El por qué del sí quiero
Una simple pregunta desencadena toda una serie de recuerdos alegres que rememoran una vida de bovios y casados plena y feliz que todavía llega hasta esa noche presente en que se lanzó la pregunta. (No hay escenas explícitas de sexo)
-Cariño, ven a la cama
-Ahora no puedo, tengo trabajo pendiente
-Ya lo acabarás mañana.
-¡Que ahora no!
Pablo bufó. El reloj del ordenador ya marcaba las doce de la noche y todavía tenía mucho trabajo por delante. La agencia de publicidad le había exigido un trabajo de Photoshop demasiado complicado y sólo le quedaban dos días para entregarlo, pero iba sumamente atrasado. Y, para variar, tenía a su marido detrás de él, revolcándose en la cama sin nada de ropa en una actitud sugerente y juguetona. Sí, le encantaba hacer eso, y también pasearse por la casa y exhibirse completamente desnudo, sobre todo para provocarle a él. Era tan pueril, como un niño adulto… ¿En qué momento se le ocurriría casarse con él?
Pablo volvió la vista atrás al día en que se conocieron. Él se dedicaba a la fotografía profesional y había sido contratado para retratar a varios modelos que servirían para decorar un catálogo de ropa masculina, tanto ropa interior como prendas de vestir normales. Los modelos iban pasando frente a él, con las distintas prendas, les hacía unas cuantas fotos para tener dónde elegir, se cambiaban, luego otra tanda de fotos… Así durante varios días y con un buen puñado de modelos. Todos cuerpos de infarto, miradas cautivadoras, poses ensayadas y petulantes… Y luego llegó Alex. Él podía haber sido un modelo más, un pavo de cuerpo curtido en el gimnasio que posaría frente a su cámara con distintos calzoncillos que le marcaban el paquete para atraer al público masculino y que se sintiese igual de potente que ese modelo para poder gastar su dinero en ese producto. Lo curioso de Alex era que, a diferencia del resto, lucía el cabello largo, ondulado como las olas del mar y de un color castaño brillante. También lucía una joya, un colmillo de tiburón falso atado al cuello con una cuerda de cuero, un detalle que no se solía permitir en ese tipo de fotos, pero que no tenía necesidad de quitarse, pues no se iba a ver. Era un aspecto de surfero totalmente estereotípico, con buenos pectorales pero no demasiado marcados, al igual que sus abdominales..
Pablo no solía mediar palabra con los modelos; cada cual hacía su trabajo, les pagaban y partían caminos. Pero Alex decidió romper con esa regla no escrita y, cuando la sesión de fotos había acabado y salía del vestuario, en vez de marcharse se acercó a él. Pablo estaba ocupado revisando cada captura, seleccionando las mejores para enviarlas, cuando ese pavo empezó a entablar conversación con él.
-¿Qué tal? ¿He salido guapo?
Pura arrogancia. Obvio que salía guapo, estaba súper entrenado para ello. Y tal vez fuese el primero y único que preguntase eso.
-¿Tú qué crees?-respondió Pablo, con hastío.
-Me gusta esa.
Vaya cosa más absurda. Lo único que se veía en todas era su cadera, cubierta con tal o cual pieza de ropa interior. En unas estaba de frente, en otras de tres cuartos, en otras de culo…
-Pues pondré esa. ¿Te parece bien?
Le respondió como quien responde a un crío que quiere llevar la contraria a todo rato. La primera vez que mostró esa faceta suya. El modelo sonrió, precisamente como a un crío que le acaban de regalar una piruleta.
-¿Quieres salir a tomar algo?-preguntó justo después, volviendo a su yo más maduro.
Un ofrecimiento atrevido cuanto menos. No le conocía de nada, pero Alex le invitaba a salir como si le conociese de toda la vida. No traslucía ninguna intención secreta, tan sólo una invitación inocente, y fue por eso por lo que Pablo accedió una vez hubo terminado. Total, una amistad más era una amistad más.
Una vez en el bar fueron conociéndose. Así supo Pablo que Alex no era el verdadero nombre del modelo, sino Alejandro. Pero Alex tenía mejor tirada para el mundillo del modelaje y, si quería darle un toque exótico, sólo tenía que cambiar un par de letras y era Axel. Una estrategia infalible. También descubrió que su pasión era el surfeo, deporte al que también se dedicaba en cuerpo y alma participando en torneos de manera esporádica. Era una persona bastante interesante, más de lo que esperaba, y Pablo se sorprendía de que se hubiese siquiera parado a hablar con él. Al fin y al cabo, él no llevaba una vida muy apasionante: Sabía mucho de cámaras, de obturadores y de planos, no tenía aficiones llamativas más allá de la fotografía. Y, sin embargo, el flechazo en aquel bar fue casi instantáneo. Intercambiaron teléfonos, lo que comenzaría como una amistad para quedar de vez en cuando, y, tres días después, formalizaban el noviazgo revolcándose en la cama y con Alejandro, o Alex, poseyéndole con amor e ímpetu.
Desde entonces, sus vidas quedaron ligadas. Iban juntos al cine, alguna visita esporádica al teatro, una escapadita por el país… Alejandro le colmaba de atenciones, aunque a veces adoptaba una actitud infantil en la que Pablo tenía que tomar el papel dominante y controlarle. A veces era un poco pesado, pero era un pecadillo que le permitía de vez en cuando. Obviamente, esto lo hacían con cierta privacidad, ya que aguantar a un niño adulto en público hubiese resultado en una situación muy embarazosa, pero Alejandro al final se las apañó para adoptar esa actitud incluso en las situaciones más concurridas, aunque con un disimulo deliberado. Su amor también fue emergiendo al público, y el miedo a lo que diría la gente si viese a dos hombres besándose en medio de la calle se fue disipando. Andaban de la mano, se daban algún pico o incluso andaban con la mano en el bolsillo trasero del otro. Pero el sexo, eso sí que sí, quedaba en la intimidad. Y Pablo lo gozaba cada vez que Alejandro le entraba.
En una ocasión hicieron una escapadita de un fin de semana de largo para que Alejandro participase en una competición de surf. Alex cabalgaba las olas con gracia y estilo mientras Pablo le miraba desde la playa, fotografiando a su amor en poses dinámicas y espontáneas mientras el público vitoreaba y los jueces observaban con detalle. Por desgracia, Alex sólo llego a conseguir el cuarto puesto y, esa noche, sentados en la playa y contemplando las olas, Alex fingía llorar sólo para que Pablo le abrazase y le reconfortase. Luego, cuando se le pasó el berrinche, dieron un paseo nocturno, con el tacto de la suave arena en los pies y el viento nocturno acariciándoles. Alejandro estaba tan sexy enfundado en la bermuda surfera de estampado hawaiano que cuando alcanzaron un rincón apartado, escondido entre las rocas, se la quitó allí mismo y lo hicieron de manera espontánea, revolcándose en la arena, rodando el uno sobre el otro, mientras se besaban con pasión y el agua les salpicaba en los pies.
Eventualmente, y gracias a cierta prosperidad económica, los dos acabaron compartiendo piso en un pequeño pueblo costero que era un lugar de práctica ideal para Alejandro. Con su típica bermuda en las estaciones cálidas y un neopreno en las frías, montaba las olas cada vez que tenía ocasión. Pero fue también en esa época cuando empezó a tomar el hábito de pasearse por la casa sin ropa, mostrando al completo su cuerpo torneado y lustroso y su miembro colgante que se balanceaba a cada paso. Pablo sabía que lo hacía para darle envidia, pues él no era tan amigo de los gimnasios y no podía disfrutar de ese físico. No es que estuviese gordo, pero sí que estaba “fofo”. Y precisamente esa práctica de Alex fue la que le enseñó a quererse a sí mismo, a amar el mismo cuerpo que Alex amaba y contemplaba, y los dos pasaron a practicar el mismo nudismo que les permitía ejercitar su amor al instante cuando había un calentón de por medio.
No sólo fue Pablo el que se ligó a la afición de Alejando, sino que este también empezó a participar del trabajo de su novio. Aunque seguía trabajando para publicistas de manera esporádica, Pablo también había podido abrir un estudio de fotografía en el que ambos empezaron a colaborar como co-propietarios. Así, cuando Pablo se encontraba en la trastienda retratando a algún cliente, Alejandro podía atender en el mostrador. Incluso empezó a enseñarle los rudimentos de la fotografía: planos, cámaras, obturadores, tipos de fotos… Y así, cuando Pablo tenía que estar fuera, capturando las imágenes de otros modelos que no eran su amado, Alejandro podía sustituirle si él tampoco se encontraba posando para otros fotógrafos. Podían permitirse esa pequeña infidelidad, pues sabían que, cuando llegasen a casa, su amado novio estaría esperando para darle un beso cuando volviesen.
El aprendizaje de tareas ajenas también se trasladó al ocio y, al igual que Pablo enseñaba a Alejandro sobre la fotografía, este también le daba clases de surf. La gente pasó de ver al gran surfista Alex acompañado de otro hombre mucho más patoso y novato que él, que constantemente se caía de la tabla y acababa arrastrado por las olas de vuelta a la playa, una y otra vez. Con el tiempo, Pablo aprendió a tener cierto dominio de las crestas de las olas, aunque seguía cayéndose con frecuencia y no era capaz de emular el estilo y la habilidad de Alejandro. Y fue en una de estas jornadas cuando, al volver a las toallas, Pablo encontró una pequeña cajita, forrada de terciopelo, que no recordaba haber guardado ahí. La intriga le invadió al instante y, al abrirla, encontró un colmillo de tiburón falso atado a una cuerda de cuero. También había un pedazo de papel, una nota que rezaba: “¿Quieres casarte conmigo?”. No era el típico anillo, pero era mucho más especial que eso y, cuando Alejandro se unió a él, le dio el sí de inmediato.
Celebraron la boda en el cuarto aniversario del nacimiento de su noviazgo. El sitio era idílico: en lo alto de un acantilado, con el mar dominando las vistas y el sol veraniego iluminando su compromiso. Era incluso extraño ver a Alejandro enfundado en traje y corbata, tan acostumbrado como estaba a llevar ropas ligeras, bañadores y neoprenos. Incluso más gracioso cuando le vio aparecer con el pelo recogido en una coleta. Una rosa en la solapa del traje de Pablo hacía las veces del típico ramo que llevaban las novias. Frente a un altar de madera montado expresamente, una ristra de sillas blancas en dos columnas, adornadas con diversos motivos nupciales y flores. Sería una boda civil, pero tenía todos los encantos de una boda normal.
La lista de invitados no fue muy numerosa: los padres de ambos, familiares muy cercanos y algunos amigos y conocidos. Los padres de Pablo y su hermana sabían desde hace mucho lo de su homosexualidad, con lo cual acudieron ilusionados al enlace. La madre de Alejandro también se sentía contenta por ver a su retoño feliz con la persona a la que amaba, pero el padre era otra cuestión. Veía a Alejandro como un hombre poderoso y fuerte que podía tener a cuantas mujeres quisiese, pero que en cambio había preferido convertirse en un maricón redomado. Y lo cierto es que Alejandro esperaba esa reacción, pues su padre nunca había tragado el hecho de que se dedicase al modelaje y se dejase vestir con pijadas que rezumaban feminidad, ya estuviesen diseñadas por mujeres o por “hombres que les habían dado tanto por el culo que hablaban como mujeres”. Por eso fue una sorpresa para ambos cónyuges cuando el padre de Alejandro se presentó a la boda, aunque no fue tan sorprendente que permaneciese con el ceño fruncido y refunfuñando por lo bajo durante toda la ceremonia y el convite posterior. Para Pablo también fue la ocasión de conocer a sus suegros por primera vez, aunque solo pudo presentarse como es debido a la madre de Alejandro. A partir de ese día, el anillo de boda decoró sus manos para siempre, y fue la única joya que Alejandro se llegó a poner, aparte del colmillo que pendía de su cuello.
La luna de miel fue también idílica para ambos. Durante una semana pudieron disfrutar del exotismo del Caribe, de sus cócteles y manjares y, en especial, de una playa nudista que les gustaba frecuentar. En ese mismo lugar vivieron una anécdota graciosa cuando un par de latinas se les acercó, intentando ligar con ellos con halagos y picardías, pero se acabaron marchando con fastidio y hosquedad cuando descubrieron su condición. Luego, las noches eran de fiesta, al amparo de la luna y las antorchas que decoraban la oscuridad para luego dar paso a su deseo por el otro, de manera que el sol amanecía y les descubría en una cama desordenada, con sus cuerpos entrelazados. Su vida de casados fue maravillosa y, aunque como en cualquier relación, los altibajos se sucedieron, su amor nunca cesaba y jamás desearon a otro hombre o mujer.
Pablo volvió al presente, perdido como había estado en tantos recuerdos. ¿En qué momento se le había ocurrido casarse con alguien tan pueril?, se había preguntado. Alguien que le rozaba el brazo y le instaba a ir con él, aún a pesar de que era plenamente consciente de que ahí tenía un trabajo tan importante y tan atrasado entre manos. Con dos clicks abrió una carpeta que nada tenía que ver con ello; ante él fueron desfilando miles y miles de fotografías, unas de Alejandro, otras de Pablo y otras de ambos, posando en los distintos lugares en que habían estado o frente a sus distintos logros: Pablo con el primer premio de un concurso de fotografía, Alejandro con uno de surf, sus vacaciones en el Caribe, en la playa, el hotel o la habitación, una visita exprés a un museo, varios carnavales en que se llevaban disfraces conjuntados, alguna cabalgata del Orgullo… Y luego otras más privadas, puramente lúdicas, en la que posaban en su estudio o su casa, completamente desnudos, en poses sugerentes o simplemente cómicas, sintiéndose dioses o simples actores porno… En una de ellas, Alejandro posaba con una sábana atada al hombro como si fuese una túnica griega y él fuese el mismísimo Hércules. En otra, él estaba al natural, marcando sus bíceps en una pose culturista, pero Pablo se situaba frente a la cámara, haciendo censura con su propia cabeza. Esa era su preferida, por lo gracioso del gesto asombrado que ponía. Pablo sonrió. Se había casado con ese hombre en el mejor momento de su vida, y desde ahí sólo había ido a mejor. Y, ciertamente, era un hombre muy pueril. Pero eso era precisamente lo que más le gustaba de él.
Con un movimiento fugaz de ratón guardó el proyecto en el que estaba trabajando y después apagó el ordenador. Al fin y al cabo, dos días eran cuarenta y ocho horas disponibles de trabajo; probablemente sería tiempo de sobra para terminarlo. Una vez la pantalla quedó oscura, giró sobre sí mismo en la silla de ruedas y observó a su marido. Echado boca arriba, mirando con ojos suplicantes a Pablo, y su cuerpo bronceado sin nada que le cubriese. Parecía un gato que se pone panza arriba para que le rasques la tripita. En la mano brillaba su anillo de bodas.
-¿Ya has acabado?-preguntó, con voz fingidamente lastimera.
-Sí, ya he terminado.
Alejandro sonrió como un niño al que le van a dar un caramelo. Pablo se levantó y se empezó a quitar la ropa para agrado de su amante. Luego se sentó sobre él a horcajadas; pegados sus cuerpos, ambos sintieron el familiar contacto del otro y se fundieron en un beso lleno de amor y sensualidad que podría durar por toda la eternidad.