El pianista
Toca otra vez, viejo perdedor (coma) haces que me sienta bien. Es tan triste la noche que tu canción sabe a derrota y a hiel. Aquella noche tendría un sabor a victoria y miel gracias a una musa que vino a alejar sus demonios.
Entre todos los comentarios se sorteará un metrónomo mecánico. Sí, hay que darle cuerda y no diferencia entre el compás y los tiempos pero es más auténtico con su péndulo.
“Un plano inclinado de firme deslizante es una combinación perfecta para el desastre, para acercarse peligrosamente al abismo. Un ligero cabeceo y una caída hacia un fin agónico”.
La columna de dos cubitos se deshizo cuando El de encima cayó al dorado líquido con un tintineo que devolvió al hombre al presente. “Siempre dos hielos, ¿cuándo me hará caso Marcela y me pondrá uno solamente?”, pensó Sandro introduciendo sus larguísimos dedos de perfecta manicura en el vaso de whisky, al rescate del cubito recién estrellado. Un siseo proveniente del cenicero acabó con la resistencia de la brasa de su último cigarro.
Un único hielo bastaba para enfriar el whisky sin aguarlo. Era más que suficiente para que la luz del foco halógeno provocara brillos en su superficie, cuya observación era el entretenimiento preferido del hombre. Un nuevo cigarrillo reposaba sobre el cenicero recién colocado por Marcela.
–No me seas cochino y no me tires los hielos al cenicero –reprendió la camarera de sensuales rasgos caribeños.
Por toda respuesta, el hombre maduro hizo un aspaviento con la mano que sujetaba el pitillo, provocando deshilachadas columnas de humo a su alrededor.
La puerta del local se abrió, dando paso a un grupo de parroquianos. “Los seudointelectuales de siempre”, pensó Sandro acodándose en su esquina de la barra.
Marcela salió de la barra para atender a los nuevos clientes en una de las mesas más cercanas al escenario. En tan solo media hora comenzaría la actuación de un quinteto de new-age y el local comenzaba poco a poco a llenarse.
Aún quedaban dos horas por delante hasta la actuación de Sandro. “Tiempo suficiente para aplacar este temblor de manos”, decidió el hombre aferrando el vaso de whisky con mano trémula. “El mismo personal de todos los sábados: pedantes, parejas de mediana edad y algún borracho que otro, que decide ambientar su ebriedad con música en directo”, reflexionó, devolviendo su atención al vaso de whisky.
Al instante, a su mente volvió a aflorar aquel maldito nombre de mujer: Katrina. “Tú no te ahogaste, amiguito”, reflexionaba Sandro sobre la sencillez de rescatar un hielo de una inminente muerte a manos de la alta graduación alcohólica de aquella bendita bebida.
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Genoveva se había inclinado últimamente por todo lo vintage . En su última pasión, como en todas las precedentes, había arrastrado a Carlota hasta que ella cedía y la imitaba. Aquella noche habían decidido, realmente la decisión la tomó Geno, ir a un garito del centro con música jazz en directo. Resultaba más innovador y alternativo que acudir a las discotecas de moda, donde todos sus amigos abusaban de las drogas de diseño.
Más de media hora había sido necesaria para encontrar una plaza de aparcamiento. Carlota había comentado la idoneidad de utilizar su Mini para ir al centro de la ciudad. Al final, como siempre pasaba, habían acabado utilizando el flamante Audi descapotable de su amiga.
El local se encontraba debajo del entresuelo de un edificio decimonónico. Un par de pequeñas tulipas enfocaban un cartel con aire rústico: Old Cofee. Las dos amigas bajaron la corta escalera que llevaba a la entrada del pub. Una vaharada a humo y sudor las invadió nada más atravesar el umbral de la puerta. A pesar de la templada noche, allí dentro el calor era excesivo.
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De nuevo se abrió la puerta. En esta ocasión, Sandro clavó la mirada más tiempo del que acostumbraba. Dos jóvenes veinteañeras observaban atentas bajo el umbral. Morena y decidida, la primera en atravesar la puerta, miraba con gran interés todo el local. Por su parte, la compañera, una bonita rubia, arrugó la nariz como si todo aquello apestase.
–Esto está lleno de gafapastas y ancianos –susurró Carla al oído de su amiga.
–Disfruta de la nueva experiencia. No pensarías que iba a estar repleto de veinteañeros buenorros, ¿no?
Geno tiró de la rubia en dirección a una de las mesas más alejadas de la barra y, por tanto, cercana al escenario, en el cual un quinteto tocaba new-age jazz. A aquel sitio, la ley antitabaco no parecía afectarle. Un humo denso cubría el abarrotado local.
Sandro observó divertido a aquellas dos jovencitas, que vestían ropa de cuando él tenía treinta años menos y las combinaban con zapatos de salario mínimo interprofesional el par. Su estado depresivo no le impidió fijar la mirada, valorativamente, en las largas piernas de las dos muchachas. “No me importaría ser apresado por esos muslos, aunque no me hicieran olvidar a la puta Katrina”, pensó el hombre, tamborileando con los dedos sobre la barra.
–Buenas noches, ¿qué queréis tomar? –preguntó una sonriente Marcela al tiempo que las escaneaba con la mirada.
La guapa camarera no tardó en regresar a la mesa de las dos jóvenes portando las consumiciones que habían pedido: una Fanta de naranja para la rubia y un gin-tonic para la morena.
Sandro observó, por el rabillo del ojo, cómo la morena aferraba su combinado y se dirigía a la mesa de uno de los pocos jóvenes que frecuentaban el local. “Espero que le guste la conversación filosófica”, se dijo esbozando una sonrisa en su cansado rostro de pesados párpados. Tras aquellos pensamientos volvió a sumirse en sus oscuros pensamientos sobre Katrina, aguardando a que pasara el temblor de manos.
Sandro, completamente vestido de negro y con su eterno vaso en la mano, subió al escenario, dirigiéndose al fondo del mismo, donde aguardaba un lustroso piano de cola.
Tímidos aplausos se escucharon por el café, cuando el pianista apareció en escena. “Que se parta un dique y arrase con toda esta chusma”, pensaba Sandro, que no hacía muchos años había recibido ovaciones cerradas en los más prestigiosos clubs de jazz del mundo.
Carlota fijó su atención en el recién llegado. Enjuto como era, alto y de negro, le recordó a una araña. Además, sus movimientos laxos y cansados no ayudaban al conjunto. Todo ello le pareció patético a la joven espectadora.
Sandro Prefería dirigir su mirada al reflejo del gran espejo de la pared. Por lo menos así no tenía que soportar las miradas de suficiencia del público. “Como si ellos fueran alguien para darle o no el visto bueno a mis interpretaciones”, pensaba el pianista cada vez que pulsaba las teclas de su piano.
Esa noche, al fijar la vista en su propio reflejo, había visto escepticismo en los ojos de la joven rubia. Ella le miraba fijamente desde el fondo del gran espejo. Le molestó en lo más profundo de su ser aquella mirada impertinente. Se propuso borrar la expresión del rostro de la bonita muchacha. Una energía, desconocida para él desde hacía muchos años, brotó de lo más profundo de su orgullo.
La irritación que había sentido por esos escépticos ojos verdes se había convertido paulatinamente en una agradable sensación, a tenor de las miradas de admiración que le dedicaba la rubia. Aquella mirada limpia e inocente, que no se despegaba del reflejo de los ojos de Sandro, como si acabara de descubrir un regalo mucho tiempo oculto, retrotrajeron al pianista a sus años de gloria. Había visto aquella expresión en multitud de ocasiones en sus interpretaciones en Bourbon Street, cuando todavía no había encanecido su cabello y Katrina no se lo había arrebatado todo.
Carlota no podía separar sus ojos del reflejo del espejo, que le devolvía la triste y penetrante mirada del pianista. Se sintió transportada por aquella sucesión de notas. En ocasiones, un miedo atroz la encogía como un ser diminuto; en otros momentos, una terrible tristeza se adueñaba de su corazón para dar paso a la esperanza y posteriormente a la euforia. Jamás habría pensado que la música pudiera despertar tal cantidad de emociones. No supo cuántos temas habían sonado, cuando sintió que alguien la zarandeaba. Con desgana, despegó su mirada del reflejo del espejo de la pared.
El pianista observaba a través del espejo, cómo la absorta rubia no desviaba su atención de él ni para escuchar a su amiga. “Finalmente, la morena no ha cuajado con el intelectual”, concluyó Sandro observando las insistentes maniobras de la joven por abandonar el local acompañada por su rubia amiga.
Tras un intercambio de opiniones, Carlota, por primera vez en su vida, se enfrentó a Geno. Ella quería permanecer en el café escuchando el piano jazz.
–Pe… pero… yo me lo estoy pasando bien… Espérate un rato más y luego nos vamos –suplicó la joven rubia.
–Yo paso de aguantar más en este tugurio.
–Pero si fuiste tú quien dijo de venir aquí.
–¡Pues ahora no me gusta! ¿no puedo cambiar de opinión? Venga, levanta.
–Que no. Yo me quedo. Si quieres vete tú. Yo llamaré luego a un taxi.
–Pero, ¿qué tonterías dices? ¿Crees que te voy a dejar sola en este sitio? Te doy cinco segundos para que te levantes.
Desde que eran pequeñas, Geno se había habituado a ser quien tomara la iniciativa en aquella relación. No es que fuera una joven mandona o dominante, pero la acentuada indiferencia de Carlota por casi todo la obligaba a ser ella quien decidiera.
–¡Márchate! –respondió Carlota con aplomo, mirando fijamente a su amiga– No sufras, que estaré bien.
Con cierta reticencia, Geno agarró su bolso de la silla que había ocupado a su llegada. Aunque estaba contrariada, no podía negarle aquel capricho a su amiga. Carlota siempre permitía que ella tomara las riendas sin poner trabas. Para una vez que le llevaba la contraria, no se iba a cabrear.
–Tendré el teléfono encendido. Si necesitas algo, no dudes en llamarme –dijo Genoveva con tono maternal mientras besaba las cálidas mejillas de su amiga.
–Vale, vale –respondió mecánicamente Carlota, volviendo a fijar su atención en el espejo de la pared.
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Carlota tuvo que parpadear varias veces para poder fijar la vista en el oscuro individuo que aguardaba de pie frente a ella. En el fondo de su consciencia, recordó haber escuchado una pregunta. Sandro, emulando sus actuaciones pasadas en Vaughan’s, Snug Harbor o House Blues, había decidido acercarse a la mesa del cliente que más admiración había demostrado. Katrina se lo había arrebatado todo, pero no su gusto por las mujeres bellas.
–Bien, tomaré el silencio como un asentimiento tácito –respondió el pianista ante el mutismo de la joven, observando fijamente el aleteo de las largas pestañas de aquellas luminosas esmeraldas.
–Sí… por favor… siéntese… –la voz de barítono del pianista intimidó profundamente a la muchacha, que se estremeció de pies a cabeza.
–La Fanta de naranja no es una bebida demasiado apropiada para un local como este. Si me permite, le recomiendo los margaritas o los mojitos. El café es famoso por sus cócteles.
Sin dar tiempo a que la joven reaccionara, aquel melancólico individuo solicitó a Marcela un mojito, aprovechando para rellenar su vaso de hielo y whisky.
Desde Katrina no se había acercado a ninguna mujer. Marcela estaba felizmente casada y pese a vivir en el infierno, Sandro aún respetaba algunas cosas. Sin saber cómo le vino a la mente la imagen de una preciosa mujer, de ojos pardos, tocando el claxon de un Buick con la cara. Debía alejar todos sus demonios si no quería que aquella inocente joven huyera despavorida. El pianista escarbó en lo más profundo de su memoria en busca de aquel joven pianista que era el amo de las noches de Nueva Orleans.
Sandro, vencido el temor inicial, condujo la conversación con una sutileza propia de quien ha escuchado la vida y obra de cientos de borrachos babosos, de grandes abogados y senadores, de putas de baja estofa y acompañantes de alta alcurnia. En todo momento evitó hablar de él más de lo estrictamente necesario. Simuló interés en las más nimias cuestiones que le planteaba aquella impresionada muchacha.
La joven se sentía como nunca. Nadie se había preocupado de aquella manera por sus preferencias, por lo que de verdad quería en la vida. Aquellos penetrantes ojos oscuros, semiocultos por unos pesados párpados, unidos a una profunda voz en la que no se dejaba translucir la afectación del alcohol en la lengua de su propietario, tenían abducida a la incomprendida Carlota. Desnudó su alma como jamás lo había hecho antes. Por primera vez conversaba con un adulto sin recibir ninguna crítica, ningún reproche por las preocupaciones típicas de una muchacha confusa y consentida.
Sandro, las más de las veces, escuchaba sin necesitar más que parafrasear lo dicho por Carlota, para que ella se sintiera plenamente comprendida. En alguna ocasión, expresaba lo plausible de experimentar, de probar; en suma, de aprovechar cuantas oportunidades se le presentaran a su joven invitada. Ella se sentía eufórica con aquel nivel de comprensión y apoyo. Nunca había experimentado algo tan impactante como escuchar jazz y nunca hubiera pensado que se sentiría tan a gusto abriendo su alma de par en par ante un completo desconocido.
La cuarta copa de aromático mojito había caído, cuando Carlota se percató vagamente de lo vacío del local. La cabeza y la lengua de la joven no eran inmunes al efecto del alcohol, como así lo parecía en Sandro. Él continuaba dirigiendo la conversación hacia derroteros en los que Carlota se sentía protegida y consolada. Desde la barra, la camarera agitó una arandela repleta de llaves, indicando con gestos al pianista que las dejaba sobre el mostrador. Acto seguido, se colocó una fina chaqueta y se dirigió a la puerta de salida.
Si Carlota se dio cuenta de algo, no mostró la más mínima inquietud. Era una de esas noches, que la muchacha deseaba que no terminase nunca. Carlota escuchaba aquella profunda voz hablar sobre lo enriquecedor de la vida bohemia, de su pasión por el jazz y de Nueva Orleans. Sandro no sabía cómo había terminado por hablar de él. Desde hacía ocho años no había querido hablar de su pasado. “Tal vez yo también necesite a alguien que se limite a escuchar sin más”, se confesó al tiempo que continuaba hablando de su vida como famoso intérprete de jazz.
–¿Estuviste allí cuando el huracán? –preguntó una Carlota completamente rendida a la historia del pianista.
Un silencio sepulcral descendió sobre el local. Sandro se puso en pie y se dirigió lentamente hacia el piano de cola. Rodeó el instrumento reverencialmente, rozando con las yemas de sus dedos la curvilínea figura de la cerrada tapa como si acariciara las curvas de una bella mujer. No pudo evitar rememorar el precioso cuerpo de su querida Chantal mientras luchaba por contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. El brillo de la madera lacada evocó el suave bronceado de aquella piel que le tuvo esclavizado. El negro intenso del instrumento, le recordó a aquella densa melena de delicados rizos. Todas las noches, desde hacía ocho años, volvían, a su atormentada mente, aquellos oscuros ojos, mirando sin ver detrás del volante de su flamante Buick
Se detuvo junto a la banqueta, desde la cual fijó su profunda mirada en los cándidos ojos de Carlota. No, ella no tenía la culpa. Ella no estuvo allí con Katrina, tampoco con los vándalos de los días posteriores. Ella no perdería jamás la vida por pan y leche. Tras una profunda inspiración, extendió la palma de su mano en un gesto invitador.
Carlota se puso de pie dirigiéndose hacia el lugar en el cual aguardaba Sandro. Todo su cuerpo irradiaba nerviosismo y expectación a partes iguales.
–El jazz es una música muy íntima y emotiva, aunque hoy no has escuchado hasta dónde puede llegar un pianista de jazz. Hay temas que despertarán en ti sensaciones jamás conocidas. ¿Te atreves a explorarlas? –preguntó Sandro con su voz de barítono, como si la invitase a placeres ocultos y prohibidos.
–Lo dices como si fuéramos a hacer algún rito satánico –rió tontamente de su ebria ocurrencia.
–Antes me hablaste de tu ansia por probar, por visitar lugares desconocidos.
Tocar sutilmente el orgullo de la joven fue suficiente para que se acercara lentamente, tomando la mano que le ofrecía el singular pianista.
Sandro atrajo hacia sí el lozano cuerpo, aspirando la intensa fragancia a mujer. Con un gracioso movimiento, La ayudó a tomar asiento sobre sus propias rodillas.
El ligero peso de la joven, el roce de sus nalgas contra sus propias piernas, fueron suficiente estímulo para afrontar piezas de un repertorio ya pasado pero no olvidado. Los largos brazos de Sandro flanquearon la estrecha cintura femenina, posándose con delicadeza sobre las teclas del piano.
Interpretar a Scott Joplin era complejo en su ejecución, pero más aún en su profunda y sutil interpretación. No recordaba en cuántas ocasiones había tocado ragtime con una guapa muchacha sobre su regazo, pero lo cierto es que nunca había apuntado una anotación en el “Debe” tras finalizar la obra. El hecho de que llevase más de veinte años sin poner en práctica aquel sutil juego, no hizo flaquear ni un instante su decisión. A su memoria llegaron aplausos y vítores como sombras difusas del pasado. Sábanas revueltas y aroma a mujer. Sábanas vacías y aroma a whisky como todo consuelo. Chantal hizo que no necesitara nunca más de aquellos recursos, todas sus “actuaciones especiales” tuvieron una única espectadora. Hasta aquella noche, en que una preciosa niña bien se había cruzado en su camino.
Con una profunda inspiración, permitió que sus dedos fluyeran acariciando las marfileñas teclas. La parte posterior de la oreja de Carlota fue el lugar idóneo para comenzar el sutil ataque. Un cálido aliento exhalado por Sandro, hizo que se erizara todo el vello de la joven. Poco a poco, las notas fueron produciendo un efecto tranquilizador en Carlota. Sintiendo la completa laxitud de su joven cuerpo, se dejó caer sobre el pecho del singular pianista.
Los largos dedos bailaban mágicamente sobre las teclas blancas y negras. Carlota sentía en sus muslos los sutiles movimientos de los brazos del pianista. Sin saber muy bien el porqué, se descubrió deseando que aquella mano se detuviera sobre sus piernas para acariciarlas como acariciaba las teclas del piano.
Sandro se debatía entre continuar con la pieza o posar una de sus manos sobre aquellos firmes muslos. Cuando comenzó un pasaje en el que durante algunos segundos tan solo era necesaria la mano derecha, la izquierda se separó de las teclas en busca de las sonrosadas mejillas de la rubia. Una tenue caricia con el dorso de los dedos, fue suficiente para que un escalofrío recorriera la femenina espalda. Ahora no le cupo ninguna duda al pianista; aquel lozano cuerpo se había estremecido.
Una cálida humedad recorrió la parte trasera de la oreja femenina, dirigiéndose hacia el lóbulo, donde se detuvo solícita la boca del pianista.
Aquella lengua no tuvo suficiente con agasajar su oreja. Descendió lentamente, casi como si lo hiciera al compás de las últimas notas del ragtime , dedicando lúbricas atenciones a su cuello.
La última nota salió de la caja de resonancia del piano como una llama que se extingue, como una ola que choca contra la playa, como un pájaro que remonta el vuelo. Dejó tras su marcha una sensación de vacío en el café, que hizo que Carlota necesitara más que nunca de aquel abrazo que no se atrevía a pedir.
Cual maestro que domina la lección, los brazos de Sandro se pusieron a trabajar simultáneamente. La mano izquierda se posó con ternura sobre el sedoso muslo de Carlota. La derecha aferró a la joven por el talle, atrayéndola más aún hacia sí mismo. La ágil lengua trazó ligeros caminos; primero del cuello al mentón femenino, luego, tortuosamente lenta, ascendió hasta encontrar unos labios dispuestos a acogerla en su interior.
La boca femenina aceptó de buen grado la rasposa lengua de Sandro. Esta cambiaba de ritmo jugando con la libido de la joven. Sabía cuándo ser sutil y lenta, cuándo enérgica y pasional.
Nuevos escalofríos recorrieron el cuerpo de Carlota cuando los habilidosos dedos del pianista pasaron de acariciar la cara exterior de las piernas a hacerlo en la más sensible piel de la parte interna de los muslos.
El alcohol, la música y el ambiente, sumieron a Carlota en un torbellino de sensaciones que cada vez la tenían más confundida. No supo cuándo ni de qué manera, terminó tendida cuan larga era, sobre la lustrosa superficie de la tapa del piano. De pie a su lado, Sandro acariciaba las largas piernas desde los descalzos pies hasta el comienzo del encaje de las braguitas. Los finos pantys de seda no eran obstáculo para que se pudiera sentir aquellas caricias con toda intensidad.
Una diestra mano abrió la cremallera de la falda de pana. Sin mucho impedimento, esta se deslizó piernas abajo hasta traspasar los delicados pies. Con meticulosidad, la prenda fue doblada pulcramente y depositada sobre la banqueta del piano.
Uno a uno, los largos dedos del hombre desabrocharon los botones de la liviana blusa. Cada nueva porción de piel descubierta era devotamente besada por los labios de Sandro. La prenda, acompañó perfectamente plegada, a la falda. Cuidadosamente, los pantys fueron deslizándose muslos abajo. Él podía sentir en el dorso de sus dedos la tibieza y sedosidad de la piel femenina. Cuando por fin los pies fueron liberados de su fina cobertura, el pianista contempló detenidamente el instrumento sobre el cual interpretaría una partitura muy especial.
Las yemas de los dedos bailaron sobre los empeines femeninos como si fueran etéreas teclas sobre las que interpretar la más caliente de las melodías. Un sinfín de hormigas correteaban desde la punta de los dedos de los pies hasta explotar tras los tobillos en escalofriantes sensaciones que recorrían toda la longitud de las piernas de la chica.
Nuevas sensaciones fueron descubiertas por la muchacha, cuando uno de los dedos del pie fue apresado por la hábil boca del pianista. Succionó y lamió el más grande de los apéndices con una glotonería y devoción que la joven no había sentido jamás. La vida sexual de Carlota se reducía a magreos y polvos rápidos en la parte trasera de algún Audi último modelo. Aquella era la primera vez que recibía atenciones tan delicadas.
Tras bañar de caricias y lúbricos besos toda la superficie de ambos pies, Las inquietas manos ascendieron cubriendo de atenciones las piernas. La cálida lengua repasó cada milímetro de la suave piel de los muslos. Prosiguió por la cara interna de los mismos hasta detenerse justo antes de llegar al encaje de las braguitas. La lengua serpenteó entre los finos encajes, delineando el contorno de la delicada prenda.
Una gran frustración se apoderó de la muchacha cuando las caricias bucales se desviaron de su centro de pasión. Sintió cosquillas cuando la lengua recorrió sus ingles ascendiendo hasta llegar al elástico de sus bragas, nuevamente, cuando la lengua perfiló su línea alba ascendiendo hasta juguetear con su sensible ombligo. Solo cuando la lengua atravesó el valle entre sus pechos, sintió que las cosquillas se volvían a transformar en escalofríos que la recorrían como latigazos de energía.
Los encajes del sujetador también fueron contorneados por la hábil lengua. Carlota moría porque le quitaran la ropa, a mordiscos si fuera necesario. Con brusquedad, aferró la canosa cabeza y la llevó hasta uno de sus pezones. No podía aguantar más aquella desesperante tortura.
Con una sonrisa de triunfo, el pianista comenzó a trabajar el minúsculo botoncito hasta que adquirió una dureza pétrea. Ella sentía cómo la sensibilidad de la sonrosada piel aumentaba debido a los lametones y a los roces con la blonda de la lencería. Con un movimiento brusco de la mano que no tenía ocupada aferrando la cabellera de su amante, extrajo el otro pecho de la elaborada copa del sostén.
Rápidamente, los labios se desplazaron al nuevo objetivo, en parte incentivados por la mano de Carlota, en parte por las ansias de Sandro. El paladar masculino no recordaba haber probado piel tan delicada y carne tan tierna. Hubiera estado toda su vida comiendo de aquel trémulo manjar. Mientras saboreaba el enhiesto pezón, podía sentir la tersura de la piel en sus propias mejillas. Una piel lozana que le hacía retroceder treinta años, cuando Chantal aún no había arribado a su vida.
Como buenamente pudo, Carlota intentó bajar el elástico de sus braguitas. Sandro no permitió las torpes maniobras de la muchacha. Con caballerosidad, ayudó a que la prenda descendiera con menos complicaciones. Una vez hubieron atravesado los delicados pies, acompañó al resto de la ropa sobre la banqueta del piano. El enjuto pianista se irguió cuan alto era, observando admirativamente el joven cuerpo que se le ofrecía.
“Preciosa, realmente es preciosa”, pensó Sandro, observando la desnuda mujer que yacía sobre la tapa del piano. Pelo liso y rubio, piel blanquísima, curvas suaves y delicadas. Nada en aquella joven le podía recordar a Chantal y, sin embargo, la pasión emitida por aquellos ojos verdes, era la misma que la emitida antaño por los pardos ojos de la criolla.
Con suma delicadeza, el pianista se fue tumbando sobre la expectante joven. Se dirigió primero a la boca, degustando nuevamente el sabor fresco y joven de aquella cavidad. Se mordieron los labios, se buscaron y escondieron las lenguas, mientras los virtuosos dedos del enigmático intérprete arrancaban notas de delirio en la sensible intimidad de Carlota. Con desesperante parsimonia, con exquisita delicadeza, los dedos exploraron cuantos pliegues y cavidades se encontraron a su paso. El calor y la humedad de la zona invitaban a palpar instintivamente como los dedos buscan, autómatas, las notas en el teclado.
La boca de Sandro volvió a paladear la lozana carne de los plenos pechos. Las areolas, tímidas, se habían erizado ante el contacto de su lengua. Los pezones duros y orgullosos apuntaban al techo, poniendo la guinda de aquellos tiernos manjares.
Sandro no se precipitó. Disfrutó del sabor y la textura de los senos, dando tiempo a que su mano descubriera por sí sola los secretos más recónditos de la húmeda gruta femenina.
Y finalmente llegó el clímax, sin avisar, como un rápido arpegio de sensaciones que finalmente culminaron en un acorde, todas al unísono, haciendo que Carlota se deshiciera en el orgasmo más placentero que hubiera sentido nunca.
Sandro creyó escuchar una cerrada ovación en aquellos profundos jadeos. Sintió el calor de un cerrado aplauso en la humedad que empapaba sus dedos. Retornó a su cuerpo la energía de un modo que el whisky jamás había logrado. Estaba vivo de nuevo.
El recital no había terminado y se pedía sutilmente un bis al maestro. Carlota, con la flojera invadiendo su cuerpo, acariciaba suavemente la entrepierna de Sandro por encima del aún abrochado pantalón. A la mente de él acudieron los cinco vasos de whisky que había ingerido. “Espero que no me falles”, pensó llevando el foco de su concentración a su propia entrepierna.
Carlota se las ingenió para dominar el delgado cuerpo del pianista hasta invertir las posiciones. No podía negar que el contacto de su culo y su espalda con la satinada madera negra incrementaban su libido con un plus de morbosidad. En aquel momento deseaba tomar las riendas en una relación sexual por primera vez. El propio Sandro le había insistido lo necesario de tomar las riendas de su propia vida.
Una erección más que discutible apareció ante los sorprendidos ojos de Carlota. El miembro no es que fuera gran cosa, pero aún parecía peor al no haber alcanzado su máxima expresión. Sandro admiraba la lujuriosa imagen de aquella joven diosa, con un pecho desnudo y cubierto el otro por fino encaje, mientras intentaba inútilmente que el alcohol se evaporara de su cuerpo.
Con destreza, la muchacha se despojó del sostén, permitiendo que sus jóvenes pechos se mecieran libres de toda sujeción. Poco a poco, fue gateando de espaldas hasta que su firme trasero se acomodó sobre las rodillas del hombre. Sus duras tetas descendieron hasta acariciar con su tersa piel aquel “quiero y no puedo” de Sandro. La tibia carne se aplastó tiernamente contra el miembro viril. Los endurecidos pezones rozaron con sutileza el esponjoso glande, mientras que los decididos ojos verdes se clavaban lujuriosos en los profundos y oscuros ojos del pianista.
Carlota estaba dispuesta a ganar esa noche toda la confianza en sí misma que años de inseguridad habían dejado muy oculta. Con decisión, volvió a gatear hasta tomar asiento en esta ocasión sobre los pies del pianista. Sin romper la conexión entre ambas miradas, fue descendiendo hasta rozar la cabeza despejada del mustio miembro con su boca entreabierta. Un cálido hálito, tras el cual afloró Una lengua tímida, provocó la primera reacción visible en Sandro. Con los labios bien humedecidos por su propia saliva, comenzó a introducirse la batuta del músico con lenta dedicación. Cada milímetro de piel era succionado por los labios y lamido con fruición por la hábil lengua. No fue hasta que llegó al pubis masculino, que Carlota se percató de lo mucho que había aumentado de tamaño su inquilino. Con cuidado de no atragantarse, se retiró hasta tener la suficiente carne dentro de la boca como para sentirse cómoda. Un par de subidas y bajadas, mientras lamía el glande y el tallo, fueron suficientes para cerciorarse de la acerada rigidez de la herramienta.
Las miradas de ambos no se habían desviado ni un solo instante. Los tristes ojos de Sandro iban ganando brillo y determinación a medida que su autoestima ganaba en rigidez. La joven avanzó a cuatro patas sobre la superficie del piano, haciendo que sus prietas carnes se bamboleasen voluptuosas al ritmo de su gateo. “Sus ojos felinos son el perfecto complemento para esta postal de ensueño”, pensó Sandro, sintiendo cómo su miembro alcanzaba su máxima dureza.
Ella llevó un brazo hacia atrás a su propio trasero. El pianista sintió cómo una delicada mano aferraba su palpitante miembro, conduciéndolo directamente a las puertas del paraíso.
Ella se fue empalando Lentamente sin perder de vista la expresión de Sandro. Por su parte, él se deleitaba con la lujuria que destilaban aquellos gatunos ojos y aquella boca entreabierta de labios enrojecidos.
Sin experiencia previa de cómo llevar el control de aquella situación, Carlota se decidió por seguir su instinto, como horas antes le había aconsejado su maestro. Cuando se sintió completamente llena de dura carne, comenzó a mover sus caderas imponiendo un ritmo pausado. Aquella fricción y rotación fue suficiente durante los primeros instantes. Poco a poco, el volcán que ardía en su interior fue demandando mayor nivel de actividad. Con un sutil impulso de sus muslos, se elevó sobre el miembro para, seguidamente, dejarse caer. Varios trotes más fueron necesarios hasta que la joven logró un ritmo que le fuera cómodo y al mismo tiempo enardeciera aún más el millar de sensaciones que se acumulaban en su bajo vientre. Pronto le fue imposible seguir mirando fijamente los ojos de Sandro. La vista se le desenfocó y su cabeza era incapaz de permanecer quieta mientras se perforaba las entrañas con un ritmo salvaje. De sus maltratados pechos se expandían sensaciones, mezcla de dolor y placer, por los severos pellizcos que sufrían sus sensibles pezones.
Sandro observaba atentamente aquel desencajado rostro de encendidas mejillas. Cuando ladeó la cabeza, pudo ver su imagen reflejada en el espejo de la pared. En ella, la lozanía había vuelto a su rostro, su piel era joven de nuevo. Su amante jadeaba como una posesa sin poder evitar que un hilillo de baba cayera de la comisura de sus labios. Cuando el jadeo se convirtió en grito, Sandro, creyendo cerca el momento, incrementó más aún la presión sobre los pezones. El grito de Carlota redobló su volumen al tiempo que rogaba:
–¡Dios, sí! ¡Dios, por favor, Dios! –gritaba ayudando al pianista a amasar sus propias tetas mientras una ola la arrasaba de pies a cabeza.
–¡Un poco más! ¡Aguanta un poco más! –rogaba el hombre aferrando los pechos femeninos.
–¡Córrete! ¡Dios, córrete que no aguanto…!
Carla tuvo que apartar las manos de Sandro de sus maltratados senos. Tras la oleada inicial, cualquier roce en aquella zona le resultaba insoportable. Prefirió tumbarse sobre el pecho masculino, retornando a una suave rotación de caderas. Estaba exhausta y le hubiera sido imposible continuar con el galope.
El cambio de movimiento, hizo que la explosión de Sandro se hiciera esperar algo más. Disfrutó de unos momentos de impasse aprovechando para acariciar la espalda y las prietas nalgas. La rotación de las caderas de Carlota, lenta y cadenciosa, llevaron al hombre a un in crescendo constante que le condujo a llamar a las puertas del cielo.
Carlota sintió cómo se ensanchaba el miembro de Sandro dentro de sus entrañas. Su espalda era abrazada y su trasero dulcemente acariciado. Todo aquello quedó en un segundo plano cuando vio la cara desencajada del maduro pianista. Una enorme satisfacción la hinchió, provocándole una réplica más suave de su segundo orgasmo. No recordaba haber tenido nunca tres orgasmos consecutivos y le pareció la cosa más maravillosa del mundo.
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Los primeros rayos de sol de una nueva mañana, procedentes de los pequeños ventanucos situados a ras del techo, Iluminaban el local de esperanzas e ilusiones.
Carlota, completamente desnuda, reposaba boca abajo sobre el piano mientras balanceaba uno de sus pies. Con la barbilla apoyada en sus manos entrelazadas, observaba detenidamente, junto a un vaso vacío de whisky, el ir y venir de los ágiles dedos del maestro sobre el teclado. Como el “Espíritu del éxtasis” adorna el radiador de un Rolls Royce, así adornaba aquella joven la tapa de aquel Steinway.
“Si hay algo que merezca más la pena que la música y el whisky, sin duda alguna es esto”, concluyó Sandro grabando en sus retinas cada curva, cada milímetro de joven piel, cada expresión de quien había logrado alejar de su mente aquel nombre de mujer durante algunos instantes. Volvería Katrina a atormentarle con sus recuerdos, pero no se podía negar a sí mismo que en ocasiones como aquella la vida te regala una tabla de náufrago a la que aferrarte.
Fin
Nota: Gracias a Ginés Linares y su: Pianista Virtuoso, puesto que me pusieron tras la pista del erotismo de la música de piano. Por supuesto el hilo conductor ha sido la versión cantada por Ana Belén de: The piano man, tema original de Billy Joel.