El poder de ser Rey (1)

poder ser Rey y tener lo que quieras esta al alcance de muy pocos.

El poder de ser rey.

En mi posesión como rey de las tierras altas de Gales, hacía y deshacía lo que quería cuando quería y donde quería. Contando con 25 años y casado desde hacía 6 años con una dama de la corte inglesa, hija del duque de York, mi vida transcurría plácidamente por las buenas relaciones con los ingleses y los franceses. Nadie se metía conmigo, yo no me metía con nadie.

Mi bella esposa, de la cual me enamoré perdidamente nada más verla, me era muy fiel. Gran princesa al principio, gran reina tras la muerte de mi padre y mi subida al trono. Ejercía de mujer y madre perfectamente. Elisabeth era la mujer soñada. Rubia, con ojos claros, pelo liso y largo, con unas largas y esbeltas piernas ocultas tras sus largos vestidos que tan solo sus criadas y yo habíamos visto. Delgada, y gran protuberancia en la zona de sus pechos, que no habían caído al alimentar a nuestros hijos. Sus nalgas eran muy suaves, como toda su piel, la cual me encantaba lamer cada vez que hacíamos el amor.

La primera vez que nos encontramos solos en un dormitorio fue la noche de nuestra boda en el gran palacio. Las sirvientas la ayudaron de deshacer los nudos de su gran traje nupcial, dejándola en camisón. Yo esperaba impaciente fuera de la habitación. Cuando pude entrar, ya solos, mis ojos recorrieron por primera vez el cuerpo de la que a partir de esa noche sería mi esposa. Lo recorrí sobre las telas que se ceñían a su esbelto cuerpo. Sin mediar una palabra, con sus suaves manos, de deshizo del trozo de tela blanca y quedé deslumbrado por su cuerpo al natural. Grandiosas tetas para alimentarme, vientre plano y su sexo con escaso vello. Caminó unos pasos hacia mí. Dio una vuelta sobre sí misma, y continuó acercándose más y más. Nos besamos llevados por la lujuria. Me quité la ropa lo más rápido que pude con su ayuda, sin dejar casi de besarnos. Nuestros cuerpos desnudos se encontraron por primera vez.

Llevamos nuestros cuerpos a la cama y nos dejamos caer suavemente, yo sobre ella. No parábamos de besarnos. Mi polla estaba al cien por cien de su longitud. Saboreé por unos instantes ambas tetas grandiosas que se presentaban ante mi cara, para seguir saboreando luego su piel con mis labios y mi lengua hasta llegar a su sexo. Abrí sus piernas y hundí con cuidado mi cara. Me encantaba el olor a mujer pura que desprendía esa cavidad. Primero rocé sus labios con mi lengua, luego los chupé. Los primeros síntomas de que todo iba bien aparecieron en el aire de la estancia con sus suspiros de gloria. Fueron pocos instantes los que me dediqué a su cavidad, para retroceder por donde había bajado y llegar de nuevo a su boca.

La penetración fue lenta, suave, paulatina, pues de sus labios salieron las palabras que todo hombre gusta de oír cuando anda por primera vez en la cama con una mujer: "SOY VIRGEN".

Un pequeño reguero de sangre, un fino hilo, salió de sus entrañas. Un alarido de dolor que enseguida se convirtió en un ahogado grito de placer. Con sumo cuidado, penetré varias veces, hasta que su coño se repuso de las primeras acometidas. Cuando todo estaba normal, el ritmo subió y los gritos de placer ya no eran ahogados. Cualquiera que estuviese en los pasillos podía oír como mi nueva dama gritaba de placer antes las acometidas de mi polla sobre su coño húmedo.

Pero volviendo al presente, los 6 años de matrimonio habían sido felices, pero ya no me ofrecía los mismos placeres que al principio. Ella quedaba siempre satisfecha pero a mí me costaba. Me corría como de costumbre, pero siempre quería más, y ella era incapaz de ofrecerme ese algo más que yo pedía a gritos cuando follábamos.

Mi gran amigo Humberto, concejero real, mano derecha en mis decisiones y amigo de la infancia, criado en el castillo de mi padre, hijo de Augusto, gran concejero del reino, era el hombre en el que yo depositaba toda mi confianza. Hablé con él de este tema, y a sabiendas de que nunca saldría nada de su boca, me encontró una solución.

Una noche, vestidos de paisanos, con grandes túnicas marrones, salimos del palacio por la puerta de las caballerizas, donde la guardia tenía órdenes de dejar salir a dos individuos encapuchados. Nos desplazamos en los caballos hasta la ciudad, siendo la noche negra como un bosque sombrío. Las antorchas de las paredes iluminaban el camino a seguir. Trotamos con los caballos hasta llegar a una posada. Entramos y el poco ambiente que allí había nos dejó algo desolados. Era una gran casa de citas, donde las mujeres ofrecían sus cuerpos por algún que otro penique. Como rey, era conocedor de este tipo de sitios, pero nunca había tenido la osadía de presentarme en ellos, hasta esa noche, convencido por Humberto, el cual sí que frecuentaba casa de alterne, concretamente esa más que otra.

Recibidos por una señora de avanzada edad, que reconoció a Humberto como gran cliente que era de esa posada, nos acompaño a una sala distinta a la del bar. Allí nos ofreció algo de beber. Cuando salió, me quité la capucha y tiré la túnica en un banco cercano a mí. Al entrar de nuevo la vieja señora con las cervezas en la mano y ver mi rostro, ambos grandes recipientes cayeron al suelo, y se arrodilló ante mí.

  • No, por Dios, levantaos inmediatamente. Esta noche no soy el que vos conocéis. Esta noche soy un cliente de vuestra humilde posada. – contesté levantándome de mi asiento y dirigiéndome a la vieja mujer.

La cara de la vieja cambió radicalmente al escuchar mis palabras. Agarró la mano que le tendí y se puso de nuevo en pie, besándome el anillo real de mi mano derecha.

  • Si lo que buscáis es diversión, aquí tendréis lo que buscáis, majestad. – contesto sin soltarme la mano.
  • Mejor que no me llaméis majestad aquí. Es conveniente que nadie sepa que he estado por este lugar. No sería bueno para nadie mi presencia aquí. – y le entregué un saquito pequeño lleno de monedas de oro.
  • Como gustéis. Enseguida traigo las bebidas que torpemente he derramado y llamo a las muchachas para que podáis hacer vuestra elección.

Asentí con la cabeza y la mujer salió disparada hacia la barra del bar, cerrando las cortinas que nos separaban de los pocos hombres y mirones que había en la posada.

Minutos más tarde, mientras Humberto y yo hablábamos de temas efímeros, apareció de nuevo la mujer de avanzada edad, con dos grandes jarras de cerveza y acompañada de una fila de aproximadamente 10 mujeres, para que ambos eligiéramos cuantas quisieras.

Fácil fue elegir, pues Humberto me dio el privilegio de elegir primero. Para mí, una morena con orígenes gitanos, piel morena, ojos negros, pelo ondulado negro y largo, delgada y con grandes tetas. La segunda que me acompañaría esa noche, sería otra morena de piel más blanquezca, bonitos ojos verdes y grandes y tetas normales, pero que apretadas por el corsé, casi sobresalían de su vestido a punto de estallar. Las de Humberto no las vi, pues salí inmediatamente hacia una habitación al fondo del pasillo, muy limpia y con varios barreños de agua templada para que las muchachas se lavasen, al igual que los clientes.

Como un caballero, dejé que las muchachas, algo asustadas por ser quien era y entrar con ellas en aquella habitación, entrasen primero. Cuando iba a entrar, me llevé un gran susto porque detrás de mí cayó algo al suelo. Al mirar de qué se trababa, encontré una fregona en el suelo, justo a mis pies. Levanté la mirada y me cautivo lo que vieron mis ojos. Una joven doncella, apenas 16 o 17 años, con un rostro aniñado ruborizado e inclinado al ver quien tenía delante. La joven estaba paralizada. Los trapos que llevaba por ropa, todos desaliñados mostraban una figura infantil pero cautivadora.

Agarré la fregona y se la entregué en la mano. Tuve que decirle que levantase la cabeza y me mirase. Sus ojos negros eran preciosos. Fue un instante que nos cruzamos los ojos, pero suficiente para declarar que eran los ojos más bellos que jamás había visto en mi vida. Me saludó con un beso en la mano y siguió mirando fija al suelo. Dejé que se marchara y entré en la habitación.

A partir de ese momento, no podría quitarme de la cabeza esos ojos y esa cara aniñada que tanto me llamó la atención.

Ambas mujerzuelas me esperaban en la cama, desnudas. Me ayudaron a quitarme la ropa y enseguida una de ellas atrapó mi polla y la hizo crecer con su boca. La otra masajeaba mi espalda y mi culo, acariciándome de vez en cuando los huevos por entre mis piernas desde atrás. La ordené que se pusiera como su compañera y ambas se alternaron para comerme mi polla, habida de placer. Penetré a una, luego a la otra, y volví a penetrarlas de nuevo a las dos, alternando un poco con cada una, hasta llegar al éxtasis que provocó que mi leche saliese disparada a chorros sobre las tetas de la gitana.

Me lavé un poco, le di un pequeño saquete de dinero a cada una por su servicio y el silencio que deberían guardar bajo pena de muerte, y tras vestirme, salí en busca de Humberto.

A Humberto lo encontré saliendo de su habitación a la vuelta del pasillo, y ambos nos dirigimos a casa tras desahogarnos un rato con aquellas bonitas rameras.

Pasé la noche pensando en la belleza de aquella niña, de aquella sirvienta que me había cautivado por su carita y sus bellísimos ojos negros.

Nada más levantarme de la cama a la mañana siguiente, hice llamar a Humberto.

  • Quiero que me traigas a la muchacha que trabaja limpiando el suelo de la posada. Es una orden del rey. Paga lo que te pida por la sirvienta y tráemela. La convertiremos en una de las sirvientas de la cocina, pero a cada momento en que yo la precise, deberá ser llevada a mi alcoba intima.

Humberto obedeció y salió de palacio con 2 guardas acompañándolo.

Mi alcoba intima estaba reservada para, cuando tenía ganas de follar con alguna sirvienta antes de casarme, llevarla allí y no utilizar la cama en la que yo dormía para follar con cualquier sirvienta. Ahora, después de casarme, la utilizaba como sala de estudio, aunque la cama seguía estando allí, y llevaba mucho tiempo sin utilizarla. En la puerta, se habían instalado unas cerraduras desde la parte de dentro, por lo que nadie desde fuera podría abrir esa puerta. Además, la estancia contaba con un pequeño pasadizo que daba directamente a la despensa de la cocina, y que solo conocía de los actuales inquilinos del palacio, Humberto y yo.

A las pocas horas de su marcha, Humberto regresaba con mi pedido.

Lo esperé en la alcoba intima. Allí apareció escoltando a la nueva sirvienta. Entró y cerró la puerta.

  • Déjanos a solas, Humberto, por favor.
  • Como deseéis, majestad.

Mi fiel concejero y mano derecha salió de la estancia y cerró la puerta. Por dentro, eché los cerrojos enormes que impedían que alguien pasara desde el exterior.

  • Bienvenida a mi casa. ¿Cómo os llamas? – pregunté a la joven, que mantenía la cabeza inclinada hacia el suelo.
  • Me llamo Valentina, majestad – respondió con un marcado acento francés.
  • ¿sois francesa o me lo parece?
  • Mis padres eran de un pequeño pueblo costero del norte de Francia, majestad. Murieron tras la última guerra y me vendieron como esclava a la madame que vos visitasteis en la noche anterior a hoy.
  • Muy bien. ¿solo trabajabas limpiando o hacíais algún otro trabajo para esa "madame"?
  • Solo he limpiado la suciedad de la posada en los 2 años que llevo a su servicio, majestad.
  • De acuerdo. Eso es lo que quería oír. A partir de ahora, seréis mi concubina, entraréis a este aposento cuantas veces os sean avisadas, y siempre por este pasadizo – dije enseñándole el pequeño pasadizo oscuro – Desde aquí os llevará a la cocina, donde trabajaréis ayudando en lo que sea necesario. Nunca, bajo ningún concepto, deberéis decir que nos hemos visto fuera de este castillo ni tampoco que eres mi concubina, ¿entendéis lo que os acabo de explicar, Valentina?
  • Sí, majestad. Con vuestro permiso, me gustaría daros las gracias por sacarme de la posada y poderos ser fiel a vos y vuestra esposa.

Sin decir nada más, abrí las cerraduras y Humberto la llevó a su nuevo empleo. De daría ropa limpia y le enseñaría todo lo que debería hacer mientras no fuese requerida por mí.

Pero pronto los deseos se hicieron mella en mí.

  • Avisad a Humberto que traiga lo mío – ordené a un guardia de palacio mientras me dirigía de nuevo a la alcoba intima.

El guardia salió a toda prisa y yo entré en la alcoba. Cerré desde dentro, y esperé que llegase "lo mío".

No tardó apenas. Abrió la trampilla de la pared y dejó la antorcha en el antorchero situado en la entrada de la trampilla. Cerró y se colocó de pie frente a mí, ya cambiada de ropa, haciendo una reverencia hacia mi persona.

  • Me ha mandado a llamar de nuevo, majestad.
  • Sí, Valentina. Quiero que te quites la ropa y ver lo que escondes bajo esas telas limpias que te han dado nuevas.

Algo ruborizada, pero ya inmersa en su papel, la muchacha comenzó a desnudarse. Su cuerpo delgado y pequeño me lleno de placer la vista. Tetas pequeñas pero seguramente ricas al tacto y al gusto. Caderas suaves, y culo respingón, duro de tanto trabajar.

  • Acercaos – le rogué.

Valentina se acercó hasta mi silla y comencé a tocarla muy despacio. Sentía la piel suave, tersa, resplandeciente tras el baño al que había sido sometida por parte de las criadas. Su culo era duro como pude apreciar con la vista, pero ahora lo apreciaba con el tacto. Sus pechos entraban en mis manos, mientras sus pezones se endurecían y sobresalían más aún de su pequeño cuerpo al roce con mis manos. La zona vaginal, escasa de vello por su, todavía, corta edad, brillaba como si la hubiesen restregado a consciencia.

  • ¿Sois virgen aún? – pregunté sin descaro alguno y sin dejar de tocarla.
  • Desgraciadamente no, majestad. Un cerdo militar me deshonró cuando me capturaron.
  • Para ser tan joven, sabéis poner calificativos a una persona, ¿no creéis?
  • Lo siento, majestad.
  • No, me gusta que seáis así de descarada cuando estamos en la intimidad. Decidme otra cosa.
  • ¿qué queréis saber de mí, majestad? – preguntó ya mirándome fijamente a la cara sin ruborizarse.
  • Primero quiero que cuando estemos juntos, a solas, no me llaméis majestad, mi nombre es Eduardo, por lo tanto llamadme así.
  • De acuerdo, majestad….perdón, Eduardo.
  • Y segundo, quisiera saber si a parte de ese deshonroso momento en vuestra vida, vos habéis hecho algo más con ese precioso y pequeño cuerpo. – pregunté.
  • Jamás nadie más a tocado mi cuerpo sin ser yo misma, pues la madame me tenía solo para limpiar lo que las otras muchachas ensuciaban en la posada.

Me gustó oír ese comentario de la boca de la muchacha, pues aunque no fuese virgen, todavía estaba sin experiencia sexual, y así podría enseñarle cosas que ya mi esposa y yo no practicábamos en nuestra cama matrimonial.

  • Quiero que os dejéis enseñar por mí sobre las armas amatorias. Os enseñaré todo lo que sé y disfrutaréis de vuestro cuerpo y el mío.
  • Como vos deseéis, majestad…. Perdón, Eduardo.
  • Ponte de rodilla, empezaremos con algo fácil.

Obedeciendo mis órdenes, Valentina se arrodilló delante de mí, mientras yo me despojaba de mi ropa. Quedó algo sorprendida de mi polla, pues estaba ya casi erecta por la belleza de aquel pequeño cuerpo femenino que tenía delante de mis ojos. Me senté sin nada de ropa de nuevo en la silla y abrí las piernas, acomodando entre ellas a la chica.

  • Lame mi polla suavemente con tu lengua.

Obedeció sin contestar y sacando la punta de su lengua, lamió mi polla de arriba abajo.

  • Ayudaos de vuestras manos, Valentina.

Como era de esperar, agarró fuertemente mi polla ya en su máximo esplendor y lamió con más ímpetu toda su longitud.

  • Metéosla despacio en la boca, y sin tocarla con los dientes, chupadla despacio, apretando los labios contra ella.

Era una gran aprendiz. Hacía exactamente todo lo que se le pedía con gran facilidad y lo hacía bien. Chupaba mi polla muy delicadamente, teniendo que decirle que aumentara el ritmo, dándome gran placer. Poco a poco, ella se fue soltando y lo hacía sin que ya le tuviese que dar explicaciones de cómo seguir en su tarea, pues apretaba fuerte con sus manos mientras acompañaba su boca de arriba abajo y de vez en cuando me sobaba los huevos con alguna de sus manos y los lamía con su lengua.

Le ordene parar, y sacar mi polla de su boca, pues estaba a punto de estallar y no quería que fuese su primera vez para todo. Correrme en su boca debía esperar.

Aparté sus manos de mi polla y me corrí en su cara, dejándola con una gran sorpresa expresiva en su rostro, pues no esperaba que toda aquella cantidad de leche saliese con tanta presión sobre su rostro.

  • Os habéis portado muy bien. Mañana seguiremos con otra cosa.

La despedí y salió por donde había venido.

CONTINUARÁ………………..