El Pianista
Primera y breve parte de mi primer relato
Con el cigarro entre sus labios cortados y resecos, James aporreaba las teclas del piano con semejante furia que las cuerdas, más que sonar, gritaban una melodía dolida.
Con los ojos cerrados, las gotas de sudor que caían desde las raíces de su cabello rubio estremecían su rostro crispado por la ira.
Con los pies encogidos, su garganta aspiraba la nicotina, el alquitrán, todo aquello que sabía que estaba destinado a acabar con su vida.
Con los músculos agarrotados, dejaba fluir una rabia que lo devoraba con más celeridad que el mismo tabaco.
Al otro lado del piano, entre el humo, el bullicio, el sudor y la gente, Nala se preguntaba si aquél ímpetu sería el mismo a la hora de cogerla por las caderas y embestirla. Mientras ella consumía su propio cigarro y su propio cigarro la consumía a ella, fantaseó con las manos ásperas y sudorosas del pianista arrancándole la ropa del mismo modo que arrancaba las notas a las teclas. Mordiéndose el labio contuvo un gemido al imaginar su furia, su violencia, su pasión, en el momento preciso en que sus cuerpos chocarían por primera vez. La imagen era tan nítida que incluso podía sentir el frío de la pared contra su espalda, surcada de arañazos en su imaginación.
Acelerada por el deseo que le provocaba pequeñas descargas en los muslos, dio una larga calada a su cigarro, hasta la boquilla, y lo metió en su vaso largo de cristal, donde hacía mucho que el ron se había terminado y sólo quedaban dos hielos a medio fundir. Miró fijamente los hielos durante unos segundos, pensando que, si lograba un sólo beso del chico del piano, a ella le sucedería lo mismo. Así que se dijo que tenía que conseguirlo. Y más.
Apoyó los antebrazos sobre una mesa alta que había a pocos centímetros, sin importarle que el alcohol la hubiese dejado pegajosa al derramarse; estaba tan empapada en sudor por el calor y el deseo que apenas si lo notó.
El pianista seguía tocando, pulsando las teclas con la fuerza y la crueldad con que arrebatarías a un niño de los brazos de su madre. Y aquello la encendía.
Se dijo a sí misma que jamás encontraría a nadie con aquella forma de sudar. Las gotas mojaban su pelo, su rostro, su camiseta blanca. Parecía recién salido del mar. Y aquello también la encendía.
Se preguntó de qué color serían sus ojos, cubiertos por los párpados y aquel líquido salado.
Fue entonces que pareció que el universo había decidido responder al fin a sus plegarias. El pianista abrió los ojos, alzó la mirada y la clavó en Nara, que sintió que todo cuanto había a su alrededor se difuminaba, hasta quedar únicamente ella, la mesa, el piano y él en un túnel de ruido y humo. Él abandonó la furia y sus dedos avanzaron en un decrescendo forzado y desafinado hasta que la música terminó evaporándose y mezclándose con el alquitrán del aire.
El pianista se puso en pie y, simplemente, avanzó, hasta que su rostro quedó a escasos centímetros del de Nala. Sus respiraciones, ambas con el mismo olor, se entremezclaron, pero no formaron una sola hasta que sus labios chocaron con la fuerza de cien mil mareas. El sabor húmedo y salado de él le llegó hasta la garganta, dejando por el camino un río de puro fuego que le encendió las entrañas. Sin saber ni importarle cómo, las manos del pianista habían comenzado a trazar una nueva sinfonía y el piano era ella, desde la base de su espalda hasta las raíces de su pelo.
El olor a sudor, a tabaco, a aftershave y a colonia que desprendía James se le metió por la nariz e hizo estallar en llamas sus pulmones, la única parte del cuerpo de Nala que no había sucumbido a aquella electricidad apremiante.
Los labios de James abandonaron los suyos y recorrieron cada milímetro de piel desde la comisura de su boca hasta el hueso de su clavícula, donde hundió los dientes con la misma emoción con que firmaba sus partituras. Entre sus brazos, Nala se estremeció y soltó un gemido en su máxima expresión. La mano del chico viajó veloz hacia su trasero, donde se afianzó y empujó hasta que la cadera de ella chocó con la suya y, a través de la ropa, hicieron el primer contacto. James sintió que iba a romper su pantalón y el de ella sólo para poder hundirse en sus profundidades y sabiendo que, si entraba, jamás sería capaz de salir. Aquella chica desconocida, de cabello negro y ojos hundidos, iba a ser su perdición.
Corrieron hacia su casa. Corrieron entre besos, mordiscos, gemidos y exploraciones bajo ropa. Nada más llegar, la espalda de Nala chocó al fin contra una pared -en este caso, una puerta- y sintió que todo en su pecho explotaba. James la aprisionó contra la puerta con toda la fuerza y peso de su cuerpo, y sus manos no dudaron ni un segundo a la hora de abrirle la camisa, sin prestar la más mínima atención a los botones. Los pechos más hermosos que había visto en su vida estaban ante él, esperando a ser liberados de su prisión de tela negra. James le sacó la camisa del todo y arrancó el cierre de su sujetador. Nala corrió a quitarle también su camiseta, tan mojada que no parecía algodón. Su pecho estaba cubierto por una fina capa de vello rubio, rizado, que la invitaba a surcar la piel de debajo de mordiscos y arañazos. Pero él se le adelantó.
Se inclinó sobre ella y atrapó uno de los pezones entre sus labios, hundiendo los dientes en el músculo y utilizando su lengua como instrumento de tortura. Nala se estremeció, más por la excitación que por placer, y hundió su mano en el cabello empapado de James. Él, con la mano que le quedaba libre, había cubierto su otro pecho y jugaba a la vez con los dos pezones, haciéndola suspirar y morderse los labios con fuerza. Estiró de los rizos rubios para que ambo rostros quedaran a la misma altura. Capturó sus labios entre los suyos y ambos se fundieron en una espiral de ardor.
Con las manos libres, se desnudaron mutuamente las piernas, y James aprovechó para levantarla en brazos y llevarla a la sala de al lado, tumbándola después en la alfombra que había en el suelo. Desde allí abajo, James resultaba incluso más imponente que cuando tocaba el piano. Los hombros se ensanchaban proyectando la sombra de un oso y su rostro quedaba oscurecido hasta resultar un amasijo de tinieblas. Él se deshizo de sus calzoncillos y ella hizo lo propio, con lo que ambos cuerpos quedaron expuestos.
Sin perder un sólo instante, James se tumbó sobre Nala y volvió a cubrir su cuerpo de mordiscos y arañazos, marcando un territorio que deseaba sólo fuese suyo. Descendió por todo su cuerpo y se entretuvo dibujando con la lengua el perfil que exhibían los huesos de sus caderas bajo la piel. Ella, impaciente, bajó una mano hasta su pelo y empujó, arrancándole una carcajada que la hizo estremecer por el aliento cálido que echó sobre su vientre. Entonces James comenzó la verdadera tortura.
Abrió todavía más sus piernas y hundió la cabeza entre ellas, pero no del todo. Dejó que su respiración la llenara de escalofríos, y las yemas de sus dedos se dedicaron a hacer cosquillas en sus labios menores. Nala sintió que lágrimas de rabia acudían a sus ojos y, entre gemidos y sollozos, le pidió que la follara. Como movido por un resorte, sin miramientos ni contemplaciones, James hundió dos dedos en ella, y su calidez lo envolvió como un encantamiento. Acompasó su respiración profunda al ritmo frenético de sus dedos, y los acompañó con una lengua surgida del mismo infierno. La punta se deslizaba, apretando, arriba y abajo por su clítoris hinchado, logrando que ella se estremeciese tanto que sus caderas se sacudían de forma incontrolada. Metió un tercer dedo en su interior y ella soltó un fuerte gemido, sin importarle ya quién pudiera oírle. Su propia voz le resonaba por las paredes del cráneo y los oídos, y para James era una música tan perfecta como la de su piano. Y quería crear más. Aceleró el ritmo de sus dedos y siguió lamiendo con insistencia mientras Nala jugaba con sus propios pezones sintiendo que en cualquier momento explotaría. James entró, salió, succionó e incluso mordió y, cuando las piernas de Nala parecían a punto de desencajarse, explotó. Su cuerpo se desconectó de su mente y comenzó a convulsionarse violentamente, presa de un orgasmo feroz. Sus piernas se cerraron en una presa insalvable en torno a la mano de James sabiendo que, si dejaban que se fuera, aquello acabaría. Su mano descendió hasta los rizos rubios y se aferró a ellos, sin ni siquiera notar las cosquillas que le provocaron.
James simplemente la observó estremecerse, sintiendo que su mano se empapaba por momentos, y la escuchó gemir.