El placer y la culpa

Pensamientos de un hombre infiel a la mujer que tanto quiere; pero es que la infidelidad es placer...

¿Qué estaba haciendo allí, yo, un hombre casado? Era tarde y seguro que mi mujer me esperaba en casa, y seguro también que se alegraría de verme. Todavía estaba a tiempo de irme, porque luego sabía que ella se daría cuenta y sabría lo que había hecho...

Desabrochaba los botones de la camisa ahora muy despacio. Sentía que era un esfuerzo enorme soltar cada uno de ellos. Me giré para mirarla, queriendo despejar mis dudas. Estaba de espaldas y podía contemplarla bien. Tenía menos de la mitad de mis años, y de los de mi mujer, claro; su espalda joven y bien formada lo demostraba. Ya se había quitado la camisa y ahora se doblaba para bajarse la minifalda. A medida que lo hacía asomaba un culo sencillamente perfecto, sólo algo así podía haberme llevado a aquella habitación... Ahora sus manos subían por su espalda buscando la cinta del sujetador.

Pero no, no podía ser. Dejé de toquetear inútilmente los botones y la miré en silencio, aunque sin dejar de perder detalle, no pudiendo evitar que me excitara muchísimo y sintiéndolo al mismo tiempo. Ella se giró y se dio cuenta de que la miraba con cara seria.

  • ¿Qué te pasa? ¿Ocurre algo? – me preguntó.

¡Que sí ocurría! Sencillamente no tendría que estar allí.

  • Oye, lo siento pero esto no puede ser... Soy un hombre casado – le respondí, y esperé su respuesta.

  • ¿Ah sí? No me digas. Ya sé que eres un hombre casado, lo llevas en la cara – me respondió, como si fuera algo gracioso.

  • No, no lo entiendes. Estoy casado desde hace quince años y yo no puedo hacerle esto. Tengo hijos además.

Saqué de mi pantalón la cartera y busqué la foto de mi mujer. Se la pasé para que la observara. Mi mujer es rubia y tiene treinta y siete años, siempre me había parecido hermosa pero ahora no, imposible cuando aquella chica morena y de labios sensuales estaba delante de mí.

  • Es muy guapa.

  • Sí, pero ella no tiene un cuerpo como el tuyo, ni unos pechos así – le respondí casi con lástima.

  • Espera, pero sí todavía no has podido ver mis tetas – me dijo, y se desabrochó el sujetador. Yo no me había equivocado juzgando sus pechos: eran perfectos y los acaricié, con culpa pero con gusto.

  • Debería estar con ella ahora y lo único en que pienso es en tocar esos pechos – añadí y metí uno de sus pezones en mi boca.

A esa hora estaba casi siempre en la cama con mi mujer, achuchándola. En vez de eso estaba chupando los pezones de una chica preciosa. Me sentí culpable pero no podía dejar de hacerlo, tuve la sensación de que sus pezones tenían un sabor agridulce.

Sin embargo, saqué mi boca de allí, sintiéndome culpable.

  • Dios, ¿sabes lo que soy? Un verdadero cabrón, eso es lo que soy por hacer esto – le dije -, pero es que tu cuerpo...

  • No digas eso, la culpa es mía. Quince años y yo estando a punto de acabar con eso... ¿Sabes lo que soy yo? Una puta, eso es lo que soy...

-Que va, no es cierto. No es culpa tuya.

  • Pues claro que sí, soy una puta, tu mujer nunca haría esto – me respondió y cogiendo mis calzoncillos los bajó, para meterse mi pene en su boca. Lo cierto es que mi pene estaba ya completamente rígido cuando lo lamió con su lengua, pero ahora que lo agitaba al tiempo que movía su cabeza acabó de ponerse duro. Aun así, todavía podía terminar con aquello...

Sacó el capullo de mi polla de su boca y me dijo:

  • ¿Qué? ¿Te haría tu mujer algo así? Soy una puta, dime la verdad...

  • Claro que lo eres, pero no dejes de mamar... No debo hacerlo pero me gusta.

Siguió chupando y pensé un momento en mi mujer, ella jamás habría hecho algo así. Era una mujer muy decente y yo la apreciaba por eso. Pero ahora yo quería que me chupasen la polla.

La paré porque quería echarla sobre la cama. Lo hice con rudeza, por lo que me estaba obligando a hacer. En el fondo todo era culpa suya, por haber entrado en mi vida sin pedirme permiso... Tiré de sus bragas hasta quitárselas y me abalancé sobre ella. La penetré con fuerza, sin el cariño con el que trataba a mi mujer, una mujer cariñosa y decente.

Era increíble. Ella gemía mientras empujaba mi polla dentro de ella y me gustaba, porque mi mujer jamás habría gemido así, de una forma tan desvergonzada. Pero me gustaba, Dios, me gustaba. Quería que gimiese más, como si estuviera sufriendo...

  • Sí, lo haces muy bien. Tu mujer debe estar muy contenta.

  • Ella no me excita como tú.

  • No soy digna como ella de que te corras en mi coño, como con ella. ¿Por qué no lo haces en mi boca? Es lo que me merezco, castígame.

Sí, tenía razón. No era digna y quería correrme en su boca, cosa a la que mi mujer nunca habría accedido pero aquella chica sí, y la despreciaba y la deseaba por ello. Me levanté y rápidamente me moví por la cama hasta que mi polla estuvo encima de su cara. Ya no podía aguantar mucho y cuando sentí su lengua rozando mi capullo fue el momento. Eyaculé en su boca hasta quedarme seco. Gemí sin cortarme porque era feliz. La insulté mientras lo hacía, diciendo lo que pensaba de ella. Notaba cómo se reía mientras caía mi semen...

Todo había terminado. Había sido débil y había traicionado a mi mujer, pero la culpa era de la chica, no mía... O si lo era, pero daba igual porque había gozado haciéndolo. Siguió un silencio antes de que me decidiera a hablar:

  • Bueno, me temo que no nos veremos más.

  • Tienes mi teléfono; pero estaría mal repetir, ¿verdad?

  • Sí – respondí lacónicamente.

  • De todas formas me llamarás, porque me quieres más que a tu mujer y lo sabes – me dijo con una sonrisa.

Yo no respondí pero tenía razón, volvería a llamarla y así lo hice. Realmente la quería y me daba igual ahora mi mujer, mejor dicho quería castigarla por ser tan buena, por hacerme sentir mal por hacer algo que me daba placer. Quería hacer el amor con una mujer más guapa y joven, sí, y que me hiciesen una felación, quería... Aquello no había terminado, acababa de empezar.

Realmente mi mujer no se merecía algo así.