El polvazo

Dicen que la vida te regala de vez en cuando un caramelo. Lo malo es cuando el que te toca tiene, al final, un cierto regustillo amargo.

A mí, como soy feo, no me entran las tías. Supongo que a la gran mayoría tampoco, pero es que conozco a un tipo que sí, que se le acercan en las barras de los bares, en la playa, en los autobuses, en los sitios más inverosímiles. Hasta en el supermercado.

Encima, el tío cabrón lo cuenta. Como si fuera lo más normal del mundo. Llega y te suelta:

  • El otro día, frente a los lácteos, se me acerca un auténtico bombón y me dice: "tu leche probaría yo con gusto"...

Suena a fantasmada, desde luego. Pero es que es muy posible que ocurriese exactamente así. Estando con él una noche -no salimos juntos con mucha frecuencia: es tan deprimente- oí perfectamente cómo una rubiaza le soltaba que si quería follar con ella. Sin más, con una naturalidad pasmosa. Estábamos con los cubatas, acodados en la barra, cuando llega la tipa y se lo suelta. El tío, todo hay que decirlo, reaccionó con muchísima dignidad:

  • Vengo con un colega, guapa... No querrás que le deje colgado, ¿verdad?

  • ¿Qué prefieres, ver el careto de tu amigo o verme a mí en bolas? -contestó la loba. Y, sin mayor problema, allí mismo le enseñó un pezón-. Tú sabrás lo que te conviene...

Claro que me dejó colgado... ¡qué remedio! Yo supe que iba a hacerlo en cuanto le entró la chica, pero debo reconocer que cuando él respondió lo que respondió tuve un momento de duda. Es obvio -cualquiera lo puede entender- que cuando la colega sacó pezón al aire supe que había acertado desde el principio. Porque uno es feo, pero no se equivoca mucho en según qué cosas.

No se me entienda mal, no es envidia. No me entran las tías, es cierto, pero de vez en cuando sí que les entro yo y -bastante menos de vez en cuando- triunfo. Por eso estoy moderadamente feliz: la otra noche me entró una chica. Encima, iba con el colega en cuestión. La verdad, cuando la vi acercarse a nosotros pensé que de nuevo me quedaba tirado. Pero no: me entró a mí, la muchacha. Y, todo hay que decirlo, no estaba nada mal. Vale: tampoco era una diosa, pero ya se sabe que exigencia y necesidad mantienen una relación inversamente proporcional en lo que a fornicio se refiere. Digamos que mi nivel de necesidad era un poco inferior al cincuenta por ciento, para dar a entender el potencial erótico de la mujer en cuestión.

Se llama Marisa y eso, a mí, me gustó. Más que nada porque era la primera Marisa que conocía y eso de tener opción a tirarte a la primera Marisa que conoces, mola.

  • ¿Cuántas Marisas conoces?

  • Una. Y me la follé.

Olé. Suena cojonudo como comentario entre colegas. Es que nosotros somos así (nota para las posibles lectoras femeninas que no conozcan demasiado a los hombres). Haciendo memoria, conozco más Rosas, Marías, Beatrices, Dianas, Inmaculadas y Pepas de las que me he follado. Ya sé que suena cutre, pero con Marisa hacen siete. Uno es que es feo, coño, ya lo he dicho. Y pagar por sexo se me hace un poco desesperado de más. Además, cuesta dinero.

Alguno puede decir que Marisa no deja de ser María. Siempre hay quien busca joder la estadística. Pero como tal Marisa no conocía a ninguna -sigo sin conocerla, la verdad- así que mi afirmación sigue siendo cierta: conozco una Marisa y me la he follado.

Porque sí, porque triunfé. Bueno, realmente triunfó ella, que fue la que manifestó el interés primero en que la cosa pasase a mayores. Pero eso no quita que también yo me llevara parte de la gloria. Y eso que la cosa no pintaba demasiado bien.

  • Hola, me llamo Marisa. ¿Y tú?

Así me entró la muchacha. Claro, yo descolocado, porque esperaba que hablase con mi amigo, pero no, pero hablaba conmigo.

  • ¿Yo?

  • Sí, tú. ¿No tienes nombre, o qué?

  • Eh... Sí, claro, tengo nombre.

  • Y ese nombre, ¿puede saberse?

  • Nicholas.

  • ¿Nicolás?

  • Como quieras.

Reconozco que no anduve fino en el primer intercambio verbal. Soy de pensamiento lento -eso debo reconocerlo- y, aunque no sirva como excusa, sí que espero que valga como explicación. El que ella castellanizara mi nombre sajón no me importó: a fin de cuentas, no estaba muy por la labor de enseñarle idiomas y sí de compartir lengua y cualquier otra cosa que se terciase.

  • Yo soy Alberto.

El colega. Metiendo baza. Estaba jodido, lo sabía, porque estando con un tipo guaperas, que le entren, molesta, pero no jode. Ahora, cuando tú eres el guaperas y le entran al feo, jode. Digo yo que jode, claro, porque ya he dicho que el feo soy yo y que eso de que me entren las tías no me pasa. Pero me pasó con Marisa.

  • Pues muy bien, me alegro por ti -le respondió ella. Yo creo que eso aún debió de joderle más porque si bien el comienzo podía deberse a que no había sido visto, la continuación venía a confirmar que no sólo había sido detectado, sino analizado y despreciado frente a la competencia: yo.

La cara de Alberto no sé si se podía calificar de poema. Quizá de elegía, de llanto, de coplas a la muerte del padre de Manrique, o algo así. Sus rasgos adquirieron una de esas expresiones increíbles que crees (pelín contradictorio, ¿verdad?, el "crees" hablando de lo "increíble") que sólo pueden darse en los dibujos animados. Pero, ¡qué va! También se dan en el mundo de los vivos: aquella noche fui testigo que lo que significan literalmente las expresiones "ojos como platos", "quedarse con la boca abierta" y otras de la misma ralea.

-Oye, Nicolás -me dijo Marisa girándose hacia mí-, y tú, ¿a qué te dedicas?

Le expliqué mi situación laboral, le conté detalles sobre mi día a día, sobre mis responsabilidades, sobre mis agobios en el trabajo y mi relación con los compañeros, con los jefes e incluso con la señora de la limpieza. Fui excesivamente locuaz (otros dirán que fui un perfecto pelmazo) pero tenéis que entenderme: con mi conversación la obligaba a acercarse -había música a un volumen elevado en el local- y salía de su ángulo directo de visión, lo que tenía dos virtudes: por un lado, ella no me veía todo el rato -ya dije que era feo- y, por otro, yo podía disimular y lanzarle miradas a las tetas. Porque también somos así nosotros (de nuevo nota para las desconocedoras).

Veía también a Alberto con el rabillo del ojo. Pensé por un momento en ser elegante, en explicarle a Marisa que había venido con él y que me sabía mal que se quedara al margen de la conversación (aunque me parecería peor si no se quedaba al margen de lo que pudiera suceder después). Debo decir que sí que lo pensé, en serio. Pero claro, tanto pensar, tanto pensar, se impuso el sentido común: para una vez que te entran, valor y al toro. Caiga quien caiga.

En las películas de guerra, en las que un grupo de -pongamos- comandos avanza tras las líneas enemigas, la caída de uno de sus miembros bajo el fuego enemigo casi siempre viene acompañada de un lacónico "seguid sin mí", dicho con un hilillo de voz, la intensidad del cual se relaciona con la gravedad de la herida, lo que manifiesta el espíritu de compañerismo y la amistad bien entendida. Supuse (uno ha visto mucho cine) que la mirada de Alberto vendría a decir lo mismo. Algo del estilo: "vamos, amigo... aprovecha tu oportunidad". Pero no. En realidad, hacía verdaderos los versos de la canción ésa que dice:

If look could kill

it would have been us

instead of him

Alberto mataba con la mirada. ¿Ojos inyectados en sangre? ¡Allí no había ojos, era todo sangre! Odio. Esa es la palabra: odio. Mucho, además.

Me asustaba pensar en las consecuencias de aquella mirada. ¿Dejaríamos de hablarnos? ¿Sería posible que una desconocida -que, por cierto, no andaba mal de delantera ni de trasera- rompiese nuestra amistad? Las respuestas, obviamente, no las sabía. Pero analizando los atributos de Marisa frente a la expectativa de tomarme un par de copas más con Alberto, decidí que tenía que averiguarlas.

Por otro lado, igual no llegaba a dar con la respuesta a las preguntas porque con el monólogo que le estaba endosando a Marisa no era del todo impensable que cogiera y se largase. Así que decidí que ahora hablase ella.

  • Bueno, Marisa... ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

  • ¿A qué me dedico, o a qué quiero dedicarme?

  • ¿Hay mucha diferencia?

  • Alguna.

  • Pues dime las dos.

  • Me dedico a charlar en una barra de bar. Quiero dedicarme a follar. Donde sea.

Olé. Contundente y directa, Marisa. Bien por ella y mal por mí, que aquella noche había acudido en el coche de Alberto. Un sitio que desaparecía. Y no es muy elegante preguntarle a ella si tiene sitio... Por otro lado, de haberlo tenido, creo que lo habría dicho. Sólo quedaban dos posibilidades: o bien ser elegante en el sentido antes comentado, o bien el retrete. Sé que sabéis que elegí sin dudarlo la segunda. Más que nada, porque Marisa había dicho "donde sea" y eso quiere decir exactamente eso: "donde sea".

La cuestión es cómo conseguirlo. Quiero decir, qué pasos son los correctos. Tomarla de la mano y decirle "ven" puede quedar muy romántico cuando la llevas a un hotel con jacuzzi o al asiento de atrás de una limusina de quince metros, pero cuando vas a un retrete de garito, posiblemente encharcado y maloliente, la cosa cambia. Advertirle la situación y decirle "¿vamos al retrete?" tampoco ayuda mucho: suena a cochino, es cierto, y eso quizá le dé morbo a alguna, pero también tiene un cierto tanto por ciento -elevado- de desesperación.

  • Ve a la cola del baño. Cuando hayas entrado, voy yo.

Olé por Marisa. Así sí, coño, así sí que se hacen las cosas: con decisión, con premeditación, con arte. Claro, tonto sería por mi parte poner reparos (más que nada, porque no tenía nada mejor que ofrecerle). Así que apuré mi copa y allí que me dirigí, a la triste fila de tres maromos que esperaban el placentero momento de sacarse la chorra y echar una buena meada. Quizá dos de ellos esperaban otro tipo de placeres, porque entraron juntos. O quizá no eran placeres lo que buscaban, sino estados alterados de conciencia, porque no tardaron lo necesario para el placer y, cuando salieron, lo hacían rascándose nerviosos la nariz. Cosas que tiene la noche. Cuando llegó mi turno, allí que entré y me encerré. Al poco llamaron a la puerta.

  • ¡Está ocupado! -grité, por si acaso era algún necesitado de alivio.

  • Ya lo sé -me respondió Marisa.

Abrí. Entró. Cerré.

  • Bueno, ahora, ¿qué? -me preguntó divertida mirando a su alrededor-. Deberíamos habernos metido en el de tías: seguro que estaría más limpio.

Traté de explicarle que habría llamado mucho la atención si hubiera hecho cola en el retrete de mujeres y que, por otro lado, de haber sido ella quien hiciera la cola, muy posiblemente Alberto habría buscado cualquier excusa para que nos largaramos de allí, con tal de impedirme el folleteo. Pero no me dejó. Cuando estaba empezando un "habr" al que debería haber seguido un "ía llamado mucho la atención si hubiera", etcétera, me cerró la boca con la suya.

Marisa había estado bebiendo Cointreau con piña, y eso se nota en la lengua. Yo me había dedicado al bloody Mary, con lo malo que es eso por aquello del tabasco para el beso. No pareció, de todos modos, importarle: su lengua y la mía se unían y se separaban como si de dos anguilas se tratase. Besaba con humedad, con pasión y con lujuria, todo en uno. Aprisionaba mi cabeza entre sus manos y trataba de mantener nuestros labios unidos en la totalidad de su superficie, obligando a respirar por la nariz. Aparte de feo -que ya lo dije- tengo vegetaciones -que no lo dije-, así que es fácil comprender que el combate oscular casi me deja K.O.

En todo caso, sobreviví con las fuerzas justas para que cuando se pasó a la segunda fase del rollo de una noche -que es el manoseo- no se notara que había estado a un paso de pasar de este mundo al Padre. Quiero decir que cuando ella deslizó su mano por encima de mi pecho en dirección vertical hacia abajo, recorriendo mi vientre (que debo reconocer que no es del todo liso, pero aunque feo no estoy gordo, con lo cual no tuvo que hacer mucha curva) camino a la entrepierna, el proceso por el cual el nabo, polla, pito, pija, verga o pene pasa de dar risa a servir para algo ya estaba iniciado.

  • Mmmm... -musitó ella pasando su mano sobre mis pantalones-. Parece que tu rabo quiere acción.

Mira que había dicho seis sinónimos... Nabo, polla, pito, pija, verga, pene... Siempre hay otra palabra para lo mismo, cuando "lo mismo" está relacionado con los genitales y el idioma es el castellano. Rabo, correcto. También "chorra" (pero no creo que ninguna mujer hable de la polla de un hombre llamándola chorra, o al menos, no si está hablando con el propietario en una situación, digamos, comprometida), "maroma", "miembro"... Supongo que, entre todas las formas de referirse a lo mismo que he oído o leído alguna vez, la que más me ha gustado es la de "pepino masculino". Quizá por el verso. En todo caso, ella lo llamó rabo.

Yo también andaba de manoseo por su cuerpo, aunque concentrado en zonas más elevadas, vulgo tetas (pero también: peras, pechos, trufas -me encanta eso de trufas-, melones, mamas -poco usado en momentos de interrelación sexual- y las valencianísimas mamellas), pero me decidí a bajar hasta su sexo (que no es otro que el castellanísimo coño, aunque también hay otras formas de nombrarlo que no vamos a detallar porque ya hemos detallado mucho. En todo caso, de entre ellas, me quedaría con el valencianísimo -otra vez- parrús. O parrusa. Mucho mejor que potorro, seta -bonita imagen micológica que usan mucho en la Región de Murcia- o patata -excesivamente huertano. ¿Y qué decir de "choto"? Ahora ya no se hace el servicio militar, pero eso de choto debe traer recuerdos a muchos, y no del todo gratos).

Por su sexo andaba, palpando por encima de los vaqueros, cuando ella bajó mi bragueta y -tras breve forcejeo- acertó a sacar a la luz mi rabo ya totalmente en erección. Mientras ella me masturbaba lamiéndome al mismo tiempo el cuello, caí en la cuenta de una cruel asimetría en lo tocante a los cuerpos sexualmente diferenciados. Porque ella baja la bragueta y tiene juguete al alcance de manos, ojos, boca o lo que se tercie, pero, ¿y yo?

Bajarle la bragueta me enfrentaría a sus bragas. Realmente llevaba tanga, pero yo no lo sabía aún. ¿Y qué? Como mucho, acariciar por encima de la tela hasta notar la humedad empapar el tejido o, en el mejor de los casos, apartar la tela y palpar a pelo o meter uno o dos dedos. Sin embargo, para la vista me queda vedado, igual que para la degustación de su sabor. Maldita sea.

Más aún (y vivan por ello por siempre las faldas). La situación en la que nos encontrábamos -yo ya polla al aire, ya siendo masturbado, ya preparado para penetración por cualquier agujero que ella ofreciese- y ella con los pantalones puestos no era muy grata. Para alcanzar un coito vaginal o anal decente, debería bajarse los pantalones, con el riesgo de acabar con ellos hechos unos zorros, dado lo sucio del lugar. Porque no es cosa de estar follando mientras ella se aguanta los pantalones por las rodillas, para evitar que se le caigan. Eso implicaría lo que los sajones llaman doggy style, o hacerlo a lo perro, en plan vaginal, o bien directamente anal... pero con el problema del apoyo de la mujer, siempre precario si tenemos en cuenta las manos ocupadas en el pantalón.

Con estas y otras reflexiones por el estilo, pasó lo que tenía que pasar: el rabo que alzábase orgulloso comenzó a declinar y tornarse lastimoso. Ella se dio cuenta.

  • ¿Qué te pasa?

  • ¿Eh?

  • Se te está poniendo blanda.

  • No, nada... Es que me he acordado de Alberto, ahí fuera, todo solo, y he tenido un pequeño remordimiento. Pero ya se ha pasado...

Me concentré. Recuperé la firmeza... Y no hubo más comentario, aunque sí una cierta mirada recriminatoria por su parte. No le gustó -yo lo entiendo- que estando haciéndome una paja anduviese yo pensando en el colega. Pero claro, tuve que mentir: no era cosa de contar la verdad.

Se separó de mí, pero no tanto de mi mano entre sus piernas (porque el brazo lo tengo, como casi todos los tíos, más largo que la polla). Sin dejar de acariciarle el sexo, ella se las arregló para bajarse los pantalones hasta las rodillas. Pude ver su tanga y la mancha que su humedad dejaba en la breve tela que cubría su coño. Acerté a meter un par de dedos por debajo de ella y hacer lo que vulgarmente se conoce como "tocar pelo".

  • Espera -me dijo.

Y claro, yo esperé. Se quitó los pantalones totalmente, evitando que tocasen el suelo. No se quitó el tanga (eso ya no es necesario: se puede apartar la tela) y, manteniendo los pantalones arrugados en una mano, se giró dándome la espalda. Apoyó la mano libre en la pared... y bueno, ya sabéis qué pasó después: la penetré. Sí, con mis pantalones puestos.

No era demasiado cómodo, así que mientras comenzaba a bombear dentro de ella, me las apañé para desabrocharme el cinturón y los pantalones, bajándomelos hasta medio muslo. Abrí las piernas para evitar que la gravedad y la ley asociada a ella (maldito Newton) hiciera su trabajo y acabara con los pantalones mojados en el detritus del suelo. La saqué de su sexo, bajé mis calzoncillos, y la volví a penetrar, ahora sí cómodamente, hasta sentir que mis huevos chocaban contra ella.

Como parece que debe ser la norma en un polvo nocturno en plan cochino, se sucedieron los "sí, sí", los "así", los "Dios, cómo me gusta", los "más fuerte" y demás expresiones más propias de pelicula porno que de la experiencia normalmente conocida como "hacer el amor". Pero es que, obviamente, allí amor hacíamos poco: allí follábamos. Y uno, que tampoco está muy acostumbrado a esos momentos de sexo puro y duro, no tardó en dejar de tener algo digno que bombearle vía vaginal. Me corrí. Ella no, creo. Y, si se corrió, no lo hizo en plan película, no soltó ningún "me voy", ningún "me corro", ningún "ah" eterno. Yo tampoco, por otro lado, que siempre he sido muy discreto. Sencillamente, me corrí y fui perdiendo las fuerzas hasta que, de puro canijo, mi rabo ya no pudo volver a entrar en ella.

Entonces se giró, me miró, me preguntó si me había gustado.

  • Mucho.

  • A mí también... Me encanta sentir la leche caliente dentro.

Ahí me di cuenta de que, siendo la primera Marisa que conocía, me la había follado a pelo. Genial: vivan las campañas de prevención del VIH. Cojonudo. Ella debió darse cuenta.

  • Oye, tomo la píldora: de embarazos no te preocupes.

  • Ya...

  • Y del SIDA, si no lo tienes ya, yo tampoco: me hago pruebas cada poco tiempo, por mi curro.

  • ¿Tu curro?

  • Sí. Soy enfermera...

  • Ah...

  • No soy puta -supongo que esto lo dijo porque fue capaz de leerme la mente cuando dijo lo del curro.

  • No lo había pensado -mentí.

  • Ya.

  • De todos modos, yo creo que tampoco lo tengo. Vamos, no me hago pruebas, pero no... -y ahí cambié la frase- follo sin condón. Ésta es una excepción.

Sé que supo que iba a decir que no follo apenas, pero creo que lo disimulé bastante bien. De todos modos, tampoco le mentí: no lo hago sin condón porque, normalmente, nunca me pasa que me pille por sorpresa el sexo. Suelo buscarlo -con menor que mayor fortuna- y, por tanto, voy preparado.

  • Bien. Pues ahora que nos conocemos mejor -me dijo-, ¿qué tal si nos vestimos y nos vamos?

  • Vale.

Salimos del cubículo de la mano, recibiendo las miradas de envidia de los maromos en cola. Envidia y odio, por lo que tuvo nuestro coito de retraso en sus micciones. En la barra ya no estaba Alberto.

  • No te preocupes. ¿Compartimos taxi? -me preguntó.

Tomó la ausencia de Alberto como algo normal y esperado. A mí me jodió que me dejara tirado, pero a ella no le llamó la atención en absoluto. Parecía como si supiese que al salir él ya no estaría. Por un momento pensé en que mientras yo hacía cola ellos bien podían haber hablado de algo. No sé lo que le contaría Marisa, pero sí sé que Alberto intentaría por todos los medios tirársela él y no yo. Quizá Alberto se fue antes de que Marisa viniera al encuentro, y por eso no le extrañó que no estuviese.

  • Bueno... El que llevaba el coche era Alberto: no te puedo acercar a ningún sitio.

  • Lo sé. Yo tampoco a ti, el coche lo llevaba Eva.

  • ¿Eva? ¿Quién es Eva?

  • Eva es la amiga con la que he venido esta noche.

  • Ah... Oye -pensé un poco antes de preguntárselo, pero al final me pudo la curiosidad- ¿vienes con una amiga y la dejas tirada para follar conmigo?

Debo reconocer que esa perspectiva me gustaba. El ego, supongo, que tiene estas cosas y que nunca hace ascos a identificarse como el auténtico "rey del mambo".

  • Pero, ¿qué dices? ¡No! Yo nunca haría eso.

  • ¿Entonces?

  • Pues es muy sencillo. Os vimos en la barra y nos echamos a suertes el polvazo.

  • Vaya... Suerte tuviste...

  • ¿Suerte? Perdí yo. Pero es mi amiga, y por ella, lo que sea.