El pez y el anzuelo
¿Quién quiere someter al sumiso? Esta es la historia de cómo sometí a una chica de parroquia completamente ajena y contraria a cualquier idea de dominación.
El pez y el anzuelo
Hay dos clases de pescadores, el que echa las redes y pesca a bulto, y el que pesca por afición, el que apareja su caña y aguarda, cuanto sea menester, el tirón de su presa. Ambos son pescadores. En cambio, tienen poco en común. Yo, soy de los segundos. Y si hay pescadores escogidos, que van a mosca y a trucha, a mí me seduce el pez que no sabe que es pescado. Al fin y al cabo, cuál es la gracia de someter al sometido. Qué pescador que se precie pescaría en una pecera. No, la gracia está en someter a quien ni sabe ni imagina ni fantasea sobre el particular, al que, si me apuran, le desagrada la idea, de entrada. Alguien como ella.
Beatriz era gente de iglesia. Una chica de parroquia de treintaitantos, de mentalidad eclesial, progre, hasta donde se puede llegar. A saber, al uso de preservativos, y al sexo antes del matrimonio, siempre y cuando medie el amor. En lo demás, amen. Una vida de laicado ejemplar la contemplaba, y un solo novio, tardío, parroquiano, también él, a mas de fracasado: resultó homosexual. A su edad, con el arroz medio pasado, se encontró frecuentando páginas de relaciones en la red de redes, de esas en las que cuelgas un perfil con cuatro datos, no sin antes disculparte por estar allí, para dejar claro después que buscas amistad y sólo amistad, y después un resquicio al "se verá". Por una de esas casualidades de la vida, andaba por allí quien les escribe, oculto cazador...
Trabamos conversación, en el chat de la página. Preparaba una lectura de San Pablo para su grupo de oración y reflexión. No daba ni de lejos, en fin, esta chica de parroquia, el perfil de sumisa. Lo cual atraía lo suyo. Este pez no era de los que van directos al anzuelo, sino de los que merodean, desconfiados de comida tan fácil, tan al alcance. Lo prudente habría sido tentarle con su alimento preferido, hacerse el simpático, el romántico, el soñador, gastar buen humor... No obstante, jugué al límite, hasta llegar al mismo borde del precipicio.
He de advertirte de algo. Soy... muy dominante.
¿A qué te refieres? se sorprendió-.
En la cama y fuera de ella concluí, obviando la pregunta-.
No sigas por ahí. Eso no me gusta. Es contrario a todas mis ideas y...
Osadía es la palabra. Se antoja suicida esto de advertir al pez de que va a ser pescado. Si no temerario, es jugar fuerte cuando menos. En cualquier caso, la partida sería buena o no sería. Habíamos introducido la desconfianza en el juego, pero también el morbo. Faltaba saber cuál de los dos se impondría. Pandora, avisada, abrió la caja. Con suerte, Beatriz abriría la suya, vencida por la curiosidad. Con todo, urgía reconducir la conversación. Hube de hilar fino hasta acabar navegando en aguas tranquilas, para acabar incluso por arrancar un tú a tú a Beatriz. Un café de un par de horas algunos días después.
Desconfiaba. Con seguridad se preguntaba qué hacía charlando con un tipo de semejantes "gustos", si los tenía, porque en realidad había hablado sin hablar. Al final, no le había quedado claro si sí o si no, si practicaba el sado o algo así, o si estaba embromándola. Guapo, sí era, y buen conversador; inteligente, a la legua, con un algo de cortés timidez y otro algo de incómodo descaro. Hubo de confesarme que había estado a punto de no venir. Por si acaso, y sin venir a cuento, se preocupó por dejar claro que le encantaba como amigo, pero que nunca se acostaría conmigo. Llovía sobre mojado.
Se siguieron días de chat. Me cuidé muy mucho de no forzar el paso, de no llevar la charla por ningún derrotero en particular. Así hasta que se terció otro café, una repetición del otro, en realidad. Que si le encantaba como amigo, que si era un verdadero placer conocerme, que si lástima que yo no querría volver a quedar en esas condiciones... Buenos presagios. Nadie se molesta tanto en negar la tentación de no sentirse realmente tentado. Llegó a preguntarme, en vano, si practicaba ciertas artes. A esas alturas, Pandora tenía ya tanta curiosidad como miedo.
El pez se acercaba al anzuelo, más y más receloso. Llegó una cuarta cita. Allí estaba, a pesar de todo. Era el momento de cambiar el ritmo, calculé. El camino, sin embargo, había de ser clásico: una mirada un punto más fija y retadora de lo aconsejable, incómoda, pero no al punto de resultar agresiva; una distancia corporal fuera de toda prudencia; posar la mano sobre su mano, ensortijar su pelo... Lo siguiente fue el primer beso, de paseo, camino de ninguna parte. De ahí, al coche. Beatriz se veía incapaz de frenar mi ímpetu. Tampoco quería. Dos días regresó ardiendo a casa. El tercero, rindió su plaza.
. . .
-¿Qué va a ser? ofreció
-Que sean dos chupitos
-¿Avellana?
-Tanto me da
-La casa no es gran cosa... se defendió, por abrir de algún modo la conversación-. Estaba nerviosa.
-No tengo particular interés por tu casa zanjé, llevándome a los labios el licor-.
-¿Ah, no? ¿Qué te interesa entonces? inquirió, coqueta-.
-Tengo particular interés por ti contesté, desnudándola con los ojos- Por someterte precisé.
-¿Qué? Te dije que ese rollo no me va. Mira...
-En cambio estás aquí corté-. Y eso que andabas avisada. Desde el primer día. Quítate la blusa-.
-Mira, de eso... - comenzó, haciendo ademán de alzarse. Ademán solo, porque la bofetada que restalló, seca, contra su cara, la devolvió a su sitio-.
-He dicho que te quites la blusa. Me disgusta repetir las cosas.
Antes de esperar respuesta rasgué de un tirón cuatro botones. Beatriz no reaccionaba. Se había quedado estupefacta.
-Quedan cuatro botones- conté en voz alta-.
Al fin se desabrochó el resto y se sacó la blusa. Lloraba.
-El pantalón ordené- Eso es. Buena chica.
En diez segundos estaba como un perrito en el sofá, a cuatro patas, con la cara hundida en la tapicería y las manos esposadas a la espalda. En otro par, una venda velaba sus ojos. Sintió un cosquilleo en el oído, un susurro, firme...
- Beatriz, no soy un violador. Estás a tiempo de marcharte. No volverías a saber de mí ni serías molestada ni chantajeada. Te he elegido para someterte. Necesito tu aprobación, una sola vez. Si escucho un sí de tus labios, perderás tu libertad. En adelante vivirías para hacer mi voluntad, atenta a mis caprichos. Y tu felicidad, tu dicha, estarían en complacerme...
Largo rato musité al oído de mi chica de parroquia. Atendía, callada, con la respiración agitada. Los flujos de su sexo caían en hilitos sobre el sofá. Sus pezones, duros, su piel erizada, hablaban con otra clase de palabras. Cuando al fin se expresó, no sabía hablar. Gemía, gritaba, fuera de sí. Suplicaba ser follada, sometida, esclavizada, emputecida... Por toda respuesta me saqué la polla, apunté al culito virgen, lo unté con uno de los hilillos de flujo y empujé de una vez. Los alaridos debían oírse en el otro extremo del mundo. Este pescador, sonreía para sus adentros.