El pintor

Una de mis primeras infidelidades, después de la cuál ya no pude parar.

Mi segunda infidelidad fue también a los pocos meses de casada. Ya había pasado lo del tipo del subte, y estaba tranquila. Me había desahogado, y creía que una recaída ya era prácticamente imposible. Pero...

Cuándo nos casamos con mi marido nos mudamos a un departamento que habíamos alquilado prácticamente a último momento y entre los gastos de la boda y de la luna de miel casi no nos quedo nada para arreglarlo como hubiésemos querido. Pero ya había pasado algún tiempo y habíamos juntado lo suficiente como para ponerlo a nuevo. Lo primero, obviamente, era la pintura. Así que tras consultar a diferentes personas, entre amigos y vecinos, decidimos llamar a un pintor que estaba bastante bien conceptuado entre quienes nos lo recomendaron. Se llamaba Miguel y por obra y gracia del destino habría de convertirse en mi segundo amante.

Como mi marido estaba ocupado con un trabajo que le habían encomendado terminar cuánto antes fui yo la encargada de llamarlo y de arreglar con él todo lo referente al presupuesto. Y les aseguro que desde el primer momento hubo cierta conexión entre ambos, como si de solo vernos supiéramos que habríamos de terminar el uno dentro del otro, él dentro de mí, para ser más precisa.

Así que esa tarde, después del trabajo, quede en encontrarme con el pintor en el departamento para tratar de arreglar la forma de pago. Desde el principio le deje en claro que había tenido varios gastos y que hasta cobrar el próximo sueldo no iba a tener con que pagarle el anticipo pactado. Y se lo volví a decir esa tarde al encontrarnos.

-Bueno señorita- me dijo –No todo es plata en esta vida-

-Señora- lo corregí.

-Como usted diga, señora, si esta dispuesta lo podemos arreglar de alguna otra forma- agregó mirándome en una forma por demás lasciva.

Entonces comprendí a qué se refería. No me tendría que haber extrañado, después de todo, ya que los hombres siempre piensan en una sola cosa: en voltearse a la mujer que tienen enfrente. Y el pintor no era la excepción.

De unos cincuenta y pico, casi pelado, barrigón, de bigotes canosos aunque quemados por la brasa del cigarrillo y la cara llena de granos no tenía nada que pudiera incitarme a aceptar su proposición. Pero la realidad era que la idea de volver a ser infiel, y con el pintor del departamento encima, me estimulaba sobremanera.

-¿Y de que forma lo podemos arreglar?- le pregunte entonces, suavizando el tono de mi voz, esperando que fuera él quién dijera lo que esperaba.

-Y, una damita como usted siempre tiene algo bueno que ofrecer- me dijo, tuteándome.

-¿Algo como qué? ¿Cómo esto?- le pregunte a la vez que me abría la blusa y le mostraba mis pechos apenas contenidos por el corpiño.

-¡Ese es un buen comienzo!- exclamó, abriendo los ojos como platos para abarcar con ellos mi carne que se desbordaba por sobre los bordes de la ropa interior.

Me bajé entonces un poco el corpiño, dejando que mis pezones oscuros y puntiagudos se asomaran incitantes y provocativos.

Sin demora alguna se me acercó para pasar uno de sus roñosos dedos por sobre mi entumecido botoncito de carne, y les aseguro que me sorprendí de veras al sentir que me estremecía toda al sentir tan áspera caricia. El tipo se dio cuenta, por lo que me pellizcó y me retorció el pezón en una forma que me hizo suspirar inesperadamente.

Así que al mismo tiempo que él me dedicaba sus bruscas caricias, llevé una de mis manos hacia su entrepierna y comencé a acariciarle el preponderante paquete que allí comenzaba a alzarse. Un verdadero bastión de vigor y virilidad.

Fue una verdadera sorpresa, ya que pese a poco atractivo aspecto, la tenía como la de un burro, eso mismo pude comprobar cuándo la saque afuera, toda dura y enardecida, bien parada, palpitando a más no poder, segregando ya ese espeso fluido que no solo sirve para lubricarnos la garganta, sino también ahí abajo.

Teniendo semejante pijazo ya entre mis dedos, me hinqué de rodillas ante él y se la empecé a lamer por los lados, disfrutando de los estremecimientos y de los suaves respingos que pegaba.

Era encantador sentir como se agitaba en torno a mi lengua. Entonces empecé a comérmela de a poco, disfrutando cada porción, relamiéndome gustosa con cada pedazo, llenándome la boca con esa carne que, contra todos mis pronósticos, regocijaba mis sentidos.

Aunque era bastante grande, trate de meterme lo más que pudiera dentro de la boca, aunque no lograba pasar de la mitad, metiéndola y sacándola de la boca, llenándola de saliva, dándole vueltas y vueltas con la boca, chupándola, mordiéndola, saboreándola en toda su extensión.

Ya con la verga erizada a más no poder, el pintor me la saco de repente de la boca, me levanto con la misma brusquedad de siempre, y me puso en bolas enseguida arrancándome prácticamente la ropa, como si se tratara de un animal salvaje en plena posesión de su presa. Me llevo entonces hacia donde estaba la escalera, me dio la vuelta, me hizo apoyar un pie en uno de los peldaños, y desde atrás me la metió arteramente, haciéndome soltar un estruendoso gemido de placer, un agónico y estremecedor gemido que repercutió entre las paredes de mi departamento de casada.

Me la acomodó bien adentro y recién entonces comenzó a moverse en la forma adecuada, adentro y afuera, sometiéndome a un plácido y deleitable vaivén.

Empezó despacio, pero de a poco fue aumentando el ritmo, dándome cada vez más fuerte, ensartándomela bien adentro, en lo más profundo, haciéndome sentir en pleno el rigor de su eminente virilidad.

El gusto que sentía era demasiado. Una combinación explosiva e incontrolable.

Siempre desde atrás me agarraba las tetas y me las amasaba violentamente, mientras no dejaba de embestirme una y otra vez, haciéndome llegar hasta las entrañas cada uno de esos brutales combazos con los cuáles parecía querer partirme al medio.

Y si seguía así lo iba a lograr, debo decir.

Todo mi cuerpo se estremecía al son de sus movimientos, hasta que yo misma empecé a moverme, de atrás para adelante, buscando el tan ansiado ensarte toda vez que me la sacaba.

Me gustaba sentirlo tan adentro y mis gemidos y jadeos eran fiel testimonio de ello.

Me convulsionaba toda con cada una de esas fuertes arremetidas que tanto me satisfacían. Hasta que me la saco de pronto y se echó de espalda en el suelo, con su bien armada poronga apuntando hacia el cielo raso.

Sabiendo lo que deseaba, me le acomodé encima, de piernas abiertas, y de a poco me fui sentando sobre él, volviéndome a ensartar en tan rebosante poronga.

Igual que antes volvió a llenarme toda, hasta lo más íntimo y profundo, aunque ahora sería yo la que manejara el ritmo.

Me acomodé entonces lo mejor que pude, y empecé a subir y bajar, moviéndome rítmicamente en torno a semejante atributo, dejando que al mismo tiempo se empalagara con mis gomas, las cuáles parecían disolverse en su paladar.

Bien aferrado a mis nalgas, el pintor acompañaba cada uno de mis movimientos, pegando de vez en cuándo alguna que otra arremetida desde abajo.

La verga entraba y salía, llenándome hasta el último rincón de la concha, prodigándome placer a raudales, haciéndome sentir unas sensaciones por demás intensas y arrolladoras.

Fue un polvo distinto aunque igualmente placentero. Una experiencia diferente. Un deleite único, incomparable.

Por supuesto que después de haberle dado semejante adelanto, nos hizo una importante rebaja, y encima realizó algunos arreglos extra que excedían su trabajo meramente de pintor.

Esta vez no me sentí tan culpable, creo que porque de una vez por todas comprendí que la infidelidad esta en mi naturaleza, y aunque queramos no podemos luchar contra nuestros propios instintos.

Y aunque no me guste, así tiene que ser.

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