más me atraía, de todas formas, aunque la disfrutaba con cada crujido de la comida que rasgaba mis oídos. Lo que más me atraía eran los dos jóvenes esclavos de mi anfitrión, el rico Sholas, el comerciante de armas más importante del Imperio que ya se precipitaba en el vacío.

  • En estos tiempos hay que disfrutar. – me repitió – Hay que hacer negocios rápido y tajantemente. Así he podido sobrevivir.

Hizo una señal a la esclava y ésta le acercó la servilleta, tímida y temerosa.

Yo no podía dejar de mirarla, ni a ella ni a su compañero. La polla, hinchada, al igual que los huevos, me apretaban contra el calzón de manera descontrolada. Sholas lo sabía, pero no me invitaba a catarlos a ninguno de los dos. Tal vez los reservaba para más tarde, como premio por la importante transacción que habíamos realizado.

Lo miré a él, al esclavito, y él desvió los ojos hacia la pared, enrojeciendo. Era un jovencito moreno, de pelo corto ondulado y grueso. Como la joven, estaba completamente desnudo y depilado. A Sholas le gustaba que sus esclavos trabajasen en todo momento en estas condiciones. Era un símbolo de sumisión para ellos, de poder para él y de prestigio ante sus visitantes. Yo bien sabía el estricto régimen de privaciones al que los sometía cuando alguna visita arreciaba: les impedía practicar el sexo durante días y, con todos sus deseos reprimidos, los presentaba orgulloso ante sus audiencias, completamente desnudos y desprotegidos, bañados en exuberantes perfumes. El esclavo en cuestión portaba una erección insoportable a la vista: su polla venosa se levantaba hacia mí apoyada sobre sus huevos tensos, con su glande rosadito y húmedo de deseo apuntándome. Su marcada clavícula era excitante, así como sus pectorales a medio formar y sus pezones naranjas casi imperceptibles. Me gustaba su bajo vientre, ligeramente hundido, blanco como la leche. Sus nalgas eran tersas y fuertes y también muy blancas. Tenía los músculos de un campesino que nunca llegó a formarse.

  • Fue un labriego que compré en una de mis conquistas. – me explicó, como adivinando que me preguntaba por su procedencia – Me lo vendieron sus tíos. Como era huérfano, no querían tenerlo viviendo gratis de ellos.

La esclava era, como él, jovencita, de finas curvas, morena y de pelo largo y lacio. Mostraba un coñito pequeño y mojadísimo, apetecible como pocos, blanco y liso. Le caían riachuelos de placer contenido. Le rodaban piernas abajo y goteaban en el suelo. Sus tetitas, no muy grandes pero firmes y esponjosas y muy bien contorneadas, portaban dos pezones como lanzas. Sus nalgas redondeadas me recordaban a un melocotón por madurar. Sus muslos eran prominentes, suaves y a la vez de trazo duro.

  • A ésta la compré en el mercado. Era la hija de unos nobles. La capturaron tras destruir su palacio. Toda su familia fue vendida en el mercado. Todavía recuerdo cómo lloraba en la tarima cuando la encontré expuesta desnuda ante la audiencia. Tuve que regatear mucho para llevármela. – afirmó, y propinó una palmada a la nalga a la joven, que enrojeció y dejó escapar una casi imperceptible lágrima

Sholas jugaba. Jugaba a excitar a sus esclavitos. Y jugaba a excitarme a mí. Sabía que mi cuerpo se estaba quemando de deseo.

  • ¿Qué desnudez prefieres, la del hombre o la de la mujer? – me preguntó de improviso

La extrañeza me invadió por un momento. Le contesté: - Depende.

  • Cada una tiene su esplendor propio. – me respondió él

Le indicó al esclavo que se acercase y le tomó el brazo y lo sentó en su regazo. La polla del joven se levantaba y casi le tocaba su ombligo. Me excitó aquella postura: sus blancos huevos comprimidos entre las dos blancas y fibrosas piernas depiladas, y aquella gloriosa erección casi rozándole el delicioso ombligo.

  • Yo creo que la del hombre es más humillante. – resolvió Sholas – Fíjate: - y señaló la polla del esclavo – El pene erecto sobresale por encima del resto del cuerpo en cualquier postura. Siempre está expuesto, indefenso, listo para la catadura.

Agarró el pene del joven e hizo un amago de masturbarlo. Un gemido de placer y vergüenza se escapó de sus labios rosados. No lo masturbó. Le ordenó levantarse y lo dejó sufriendo un ratito más, de pie a nuestro lado, con las manos atrás y la cabeza gacha, dispuesto a obedecer. Su glande brillaba como un diamante.

¿Y qué me dices de los pechos de la hembra? – le pregunté. Estaba seguro de haberme corrido ya, pero la erección no me bajaba un ápice.

Ordenó ahora a la joven acercarse. Se levantó y le agarró los pezones. Se los masajeó con delicadeza primero, con dureza después. Ella gimió.

No des el espectáculo que sabes lo que te espera. – le regañó inquisitivo

Dejó de gemir. A duras penas.

Los pezones erectos tal vez no tengan el volumen de un rabo, pero sí que exponen a la mujer a una gran humillación. - afirmé

No se… - él dudó. Ahora le masajeaba el coñito, le metía el dedo y se lo sacaba, se lo metía y se lo sacaba. Retrasaba la masturbación hasta hacerla agónica. Paró en seco. Y añadió una orden a la esclava: - Ábrete el coño y enséñaselo a nuestro huésped.

La jovencita, que ya no podía reprimir las lágrimas, se me acercó avergonzada y, con delicadeza y temblores, se tomó los labios rosaditos y me los abrió de par en par. Una rosa invertida brillaba en su interior.

  • El hombre porta su humillación desnudo hacia fuera. La mujer hacia dentro. – afirmó orgulloso de su "descubrimiento" - ¿Qué puede haber más humillante que mostrar lo que nadie puede ver, lo que permanece más oculto?

Sonreí. Mi polla vibraba a cien.

Ya puedes cerrártelo. – le ordeno a la esclava de repente, dejándome con la miel en los labios – Y ahora, acaríciale los huevos a tu compañero.

La joven dio la vuelta a toda la mesa para situarse frente al chico. Con timidez, le pasó los dedos por sus prietos y disminuidos cojones.

  • ¿Eso es acariciarle los cojones? – le chilló – Acarícialos en condiciones. ¡Quieres que te mande azotar hasta que te desangres?

La joven se los acarició, esta vez abriendo las inseguras manos, que eran una araña de dedos. El joven no la quería mirar a la cara.

  • Y ahora tú acaríciale a ella las tetitas. ¡Pero bien acariciadas!

Sholas estaba jugando con mi paciencia.

El joven comenzó a masajearle los pechitos a la esclava. Ella tenía la mirada perdida en sus huevos y en su polla erecta. Sus pechos se contraían y se expandían cubiertos por las manos del esclavo, también tembloroso, de placer, de miedo, de vergüenza, de indignación. Ninguno llegó a correrse del todo. Se les veía llorosos, rojos, a punto de reventar de tanto contenerse.

Sholas me sonrió.

  • Está bien. – dijo con una risa maliciosa – Está bien, está bien. Podéis retiraros.

Los jóvenes se apartaron el uno del otro. Sus caras reflejaban desesperación. La mía también.

Me miró con los ojos chispeantes.

  • Antes de elegir un esclavo querrás verlos todos, ¿no es así?

Sholas sabía hacerse respetar, hacerse desear. Por eso era uno de los hombres más ricos del mundo conocido. Yo no era su esclavo. Pero estaba a su merced en aquel momento. Como aquellos dos desgraciados que se carcomían de deseo, desnudos, a mi lado.

Veamos a otros esclavos. – se levantó y me "ordenó" seguirle

¿Me lo estaba ordenando realmente? ¿Y yo le estaba siguiendo?