El Planeta de la Mujeres Sometidas

En el siglo XXVIII una expedición científica viaja a Orión IX, para averiguar por qué la colonia se ha convertido en una sociedad atrasada, donde las mujeres sirven como esclavas y van siempre desnudas

EL PLANETA DE LAS MUJERES SOMETIDAS

Por Alcagrx

I

Cuando recibí aquella llamada del director del Instituto de Cosmología aún no había tenido ni tiempo de celebrar mi título. Y no era cualquier cosa: a mis veintiocho años me doctoraba en Antropología Universal, con una tesis sobre un fenómeno que, desde que empecé mis estudios, me apasionaba: la evolución de la especie humana en algunas de las colonias extraterrestres. O mejor dicho la involución, pues mi estudio versaba sobre aquellas en las que la historia, por así decirlo, parecía haber ido hacia atrás. Desde que, durante el siglo XXV, los avances de la ciencia -singularmente el descubrimiento, y el aprovechamiento, de los muchos puentes de Einstein-Rosen, o “agujeros de gusano”, que había en el espacio- habían permitido a la humanidad colonizar incontables planetas con condiciones atmosféricas similares a las de la Tierra, la relativa distancia entre nosotros y las colonias había provocado, en éstas últimas, distintos niveles de evolución. Por lo común las diferencias se limitaban a un ritmo más o menos rápido en su progreso científico, técnico y social; pero había algunos planetas -no siempre los más alejados- donde parecía suceder lo contrario. Justo aquellos sobre los que yo, utilizando los muchos datos que nos habían hecho llegar las sondas no tripuladas que hasta ellos habíamos enviado, había redactado mi tesis.

En pocos minutos, gracias a las cabinas de teletransportación que desde hacía años estaban instaladas en todas partes, llegué al Instituto. Me recibió el director en persona, a quien ya conocía de mi tesis, y lo primero que hizo fue felicitarme: “Enhorabuena, María; he leído tu tesis, y es realmente fascinante. De hecho te he llamado por eso: te gustaría visitar Orión IX?” . La pregunta me pilló, por así decirlo, con la guardia baja, pero enseguida me repuse: “Claro, a qué antropólogo no le gustaría? Pero creía que el Consejo lo había prohibido, para evitar interferencias en su sorprendente evolución…” . El director me miró con cara socarrona, y bajó un poco la voz: “El Consejo está muy preocupado con Orión IX, pues teme que algo así pueda suceder en otros planetas; así que necesitan conocer las causas de su involución, y las sondas no nos dan más datos que los que se pueden obtener desde el aire: fotografías, filmaciones muy precisas, grabaciones de sonido, … En fin, que lo conocemos casi todo sobre el planeta, pero no el dato más importante: por qué, en poco más de trescientos años, una sociedad del siglo XXV ha retrocedido hasta la Edad Media terrestre. Y, además, con las peculiaridades que tú ya conoces…” .

Esas “peculiaridades”, precisamente, eran lo más sorprendente de Orión IX; hasta el punto de que, al empezar a redactar mi tesis, recibí una llamada del Consejo en la que se me pedía no divulgar, fuera de los círculos académicos, el capítulo dedicado a ese planeta. Algo que comprendí, y así hice; pues, a una sociedad terrestre en la que se había conseguido la más absoluta igualdad entre hombres y mujeres hacía quinientos años, le iba a ser difícil aceptar que en una de nuestras colonias los hombres nos hubiesen convertido en esclavas. Y, además, con cierta aquiescencia de las mujeres. Lo más posible era que, de haberse sabido, la opinión pública terrestre hubiera exigido a las autoridades acabar con tal ignominia; y la política del Consejo era exactamente la contraria: no interferir en modo alguno en la evolución de otros planetas, tanto si los habitaban humanos como si albergaban vida alienígena. O ambas cosas a la vez, que también los había. Una postura que los científicos respaldábamos por completo, pues los efectos desastrosos de una contaminación incontrolada se habían evidenciado en los primeros contactos con culturas no humanas; y que el Consejo había plasmado en la que se llamó Primera Ley de la Exploración Estelar: “El derecho de toda especie sintiente a vivir siguiendo su evolución cultural normal se considera inalienable, y ningún humano deberá interferir en el desarrollo natural, autónomo, de la vida y la cultura extraterrestres. Dicha interferencia incluye la introducción de conocimiento, fuerza o tecnología superiores en otro mundo, cuya sociedad es incapaz de manejar sabiamente tales ventajas. Los humanos no podrán violar esta Ley, ni siquiera para salvar sus vidas y/o su nave; a menos que estén actuando para corregir una violación anterior, o una contaminación accidental de otra cultura. Pues tiene prioridad sobre cualquier otra consideración, y conlleva la más alta obligación moral”.

Yo cada vez estaba más excitada ante la perspectiva de viajar a aquel mundo extraño, así que seguí escuchando muy atenta las palabras del director: “Para saber las causas de la involución sufrida, y prevenir que en el futuro se puedan repetir en otras colonias, el Consejo ha decidido enviar una expedición científica al planeta. Aún no sé cuántos iréis, pero lo seguro es que nos hacen falta dos antropólogos; si me permites la broma, macho y hembra. Pues un hombre no podría investigar entre las mujeres, dada la separación de roles sexuales en aquella sociedad; y viceversa. Así que te propongo ser nuestro “antropólogo hembra”. Si te interesa no tardes en decírmelo, pero ten en cuenta que es una misión larga; pese a que para llegar a Orión IX usamos el puente 322 Delta, de camino allí pasarás cuatro años hibernada, y otros tantos de vuelta a la Tierra. En total, prevemos que la misión durará entre nueve y diez años terrestres” . Quizás hubiera tenido que pensarlo más, pero la perspectiva de visitar el enigma antropológico más fascinante del Universo conocido era demasiado tentadora; así que, con una sonrisa de oreja a oreja, le contesté “No tengo nada mejor que hacer durante los próximos diez años, director. Así que cuente conmigo al cien por cien” .

Los preparativos para la misión fueron muy rápidos; y un mes después, tras pasar los interminables exámenes médicos, me encontraba en la Estación Orbital de Ío, esperando para abordar la nave que nos iba a llevar a Orión IX. Éramos un grupo no muy numeroso de científicos, quizás una docena, entre los que no había más que dos mujeres: Ángela, una psicóloga, y yo; lo que me pareció bastante lógico, pues había que tener en cuenta que se trataba de una cultura dominada por los hombres. Así que nosotras no podríamos hacer otra cosa que, por así decirlo, investigar el nivel más bajo de la sociedad de aquel planeta: las mujeres, reducidas a la esclavitud más absoluta y tratadas peor que los animales. Nos acompañaban también media docena de androides, de los que cuatro eran los tripulantes de la nave -hacía tiempo que se hacía así, ya que los androides no necesitaban hibernar- y los otros dos iban a ser, una vez que bajásemos a Orión IX, nuestros primeros “amos”; dado que en aquel planeta resultaría muy sospechoso que, tanto Ángela como yo, no tuviésemos dueño a nuestros veintipico años. Por último, todos teníamos un rasgo cultural común: ser hispanoparlantes; pues, sin duda por ser la materna de la mayoría de los/las terrícolas que colonizaron el planeta, la española era la que se había acabado imponiendo a las demás.

Tras el despegue de la nave hicimos una pequeña fiesta, antes de que los androides nos pusieran a hibernar; el que me iba a acompañar se llamaba David, y fue él quien me explicó el modo de introducirme en la sociedad del planeta: “Te venderé como esclava, en el mercado de la capital donde acuden los máximos dirigentes a proveerse de ellas. La idea es que pases a formar parte del servicio de alguna casa importante, a ver qué descubres; por tus características personales no será difícil. Una vez en el planeta ya te explicaré cómo podrás contactar conmigo cuando tengas una información que darme; recuerda que no podemos llevar ningún aparato, por pequeño que sea, que revelase nuestra verdadera identidad. Y cuando acabe la misión Daniel y yo nos ocuparemos de recuperaros” . Yo asentí muy aliviada, pues saber que David estaría siempre cerca de mí era un bálsamo para mis nervios en tensión; aunque imaginaba que estaría programado para obedecer sin la menor duda la Primera Ley, conocía también las extraordinarias capacidades, tanto físicas como mentales, de aquellos androides de última generación. Así que, cuando poco después él mismo cerró mi cápsula de hibernación, me dormí convencida de que todo iba a salir muy bien.

II

Desperté con la boca algo seca, pero por lo demás no tenía en absoluto la sensación de haber dormido cuatro años; que, en realidad, era lo que me había sucedido. Lo primero que vi fue la cara de David, que me sonreía con un vaso de agua en la mano; la verdad es que mi primer pensamiento fue para admirar su físico, pues los fabricaban visualmente muy atractivos. Después de beber el vaso de agua, y de tomar una cápsula que me entregó, me puse en pie ayudada por él; al principio me costó un poco, pero para cuando llegamos al comedor de la nave yo ya caminaba sin dificultad, y en cuanto hube comido y bebido me sentía de maravilla. Para cuando acabé estábamos ya todos en la mesa, riendo y bromeando sobre lo bien que habíamos dormido; una reunión que el androide-capitán aprovechó para advertirnos de que íbamos a entrar en la órbita de Orión IX, y que en unas pocas horas la nave estaría en disposición de teletransportarnos a nuestros puntos de destino prefijados. Lo que acogimos con vítores y más risas; aunque, cuando Ángela tomó la palabra, la risa se me cortó en seco: “María, yo voy a desnudarme ya, y te aconsejo que tú hagas lo mismo. Así te vas acostumbrando a estar desnuda entre los hombres; piensa que, una vez abajo, cualquier modestia sería muy sospechosa” . Dicho lo cual desabrochó la cremallera de su mono de astronauta, desde el cuello hasta la ingle, y se lo quitó; mostrándonos a todos su cuerpo desnudo y, por lo que pude ver, por completo carente de vello.

Ella se dio cuenta de mi cara de estupefacción y de mi vergüenza, por lo que trató de animarme: “Venga, mujer, tú mejor que nadie sabías que iba a ser así; conoces su cultura, y sabes que las mujeres -mejor las esclavas- de Orión van siempre desnudas. Además, no podemos bajar al planeta con estos monos de astronauta; iría contra la Primera Ley…” . Yo la miraba como paralizada, y pensaba que Ángela debía de llevar bastante tiempo, como buena psicóloga que era, preparándose para aquel momento; pues se exhibía desnuda con una naturalidad pasmosa. Y lo cierto era que tenía un cuerpo espectacular: algo más baja que yo, pero al menos de un metro setenta, sus pechos eran grandes y muy firmes, con una bonita forma de pera; en general era muy esbelta, sin un gramo de grasa, y sus largas piernas terminaban en dos nalgas firmes y bien redondeadas, que ella sabía mover con gracia y elegancia. Como demostró de inmediato, mientras se acercaba a mí contoneándose; recuerdo que, cuando empezó a bajarme la cremallera del mono, yo todavía estaba pensando en lo sexy que resultaba el bamboleo de sus pechos al andar. Pero seguía sin mover un músculo, mientras ella me iba quitando prendas: primero el mono, luego las zapatillas y los calcetines, después mi sujetador de encaje y, por último, las braguitas; hasta que me dejó allí de pie, tapando mi cuerpo desnudo con las manos lo poco que podía y ruborizada como una colegiala.

Cuando logré recobrar un poco mis sentidos me di cuenta de que Ángela tenía toda la razón, pues no podía pasearme por Orión IX haciendo aquellas exhibiciones de modestia; así que, haciendo un supremo esfuerzo de voluntad, separé las manos del cuerpo y las puse a mis costados. Pero eso no iba a ser bastante, claro; la voz de la psicóloga me lo recordó en el acto: “Mejor, mucho mejor. Tienes buen cuerpo, por cierto; quizás un poco escasa de pecho, pero esos pezones tan prominentes resultan muy atractivos para los hombres. Alta, delgada, atlética y con un buen culo; ninguna de las dos tendremos el menor problema para ser vendidas a los más ricos e influyentes del planeta. O es que te crees que el Consejo te eligió sólo por tu cerebro? Ahora vuelve a sentarte, y actúa como antes; debes aprender a ignorar tu desnudez. Y, sobre todo, si te toca algún hombre no se te ocurra hacer otra cosa que facilitarle la exploración, por así decirlo; te lo digo por tu bien, porque les encanta pegar a las esclavas. Y no creo que te apetezca ser molida a latigazos…” .  Seguía teniendo toda la razón, así que hice lo que me decía; pero no logré evitar seguir ruborizada el resto de la reunión, en la que nos explicaron que solo podríamos comunicar con la nave durante la misión a través de los androides que nos supervisarían. Pues ellos tenían implantados sistemas de comunicación, y no necesitaban de ningún aparato visible -que violaría la Primera Ley- para transmitir; al parecer utilizaban una especie de telepatía. Así que, en caso de una emergencia, los demás científicos deberían de buscarnos a nosotras, o directamente a nuestros androides.

Para cuando salió este tema yo, dentro de mi enorme vergüenza, ya me había acostumbrado un poquito a mi completa desnudez; al menos lo bastante como para hacer una pregunta, aunque sabía que me iba a convertir en blanco de todas las miradas: “Cómo harán los androides para no violar la Primera Ley si se ven en algún apuro? Quiero decir, por supuesto que podrían aniquilar a cualquier enemigo en el planeta, humano o animal, incluso a muchos; pero, eso no supondría revelar a la gente de Orión IX su condición de, por así llamarlos, superhombres?” . El propio David fue quien me respondió: “No, por supuesto; nunca haremos delante de los nativos nada que no puedan comprender, o que puedan creer que es magia. En caso de ser rodeados, a los dos nos basta con salir corriendo a toda velocidad; no hay nada mágico en un hombre corriendo… Piensa que podemos alcanzar, en carrera recta, más de ochenta kilómetros por hora; y sobre todo acelerar hasta esa velocidad en dos segundos. Así que no te preocupes, no corremos ningún peligro. Y ahora por favor súbete a la mesa y separa las piernas; el doctor va a depilarte, como a Ángela. Todas las esclavas del planeta van depiladas, así que tu pubis actual sería también sospechoso” .

He de reconocer que no pude hacerlo; me fallaron las piernas, y tuvieron que ser mis dos colegas sentados a derecha e izquierda quienes, sujetándome cada uno por un brazo y una pierna, me subieron a la mesa y me espatarraron sobre ella, dejando mi sexo completamente expuesto. Aquella postura, con mis piernas formando una M mayúscula, resultaba tan humillante que comencé a sollozar; pero empleando la escasa fuerza de voluntad que me quedaba logré no cerrarlas mientras que el médico de la expedición, un chico rubio de mi edad que me sonreía todo el tiempo, eliminaba mi vello púbico con un aparato rasurador, y luego me pasaba un láser para asegurarse de que no volvería a crecer. Pero el tormento no había terminado aún: cuando mi sexo quedó como el de un recién nacido me indicó que me tumbase de costado, y que levantase la pierna contraria hacia el cielo; algo que, una vez más, tuvieron que hacer mis compañeros por mí, aunque me dejé mover dócilmente. Cuando me tuvo así colocada caí en la cuenta de porqué lo hacía, pues la postura dejaba expuesta la hendidura entre mis nalgas; en la que trabajó un buen rato, con la rasuradora y el láser, hasta que me indicó que ya estaba depilada. Pero aún no había terminado su tarea: separando con una mano los labios de mi sexo, comprobó con un dedo que mi himen -reconstruido por los cirujanos de la estación orbital, para que así pudiese ser vendida como virgen- estuviera en su sitio; tras lo que por fin me indicó que podía bajar de la mesa. Algo que, esta vez sí, hice por mí misma y al momento; y, además, ebria de felicidad por haber terminado con aquella exhibición impúdica.

Mientras mis compañeros iban a cambiarse, para ponerse las ropas que llevarían en el planeta, Ángela se quedó conmigo en el comedor y aprovechó para explicarme más cosas: “Mientras que hibernábamos nos han inoculado un anticonceptivo cuyos efectos durarán cinco años; así que no te preocupes por eso. Supongo que ya contabas con el sexo, verdad? Los hombres de Orión IX parecen dedicarse solo a dos cosas: guerrear y follar; así que espero que no te preocupe la perspectiva de ser penetrada a menudo, y por todos tus orificios. Tendrás experiencia de sobra, supongo…” . Yo asentí con la cabeza, pero cada vez estaba más preocupada; cómo era posible que yo, la gran antropóloga, no hubiera tenido en cuenta eso antes de aceptar el trabajo? Porque, aunque no era virgen, mi experiencia sexual se limitaba a un novio de universidad, con el que nunca había pasado del sexo más convencional; la postura del misionero, vamos. Así que aquello de “todos tus orificios” no me resultaba precisamente tranquilizador; pero ya era tarde para echarse atrás. Pues regresaban los otros científicos, ya cambiados a las ropas primitivas propias del planeta; y poco después recibimos la instrucción, dada por el androide-capitán, de ir a los teletransportadores. Por el camino, que hice al lado de Ángela, lo único en lo que yo podía pensar era en el espectáculo que nuestra desnudez ofrecía a los demás miembros del grupo, androides incluidos; y no paraba de mirar tanto a sus pechos bamboleantes como a los míos, aunque logré controlar el impulso de sujetármelos con las manos.

III

Al materializarme sobre la superficie del planeta Orión IX, lo primero que pensé fue que los pies me ardían. De hecho, y pese a estar completamente desnuda, era el cuerpo entero el que me ardía, pues la temperatura no bajaría de los cuarenta grados centígrados; algo que allí sucedía de un modo casi permanente, pues los dos soles de aquel sistema planetario impedían que en Orión IX hubiese ni un solo minuto diario de oscuridad. Pero lo peor eran sin duda las plantas de mis pies, que se quemaban literalmente al contacto con la arena ardiente del suelo; así que comencé a dar pequeños saltos, para aliviar la sensación, y de inmediato descubrí que la gravedad del planeta era inferior a la de la Tierra. No demasiado, pero sí lo bastante como para que, con el pequeño impulso que en nuestro planeta me hubiese levantado del suelo unos centímetros, allí me alzase casi un palmo. En mitad de uno de aquellos saltos oí la voz de David: “Has de tener cuidado si estás bajo un techo, pero por lo demás ya te acostumbrarás. La atmósfera es muy similar, si acaso algo más rica en oxígeno; no lo bastante para molestar, pero por si acaso evita esfuerzos prolongados. Y, si notases que hiperventilas, descansa y trata de reducir al máximo tu respiración. Pero en pocos días te habrás acostumbrado; igual que al calor en las plantas de los pies. Sé que es incómodo, pero las esclavas no tienen derecho a prenda alguna, ni siquiera calzado” .

Mientras lo decía vi que miraba como saltaban mis pechos, lo que hizo que me ruborizase de nuevo; algo que era absurdo, pues David era cualquier cosa menos un ser humano, y no me miraba con más intención que la de ver en qué podía serme útil. Me di cuenta entonces de que iba vestido como un guerrero, y llevaba una gran espada al cinto y una ballesta de aspecto medieval a su espalda; lo que para sus capacidades era, seguramente, el mejor disfraz que podía usar. Y, además, serviría sin duda para disuadir a cualquiera, en el camino hasta la ciudad, de intentar atacarnos. Después de mirar a ambos soles me dijo “Estamos a unas cinco o seis horas de marcha de la ciudad. Yo podría llevarte sobre mis hombros sin dificultad, pero nos arriesgamos a ser vistos; y nadie entendería que un guerrero se comportase así con su esclava. Así que tendrás que andar, lo siento. Y además has de llevar esto; es la costumbre, sabes? Aquí las esclavas siempre viajan encadenadas, para evitar fugas…” . Al momento sacó de su zurrón dos juegos de grilletes de hierro muy oxidados, unidos ambos por sendas cadenas de más o menos medio metro de longitud; y, tras decirme que me estuviese quieta, colocó uno de ellos en mis muñecas, aprisionándolas por delante, y el otro en mis tobillos. Cerrando luego los cuatro grilletes a presión, con un sonido metálico que me provocó escalofríos; tras lo que me dijo “Vamos!” y se puso a andar sobre aquellas dunas.

Yo le seguí, claro, y mientras caminaba tan deprisa como me permitían mis cadenas me dediqué a contemplar el paisaje. Llegué a la conclusión de que, de no haber sido por los dos soles, situados en puntos cardinales casi opuestos, podríamos haber estado en alguno de los muchos desiertos de la Tierra: arena, rocas, algún matorral disperso y, a lo lejos, montañas tan peladas como las rocas que nos rodeaban. Al cabo de algunas horas ya no podía más; si bien era cierto que las plantas de mis pies se habían acostumbrado al suelo caliente, me estaba deshidratando de tanto sudar, y el cansancio me hacía tropezar cada dos por tres. Así que le pedí a David que hiciésemos una breve parada, y me senté en el suelo; él se situó justo detrás de mí, tapándome el sol que calentaba con más fuerza -pues uno parecía, en aquel momento, más alejado del planeta que el otro, y por ello calentaba menos- y, sacándolo de su zurrón, me ofreció un odre con agua. “Contiene, además de agua, una solución reconstituyente; verás cómo te sientes mejor” , me dijo; y lo cierto era que, tras beber un largo trago, noté como recobraba algo mis fuerzas.

Cuando iba a levantarme, sin embargo, David me hizo gesto de que no me moviese, y me dijo en voz muy baja que había escuchado un ruido. Yo no oía nada, pero obviamente mis sentidos no eran tan desarrollados como los suyos; así que le hice caso, y me quedé quieta y callada. Como era de esperar él tenía razón: al cabo de unos pocos minutos aparecieron, tras las rocas más próximas, un par de hombres; eran más bien bajos pero muy fornidos, y tenían aspecto de campesinos. Ambos llevaban pesadas mochilas, y al vernos se nos acercaron con caras sonrientes; cuando estuvieron a nuestra altura uno de ellos -el de más edad- saludó a David, diciéndole que se llamaba Matías, que el otro era su hijo Sebastián y que eran buscadores de metales. David le dijo su nombre, y que iba hacia la ciudad, y los dos siguieron charlando un rato; pero, mientras lo hacían, el tal Sebastián se quitó la mochila y, para mi horror, se acercó a mí y comenzó a sobar mi cuerpo desnudo con todo descaro. Primero mis pechos; y luego, tras indicarme que me pusiese en pie y que separase las piernas, el trasero, los muslos y el sexo. Yo no sabía cómo reaccionar, aunque recordé el consejo que Ángela me había dado en la nave; así que, además de obedecerle, permanecí muy quieta, mientras esperaba la reacción de David. Pero él siguió charlando con Matías sin inmutarse, como si aquel magreo fuera algo normal; y, ciertamente, en aquel mundo sí que lo era.

“Te voy a pedir un favor: déjame un rato a tu esclava, que hace mucho tiempo que no estoy con una mujer” . Cuando oí que el tal Sebastián le decía eso a David el corazón casi se me para; y supongo que debí poner cara de horror, porque el hombre empezó a reír con ganas. Pero aquel androide tenía recursos para todo: “Lo siento, pero no puedo. Es virgen, y la llevo a vender al mercado de la capital; ni siquiera yo la he usado, pues así vale muchísimo más. Eso sí, tócala cuanto quieras, que no se gasta. Y si quieres que te la chupe, por mí no hay problema” . Lo que acompañó de una risa cómplice, de machos que se entienden entre ellos; ignorando, por supuesto, mi cara de indignación por la oferta que acababa de hacer. La cual, además, Sebastián aprovechó en el acto; de un empujón me puso de rodillas y, sacando de entre sus sucias ropas un pene largo y estrecho, que olía a sudor, lo puso justo frente a mi cara. Yo no había hecho nunca una felación, pero había visto muchas en las películas; así que cerré los ojos, hice de tripas corazón y, tras introducir su miembro en mi boca, comencé a chuparlo y lamerlo. En pocos minutos aquel hombre estaba tieso como un poste, y no tardó más que otros tres o cuatro en eyacular en mi boca. Su semen sabía salado, y era bastante espeso; así que tan pronto como retiró su pene giré la cara y lo escupí, en un acto reflejo.

Al instante mi formación de antropóloga me hizo comprender que había cometido un error garrafal. Los dos hombres me miraron atónitos, sin poder dar crédito a lo que acababan de presenciar; al igual que lo hizo David, quien por una vez no supo qué decirles cuando el llamado Matías le gritó, indignado, “Tu esclava ha escupido la Sagrada Simiente! Debe ser castigada de inmediato con la muerte! Sacrilegio!” . Pero sí supo qué hacer, claro: sacando su espada cortó de un certero tajo la cabeza de Sebastián, que seguía mirándome atónito; y, en un rápido movimiento posterior, atravesó con ella el cuello de Matías, que cayó al suelo sin hacer ni un solo ruido. Y luego, tras limpiarla en las ropas de aquel hombre, se limitó a decir, con rostro inexpresivo, “Vámonos ya; no hay tiempo para enterrarlos, las alimañas se ocuparán de eliminar sus cuerpos” . Cuando echó a andar yo le seguí cabizbaja, sumida en mis pensamientos; cómo era posible que hubiese olvidado tan pronto lo que aprendí sobre aquella cultura, que precisamente justificaba la pretendida superioridad de los hombres en el hecho de ser los portadores de la “Sagrada Simiente”? Pero, por otra parte, no podía dejar de pensar en algo mucho más reconfortante: con David al lado no corría peligro alguno. No solo eso, me dije a mí misma mientras una sonrisa asomaba a mis labios; además, ni siquiera me había hecho reproche alguno por mi colosal e injustificable estupidez. A diferencia de lo que, con seguridad, hubiese hecho cualquier acompañante humano.

IV

Seguimos caminando varias horas más, durante las cuales hicimos otras dos paradas para que yo pudiese descansar, y beber agua del odre. Ambas sin novedad, pues no volvimos a ver a nadie hasta que, cuando ya se adivinaba la ciudad en el horizonte, desembocamos en un camino ancho y transitado; era, según David, el que llevaba desde la ciudad hasta el cercano océano, y por él circulaban todas las mercancías que le llegaban por vía marítima. Mi primera impresión, al estar rodeada de tanta gente, fue de vergüenza por mi desnudez, pero pronto me di cuenta de que nadie me miraba con excesivo interés; y no solo eso, sino que vi que todas las mujeres con las que nos cruzábamos, o que circulaban en la misma dirección que nosotros, iban igual de desnudas que yo, y además también encadenadas. Así que muy pronto dejé de preocuparme por mi desnudez, y concentré la atención en aquella ciudad. Parecía bastante grande, y estaba rodeada por una muralla muy alta, hecha de enormes piedras talladas con almenas en su parte superior; me recordó los hologramas que, en la escuela, había visto de las ciudades medievales, en concreto de la antigua ciudad de Ávila.

Al llegar a una de las puertas de la muralla los guardias que allí había nos detuvieron, y -sin mirarme más que por encima- preguntaron a David a qué había venido. Cuando él les dijo que a venderme, sin embargo, su interés por mí creció: uno de los guardias comenzó a manosearme a fondo, metiendo una de sus manos entre mis piernas mientras con la otra apretujaba mis pechos, mientras el otro le preguntaba por mi precio. Pero al decirles David que yo era virgen ya no preguntaron más; al parecer las vírgenes eran, en aquella ciudad, un género extraordinariamente valioso. Y yo, aunque solo fuese gracias a los avances de la cirugía terrestre, había vuelto a serlo; precisamente esa era la estrategia que, esperábamos, iba a hacer que me adquiriese algún miembro de las clases más altas de la ciudad. El mismo guardia que me estaba sobando le dijo a David donde encontrar el mercado de esclavas, y cuando se cansó de manosearme nos fuimos hacia allí; estaba bastante cerca, y consistía en un patio cuadrado rodeado de un muro, con celdas pequeñas adosadas a tres de sus lados y una plataforma un poco elevada, colocada frente a un edificio de planta y piso, en el cuarto. Al entrar pude ver que la mayoría de aquellas celdas -habría un par de docenas- estaban ocupadas, por mujeres igual de desnudas y encadenadas que yo; y, tan pronto como el encargado salió del edificio y cruzó unas palabras con David, yo pasé a estar encerrada en una de las pocas que estaban vacías. Donde esperé largo rato a que él regresara, pero fue en vano; al final supuse que aquel edificio al que le vi entrar tendría otra salida, directa a la calle, que el androide debió de utilizar al irse.

Mientras le esperaba revisé mi celda, no mayor de tres por tres metros y cerrada en su frontal por una reja de suelo a techo; apoyado en una de sus tres paredes había una especie de catre, sin sábana o cobertor algunos, y a su lado un orinal. Eso era todo, y con esa mínima compañía pasé los siguientes días; aunque era difícil, al no haber noches en aquel planeta (lo único similar era cuando, durante unas horas, primero un sol y luego el otro desaparecían del horizonte), saber cuánto tiempo estuve allí encerrada. Las únicas distracciones eran las comidas, cada varias horas; normalmente un pan, un cuenco de agua y otro con sopa, carne, verdura o lo que se les ocurriese. Un guardia nos las traía a las celdas, y aprovechaba para sustituir los orinales cuando ya estaban llenos; pero siempre a través de una abertura que había en las rejas, y sin dejarnos salir en ningún momento. Todo cambió, sin embargo, una vez que todas las celdas estuvieron ocupadas; al parecer, eso era lo que estaban esperando para comenzar el proceso de venta. Pues al poco de llegar la última prisionera los guardias fueron pasando por las celdas, y de una en una nos fueron sacando de ellas; para limpiarnos a fondo con una esponja y un cubo de agua muy jabonosa, aclararnos tirándonos cubos de agua limpia, y finalmente volver a encerrarnos. Acabada la limpieza abrieron las puertas de aquel recinto de par en par, y a partir de ese momento pudieron entrar a inspeccionarnos los que, yo suponía, eran los futuros compradores.

Aunque mi celda seguía estando cerrada, no por eso me libré de que los visitantes me manosearan a su más completa satisfacción; pues casi todos me ordenaban acercarme a la reja, para así poder hacerlo tanto como gustasen. Y la mayoría me preguntaban sobre mi virginidad, quedando muy sorprendidos al confirmarla yo. Pero el cliente que más me llamó la atención fue una especie de sacerdote, que de seguro era alguien muy importante; pues al entrar en el recinto los demás hombres presentes, que como de costumbre bromeaban entre sí y hacían comentarios soeces, callaron en seco. El hombre, de mediana edad y cargado de collares, medallas y otras joyas, vestía como los humanos de la antigüedad a quienes sus contemporáneos llamaban obispos: una túnica ricamente bordada, que le llegaba hasta los pies, zapatos también bordados y un sombrero puntiagudo sobre su cabeza. Al acercarse a mi celda vi que sus ojos eran muy pequeños, pero sobre todo observé que su penetrante mirada era realmente maligna; más que vergüenza, el detallado escrutinio a que sometió mi cuerpo desnudo me produjo escalofríos. Aunque aquel hombre en ningún momento me tocó, ni dijo nada: se limitó a indicarme, con gestos, las posturas que quería que yo adoptase -a cual más obscena, por cierto- y luego dio media vuelta y se marchó.

La subasta empezó poco tiempo después de que el “obispo” se hubiese marchado. La primera chica que sacaron de su celda era la que ocupaba la del extremo contrario a la mía, por lo que supuse que yo sería de las últimas; era una chica de piel muy oscura, más mulata que no negra, alta y muy esbelta, con unos pechos pequeños pero muy tiesos y un trasero respingón. Cuando la subieron a aquel estrado, y pese a que seguía encadenada de pies y manos, empezó una especie de danza que resultaba muy erótica; pues se contoneaba pero sin moverse del lugar, ofreciendo al público ora sus pechos, ora el trasero. No tardó mucho en ser vendida, y por la cara de felicidad del subastador la cifra que por ella se pagó debió de ser muy elevada. La ceremonia continuó durante varias horas, y respetando escrupulosamente el orden de las celdas; así que tuve ocasión de ver casi toda la subasta, pues la mía era la tercera empezando por el extremo contrario a la de aquella mulata. Y he de reconocer que, con el tiempo, el espectáculo acabó resultando aburrido; excepto una chica muy joven a la que tuvieron que llevar al estrado literalmente a rastras, todas las demás se dejaron hacer con cara de resignación. Como si, para ellas, aquello no fuese sino una formalidad sin mayor importancia.

Cuando llegó mi turno, sin embargo, la cosa cambió un poco, porque el subastador anunció al público que yo era virgen; lo que provocó murmullos de estupefacción, que aún se hicieron mayores cuando anunció que mi precio de salida eran mil táleros. Yo, obviamente, no sabía cuánto valía la moneda local, pero había oído como alguna de las chicas que me precedieron era vendida por doscientos, o doscientos cincuenta; así que deduje que mil táleros era mucho dinero. Y tenía razón, porque al empezar la subasta se hizo un silencio absoluto; por más que el subastador me hiciese adoptar posturas obscenas, hasta el punto de lograr que volviese a ruborizarme, nadie hacía una primera oferta. Pero, cuando ya iba a dar por concluida mi subasta con un martillazo sobre su atril -al parecer allí no contemplaban la posibilidad de pujas a la baja- se oyó una voz muy grave, desde el fondo de la sala, que decía “Mil!” ; lo que llenó de satisfacción al subastador, quien tras esperar un poco más anunció, después de dar el oportuno martillazo, “Vendida por mil táleros al Serenísimo Señor Inquisidor General!” .

Al igual que habían hecho con las demás mujeres, tras la subasta me devolvieron a mi celda; y no fue hasta muchas horas después que un hombre de aspecto campesino, acompañado de uno de los guardias, se acercó a por mí. Entre ambos me llevaron al edificio de aquel complejo, en cuya planta baja había una herrería; allí me quitaron los grilletes que me había puesto David, que al parecer eran de un modelo muy corriente: en cada uno de ellos había un pequeño agujero en su borde exterior en el que, introduciendo una varilla fina de metal, se accionaba el mecanismo de abertura. Una vez quitados el hombre de aspecto campesino sacó de su zurrón un collar de un metal brillante, que parecía oro; era redondo, de como un par de centímetros de grosor, y tenía en su parte frontal una pequeña argolla, unida a él por un remache plano en el que destacaba algo similar a un escudo de armas. Me lo colocó en el cuello, cerrándolo de la misma manera -a presión- que lo había hecho David con mis anteriores grilletes; al apartar sus manos me di cuenta de que, pese a su escaso diámetro, era bastante pesado. Y, una vez fijado, el hombre sacó de su bolsa una cadena del mismo metal, que sujetó a la argolla del collar. Tirando de la cual me llevó fuera del recinto, y a través de las calles de la ciudad, hasta una pequeña puerta en un muro alto; la cual abrió con una llave, haciéndome entrar en lo que parecían los jardines de una gran mansión.

V

Al poco de comenzar a cruzar aquellos jardines me llevé una fuerte impresión, que confirmó mis más terribles sospechas sobre la brutalidad de aquella cultura. Pues pasamos junto a una mujer crucificada, por el método que en su día usaron los antiguos romanos: clavada de manos y pies en la cruz, y por supuesto desnuda, gimoteaba de dolor con los ojos cerrados, y parecía muy próxima a perder el sentido. Al pasar justo a su lado pude ver que tenía la espalda, las nalgas y los muslos surcados por unas marcas de latigazos que parecían ya antiguas; el hombre que me llevaba, sin detenerse, me explicó el porqué de su castigo: “Esta es Diana, la encargada de los baños. El amo le perdonó la primera falta, y solo la castigó con el látigo. Pero la segunda vez…”. Horrorizada, le pregunté en qué habían consistido tales faltas; pero antes de que él pudiera responderme una voz que surgía de un grupo de árboles, justo detrás de la cruz en la que agonizaba Diana, me respondió: “Desobedecer. La falta es siempre la misma: no hacer al instante, y sin vacilar, todo lo que se os ordene. Yo soy Mario, el capataz de las esclavas; y si un consejo puedo darte es precisamente ése: obedece sin reservas. El amo a veces es muy cruel, aunque otras se sienta generoso; lo mejor que puedes hacer es no cometer falta alguna, pues no siempre perdona la primera…”.

Cuando se situó frente a la cruz pude ver que Mario era un hombre muy alto, sobre todo para lo que solían serlo los hombres de aquel planeta; a mí, que mido casi metro ochenta, me sacaba media cabeza. Tendría unos cuarenta años, y llevaba el pelo negro muy corto; su cara, bien afeitada, tenía ciertos rasgos asiáticos, y vestía de un modo sencillo: una especie de jubón hasta las rodillas, atado a la cintura con un cordón ancho, y mocasines. Pero lo que más me llamó la atención fue el látigo que, enroscado, colgaba del cordón en uno de sus costados; de cuero trenzado, era grueso y, por el número de vueltas que daba sobre sí mismo, parecía bastante largo. Aunque no pude verificarlo, claro está, supuse que era el instrumento de tortura que había provocado las estrías que recorrían el cuerpo de Diana, y él pareció leerme el pensamiento: “Una de las primeras cosas que voy a hacer, incluso antes de marcarte, es azotarte. Lo hago con todas las esclavas nuevas, pues no hay mejor manera de enseñaros a obedecer sin chistar; con el tiempo verás como incluso me lo agradeces… Ahora sígueme; te mostraré dónde te alojarás, en los establos, y te indicaré tus primeras tareas” . Mientras decía eso el hombre que me había traído soltaba la cadena de mi collar, y tan pronto como me vio libre Mario echó a andar hacia donde había venido; yo le seguí, y tras cruzar la arboleda vi, al fondo, un edificio enorme con hechuras de castillo-palacio, y a mi derecha unos edificios bajos a los que nos dirigimos.

Al entrar tras Mario en uno de ellos vi que, efectivamente, aquello era un establo. Estaba dividido en una veintena de pequeños cubículos, de no más de dos metros de ancho por tres de fondo, en los que no había más que paja y, en un rincón, un agujero en el suelo, que supuse era el retrete. Además de una cadena, sujeta a la pared del fondo y de un par de metros de longitud, a la que imaginé que nos atarían cuando nos estabulasen. El capataz me preguntó mi nombre, y si sabía leer y escribir; cuando le contesté que sí puso cara de no creerme, y escribió “Marta” en la puerta de aquel cubículo. Para luego decirme que iba a ser el mío, y que cuando me ordenasen ir allí debía entrar, cerrar la puerta baja de barrotes de hierro y sujetar mi collar a la cadena, con el candado que en su extremo colgaba. Yo, mientras tanto, dudaba si decirle que había advertido el error -sin duda intencionado- al escribir mi nombre; pero, por creer que saber leer y escribir podría facilitarme trabajos de mayor responsabilidad, me decidí a hacerlo. Cuando, mirando al suelo con toda la sumisión de que fui capaz, le dije “Amo, no me habré expresado bien. Me llamo María, no Marta” aquel hombre rio, corrigió el error y luego, mientras manoseaba mis pechos y mi trasero, me dijo “No me llames Amo, con Mario basta. Ocasión tendrás de conocer al verdadero Amo, no te quepa duda alguna; no tiene muchas esclavas que sepan leer y escribir. Así que seguro que le serás muy útil; y no solo en la Ceremonia de Ofrenda, que en realidad es para lo que te ha comprado” .

Del establo me llevó a la casa principal, donde otra esclava me dio un cubo y una bayeta y me puso a fregar en las estancias de la planta baja; eran unos salones inmensos, diseñados para acoger recepciones con cientos de invitados. Mientras fregaba mi pensamiento no lograba apartarse de las dos ordalías que, sin darles mayor importancia, Mario me había anunciado para el futuro próximo: me iba a azotar, y después a marcar de algún modo; cabía suponer que como a la esclava que me había dado el cubo, pues al marcharse pude ver que, sobre su nalga derecha, la chica llevaba una marca, como una quemadura, que se parecía al escudo de mi collar. Unos tormentos que, por fortuna, yo no tenía manera de evitar; y si pensaba que “por fortuna” era porque mi investigación no podría proseguir adelante sin sufrirlos. Pero lo cierto era que, si hubiera dispuesto de un transmisor, en aquel mismo momento hubiese llamado a la nave para que me teletransportasen; pues la idea de ser azotada y marcada al fuego me provocaba auténtico pánico. Pero, por otro lado, excitaba mucho mi curiosidad profesional lo de participar en la “Ceremonia de Ofrenda”; pues, en mis años de análisis de la cultura de Orión IX, no había descubierto ningún dato al respecto, más allá de que las menciones que aparecían en lo que los habitantes llamaban el Libro Sagrado. El cual no la describía, y se limitaba a explicar que, mediante ella, los habitantes renovaban su compromiso de sumisión al Ser Supremo.

Su religión, que dominaba por completo la vida social y económica, se basaba en ese principio: un dios que les había llevado allí -en realidad fue una de las primeras naves colonizadoras, en el siglo XXV- con el único propósito de que le adorasen; que había creado a los hombres a su imagen y semejanza, y que luego había creado a la mujer para servir a éstos. No solo en las tareas fatigosas, sino sobre todo para ser receptoras de la Sagrada Simiente; pues aquellas gentes creían que el semen del hombre era la sustancia en la que su dios se materializaba. Como decía el libro, el Origen de la Vida. De pronto, un recuerdo hizo que sonriese para mis adentros, aunque al instante me hizo reflexionar: la nave que trajo a los primeros colonos de Orión IX había sido sufragada por una organización feminista radical, cuyas integrantes recelaban de la aparente igualdad entre hombres y mujeres que la Tierra había logrado. Así que, como si fuesen una secta religiosa del siglo XVI huyendo de Europa a América, mandaron a Orión IX una expedición solo de mujeres. Llevando, eso sí, unos cuantos embriones de sexo masculino, a los que aquí pensaban criar y educar exclusivamente según sus valores y creencias; más partidarias de la supremacía femenina, en realidad, que de la estricta igualdad. Sin duda, algo no salió como ellas esperaban…

Mis cavilaciones, sin embargo, fueron de pronto interrumpidas por una mano que, introduciéndose por entre mis piernas, comenzó a explorar mi sexo; algo que sin duda le facilitaban tanto mi desnudez como mi postura al fregar, de cuatro patas en el suelo. Logré reprimir el gesto instintivo de apartarla, y al girarme vi que era otra vez Mario; llevaba en la otra mano el látigo, enrollado, y se limitó a decirme “Ven conmigo” . Yo me levanté y le seguí, sin poder evitar un estremecimiento de temor; cuando salimos al jardín fuimos otra vez hasta los árboles, y nos detuvimos justo debajo de una rama gruesa, que sobresalía en sentido horizontal, a unos tres metros del suelo, de uno de los más robustos. Al hacerlo me di cuenta de que una cuerda colgaba de la rama; Mario me indicó que levantase las dos manos, las ató con la cuerda y luego tiró de su otro extremo hasta que me tuvo completamente estirada, con solo las puntas de los pies tocando el suelo. Tras lo que ató la cuerda al tronco, se apartó un par de metros y desenrolló el látigo. “Voy a darte solo una docena de latigazos; como ya te he dicho es solo para que aprendas a temer el látigo, pues ningún castigo ordinario baja de cincuenta o sesenta. Puedes gritar cuanto quieras, al Amo le encanta oíros gritar de dolor. No creo que, en tu posición, puedas verlo, pero él te estará contemplando desde una ventana de palacio, seguro” .

El primer impacto del látigo dio de lleno en mi vientre, y rodeó por mi cadera hasta terminar en la parte superior de ambas nalgas. El dolor me cortó la respiración al instante, y mientras mi cuerpo desnudo salía despedido hacia el lado contrario al origen del golpe emití un tremendo alarido de dolor que, más que humano, debió de sonar como el de una bestia herida. De inmediato comencé a patalear desesperadamente, lo que acentuó el balanceo que aquel impacto me había causado; y, cuando mis movimientos empezaron a remitir, recibí el segundo latigazo. Esta vez cruzó mis dos pechos, alcanzando de lleno uno de mis prominentes pezones y terminando en mitad de la espalda; lo que provocó de nuevo mis chillidos y, aunque al haber impactado algo más arriba no me desplazase tanto, un nuevo pataleo frenético. Nunca lo hubiese hecho: el tercer latigazo se coló justo entre mis piernas, aprovechándose de sus movimientos descontrolados, y tras enroscarse en un muslo golpeó de lleno en mi sexo. Para entonces mis alaridos debían de ser música para los oídos del Amo, porque yo nunca había sufrido un dolor siquiera parecido, que me impedía pensar en nada que no fuese acabar con aquel tormento; pues no solo cada golpe era devastador: lo peor era que, al poco de recibirlo, un escozor intolerable invadía la herida que el látigo había dejado, como si alguien le echase sal.

Pero Mario había dicho doce, y doce fueron. La verdad es que, a partir del cuarto, perdí un poco la noción del tiempo y del espacio, y el dolor comenzó a ser algo tan generalizado que los sucesivos latigazos, más allá de herir una zona en concreto de mi cuerpo desnudo, sobre todo reavivaban el sufrimiento que me envolvía por completo, como un sudario impregnado en vinagre. Pero recuerdo que al menos un latigazo más se coló entre mis piernas, las cuales yo era incapaz de controlar; otros dos o tres fueron a aterrizar en mis pechos, alcanzando uno de ellos mi otro pezón, y los restantes se repartieron entre mi espalda, mis nalgas y mis muslos. Para cuando Mario dio por concluido mi tormento yo colgaba inerte de aquella cuerda, incapaz ya de gritar siquiera por haber perdido la voz; y mi cuerpo, empapado en sudor, se veía surcado por una docena de estrías. Anchas al menos como uno de mis dedos, que me escocían terriblemente y que empezaban a virar, desde su rojo intenso original, a un tono más violáceo.

VI

Los siguientes días los pasé en el establo, encadenada en mi cubículo y recibiendo cada poco la visita de Mario o de una esclava; los cuales acudían, principalmente, a untar mis heridas con una especie de bálsamo espeso, que olía a hierbas y -supuse- desinfectaba y aceleraba la cicatrización. Durante ese tiempo aprendí, sobre todo gracias a las esclavas que me atendían, varias cosas: la primera a contar los días, que allí llamaban “soles”; lo que se debía a que contaban como tales el tiempo que el sol más próximo -le llamaban Helios, curiosamente- estaba visible, entre que salía y se ponía. Lo cierto era que, aunque no existiese oscuridad, el nivel de luz bajaba bastante en ausencia de Helios, y la temperatura también: mientras con él en su cénit nunca bajaríamos de los cuarenta grados centígrados, en su ausencia las temperaturas rondaban los veinte o veinticinco. Otra cosa que pude conocer con detalle, gracias a los cuerpos desnudos de mis compañeras, fue la marca que me esperaba; era en efecto el escudo de armas de mi Amo, y como ya me había temido lo ponían con un hierro al rojo, como al ganado. Mi único consuelo era que la marca no parecía demasiado grande, quizás de dos por dos centímetros; aunque, según me explicó una de mis desnudas visitantes, el dolor que causaba su imposición era “peor que mil partos”.

No iba a tardar demasiado en comprobarlo. Una semana después de ser azotada, más o menos, y cuando mis estrías ya se veían bastante cicatrizadas, Mario me dijo en una de sus visitas para untarlas: “Mañana serás marcada. El Amo me ha confirmado que estará presente, como suele hacer siempre; pero esta vez, además, quiere hablar antes contigo. Supongo que será porque le dije que sabes leer y escribir, pero te advierto: ten mucho cuidado; no solo es quizás el hombre más poderoso de la ciudad, sino seguramente uno de los más importantes del planeta. Quitando al jefe de los ejércitos, no se me ocurre nadie que pudiera atreverse a contradecir o desobedecer al inquisidor general” . Al decírmelo recordé el conflicto que, en el siglo XXVII, había enfrentado a los militares con los sacerdotes, que se saldó con un reparto de funciones similar al que se alcanzó en la Tierra durante el feudalismo; aunque los soldados eran quienes tenían más fuerza militar, sin duda, y por eso gobernaban, se cuidaban mucho de no contradecir o irritar a los líderes religiosos. No fuera a ser que, por hacerlo, perdiesen el favor del Ser Supremo, cuyos representantes en Orión IX eran, obviamente, los miembros de la curia; y entre ellos el inquisidor general, cuya función era exactamente igual a la de su antecesor en la Tierra: velar por la ortodoxia religiosa, por el tradicional método de torturar y eliminar a todos los “enemigos de la fe”. Reales o supuestos, claro; puesto que las acusaciones de herejía eran también, en aquel planeta, una manera muy habitual de eliminar a adversarios o enemigos.

Cuando, a la mañana siguiente, Mario me llevó al gabinete del Amo yo estaba francamente nerviosa, y muy asustada. Algo a lo que colaboró el hecho de que, al cruzar el jardín hacia el palacio, pudiera ver el caballete de madera, parecido a un potro de gimnasia, donde supuse que iban a sujetarme mientras me marcaban; una deducción obvia, teniendo en cuenta que al lado del aparato habían situado un gran recipiente de hierro en el que ardía un fuego muy vivo. Pero no solo eso me provocaba el lógico temor; también la entrevista con el inquisidor, pues no sabía muy bien qué papel adoptar. Si revelaba demasiados conocimientos podría sospechar de mí, e incluso pensar que yo era alguna clase de bruja, demonio o hereje; lo que daría al traste con mi investigación y, si David no lo remediaba, incluso pudiera ser que con mi vida. Pero si, por así decirlo, me hacía la tonta, él perdería todo interés en mí; y lo que yo quería era que me tuviese siempre lo más cerca posible. Así que, por el camino, iba repasando mentalmente mis conocimientos sobre el nivel de desarrollo de la sociedad de Orión IX, científico y tecnológico; y finalmente concluí que lo mejor era mostrarme como alguien instruido, pero no en exceso.

Nada de lo que yo había preparado, sin embargo, me hizo falta. Cuando Mario me hizo entrar en su estudio el inquisidor me miró con sus pequeños y malignos ojillos, diciendo “Acércate, quiero ver como lees y escribes” ; y cuando estuve a su lado me indicó, con un gesto, un libro que tenía abierto sobre la mesa. Era un tratado de astronomía, que como es fácil suponer contenía gran cantidad de barbaridades e inexactitudes; leí unos párrafos, hasta que él me dijo que parase, y luego me puse a copiar el texto, con una pluma de ave que iba mojando en un tintero y sobre un pergamino, a partir del mismo lugar donde había dejado de leer. Supuse que mis habilidades le convencían porque, mientras yo escribía allí de pie, él se puso justo a mi lado y, a la vez que miraba lo que iba escribiendo, empezó a sobarme el trasero; dado que hasta entonces nunca me había tocado, ni siquiera en el mercado de esclavas, imaginé que era un buen presagio. Al cabo de un buen rato, durante el cual su mano había ido de mis nalgas a mi sexo -sin dejar de escribir separé algo las piernas, para facilitárselo- me dijo que parase, y añadió: “Ve a que Mario te marque, yo lo contemplaré desde aquí. A partir de mañana serás mi escriba personal; tienes mejor letra que cualquiera de los que hasta ahora he tenido, y lees incluso mejor que el conservador de la biblioteca. Ya me explicarás como aprendiste, pues es muy raro en una esclava; pero tiempo habrá para ello” ; lo que hizo mientras con una mano me indicaba la puerta, y sin que su cara reflejase emoción alguna. A diferencia de lo que me sucedía a mí: mientras me dirigía hacia el terrible tormento que me esperaba en aquel jardín, y como si hubiese perdido la razón, no podía dejar de sonreír; pues ser escriba del inquisidor era, para mi investigación, un auténtico regalo del cielo. Del Ser Supremo, pensé mientras reía para mis adentros.

Al llegar frente al potro, sin embargo, la risa se me cortó en seco. Mario estaba, justo en aquel momento, removiendo las brasas con el hierro de marcar candente, y el color rojo intenso de aquel metal me provocó un escalofrío. Pero, cuando me indicó que tumbase mi cuerpo desnudo sobre el caballete, obedecí sin dudarlo; una vez tumbada boca abajo alargué brazos y piernas siguiendo las patas del aparato, y Mario procedió a sujetarme con las correas que, a cada poco, salían de ellas. Luego rodeó mi cintura, y mi espalda, con unas cuantas correas más, que nacían esta vez en la parte inferior del travesaño horizontal; de forma que, al final, yo no podía mover nada más que la cabeza. Cuando me tuvo inmovilizada procedió a untar la parte superior de mi nalga derecha con un producto oleoso, y antes de marcarme tuvo un detalle: acercó a mi boca un trozo de madera, que yo mordí con avidez, y me dijo “Será solo un momento, ya lo verás” . Tras lo que cogió el hierro candente de las brasas y lo aplicó justo sobre mi nalga, presionando con él la carne; así lo dejó unos segundos y luego, con mucha calma, lo retiró y lo devolvió al fuego.

Supongo que no hace falta que explique a nadie el dolor que provoca una quemadura, pues a todos nos ha pasado alguna vez; pero lo que no es tan conocido es el terrible dolor que causa una quemadura prolongada. Pues en un contacto breve solo se queman las células de la epidermis, pero si la fuente de calor se mantiene en contacto con la piel se quema también la dermis; el efecto que, precisamente, se busca con el marcado con hierro, pues la cicatriz queda para siempre. Y, en el momento de producirse, lo terrible es el sufrimiento que causa a la víctima, pues en las quemaduras dérmicas profundas se llegan a alcanzar terminaciones nerviosas. Pero todo esto son reflexiones a posteriori;  en aquel momento yo no pensaba en otra cosa que en separar mi trasero de aquel hierro candente, mientras gritaba histéricamente -el pedazo de madera, con todos mis dientes marcados en él, se había caído de mi boca al primer alarido-, y me debatía con tal intensidad que parecía que lograría romper las gruesas correas que me sujetaban. No fue así, claro, y cuando Mario comenzó a untar en la quemadura de mi nalga otro de sus bálsamos yo seguía allí atada, sin que mis convulsiones hubiesen producido otro efecto que el de cubrir mi cuerpo desnudo con una fina capa de sudor. Aunque, cuando me desató un rato después, logré ponerme en pie con su ayuda; e incluso fui capaz de andar, apoyándome en él, hasta los establos. Desde cuya puerta pude ver a lo lejos, en una de las ventanas del palacio, la inconfundible silueta de mi Amo; quizás fue por la gran debilidad que yo sentía, próxima al desmayo, pero me pareció ver que me sonreía.

VII

Mi trabajo como escriba del inquisidor resultó mucho más duro de lo que yo había imaginado; y no por la quemadura, que durante el día llevaba cubierta con una especie de emplasto de hierbas adherido a ella. De hecho, la principal molestia que la marca me causaba era al ponerme a dormir, pues me obligaba a hacerlo boca abajo; algo que, al tener que tumbarme sobre la paja, resultaba muy incómodo, pues las briznas se me clavaban en los pechos, el vientre, los muslos y el sexo. Lo difícil de mi trabajo era, por así decirlo, las escenas que me obligaba a presenciar; pues, aunque la mayoría del tiempo la pasábamos en grandes y opulentos salones, en los que mi Amo presidía debates y juicios, en ocasiones él dirigía personalmente las torturas. O, como los llamaba, los interrogatorios. Y, aunque por un lado mi desnudez parecía más apropiada en las mazmorras que en los salones -una mujer desnuda, escribiendo rodeada de dignatarios con hermosos ropajes, era si duda un cuadro original- lo cierto era que los tormentos que en Orión IX se aplicaban, casi siempre a mujeres a las que se acusaba de algún acto contra el Ser Supremo o sus enseñanzas, no tenían nada que envidiar a las que se practicaban en la Europa medieval.

Pese a que el Amo me había dicho que empezaría al día siguiente a mi marcado, lo cierto es que no mandó a buscarme hasta unos días después; lo que yo agradecí, pues con la quemadura reciente me era muy difícil sentarme. Y lo primero que tuve que hacer para él fue levantar acta de una reunión con diversos inquisidores, venidos de todos los rincones de la Colonia; la cara de aquellos hombres, al ver a una esclava desnuda escribiendo en un atril, allí de pie junto a ellos, era francamente divertida. Pero nadie osó preguntar al Gran Inquisidor; y fue él quien, al acabar la larga pero para mí interesante reunión -era un debate sobre la posibilidad de que los soldados adquiriesen la condición de ministros del Ser Supremo sin, por ello, dejar de ser militares; algo que parecía interesar mucho al jefe de los ejércitos- les dijo: “Compañeros, sé que sois hombres discretos, además de sabios; por eso no me habéis preguntado por mi nueva escriba. Pero os intriga, ya lo sé, y a mí también desde que comprobé sus habilidades; así que vamos a saciar nuestra común curiosidad oyendo su relato sobre cómo logró leer y escribir tan bien. Así descansamos un poco de tanta teología, además” . Tras lo que me hizo un gesto para que me acercase, y me colocase en el centro de la sala, a la vista de todos.

Como yo ya esperaba aquel momento, tenía mi respuesta preparada. Aunque había creído que debería dársela a mi Amo en privado, y no desnuda frente a una docena de hombres de mediana edad, que me miraban con caras que iban del asombro a la más descarada lujuria. Antes de sufrir allí un nuevo, y desde luego totalmente impropio, ataque de vergüenza comencé: “Sabios señores, yo crecí entre los bárbaros del norte, y soy hija de uno de los colonos que ellos raptaron en Tridia, Nicolás el escriba; puede que alguno de ustedes lo conociese tiempo atrás” . Lo que, desde luego, era obviamente falso, pero se basaba en datos comprobados por nuestras sondas; efectivamente las tribus del norte, que vivían en un estado equivalente al de los humanos de la Edad de Bronce, no eran seguidoras del Ser Supremo, y hacía unos treinta años habían asaltado una pequeña ciudad, Tridia, en los confines de la Colonia; de la que se llevaron a muchos rehenes de los que nunca más se supo, entre ellos el tal Nicolás. Sobre quien no sabíamos más que el dato de haber sido el escriba de la ciudad, así que cuando vi que uno de los inquisidores asentía me asusté un poco: ya que, pensé, ¿y si éste hombre le conoció? Pero no podía volverme atrás: “Mi padre, convertido en esclavo como todos los rehenes, hombres incluidos, no tenía a nadie más a quien transmitir sus conocimientos que yo; no tengo más hermanos, así que dedicó los años de cautiverio a enseñarme a leer y escribir, y a educarme en la fe, transmitiéndome su devoción por el Ser Supremo. Algún tiempo después de que él muriese yo logré escapar; siendo al poco capturada por el hombre que me trajo aquí, un guerrero solitario” .

Mientras los murmullos de aprobación de mis oyentes iban in crescendo, el hombre que antes había asentido me dijo “Yo soy el inquisidor de Tridia, y recuerdo muy bien el asalto. De hecho, me libré de él por los pelos, pues había acudido a la capital para un cónclave; si no, también me hubieran esclavizado, o matado. Y recuerdo a tu padre; un hombre muy sabio, y con una cultura vastísima. No tuve ocasión de tratarlo más que en su faceta de escriba, pero si te transmitió solo una mínima parte de lo que él sabía tú debes ser la esclava más sabia de todo el planeta” . Mientras yo le sonreía, pensando cuánta razón tenía al decir eso, mi Amo volvió a hablar: “Y, además, es virgen. Será nuestra próxima ofrenda al Ser Supremo, en la ya cercana ceremonia. Para eso la compré, a un precio que entonces me pareció muy caro; pero, con lo que ahora sé, pienso que incluso me salió barata. Ojalá que Él la preserve de todo mal, y la podamos recuperar sana y salva” . Aquello me escamó un poco, pues hacía evidente que ser la ofrenda sería un gran honor, pero también tenía su peligro; aunque no les pregunté nada, dado que acababa de decirles que había sido educada en su religión. Tan solo luego, en mi cubículo y mientras una de las esclavas trataba con el ungüento los latigazos y la quemadura, me atreví a preguntarle qué sabía acerca de la Ceremonia de Ofrenda; pero, o nada sabía, o nada quiso decirme.

Los días siguientes no fueron tan agradables. Al parecer los soldados habían descubierto un grupo de esclavas que, puestas en común entre sí, se preparaban para huir a las montañas del norte, y unirse allí a las tribus que en ellas vivían; algo que a mí me pareció sorprendente, pues por lo que yo sabía los hombres de aquellas tribus las iban a tratar incluso peor de como lo hacían los de la Colonia. Pero a mi Amo lo que le interesaba era descubrir a todas las integrantes del grupo, y para ello nada como el tormento; así que pasé varios días en las mazmorras, contemplando como maltrataban salvajemente a media docena de chicas, algunas tan jóvenes que sus pechos y caderas delataban que aún no habían terminado de crecer. Para hacerlas confesar usaban varios métodos a cual más bárbaro; recuerdo, por ejemplo, como crujían los huesos de una pobre chica a la que, atada sobre una mesa de madera, tiraban tanto de sus brazos y piernas -con un torno- que parecía que iban a arrancárselos. O a otra a la que, tras atarle las manos a la espalda, la levantaron del suelo usando la misma cuerda que las sujetaba; por fortuna era una chica pequeña y muy liviana, pero parecía que en cualquier momento sus brazos iban a ceder, y a separarse por los hombros de su cuerpo desnudo.

Pero había otros tormentos peores, reservados para aquellas a las que, por haber fracasado los anteriores, necesitaban de mayor “incentivo”; como me dijo mi Amo, a veces no tenían más remedio que acudir a ellos, aun a riesgo de matarlas. Lo que, por otro lado, poco les importaba, pues el destino de todas aquellas desdichadas era, en el mejor de los casos, acabar en la cruz. A la que parecía ser la jefe del grupo -pues era la de más edad, unos treinta y pico años- primero le introdujeron en la vagina un artefacto diabólico: era una especie de pera de hierro que, al accionar un mecanismo, se abría como un paraguas, desgarrando al hacerlo sus órganos internos. Y, una vez que vieron que ni con eso lograban hacerla hablar, pasaron al tormento con fuego: primero le retorcieron los pezones con unas pinzas de hierro calentadas al rojo vivo, hasta casi arrancárselos, y luego la empalaron con una barra de hierro también candente, introduciéndosela por el ano. Ni que decir tiene que los gritos de dolor de todas aquellas pobres mujeres eran estremecedores; y, dado que ninguna indicó nombre alguno de las otras presuntas conspiradoras -llegué a la convicción de que no había, de hecho, ni una sola; ni siquiera las torturadas- poco tenía yo que hacer. Más allá, claro, de anotar las preguntas sin respuesta de aquellos sádicos.

Mi vida, por lo demás, resultaba en comparación con las demás esclavas auténticamente regalada. Pasaba el día junto a mi Amo, sin tener que trabajar en nada que no fuese escribir y escribir; ya fuese tomando notas, ya copiando viejos pergaminos de la biblioteca, de los cuales aprendí mucho más sobre la cultura de aquellas gentes que en todos mis años de estudio en la Facultad de Antropología. Comía lo mismo que el inquisidor, normalmente las sobras de su plato; y, cuando él no tenía nada que encargarme, simplemente acurrucaba mi desnudez a sus pies, como si fuese su mascota, y esperaba nuevas órdenes. Tampoco parecía tener demasiado interés sexual en mí, más allá de magreos ocasionales; lo que podía obedecer a la proximidad de la ceremonia, que por sus comentarios intuía inminente. Tal vez, pensaba, no solo debo llegar a ella virgen, sino también intocada; aunque el manoseo a que me sometió el día de mi prueba de lectura y escritura no fue, precisamente, ligero o insustancial. Pero, como un mes después de ser marcada y para cuando la cicatriz ya se veía limpia y sin inflamación, una mañana acudí al gabinete de mi Amo y lo encontré acompañado de un hombre realmente formidable: vestido como un guerrero, muy alto y musculoso, tenía una mirada inquisitiva, que denotaba su inteligencia. Yo me postré ante él de inmediato, y mi Amo dijo “Puedes estar contenta, el Jefe de los Ejércitos en persona ha acudido para la ceremonia, atraído por tu fama…” .

Antes de que yo pudiese decir nada, aquel hombre habló con una voz grave y profunda: “Así que tú eres la hija de Nicolás de Tridia, el escriba? Qué extraño, yo creía que había muerto sin descendencia…” . Al oírle mi corazón dio un vuelco, pues temí que le conociese bien, pero enseguida continuó hablando sin aparentar ninguna sospecha: “Supongo que debió de ocultar el dato para así protegerte; siempre fue un hombre muy sabio y prudente. Ojalá tuviéramos a muchos como él en mi ejército, en vez de tanto valiente sin mollera!” . Lo que hizo que ambos, mi Amo y él, prorrumpieran en carcajadas; y yo recordé haber oído a los inquisidores decir que, si las batallas se librasen con el cerebro en vez de con la espada, los militares de la Colonia serían derrotados sin remedio hasta por los bárbaros del norte. Pero enseguida volvió al tema que a mí me interesaba: “Mañana seré yo quien haga la Ofrenda; y, si el Ser Supremo lo tiene a bien, espero ser también yo quien deposite en ti, por primera vez, la Sagrada Simiente. Tu padre se sentiría muy orgulloso, eso seguro” . Al menos ya sabía una cosa: si sobrevivía a la ceremonia en cuestión, aquella bestia me iba a violar; algo que, por supuesto, no me hacía la menor gracia, pero que por otro lado significaría, si sucedía, que yo seguía viva. Así que, cuando al final de la tarde volví a mi cubículo, después de haber acompañado a aquellos dos hombres todo el día, estaba sobre todo nerviosa y expectante; además de muy magreada, por otra parte, pues el jefe del ejército sí que era muy aficionado a manosear los cuerpos desnudos de las esclavas.

VIII

A la mañana siguiente y tras los cuidados a mi marca Mario me lavó con mayor detenimiento, si cabía, de lo que solía hacerlo; incluso me preguntó si había defecado, cosa que no era habitual. Una vez me juzgó lo bastante limpia me llevó, sin darme alimento o bebida algunos, hasta la entrada del palacio. Allí nos esperaba una numerosa comitiva: sacerdotes, soldados, ciudadanos, y una especie de silla de manos descubierta, llevada por cuatro esclavas, en la que Mario me indicó que me sentase. Cuando lo hice separó mis piernas hasta que pudo colocar mis corvas sobre los brazos de aquella extraña silla, muy bajos; con lo que mi sexo quedó abierto, y expuesto, del modo más obsceno. Tras indicarme que no me moviese de aquella posición, dio orden a las esclavas de que alzasen la silla; y, cuando el Gran Inquisidor lo ordenó, todo el grupo se puso en movimiento. Cruzamos un sinfín de calles de la ciudad, todas ellas abarrotadas de gentes que, al paso de la comitiva, se arrodillaban; al principio yo sentí una gran vergüenza, pues la postura en la que me paseaban era muy humillante. Pero cuando salimos de la ciudad y comenzamos a caminar hacia las montañas que se veían a lo lejos me tranquilicé un poco, e incluso pensé que era una suerte no tener que andar, descalza, desnuda y bajo los rayos de Helios, todo aquel camino.

Tardamos algunas horas hasta la base de las montañas, donde había un paso angosto por el que nos introducimos. Cuando comenzamos a avanzar por aquel valle cerrado, rodeados de grandes paredes de roca, Mario se acercó a mi silla y pasó su mano por mi sexo, introduciendo luego la punta de dedo en mi vagina. Como notó que yo no estaba lubricada -de hecho lo que tenía no era excitación sexual sino hambre; y, sobre todo, mucha sed, pero no me atrevía a pedir nada- me dijo “Aprovecha el último tramo del camino para masturbarte, si no estás bien mojada te va a doler muchísimo” ; y yo, como ya empezaba a tener por costumbre, le obedecí. No me resultó demasiado difícil porque iba al principio de la caravana, así que nadie podía ver cómo me tocaba; y al cabo de quince o veinte minutos, cuando ya estaba considerablemente excitada, descubrí la razón de tan extraña orden. Pues accedimos a un claro entre las  rocas en cuyo centro había una piedra muy extraña: una plataforma cuadrada, o casi, del tamaño de una silla y algo menos de un metro de altura, en cuyo centro había un gran falo. Al acercarnos más pude ver que, en realidad, aquella protuberancia era parte de la misma roca: tenía una forma irregular, algo más ancha en la base y en su extremo superior, y mediría unos veinte o veinticinco centímetros de altura por, en las partes más anchas, quizás unos cinco o seis de diámetro.

Mis portadores se detuvieron justo al lado de aquella plataforma, y una vez que bajaron mi silla al suelo se me acercó el jefe del ejército, a quien hasta entonces no había visto en el grupo. Lo primero que hizo fue tomarme de una mano y hacerme bajar de aquella silla; luego llevó su otra mano a mi sexo, y comprobó -esbozando una sonrisa- que yo estaba muy mojada, tras lo que me acompañó hasta ponernos los dos frente al gran falo de piedra. Yo lo miraba como hipnotizada, y me preguntaba si aquello cabría en mi vagina; pero poco tiempo tuve para dudar, porque el jefe me dijo con aires mayestáticos “Llénate de él” y yo, tras subirme a la plataforma, me puse en cuclillas y comencé a empalarme en aquella bestia. La primera dificultad fue introducir la cabeza del falo, por su mayor anchura; aunque cuando lo logré, no sin muchos gemidos de sufrimiento -sobre todo al romperse mi reconstruido himen- la introducción de los siguientes diez o doce centímetros fue relativamente fácil. Pero, a falta de solo cuatro o cinco para que mis nalgas tocasen la base de la plataforma, noté como aquel monstruo llegaba al fondo de mi vagina, y me detuve; algo que el jefe esperaba, sin duda, pues hacía un rato que había sujetado mis tobillos con sus manos. Así que no tuvo más que tirar de ellos hacia él; y yo, con un alarido de dolor, caí sentada sobre el inmenso falo. La sensación era como si fuese a salirme por la boca, pero al mirar hacia abajo pude ver que no había casi sangre; por lo que supuse que mi vagina se habría dilatado lo necesario para acoger la intrusión, y que la poca sangre que veía provenía de la previa ruptura del himen.

Mientras trataba de recobrar la respiración, pues el esfuerzo había sido terrible, noté como él sujetaba mis muñecas usando unos grilletes que hasta entonces yo no había visto, y que sacó de la parte trasera de la plataforma. Cuya principal utilidad era impedirme abandonar la postura en la que estaba, pues no me permitían levantar las manos de aquella plataforma más allá de un palmo, más o menos; y, por supuesto, hacían imposible que pudiese sacar de mi vientre la enorme roca que me penetraba. Lo mismo hizo poco después con mis tobillos, que sujetó en los costados de la base del asiento empleando otros dos grilletes. Entonces se acercó mi Amo, y mientras me secaba con la mano el sudor que hacía brillar mis pechos al sol, entonó en alta voz: “Quiera el Ser Supremo resguardarte mientras regresa Helios! Sabremos así que la ofrenda de tu virginidad le ha complacido” . Tras lo que se apartó de mi e hizo una seña al grupo; todos emprendieron el camino de regreso entre cánticos que, supuse, iban destinados a agradar al Ser Supremo. En poco más de diez minutos los perdí de vista; y allí me quedé sola, empalada, desnuda, dolorida, sedienta y hambrienta, pensando en el mayor peligro que me esperaba en las próximas horas: las alimañas de aquel planeta.

Desde aquel estrecho valle no podía ver como Helios se ocultaba, pero la menor intensidad de luz, y el descenso progresivo de la temperatura, me lo hicieron evidente como una hora o dos más tarde. Para entonces el dolor en mis entrañas había remitido un poco; no así el hambre, y sobre todo la sed, que me torturaban casi más que el falo. Aunque pronto tuve muchas otras cosas en las que pensar, porque comencé a oír toda clase de ruidos. Yo ya sabía que los animales de aquel planeta, casi todos descendientes -convertidos en salvajes- de las especies terrestres que los colonos habían traído, cazaban cuando la temperatura bajaba; así que mantuve la calma mientras, en las siguientes horas, cruzaron por mi claro varios gatos en busca de comida, y luego un par de conejos, que seguramente huían de los primeros. Pero un rato después la situación se volvió peligrosa: primero apareció un gran perro, parecido a un husky terrícola, que me miró un rato y luego se fue. Y, al cabo de poco, volvió con otros tres más; llegaron claramente en formación de caza, pues venían dos por cada uno de los accesos al claro, y los cuatro comenzaron a acercárseme poco a poco, gruñendo y babeando. Yo comencé a gritarles, presa del pánico, pero ellos no me hicieron caso alguno; daba la sensación, por la seguridad con la que se me iban acercando, de que no era la primera vez que cazaban en aquel lugar, ni yo su primera víctima.

Para cuando el husky, que parecía ser el jefe de la partida, se aprestó a saltar sobre mí, situándose a menos de tres metros de la plataforma donde yo estaba empalada, mis chillidos eran ya de pura histeria. Pero entonces sucedió algo que, de no haber estado yo aterrorizada, tenía que haber previsto ya: una flecha, salida de entre las rocas, atravesó el cuello de aquel perro, que cayó al suelo muerto al instante. Y tras la flecha emergió David, con su espada en la mano; lo que hizo que los otros tres perros, asustados por la muerte de su jefe y por la visión de aquel hombre armado, dieran media vuelta y se marchasen despavoridos. Lo cierto fue que nunca fui tan feliz por ver a alguien; pero a él, por supuesto, los sentimientos humanos le eran del todo ajenos, así que tras preguntarme si me encontraba bien -pudo darme un poco de agua, pero no llevaba consigo comida- comenzó a explicarme sus descubrimientos como forastero en la ciudad. De entre los que uno me sorprendió sobremanera, pues no habíamos reparado antes en ello: si bien sabíamos que todas las mujeres eran reducidas a la esclavitud, y que siempre iban desnudas, no nos habíamos dado cuenta de que ninguna era mayor de cuarenta y pico años. Y tampoco las había obesas, enanas, especialmente feas… Dado que la posibilidad de que todas las mujeres del planeta crecieran esbeltas y hermosas, y muriesen en la cuarentena, era estadísticamente descartable, me preguntaba qué harían con las poco agraciadas, o con las de cincuenta o más años.

Cuando David concluyó su informe, que ya había transmitido antes a la nave, yo le expliqué todo lo que me había sucedido desde que me entregó en el mercado de esclavas; lo que hizo que, solícito como siempre, repasara con todo detenimiento la marca al fuego de mi nalga, y las estrías de los latigazos, para comprobar que no hubiese infección alguna. Una vez se aseguró me dijo, para tranquilizarme, algo que yo ya sabía: que las marcas desparecerían con un sencillo tratamiento regenerador, que él mismo podría aplicarme cuando regresásemos a la nave. Y luego entró por unos segundos en una especie de trance; supuse que era porque estaba transmitiendo, a la base de datos, todo lo que yo le había contado. Al acabar, y tras decirme que lo mejor era que no nos viesen juntos, cogió con una mano -y con una facilidad asombrosa- el perro muerto, removió la arena con los pies hasta que despareció todo rastro de sangre y volvió con él tras las rocas, a seguir con su vigilancia. Aunque lo cierto fue que no tuvo que volver a intervenir; no sabía yo mucho de etología canina, pero si lo bastante como para aventurar que aquel grupo de perros tardaría un poco en volver a tratar de cazar en aquel claro. Entre otras cosas porque, antes de volver a intentarlo, necesitaría un nuevo jefe; un proceso que, entre cánidos salvajes, implica cierto tiempo y un número considerable de enfrentamientos entre ellos.

IX

Cuando, una hora después de volver a salir Helios, regresó la comitiva, yo estaba intacta; pero más deshidratada, hambrienta y dolorida de lo que en mi vida había estado. Lo primero porque, para no hacer que sospechasen, solo había tomado de David un sorbo de agua; lo segundo porque no había comido nada en más de un día, quizás uno y medio; y lo tercero porque mi vagina, tras tantas horas empalada en aquel monstruo, no hacia más que mandar a mi cerebro señales de angustia cada vez más intensas. Así que, cuando varias esclavas -esta vez el jefe del ejército ni siquiera había venido, y tampoco mi Amo- se acercaron a mí y, tras soltar los grilletes, me levantaron de aquel falo y me dieron un odre de agua, por unos minutos fui la mujer más feliz del planeta. Pero no todo iba a ser amabilidad: el camino de regreso tuve que hacerlo a pie, pues no habían traído la silla de manos; y entre el hambre que tenía, el dolor en mi vientre y mis andares desgarbados -mi vagina y mi vulva iban recobrando su estado normal poco a poco, pero caminé mucho rato espatarrada- cuando por fin llegamos a la ciudad, horas después, yo estaba agotada. Pero aún no tocaba descansar: Mario me esperaba en la entrada a los jardines de palacio, para llevarme al gabinete del Amo; donde éste me esperaba acompañado del jefe de los ejércitos.

“El Ser Supremo ha sido generoso conmigo!” , fue lo primero que mi Amo dijo al verme; supongo que simplemente contento de no haber perdido a su escriba favorita. El jefe también parecía contento, aunque por las miradas con que repasaba mi cuerpo desnudo se adivinaba que lo estaba por otra razón; de hecho, ninguno de los dos esperaba volver a verme nunca, pues como me dijo él mismo “Ciertamente tú debes ser alguien muy especial, un regalo del Ser Supremo; ya no recuerdo siquiera cuándo fue la última vez que una ofrenda regresó incólume” . Mi Amo me preguntó a continuación por los detalles de mi estancia en la plataforma, y les expliqué el episodio de los perros; pero con un pequeño cambio, obviamente imprescindible: les dije que, al ordenárselo yo, mis atacantes se habían marchado. Mientras explicaba mi aventura el jefe del ejército me hizo sentar sobre uno de sus muslos, haciéndome separar un poco las piernas, y se dedicó a masturbarme con gran decisión frotando mi clítoris; con lo que, para cuando terminé mi relato, yo hablaba de modo entrecortado, intercalando jadeos de placer entre mis palabras, y estaba justo al borde de un orgasmo. Ahí, precisamente, se detuvo; dio una voz para que entrase Mario y le ordenó que me llevase a asear y comer, y que después me acompañase a sus aposentos.

Como llevaba casi dos días sin alimentarme comí cuanto pude, y luego acompañé a Mario al exterior de las cocinas, donde habían instalado lo que parecía una bañera; allí me lavó a conciencia, enjabonando con cuidado todo mi cuerpo y luego aclarándolo con sus propias manos. Entre la masturbación reciente, y las atenciones de Mario, yo estaba cada vez más excitada; y cuando comenzó a secarme muy despacio, frotando mi cuerpo desnudo con una toalla, ya no podía más: empecé a gemir de deseo, y si se hubiese dejado habría hecho allí mismo el amor con él. Pero era un sirviente leal, pues continuó con su tarea sin hacer caso de la enorme erección que yo apreciaba bajo su ropa; y cuando terminó me llevó, a través de la cocina y subiendo una escalera, hasta la puerta de una estancia. Donde llamó y, al oír la respuesta, me hizo entrar; aunque él se quedó fuera, y tras cerrar la puerta se marchó, seguramente a descargar su tensión en otra esclava. Yo me quedé allí de pie, esperando, pues el jefe del ejército me daba la espalda, enfrascado en unos papeles sobre la mesa; al poco terminó y se giró, mirándome con una sonrisa. Con ella seguía cuando, haciendo un gesto, me ordenó acercarme hasta él; y, una vez me tuvo enfrente, se limitó a decirme “Arrodíllate y chupa!” .

No me fue fácil encontrar el modo de llegar hasta su pene, pues las ropas que llevaba me eran desconocidas; pero finalmente pude desabrochar el cordón que sujetaba sus calzas y dejarlas caer al suelo, revelando un miembro de dimensiones considerables. De inmediato me lo metí en la boca, y traté de que me cupiera todo; pero, aunque solo estaba semierecto, para poder hacerlo debía meter parte de él en mi garganta, y cada vez que lo intentaba una arcada refleja me lo impedía. El hombre, mientras tanto, se había quitado la camisola que llevaba, y al darse cuenta de mi dificultad me dijo “No te preocupes, es una técnica que solo dominan algunas esclavas; si quieres, le diré a tu amo que busque alguna que te enseñe. Por ahora basta con que chupes la parte que te quepa en la boca, y para el resto usa tu lengua” . Yo me entretuve un buen rato en la tarea, hasta que aquel pene estuvo tieso como un poste; una vez listo medía al menos quince centímetros, por quizás tres de diámetro, y se curvaba un poco hacia arriba. Su contemplación, unida a los demás acontecimientos de aquel día, me tenía muy excitada, he de reconocerlo; así que cuando me hizo poner de pie y, levantándome por las caderas sin aparente esfuerzo, me situó sobre su glande y dejó que mi vagina se empalase en él, por mera gravedad, la sensación fue extraordinaria. De inmediato crucé mis piernas rodeando la parte trasera de sus muslos, y apreté con fuerza; como si quisiera meter aquel pene aún más dentro de mí. Y, tras un par de empujones por su parte, tuve el primer orgasmo; fue colosal, increíble, hasta el punto de hacerme perder el sentido durante unos segundos. Pero él siguió bombeando, y el siguiente clímax no tardó mucho en llegar.

Durante algunas horas más aquel hombre me cabalgó sin descanso, de pie, en el suelo y en la cama; arrancándome tantos orgasmos que perdí la cuenta. Yo no había tenido más experiencia sexual que algunos coitos con mi novio de la universidad, y en ellos lo más que había llegado a sentir era un agradable cosquilleo ahí abajo; sensación que, en mi inexperiencia, confundí con un orgasmo. Pero ahora podía comprobar cuán equivocada estaba; pues aquel hombre era un auténtica máquina, y no paraba de taladrarme por delante y por detrás. Eso último porque, después de que eyaculase por primera vez -lo menos hacía media hora, cuando pasó, que me estaba volviendo loca con sus constantes arreones- y se recuperase al poco tiempo, decidió probar en mi ano; al principio me hizo daño, he de reconocerlo, pero unos minutos después logré acostumbrarme a aquella constante fricción en el recto. Y, cuando acompañó sus embates con brutales fricciones en mi vulva, y sobre todo en mi clítoris, me llevó a un orgasmo anal; también, claro, por primera vez en mi vida. Cuando eyaculó por tercera vez, sin embargo, decidió descansar un poco, pues pese a mis felaciones, y a que sus grandes y callosas manos seguían sobándome con brutalidad, no logró volver a la erección; así que me soltó y me dijo “Puedes irte” . Le obedecí con piernas temblorosas, y muy próxima -por sus brutales manipulaciones, que me resultaban casi más excitantes que las penetraciones mismas- al enésimo orgasmo; así que, cuando me encadené en mi cubículo, lo primero que hice fue acabar con mi propia mano lo que el jefe había dejado sin terminar.

X

Desperté tiempo después saciada, satisfecha y, ciertamente, un poco avergonzada; pues aquello era una expedición científica, y yo una profesional experimentada en busca de datos. No de orgasmos, o de diversión sexual sin límite. Pero, pensé, vaya lo uno por lo otro; igual que tuve que sufrir con los latigazos, o con la marca al rojo, ahora me había tocado disfrutar. Cosas del oficio de investigador de campo… En todo caso, cuando Mario vino a buscarme yo estaba muy feliz, y sonreía como hasta entonces nunca había hecho; algo que él sin duda notó, pues también sonrió y dijo “Las mujeres estáis hechas para la Sagrada Simiente; solo hay que ver como os cambia recibirla” . Después de lavarme, y de darme de desayunar en la cocina, me llevó al gabinete del Amo; donde él no estaba, pero me había dejado deberes: hacer tantas copias como pudiese de un manuscrito con las instrucciones para cierta ceremonia de consagración de nuevos sacerdotes que, según creí entender, había adaptado para los soldados que se consagrasen. Era una labor tediosa, más parecida a un castigo escolar de la antigüedad que otra cosa, y cuando llevaba hecha media docena de copias se me ocurrió una idea: y si buscaba en los libros que había en el gabinete, aprovechando que el Amo no estaba, algún dato que me pudiese ayudar a descifrar los enigmas que se nos resistían?

Al momento me puse a ello, pero solo me dio tiempo a hojear un par o tres de aquellos mamotretos antes de que el Amo entrase. Aunque no venía a quedarse, ni a llevarme con él: se acercó a la mesa donde yo trabajaba y, mientras con una mano acariciaba mi desnudo trasero, con la otra contó el número de copias; luego movió la cabeza de lado a lado y me dijo “Necesito tantas como puedas hacer, hay que repartirlas por toda la Colonia. Pero yo tengo que reunirme con los inquisidores, y necesito un escriba para el acta. En fin, por esta vez tendré que prescindir de ti; quédate aquí trabajando en esto, y le diré al infeliz de Andrés, mi anterior escriba, que me asista él. Así estará contento; desde que le sustituí hace muy mala cara…” . Yo no le dije nada, y seguí trabajando en la copia que estaba haciendo; y él, tras sobarme un buen rato más -ahora con las dos manos, pues la que había hojeado las copias fue directa a mis pechos- al final no tuvo más remedio que marcharse. En cuanto cerró la puerta yo volví a mi exploración literaria, claro; aunque tomando la precaución de, cada dos o tres libros que revisaba, hacer una nueva copia de su manuscrito. Para que así, cuando él volviese, no sospechara nada.

Lo primero que mi investigación reveló fue que el Libro Sagrado tenía unos Codicilos, cuyo contenido no debía ser revelado más que a los más altos miembros de la curia; ni siquiera, se especificaba en un manual destinado a los inquisidores de las diversas ciudades, al jefe supremo del ejército. Al parecer tales documentos se guardaban en el Templo Mayor del Ser Supremo, que supuse estaría allí, en la capital; su custodio era llamado el Conservador, y por otro libro aprendí que, en teoría, era el ser humano más próximo a su dios, aunque por ley no debía tener poder terrenal alguno, y tampoco contacto con los demás ciudadanos de la Colonia. Vivía en el citado templo, dedicado a la meditación, y su interlocutor usual era, precisamente, el Gran Inquisidor; lo que me llenó de alegría, pues mi Amo podía ser la llave que me abriese el acceso al templo, y a sus manuscritos. El mismo libro explicaba el modo en que debía ser elegido un nuevo Conservador, cuando falleciese quien ocupaba el cargo; el Consejo de los Inquisidores debería designarlo de entre los sacerdotes más virtuosos y sabios. Es decir, pensé, nombrarían a quien a ellos les pareciera; y en concreto, visto como le obedecían, a quien dijese mi Amo.

Cuando ya estaba a punto de volver a dejar aquel libro el título de uno de sus capítulos me llamó la atención, y mucho: “La Intervención Divina en el proceso de elección: qué hacer cuando el Ser Supremo nos ha entregado una Virgen Bendecida”. O mucho me equivocaba o eso era yo, precisamente, para ellos; así que comencé a leer el anexo con avidez: “En ocasiones quiere el Ser Supremo, cuyo nombre sea mil veces bendecido, que una simple esclava sea quien sirva como Su instrumento. Y es muy fácil saber cuándo sucede eso: si el Conservador muere después de que una virgen sobreviva a la Ceremonia de la Ofrenda, y antes de que se celebre la siguiente, será ella quien elija al sucesor. Lo que deberá hacer tras recibir la Sagrada Simiente de todos y cada uno de los candidatos que el Consejo de los Inquisidores proponga; y aún de quienes la esclava, hablando por boca del Altísimo, pudiera proponer. Nuestro Creador le dirá, tan pronto reciba su Simiente y a través de ella, cuál de los candidatos merece tan supremo honor”. Antes incluso de acabar con la lectura un plan descabellado, sin duda del todo contrario a la Primera Ley, se fue formando en mi cabeza: encontrar a David, ordenarle que eliminara al actual Conservador y, luego, hacer ver que me acostaba con él y proponerlo como nuevo guardián de los codicilos. Imposible, claro, pues suponía “interferir en el desarrollo natural, autónomo, de la vida y cultura extraterrestres”; algo que David no haría nunca sin que se modificase primero su programación básica. Y para hacer eso se requería de una tecnología que, desde luego, allí no estaba a mi disposición; y, seguramente, tampoco a bordo de la nave.

Cuando, a última hora, Mario vino a buscarme para devolverme a mi cubículo yo había hecho medio centenar de copias de aquel manuscrito, pero ya no había descubierto nada más. Así que me arriesgué, y le pregunté a él qué sabía del Templo Mayor, y de su Conservador; obviamente sin mencionar los codicilos en momento alguno, y amparándome en la curiosidad natural de todo creyente en aquella fe. Pero él tampoco sabía demasiado; el único dato un poco interesante que pudo ofrecerme fue que el Amo iba a menudo a visitarlo, lo que me hizo albergar esperanzas de que me llevase con él. Pero los días fueron pasando, y no fue así; mi vida se convirtió en pura monotonía: escribir y escribir. Ni siquiera se repitió lo que, después de mi noche con el jefe de los ejércitos, yo más deseaba en mi fuero interno: ser usada sexualmente. Aunque no lo reconocería jamás ante mis compañeros, desde entonces no pensaba en otra cosa, y el recuerdo de aquella vez me excitaba sobremanera; desde luego, parecía mentira que mi condición de esclava permanentemente desnuda no diese lugar, nunca, a que alguien me usase para obtener gratificación sexual. Ni mi Amo, que se limitaba a sobarme aunque bastante a menudo -lo que, por cierto, incrementaba mi excitación- ni Mario, que parecía tenerlo prohibido, me habían penetrado; y tampoco regresó el jefe del ejército, ni nadie reclamó mi compañía para tener sexo conmigo.

El tedio terminó, sin embargo, el día que mi Amo me dijo que íbamos al templo. Supongo que debió notar mi excitación tras darme la noticia, pues me indicó que me sentase en sus rodillas y, mientras pasaba su mano por mi sexo, me dijo “El Conservador quiere conocerte, y me ha pedido que te deje con él unos días. Es un hombre ya anciano, y si falleciese pronto tú tendrías un importante papel en su sucesión. Sí, no me mires así; él te lo explicará. Entre tanto me las apañaré con Andrés…” . Como es de suponer, yo puse mi mejor cara de sorpresa ante aquel dato que ya sabía, y para mayor disimulo lo asalté a preguntas; pero él, con una sonrisa -cosa poco frecuente- se limitó a repetir varias veces que ya me lo explicaría el Conservador. Hicimos el largo camino a pie, con la escolta de dos guardias y atravesando las calles más céntricas de la ciudad; lo que me permitió comprobar que la apreciación de David había sido correcta: no se veía en ellas ni una sola mujer de más de cuarenta y cinco o cincuenta años, y menos aún una que fuese fea, gorda, deforme, o estuviese enferma. Algo que su absoluta desnudez me permitía apreciar perfectamente; pues, igual que a mí, no se les permitía llevar calzado, ni adorno alguno más allá de su collar de esclavas. Pero además otro dato llamó mi atención: las niñas, por el contrario, iban vestidas, con las mismas ropas sencillas que los demás habitantes. Parecía, pues, que la desnudez era una humillación añadida a la esclavitud; y que se imponía a partir de la pubertad, pues pude ver a varias adolescentes desnudas, e incluso alguna que aún se avergonzaba de estarlo.

El Templo Mayor del Ser Supremo era un edificio inspirado en los de la antigua Roma: un pórtico con una alta columnata, un patio central con todas las dependencias alrededor… En su escalinata de acceso nos esperaba el que yo supuse, por sus ropajes, que era el Conservador; un hombre enjuto y pequeño, un poco encorvado sobre sí mismo -lo que aún le hacía parecer más diminuto- y, efectivamente, anciano. Sobre todo para aquella Colonia; cuya esperanza de vida, por falta de avances científicos, no pasaría de los sesenta años. Aquel hombre rondaría los ochenta, en mi opinión, y se movía muy despacio, con la ayuda de dos esclavas que le asistían; al verlas me llevé una sorpresa, pues una de ellas era Ángela, la psicóloga. Las dos disimulamos, pero yo no pude dejar de pensar que, a juzgar por su aspecto, había tenido peor suerte que yo: su cuerpo se veía literalmente cubierto con las estrías que cientos de latigazos, algunos más antiguos y otros muy recientes, habían ido dejando, y en su pubis llevaba una marca al fuego al menos el doble de grande que la que “decoraba” mi nalga. Igual suerte que su compañera de trabajo, por cierto; una chica muy joven cuyos pechos aún no habían terminado de crecer. Mi Amo saludó a aquel hombre con un respeto que no le había visto mostrar con nadie, incluso con sumisión; después de intercambiar unas palabras que no pude escuchar me señaló, y el anciano hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Tras lo que me dijo, con un hilo de voz, “Ven!” , se dio la vuelta y regresó al interior del templo.

XI

Yo seguí a la comitiva, sobre todo porque mi Amo me hacía gestos con la mano para que marchase tras el anciano; pero, cuando llegamos al patio del edificio -presidido por un estanque central- Ángela me hizo gesto de que las esperase allí, y marchó junto con su compañera a llevarle a otra estancia. De la que regresó, ella sola, al poco rato; se sentó junto a mí, al borde del estanque, y comenzó a explicarme lo que le había sucedido: “A mí me vendieron a uno de los mayores comerciantes del puerto, pero me retuvo poco tiempo. El necesario para marcarme, desgraciadamente…” . Al oírla me fijé en la marca de su pubis, ya cicatrizada: era un barco velero de aspecto muy antiguo, como los que en la Tierra se habían usado en tiempos del Imperio Romano, y mediría casi cinco centímetros de altura por otros tantos de lado. “Por lo que pude aprender, los comerciantes pueden ser muy ricos, pero socialmente están mal considerados; así que el mío, seguramente por mejorar su imagen, al poco de comprarme me entregó en ofrenda al templo. Y aquí estoy desde entonces, aguantando la Ceremonia de Expiación cada pocos días…” . Como vio mi cara de sorpresa, continuó con su explicación: “Aquí no se vive mal; la comida es buena, y nadie te molesta sexualmente. Pero cada día, cuando se pone Helios, se celebra la Ceremonia de Expiación: una esclava del templo, a suertes, es azotada un determinado número de veces. Imposible de predecir, pues el Conservador lo calcula a partir de unas extrañas cábalas. Ahí está lo malo, pues además aquí solo estamos seis chicas; bueno, ahora contigo siete. Así que, más o menos, te toca una vez por semana; y el número de latigazos, por lo que llevo visto, oscila entre dos y treinta y seis azotes… En fin, yo ya he perdido la cuenta de los que llevo recibidos” .

Cuando le expliqué mis averiguaciones, y sobre todo lo que sabía sobre los Codicilos, Ángela abrió mucho los ojos y me dijo “Claro! Han de estar en el arca que hay bajo el altar del templo, de la que siempre lleva la llave encima. Una vez que se duerma podemos intentar cogérsela, y abrir el arca para ver qué hay; pero es peligroso, tiene el sueño ligero” . Nuestra conversación se vio interrumpida por la llegada de la otra esclava que, al llegar yo al templo, había visto con Ángela flanqueando al Conservador; efectivamente, vista de cerca era muy joven, y su esbelta desnudez estaba tan surcada de marcas de látigo o más que la de mi colega. Me sonrió, se presentó como Ruth y me dijo que el Conservador quería verme; así que de inmediato la seguí hasta una habitación que daba al patio donde, tras entrar las dos, ella se retiró. Al principio creí que me había quedado sola, pero de pronto la tenue voz de aquel anciano sonó desde el único rincón que estaba oscuro; al mirar hacia allí vi que él estaba sentado en un gran sillón, y que me ordenaba acercarme. Obedecí al instante, y cuando me situé justo a su lado comenzó a tocarme con una mano pequeña, arrugada y fría; me daba un poco de asco, sobre todo cuando la introdujo entre mis piernas, pero logré aguantar sin decir nada. Incluso separando un poco mis muslos, para facilitarle la exploración.

Cuando se cansó, me explicó todo lo que yo ya sabía sobre mi posible intervención en la designación de su sucesor; yo aparenté sorpresa, e incluso mascullé algunas palabras poniendo en duda mi capacidad para elegir a la persona indicada. Lo que él aprovechó para decirme “Justamente por eso te he llamado. Es muy importante, para el futuro de la Colonia, que no elijas al jefe de los ejércitos, ni a ningún militar; siempre a un sacerdote. Aunque sepas leer y escribir eres demasiado ignorante para entenderlo, pero es esencial que mi puesto sea siempre desempeñado por uno de ellos. Ya seguiremos hablando; ahora ve con tus compañeras, tenéis que preparar la Entrega de los Collares” . Yo le obedecí, y al salir del gabinete me encontré con Ruth, quien me llevó a las cocinas, pues ya era hora de comer; mientras lo hacíamos me explicó, con Ángela al lado, lo que sucedía cada cierto tiempo e iba a ocurrir aquella tarde: “Habrás visto que, en la ciudad, las chicas más jóvenes van vestidas. Cuando alcanzan cierta edad, que los sacerdotes deciden para cada una en función de su desarrollo físico, son traídas aquí y convertidas en esclavas; lo que se hace mediante la imposición de un collar, como los que todas llevamos. El cual, por supuesto, deberán recibir ya desnudas; a partir de ese momento empieza su nueva vida. Con todo lo que eso conlleva, claro, de sufrimiento y humillación: serán marcadas al fuego, recibirán sus primeros azotes con el látigo, … Pero esa es la voluntad del Ser Supremo, bendito sea Su nombre!” .

Lo dijo con tal fervor que Ángela y yo no pudimos evitar mirarnos con bastante sorpresa; pero terminamos de comer, y nos pusimos a organizar los preparativos. Mientras montábamos, en las escaleras de acceso al Templo, un sillón para el Conservador -que iba a presidir la ceremonia- se fue congregando allí cada vez más gente. Yo les miraba y no dejaba de sorprenderme; pues, aunque nosotras mismas estuviésemos desnudas, no dejaba de llamarme la atención aquel público, en el que solo los hombres iban vestidos. Al cabo de un poco se hizo un gran silencio y el Conservador salió, acompañado de otras dos esclavas del templo; una vez sentado en su trono otro sacerdote desplegó un pergamino y leyó, en voz alta, el nombre de un vecino llamado Tomás de Esea. Al punto salió un hombre de entre la multitud, llevando sujetas del brazo a dos chicas muy jóvenes; con ellas se situó en el claro que la multitud había dejado al pie de la escalinata y dijo “Excelencia, estas son mi hija Inés y Marta, la hija de mi esclava Elena. Pido humildemente al Ser Supremo que las acoja como hijas suyas; ellas dedicarán su vida a adorarlo y a venerarlo” . Tras lo que soltó los brazos de ambas chicas; y éstas, sin necesidad de que les dijesen nada, se despojaron de las túnicas que llevaban, quedándose completamente desnudas.

El Conservador las miró largo rato desde su sillón, y luego hizo un gesto a otro sacerdote; el cual bajó los escalones llevando un collar de hierro, muy sencillo de factura, de los muchos que había en la mesa frente a él, y lo puso en el cuello de la más joven de las dos, cerrándolo con un audible “clic”. La multitud prorrumpió en vítores y aplausos, mientras el sacerdote regresaba a la mesa, tomaba otro y descendía hasta situarse frente a la otra chica. La cual, a diferencia de la primera, estaba fuertemente ruborizada; aunque bajó un poco la mirada, al ver aquel collar, y se lo dejó colocar mansamente. Durante las siguientes horas el ceremonial continuó de igual manera, hasta agotar todos los collares de la mesa; como ninguna había sido rechazada, le pregunté a Ruth si nunca se había dado el caso de que una chica no lo recibiese. Ella sonrió, y me dijo “No, a la imposición solo llegamos las seleccionadas. Aquellas a las que el Ser Supremo no ha agraciado con la buena apariencia necesaria para servirle son separadas antes” ; pero mi siguiente pregunta la descolocó por completo. Pues, lógicamente, pregunté qué se hacía con las otras; pero Ruth solo supo decirme que “Las indignas son siempre rechazadas, no debemos ofender al Ser Supremo” . Y no logré sacarle nada más al respecto.

Una vez que la multitud se disolvió desmontamos aquel escenario, y tan pronto como regresamos al patio un sacerdote nos estaba esperando, junto con las demás esclavas que -supuse- formaban con nosotras la dotación del templo. Llevaba en la mano un pequeño saco de arpillera, el cual me acercó diciendo que tomase una bola de su interior; la que saqué era de color claro, pero cuando Ángela metió la mano sacó una totalmente negra. La pobre no pudo reprimir su disgusto, y empezó a llorar quedamente; mientras yo trataba de consolarla, acariciando con cuidado su lacerada espalda, me dijo “Parece cosa de magia; me toca cada dos o tres días…” . Pero nada podía hacer, así que se dejó llevar mansamente por dos sacerdotes hasta el extremo contrario de aquel patio, más allá del estanque: un gran espacio abierto, en el centro del cual sólo había un ancho poste de un par de metros de alto. En cuya parte superior se veían dos grilletes a los que sujetaron las muñecas de Ángela, dejándola en esa posición; con sus grandes pechos apretados contra el poste de madera, y su espalda y sus nalgas ofrecidas a los azotes.

Aún no sabíamos cuántos, pero al poco apareció el Conservador para determinarlos. Llevaba en las manos una especie de palillos largos, pintados en vivos colores, que dejó caer juntos al suelo; donde se diseminaron bastante, aunque algunos de ellos se quedaron superpuestos. El anciano los miró, elevó su ojos al cielo y luego dijo “Diecinueve” ; tras lo que dio la vuelta y se marchó, al tiempo que Ruth recogía del suelo aquellos extraños artefactos. Y mientras un sacerdote, que había venido con un látigo muy similar al que tiempo atrás había usado Mario contra mí, daba a la pobre Ángela el primer latigazo. Que fue seguido al instante de un alarido de dolor de mi colega; mientras que el enésimo surco carmesí aparecía en sus nalgas, cruzándolas de lado a lado. Los siguientes seis impactaron a lo largo de su ya muy castigada espalda, de sus nalgas y de la trasera de sus muslos; pues Ángela, sin duda para proteger así su vientre y sus pechos, se mantenía bien pegada al poste. Pero, a partir del octavo golpe, ya no pudo aguantar más aquel dolor, y comenzó a moverse convulsivamente en todas direcciones, así como a patalear sin control; lo que su verdugo aprovechó para lanzar el látigo contra la parte frontal de su cuerpo, logrando alcanzar en repetidas ocasiones sus grandes y hermosos pechos. E incluso en alguna que otra su sexo, o el interior de sus muslos; para cuando terminó, la psicóloga lloraba en silencio, y en su cuerpo desnudo, literalmente bañado en sudor, se podían contar diecinueve surcos enrojecidos más.

XII

Mientras le untaba en sus recientes heridas un bálsamo que ella misma me facilitó, Ángela me explicó su idea para acceder a los codicilos: “Dentro de unos días se celebrará una fiesta en el templo, para celebrar el final de la cosecha. Si logramos que el Conservador beba más de la cuenta, y por lo que yo he visto el vino le gusta bastante, cuando se acueste dispondremos de unas horas durante las que dormirá como un leño…” . Al oírla recordé que uno de los cultivos que en aquel planeta habían arraigado mejor era la vid, seguramente por la combinación de pocas lluvias y mucho sol… Convinimos enseguida que era la mejor solución, pues no disponíamos de ningún narcótico que utilizar con él; aparte de que, aún teniéndolo, a su edad podríamos matarlo, con lo que de seguro violaríamos la Primera Ley. Y, al continuar charlando con ella, descubrí que ya había resuelto uno de los dos enigmas que se me resistían: qué se hacía con las “indignas”: “El poco tiempo que viví en casa de aquel comerciante pude presenciar como expulsaban a una esclava de mediana edad; y supongo que lo mismo hacen con las chicas que no cumplen con los estándares locales de belleza. Si el sacerdote local determina que una esclava, o una “aspirante” a serlo, no es “digna de adorar al Ser Supremo” por su avanzada edad, fealdad, deformidad, etcétera, se limitan a expulsarla de la ciudad; yo supongo que las así rechazadas se irán a vivir con las tribus del norte. Aunque allí no las van a tratar mejor, al menos no las rechazan” .

Al oírla recordé un problema que en mi tesis había analizado, llegando a la conclusión de que acabaría provocando un conflicto: mientras la población de la Colonia parecía mantenerse estable, las tribus del norte cada vez eran más numerosas. Ciertamente aquella disponía de muchos más recursos y de mejor organización; pero la desproporción llevaría, inevitablemente, a que las tribus se decidieran finalmente a atacarla, para ver de arrebatar a la Colonia los alimentos que cada vez necesitaban en mayor cantidad. Y ahora estaba para mí clara la causa del desequilibrio en el crecimiento de ambas poblaciones: la Colonia “exportaba”, por así decirlo, muchas mujeres a las tribus, de las que una parte considerable estaba en edad fértil. Dada la inexistencia de métodos anticonceptivos en el planeta, y el modo en que las mujeres eran tratadas tanto en la Colonia como por las tribus -como simples objetos destinados a trabajar, dar placer y procrear- resultaba normal que la tasa de crecimiento de estas últimas fuera muy superior.

Los días que faltaban para la fiesta transcurrieron de forma tediosa; al menos para mí, pues no fui seleccionada en ninguno de ellos para ser azotada, y dediqué todo el tiempo a tareas domésticas, sin casi tener ocasión de volver a ver al Conservador. Incluso puede decirse que Ángela fue también bastante  afortunada, pues solo volvió a recibir latigazos en una ocasión; en la cual, por otro lado, no le correspondieron más que cinco azotes, que logró soportar sin desenganchar sus pechos y su vientre de aquel poste. Y por fin llegó el día de la celebración; parecía como si todos se hubieran vuelto locos de alegría, y la actividad en las cocinas del templo era frenética: preparábamos viandas como para alimentar a un ejército. Y, además, descargábamos barricas de vino por docenas; a punto estuve de lesionarme gravemente con una de ellas, al tratar junto con otras dos esclavas de bajarla del carromato que las traía. Pues aquel barril pesaría al menos cien kilogramos, lo que era demasiado hasta para las tres a la vez: aunque bajaba siguiendo unos railes de madera inclinados, nunca a fuerza de brazos, siempre alguna de nosotras había de colocar su cuerpo desnudo contra el barril, para así limitar su velocidad de descenso. Con lo que, si las otras dos aflojaban su sujeción, podía resultar aplastada por él; a punto estuvo de pasarme estando yo en esa posición, aunque logré frenar el barril lo suficiente y solo me llevé algún rasguño sin importancia.

Al ponerse Helios comenzaron las celebraciones; con un gran banquete, música, bailes y, como era de esperar, mucho sexo. He de reconocer que eso fue algo que agradecí, pues desde mi encuentro con el jefe de los ejércitos que esperaba la ocasión de repetir los placeres de la cópula; dejando de lado a los que se limitaron a magrearme, muchos de ellos demasiado bebidos para nada más, al menos media docena de paisanos dejaron en mí su “Sagrada Simiente” a lo largo de aquella bacanal. Y no todos por delante… Además de eso, en uno de mis paseos pude ver entre la muchedumbre a David, que se había sumado a la fiesta como un ciudadano más; pero yo estaba demasiado ocupada para acercarme a él. Aunque cuando Ángela me avisó la profesionalidad se impuso al goce, y mi muy explorada desnudez la siguió disciplinadamente hasta los aposentos del Conservador; allí estaba él, tumbado en su lecho y roncando profundamente. Mi compañera, mientras le quitaba del cuello la llave que el hombre siempre llevaba, me dijo “Según Ruth, que le ha ido sirviendo todo el rato, lo menos se ha bebido una docena de vasos; así que no corremos peligro alguno durante bastantes horas” . Con ella nos fuimos hacia el altar del templo, que en aquel momento estaba desierto; y, una vez que Ángela la probó, la llave giró fácilmente en la cerradura del arca que allí había, con un sonido suave, de metal bien engrasado. Tras lo que yo, con más impaciencia que otra cosa, levanté con la mano la tapa y la abrí de par en par.

Únicamente contenía una cosa: un registrador de imagen tridimensional muy antiguo, como los que se utilizaban en la Tierra siglos atrás; yo los había visto en el Museo de la Civilización, y sabía que proyectaban la imagen holográfica en tres dimensiones que en ellos se hubiese almacenado. Y que tenían, para su tiempo, mucha capacidad de carga; aunque mi problema era que no sabía cómo hacerlo funcionar, y Ángela tampoco. Así que resolvimos llamar a David, para que lo hiciese por nosotras; y, de paso, registrase en sus bancos de memoria el contenido del aparato. Mientras ella volvía a cerrar el arca, con el registrador dentro, yo fui en busca del androide; lo encontré junto a uno de los barriles de vino recién abiertos, hablando con quien por su aspecto parecía un viticultor. De inmediato imaginó que yo quería contactar con él, así que cuando pasé a su lado me sujetó por un pecho, me puso la otra mano en el sexo y me dijo en voz alta “Vamos, que me apetece montarte!” ; y, tras guiñarle un ojo a su contertulio, marchó conmigo así sujeta hacia el interior del templo. Al llegar al salón del altar me soltó, y yo le conté para qué le necesitábamos; lo cierto es que juzgó demasiado arriesgado lo que estábamos haciendo, pero su programación le obligaba a ayudarnos, pues de momento no infringíamos la Primera Ley. Así que, cuando Ángela volvió a abrir el arca, cogió el registrador, lo manipuló un rato y luego, colocando uno de sus dedos sobre la pantalla, se mantuvo así, quieto y en absoluto silencio, durante unos minutos.

Cuando acabó de transferir todo el archivo a sus bancos de memoria nos dijo “Aquí hay muchísima información; parece una especie de cuaderno de bitácora de la jefa de la primera expedición colonizadora. Voy a transferirlo a la nave, y ellos a la Tierra; una vez que lo analicen nos harán saber si hemos de seguir investigando, y de ser así qué. Ya os transmitiré las noticias que reciba” . Mientras Ángela volvía a abrir el arca ambas sonreíamos, pensando en que aquello podía significar el éxito de nuestra misión; pero la sonrisa se nos heló en los labios a las dos cuando oímos la voz de mi Amo que decía “Qué estáis haciendo? Cómo os atrevéis a este sacrilegio?” . Al girarme pude ver que nos miraba con sus ojillos malignos desde el umbral de acceso a la sala del altar, acompañado de un puñado de soldados; como de allí no había otra salida, comprendí que no teníamos escapatoria. Nosotras dos, claro, porque David sí que podía, y debía, escapar; así se lo indiqué, pero en realidad no hacía falta: tras entregarme el registrador que aún tenía en la mano se dirigió hacia los soldados con su mejor sonrisa. Caminaba lentamente, y cuando estaba a un par de metros de aquel grupo pude ver como los acompañantes de mi Amo echaban mano a sus armas; pero David se limitó a acelerar y, para cuando el primero de los hombres logró sacar la espada de su funda, el androide ya había pasado entre ellos. Y estaba saliendo del templo, sin haber causado a nadie más daño que algunos ligeros empujones; mientras el Gran Inquisidor gritaba, desesperado, “Pero que hacéis, imbéciles? Cogedlo! Estáis borrachos o qué? Seguidlo, que no escape!” .

XIII

Obviamente David escapó, y nosotras no. Los soldados nos llevaron, a empujones y por entre una catarata de golpes e insultos -yo aproveché para, en voz baja, decirle a Ángela que ella negase saber nada sobre David- a las mazmorras del palacio de mi Amo, donde tantos tormentos había podido yo presenciar; y una vez allí nos encerraron en dos pequeñas celdas. En las que la humedad atormentaba mi cuerpo desnudo, y donde por primera vez desde mi llegada a aquel planeta yo estaba en la oscuridad, pues aquel lugar no tenía ventanas; aunque al cabo de un tiempo, y gracias a la poca luz que se filtraba por debajo de la puerta, pude ver que era una estancia de paredes de piedra, poco más de tres metros de lado y con el suelo cubierto de paja. Sobre el que me senté a pensar en nuestro negro futuro; pues David -o el androide de Ángela, cuyo nombre no recordaba- no podría rescatarnos de allí sin violar la Primera Ley, y yo tenía por seguro que no la violaría. Así que a las dos nos esperaba lo mismo: el tormento -pues mi Amo querría saber muchas cosas que nosotras, en principio, no deberíamos revelarle- y luego la muerte. Y la cosa empeoraba si teníamos en cuenta que David difícilmente podría regresar a la ciudad, pues de seguro le estaban buscando; así que nuestra única esperanza era lo que el otro androide pudiese hacer por nosotras. O, mejor dicho, lo que la Primera Ley y su programación para respetarla estrictamente le permitiesen hacer; un pensamiento que me provocó más escalofríos, pero éstos de miedo.

Bastantes horas después de que nos hubiesen encerrado se abrió la puerta de mi celda, y dos guardias entraron, me cogieron de los brazos y me llevaron a la sala de tormentos. Una vez allí me ataron las manos a la espalda con una cuerda que subía hasta una polea sujeta en el techo, y a continuación tiraron del otro extremo hasta que mis manos llegaron, por detrás, a mayor altura que mi cabeza, y únicamente los dedos de mis pies quedaron tocando el suelo. El dolor en mis hombros era terrible, como si fueran a arrancarme los brazos; pues casi todo el peso de mi cuerpo tiraba de ellos, tratando de dislocar la articulación. Pero con eso no tuvieron suficiente, pues uno de los guardias se acercó a la pared, cogió una fina vara -parecía una rama de abedul, larga, firme y flexible- y comenzó a golpearme con ella: en los pechos, en el vientre, en los muslos, en el trasero… Con cada golpe de vara mi cuerpo desnudo se agitaba sin que yo pudiera evitarlo, pues el dolor que me causaban era tremendo; unos movimientos que provocaban aún más tensión en mis casi dislocados hombros, y me arrancaban aullidos de verdadera agonía. Así estuvieron bastante rato, hasta que la puerta de aquella sala se abrió y entró mi Amo; los guardias se detuvieron, mirándolo, pero él les hizo gesto de que continuasen su labor, y por supuesto le obedecieron.

Para cuando el inquisidor les ordenó detenerse yo estaba tan dolorida como atemorizada, pues tenía la sensación de que mis hombros iban a ceder en cualquier momento; pero aún podían resistir más: a una orden de mi Amo los guardias, que habían dejado de golpearme, tiraron un poco más de aquella cuerda que amarraba mis manos, hasta levantarme del suelo por completo. He de decir que el dolor que sentí en mis hombros y brazos fue, quizás, el mayor que yo nunca había sentido: incluso mayor que el de la marca al fuego, pues ésta solo duró unos segundos. Mientras que ahora mis torturadores no solo me alzaron, sino que me dejaron así, con mis pies a un palmo del suelo; al menos por el suficiente tiempo como para que el inquisidor se acercase hasta mí y, tras reseguir con un dedo algunas de las marcas que la vara había dejado en mi cuerpo desnudo, me hiciese la primera pregunta: “Quién era el hombre que os acompañaba y huyó?” . En aquella postura yo no podía contestarle, pues solo hacía que chillar de dolor; como él se dio cuenta, ordenó que me bajasen hasta que mis pies volvieron a tocar el suelo. Y cuando, aliviada, pude apoyar de nuevo el peso de mi cuerpo en ellos, le expliqué la historia que había ido preparando desde que nos capturaron: “Es mi hermano, Amo. Él me trajo a la ciudad para venderme, y cuando supo que yo servía en el templo vino a verme y me pidió que le ayudase a coger algo de allí” .

A una seña del inquisidor los guardias volvieron a alzarme, haciéndome si cabía aún más daño que la primera vez; pues mis articulaciones, entretanto, habían podido regresar a su posición normal. Grité, supliqué, imploré, … El sufrimiento era auténticamente insoportable, hasta el punto de que mi cuerpo estaba empapado en sudor, pese al relativo frío de aquella sala subterránea. Pero no por eso me bajó, claro; hasta pasados unos minutos no hizo seña a los guardias para que lo hiciesen, y cuando volví a tocar de pies al suelo me hizo la segunda pregunta: “ Te dijo qué era lo que quería llevarse?”. Yo también había previsto que me preguntaría eso, y ya tenía la respuesta preparada; cuando recobré el aliento le dije “Unos manuscritos que tienen algo que ver con el Libro Sagrado, mi Amo; pero allí no había ninguno, solo un objeto muy extraño…” . Eso pareció gustarle, pues no volvió a ordenar que me alzasen; pero su tercera pregunta me puso en un compromiso, ya que no podía saber qué diría Ángela sobre eso: “Cómo supisteis dónde guardaba el Conservador la llave del arca?” . Así que opté por algo lo más parecido posible a la verdad: “Me lo dijo Ángela, cuando yo le pregunté cómo podría hacer lo que mi hermano me había pedido; pero ella no quería hacerlo” . Esa fue su última pregunta; antes de irse hizo un gesto a los guardias, para que me soltasen y me devolviesen a mi celda. Y, ya en la puerta, mirándome con aquellos ojillos malignos, me dijo “Es una lástima perder a tan buena escriba, pero la ley es muy clara: el castigo por el sacrilegio es, siempre, la muerte” .

No sé cuánto tiempo pasé dentro de aquella celda, pero tuvieron que ser bastantes días; lo que supuse por las muchas veces que me trajeron de comer y beber, o cambiaron la bacinilla que, para que hiciese mis necesidades, me dejaron con la primera comida que trajeron. Lo cierto es que se me hizo eterno, pues en aquella oscuridad no tenía nada más que hacer que darle vueltas a la cabeza; tanto era así que cada vez que los guardias entraban me daban una verdadera alegría. Algo de lo que, al cabo de poco, se dieron perfecta cuenta, así que a partir de su tercera o cuarta visita no se marcharon ninguna vez sin antes haber abusado de mí a su entera satisfacción; por cualquiera de mis tres orificios, y tantas veces como lo deseaban. He de confesar, para mi vergüenza, que casi siempre lograron arrancarme intensos orgasmos; sería, supongo, por mi situación de extremo desvalimiento, unida a su despreocupada brutalidad, pero aquellos hombres toscos lograban cada vez llevarme hasta el clímax más absoluto. Y cuando se marchaban me dejaban, invariablemente, con ganas de mucho más sexo; hasta el punto de que, en muchas ocasiones, tras su salida yo me masturbaba furiosamente, envuelta en la oscuridad y hasta lograr otros dos o tres orgasmos adicionales.

Pero, finalmente, un día dos de ellos entraron en mi celda y, en vez de traerme comida o buscar sexo, sólo dijeron “Ven!” . Yo les seguí, aunque tuve que pararme un poco en el pasillo de las celdas; pues estaba habituada a la oscuridad, y hasta la escasa luz de aquellas antorchas me resultaba excesiva. Y además estaba muy asustada; de hecho temblaba como una hoja, porque temía que fuesen a ejecutarme. Pero ellos no parecían tener prisa alguna: esperaron a que pudiese ver bien, y luego me llevaron a la herrería; donde, después de quitarme el collar dorado de mi Amo -que llevaba desde que fui comprada- lo sustituyeron por un juego completo de cadenas de hierro, muy pesadas y ya algo oxidadas. Consistía en un collar, de cuatro centímetros de altura por otro de grosor, del que salía una gruesa cadena hacia el suelo; un cinturón de igual anchura y grosor que el collar, con dos grilletes a los lados -donde sujetaron mis muñecas- y un saliente frontal por donde pasaron la cadena descendente; y finalmente otros dos grilletes en mis tobillos, unidos por una cadena igual de gruesa y de no más de medio metro de larga, a cuyo centro iba unido el último eslabón de la otra descendente. Una vez que hubieron cargado de cadenas mi cuerpo desnudo me llevaron, caminando a la escasa velocidad a que yo podía hacerlo, hasta el templo; tardamos casi una hora, y al llegar me dejaron en una estancia en la que, además de mí, solo había una mesa con un sillón detrás.

Al poco entró el Conservador, auxiliado por Ruth y por otra esclava que yo no conocía; una vez que lo sentaron en aquel sillón les hizo seña de que se marchasen y, al quedar él y yo solos, me espetó: “Dime la verdad; me queda poco tiempo de vida, así que no me importa ya nada. Tú vienes de la Tierra, verdad?” . Yo me quedé muda, sin saber qué contestarle; la verdad desde luego que no, pues hubiera violado la Primera Ley, pero tampoco se me ocurría una respuesta que sonase lógica en boca de una esclava. Al final logré musitar “De dónde?” , pero él siguió con su discurso: “Desde que, hace ya tres siglos, nos libramos de la tiranía de las mujeres, y las sometimos como esclavas, hemos estado esperando que otras viniesen a liberarlas, y a restaurar su supremacía. Esa es precisamente la razón por la que mis antepasados eliminaron de la faz de Orión IX cualquier tecnología avanzada: pues era lo que permitía que nos dominasen. Mientras el planeta se rija por la pura fuerza bruta, estamos a salvo: los hombres somos más fuertes que vosotras” . Yo seguí mirándole con mi mejor cara de no entender nada, aunque acababa de despejarme la mayor de las incógnitas de aquel planeta: el porqué de su retroceso tecnológico. Y él, por fin, se convenció de que yo no le diría nada; así que se limitó a decirme que ya me podía ir. Aunque, mientras yo arrastraba mis cadenas hacia la puerta, hizo un último intento: “Aunque hayas cometido sacrilegio yo podría salvarte la vida, sabes? Piénsalo; si te avienes a contarme todo lo que me interesa saber puedes seguir viviendo; y también tu compañera Ángela…” .

XIV

Tan pronto como salimos del templo me di cuenta de que algo grave sucedía. La gente corría en todas direcciones, muy asustada, y al poco supe la razón; pues un soldado muy alto y fuertemente armado -llevaba una cota de malla en el pecho, y un gran casco que impedía ver su cara- se paró frente a nosotros tres y, ignorándome por completo, dijo a mis dos guardias “Pero que hacéis los dos paseando con esta esclava? Que no os habéis enterado? Nos atacan las tribus del norte, y son muchísimos; hacemos falta todos para defender las murallas. Así que venid conmigo de inmediato” . Los dos hombres objetaron que yo era una prisionera, y que debían devolverme a la casa del Gran Inquisidor, pero el otro no les permitió excusarse: “Dónde queréis que huya esta desgraciada, cargada de cadenas? Además, si las tribus toman la ciudad qué más dará lo que hagamos, ella y nosotros; nos matarán a todos. Así que venid sin perder más tiempo. Si se entera el capitán de que os negáis con esta excusa, les ahorrará a los bárbaros el trabajo de mataros a vosotros dos” . Luego se acercó a mí; y, agarrando uno de mis senos con una mano, me dijo con voz muy fiera “Tú regresa al palacio del Gran Inquisidor, y quédate allí. Si sobrevivimos a esta, vendré a comprobar que hayas obedecido; y si no lo has hecho te arrancaré la piel a latigazos…” . Tras lo que salió corriendo con los dos guardias hacia el lugar de su puesto de combate, y me dejó allí sin saber si reír o llorar; ya que aquella amenaza, teniendo en cuenta que el inquisidor pensaba matarme, resultaba ridícula.

Como no sabía bien qué hacer me senté en el alfeizar de una ventana baja, pues el peso de mis cadenas era muy incómodo, y me puse a pensarlo. Pero no tuve ocasión de dar demasiadas vueltas a la cabeza, porque en menos de diez minutos regresó el mismo soldado que se había llevado a mis guardias; al llegar junto a mí se quitó el casco, y la alegría que me dio ver su cara resultó confirmada por sus palabras: “Hola María; soy Daniel, el cuidador de Ángela. Vamos a buscarla y nos iremos de aquí; la situación ha empeorado mucho, y por lo que me comunican de la nave parece ser que la invasión tendrá éxito. Son como mínimo diez veces más que los defensores, y aunque estos tengan la muralla acabarán haciéndola ceder por algún lado; pues los bárbaros tienen unas ballestas con las que le lanzan enormes rocas” . Mientras me explicaba todo esto me levantaba en sus brazos, como si la suma de mi cuerpo desnudo y mis cadenas no pesara nada; en pocos minutos recorrimos, a una velocidad que para él no debía de ser nada destacable pero que a mí me pareció de vértigo, la distancia hasta la casa del inquisidor. Donde al llegar, y como cabía suponer, no había nadie más que las esclavas del Amo; me quedé con ellas, explicándoles lo poco que sabía, mientras Daniel bajaba a los calabozos a por Ángela. Con quien regresó al poco tiempo, llevándola en sus brazos; al verla me di cuenta de que no estaba demasiado bien, pues muchas de las heridas del látigo que cubrían su desnudo cuerpo estaban infectadas, seguramente por falta de cuidados durante el tiempo en que permanecimos en aquellas celdas húmedas y oscuras. Pero no había tiempo que perder: los tres nos fuimos a la herrería, donde Daniel me quitó las cadenas en un momento -ya que, según dijo, con aquel montón de hierro encima no era posible teletransportarme- y, tras comprobar que no había nadie más, comunicó con la nave para que nos subieran.

Tan pronto como nos materializamos en ella Daniel llevó a Ángela a la enfermería, y yo me fui a mi camarote a ducharme; algo que hacía meses soñaba con hacer. Cuando terminé fui al comedor de la nave, donde algunos de los demás científicos se habían congregado; allí pude comer y beber lo que me apeteció, y además recibí buenas noticias: efectivamente las heridas de Ángela se habían infectado, pero era un agente infeccioso común, similar a una bacteria terrestre, por lo que con un simple tratamiento desaparecería sin dejar huella. Aún faltaban algunos compañeros por subir, pero el ambiente era de bastante alegría; David, que estaba en la nave desde hacía unos días, había analizado todo el material que se trajo del reproductor que encontramos en el templo, y una vez estuviésemos todos íbamos a celebrar una reunión en la que nos lo expondría. Pero, por lo que había podido anticipar, la misión había sido un completo éxito. Todo iba muy bien, vamos. Sin embargo, yo notaba que los demás me miraban como incómodos, extrañados, aunque no acababa de entender por qué; hasta que uno de los compañeros, armándose de valor, me hizo la pregunta que todos querían hacerme desde que me vieron entrar en aquel comedor: “María, perdona la pregunta, pero… Por qué razón sigues estando desnuda?” .