El pijo y el perroflauta
Dos monitores muy diferentes en un campamento de verano
Si alguien le pidiera a la gente que me conoce que me definiera en una palabra seguramente muchos lo harían con “pijo”. Puede que algunos la usaran en tono despectivo, pero mis amigos de verdad me consideran un pijo en el buen sentido de la palabra. Porque sí, ser pijo no es malo, aunque suena mal, muy mal. Claro que su definición es muy relativa, y no todo el mundo tiene la misma percepción. Yo no soy millonario, y dudo que algún día logre serlo. Es verdad que visto bien, con estilo además de marcas, que conduzco un descapotable y que vivo en un ático. Hasta ahí lo superficial. Luego está mi personalidad. Quizá mucho más complicada de lo que pudiera parecer.
Pero en el fondo, y a pesar de todo, soy un currante. He hecho de todo, y no se me caen los anillos por probar nuevos trabajos que me aporten experiencia y bagaje más que sustanciosos ingresos a mi cuenta bancaria. Quizá fue eso lo que me llevó a aceptar un trabajo de monitor en un campamento urbano de Madrid. Me encanta enseñar y me apasionan los niños, así que un mísero sueldo de seiscientos euros no iba a empañar la motivación y dedicación que siento cada vez que emprendo un nuevo trabajo. Menos da una piedra, dicen.
Así que llevo todo el mes levantándome a las siete de la mañana para enfrentarme a treinta monstruitos de cinco años a los que debo hablarles en inglés sin esperar que me entiendan. Porque no lo hacen, of course! Tampoco pretendía que el resto de monitores simpatizaran conmigo, pues ya desde la primera reunión vi que no encajaba muy bien entre tanto perroflauta. No entiendo muy bien qué significa este término, pero lo llevo usando varios meses para referirme a tipos que van del rollo alternativo, que se creen poseedores de algún talento musical y/o malabarista, que se pasan hablando todo el día de política y a los que su aspecto les importa más bien poco. No lo sé muy bien, la verdad, pues no me suelo relacionar con ellos, pero este verano los veo en todas partes.
Como decía, ya desde la primera reunión –a la que acudí con una camisa de marca, pantalones de pinzas y unos zapatos- las miradas de desprecio se cruzaban continuamente. No puedo culparles, pues yo también lo hacía, pero tenía muy claro que no me iba a dejar achantar por aquel grupito de guays, del que además no había ninguno que mereciera la pena físicamente. O puede que sí, pero su apariencia y actitud les restaban cualquier tipo de atractivo. Imagino que el mismo que sentían ellos hacia mí.
Hemos ido hablando lo justo durante estos días. Simplemente intercambiar información sobre los niños, los talleres, evaluaciones y demás. Nada más allá. Ni siquiera en los descansos para fumar un cigarro había acercamiento. Yo iba a mi rollo más preocupado en mirarme en el reflejo de algún coche para ver mi aspecto que en intentar entablar una conversación con cualquiera de ellos. Eso sí, el “buenos días” lo recibían siempre por mi parte, aunque a veces no era respondido y eso comenzaba a alimentar un cierto odio que iba cobrando forma a través de mis ojos.
Pero todo cambió el martes pasado cuando hicimos la fiesta de despedida. Todos nos tuvimos que disfrazar dentro del marco temático del circo. Y ver a uno de ellos vestido de bailarina con un maillot ajustado y un tutú blanco despertó mi instinto. Quise convencerme de que no, de que Iván no era en absoluto atractivo. Me planteé que fuera por el tema de ir vestido de tía, pero nunca antes me había atraído el travestismo. Fue una sensación rara que no puedo describir, pero no fui capaz de quitarle el ojo durante toda la mañana.
Supongo que él se daría cuenta de mi descaro porque el resto de la mañana me habló más que nunca. Llegó incluso a pedirme que le acompañara a fumar en uno de los descansos. Él seguía vestido de bailarina y yo de un menos sugerente traje de presentador. Sin embargo, en ese corto break no hubo comentarios más allá de lo bien que estaba saliendo la fiesta. Pero cuando nos disponíamos a entrar le comenté bromeando lo bien que le sentaba el tutú.
-A ti te sentaría mejor –dijo sonriendo.
Y no supe cómo interpretar aquel comentario, así que me bloqueé y no fui capaz de seguir la broma. Me quedaría pues con mi imagen de pijo sieso y no sé si algún adjetivo más por las palabras de Iván pudiéndose referir a mi pluma o a que de verdad me sentaría mejor un tutú que unos Dockers dejando bien claro que un snob como yo no le atraería en absoluto.
No me rallé en exceso y el resto de la jornada transcurrió sin sobresaltos. Cuando despedimos a los niños nos quedamos en el patio del cole tomando algo. Para poder salir y fumar, dije que iba yo a comprar la bebida e Iván se ofreció a acompañarme. Ya con su ropa de calle, que no era más que una camiseta de tirantes, unas chanclas y unos vaqueros cortos había perdido el atractivo que me pareció por la mañana, pero permaneció algo que mantuvo el interés por el único tío con el que había cruzado más de dos palabras en todo un mes.
En la tienda de los chinos el ambiente se relajó e Iván y yo llegamos incluso a reírnos el uno con el otro. No parecía tan censurable entonces. Imagino que yo para él tampoco y se sentó a mi lado cuando regresamos al colegio. Allí, hablamos de muchas cosas, serias y banales, y alguna sonrisa suya acabó por cautivarme.
Propusieron cambiarnos a la Casa de la Juventud para que los que fumaban porros pudieran hacerlo. Algunos se marcharon andando y otros cogimos el coche para no dejarlos allí por si nos daban las tantas. De nuevo Iván dijo que se venía conmigo. Halagó el descapotable con un entusiasmo que no esperaba y yo intenté hacerme el humilde.
-Eres un tío guay –me dijo.
-Lo sé –contesté sonriendo.
Y él se echó a reír y yo me sentí cómodo y deseé que ocurriera algo más. Pero aparte de ser un pijo creído mi mayor defecto es que soy exasperantemente cortado así que de haber algo, la iniciativa tendría que llevarla Iván. Es verdad que el alcohol ayudó algo, pero no lo suficiente como para que yo le entrara directamente. Nos fuimos quedando cada vez menos y cruzaba los dedos para que Iván no dijera que se marchaba. Yo me levanté una vez al baño y me preguntó si ya me iba, así que supongo que tampoco él quería que yo dejara la fiesta. Y no lo hice, luché contra el sueño y la pena por haber acabado un trabajo tan gratificante para poder ser una persona agradable, despierta y divertida.
Y lo logré, porque finalmente nos quedamos los dos solos. Iván tenía llaves de aquel sitio así que advirtió que ya cerraría él. La cerveza hizo que nos abriéramos y mostrásemos lados más íntimos contando experiencias, historias, fantasías o sueños. No paraba de repetirme lo interesante que le parecía y el daño que la apariencia puede llegar a causar pues no esperaba que con mis pintas fuera un tío así.
Me mordí la lengua muchas veces para no decir la palabra perroflauta en tono jocoso cuando bromeaba sobre el tema de la imagen y tal. Él sí que me llamó pijo, pero pronto se dio cuenta de que no me importaba que lo hiciera. También se daría cuenta de mi falta de iniciativa y casi a la una de la mañana propuso que nos marcháramos quizá albergando la esperanza –al igual que yo- de que alguno diera un paso más. Me decía a mí mismo que tenía que ser yo, pero me veía incapaz. No estoy acostumbrado a entrarle a los tíos ni a ligar cara a cara. Sin embargo, durante un instante en el que estábamos ya dentro del edificio colocando sillas nos acercamos sin querer más de la cuenta. Y allí surgió la chispa que llevábamos esperando todo el día.
Fue muy rollo película, de esto que te quedas mirando a los ojos del otro al tiempo que un lento y leve impulso te lleva despacio a acercar los labios. Fue un momento bonito, casi mágico. Duró poco porque el beso dio paso a un morreo algo más pasional. Y allí mismo nos fuimos desprendiendo de la ropa. En una sala repleta de sillas apiladas y mesas de colegio.
Desnudo, Iván tampoco resultaba espectacular. Ni gordo ni delgado tampoco parecía gustarle ir al gimnasio. Tenía un poco de vello en el pecho y debajo del obligo. Desde luego no tenía pinta de que le fuera el tema de la depilación. Su verga, bajo el bóxer gris tampoco parecía gran cosa, así que Iván fuera de cualquier imagen preconcebida pasaba por un tío bastante común. Pero me gustaba.
Y me gustaba aquella situación en el fondo normal y natural de estar liándome con un tío al que he conocido en el curro y con el que he conectado por ser yo mismo sin esconderme detrás de un perfil de Internet.
Se quedó por fin completamente desnudo y pude probar su polla. Me acerqué a ella con la misma calma, pero con las mismas ganas que a sus labios unos minutos antes. Iván permanecía sentado en una de las mesas verdes y yo arrodillado en el suelo. Le lamí el cipote disfrutando del olor acumulado durante todo el día. El mío reaccionó ante aquel aromático estímulo excitándome y haciendo que se la chupara con todas mis ganas.
Sentí la polla ya tiesa en mi garganta mientras escuchaba los gemidos de Iván y notaba una de sus manos sobre mi cabeza. Él se dejaba hacer y yo aprovechaba la coyuntura para lamerle el glande, recorrerle el tronco con la lengua o comerme sus peludos huevos. La metía y sacaba de mi boca a mi antojo disfrutando de cada milímetro. Sentía el calor de julio en cada poro y el sudor deslizándose por ambos cuerpos. Se intensificaba por tanto el aroma del ambiente que recogía, además, los sonoros suspiros del perroflauta al que le estaba comiendo la polla.
Iván intentó apartarme y subirme mientras se agachaba. Yo hubiera seguido lamiendo, pero él quería formar parte activa también, así que me cedió su sitio, se arrodilló y descubrió mi polla completamente tiesa y deseosa de sentir su lengua. Se detuvo en el glande dibujando círculos con ella, dejando un rastro de saliva que luego esparciría con su boca al tragársela entera. Di un respingo cuando la tuvo dentro y un cosquilleo recorrió mi abdomen y mis piernas. Ahogué el sollozo mordiéndome los labios y disfruté de la mamada de Iván.
Tampoco mucho, porque ante aquella provocadora situación podría correrme en cualquier momento. Se puso de pie y volvimos a besarnos mientras nos agarrábamos las pollas para pajearlas. Hubo un momento de duda de no saber qué vendría entonces. Ni él ni yo conocíamos nuestras preferencias y ninguno tenía claro si debía poner el culo o follarse al otro. Iván disipó las dudas.
-¿Me follas? –preguntó.
Y se apoyó sobre la mesa escolar regalándome su ano para que le penetrara. Lo hice con cuidado al compás de los gemidos que Iván emitía hasta que pareció acomodarse a mi verga y el ritmo se sincronizó con suaves embestidas que nos llevaban a los dos a sentir un inmenso e intenso placer. Las gotas de sudor brotaban constantes deslizándose por ambos cuerpos a la espera de que otros fluidos desempeñaran su papel. Intenté acceder a la verga de Iván con mi mano para masajeársela y escuché un potente quejido que anunciaba que se corría con tan solo un roce de mis dedos que pronto notaron su ardiente y espesa leche.
Aguantó estoico hasta que yo me corrí sobre su espalda y mi lefa se mezcló con su sudor resbalándose sobre ella. Se dio la vuelta y nos besamos otra vez. Ese beso me gustó más que ningún otro y lo recuerdo mientras alguna parte de mi cuerpo se encoge –aunque otras hagan lo contrario-. Nos dirigimos a los baños, y al menos yo, con una sonrisa boba que no podía quitarme. Nos reencontramos en la puerta y le besé otra vez, tierno y tonto como siempre, como soy yo en el fondo.
Iván se iba a la playa al día siguiente y no quedamos en nada particular, aunque sí que me avisó de cuándo vuelve. Han pasado tan sólo 48 horas y ya cuento los días. Algún mensajito por whatsapp ayuda a sobrellevar la espera, pero no me dice si el que lo escribe está tan embobao como yo o si todo esto se quedará tan sólo en la inverosímil historia de un pijo y un perroflauta.