El peso del dinero

Realmente, el dinero... ¿es un alivio o es una carga?

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El peso del dinero

1 – El paseo

Salí aquella tarde a comprar algunas cosas. Mi madre siempre me decía que había que ser precavido y me di cuenta de que no tenía bastante ropa de abrigo. Se acercaba ya el invierno a pasos agigantados y en mi ropero faltaban algunas cosas.

Me paré en silencio a mirar un escaparate de ropa. Eran artículos caros, pero me gustaban mucho. Había un chaquetón de piel con cinturones y con bolsillos muy amplios. Me gustó y estuve intentando ver el precio de alguna forma.

Estaba moviéndome a un lado y a otro para ver la etiqueta del precio, cuando se paró a mi lado un chico joven y se puso también a curiosear. Lo miré con disimulo y apoyó su frente en el cristal frío del escaparate haciendo gestos raros. Me dio la sensación de que le gustaban algunas cosas pero que no podría comprarlas. Me pilló mirándolo fijamente.

  • ¡Hay cosas muy bonitas! – me dijo -, la lástima es que sean tan caras.

  • ¡Es verdad! – le contesté -; no todo el mundo puede pagar ese dinero por esos calcetines.

  • ¡Me gustan! – dijo extasiado mirándolos -, pero tendré que conformarme con unos normales que abriguen.

  • ¿Quieres un par de ellos y los pruebas? – le dije -; voy a entrar a comprarme ese chaquetón.

  • ¿Te vas a comprar ese chaquetón? – me miró asustado - ¡Debe costar un huevo!

  • ¡Supongo! – me acerqué a él - ¡Hola! Me llamo Gerardo, pero todos me dicen Gery.

  • ¡Hola! – me dio la mano -; me llamo Luís y todos me llaman Luís.

  • ¡Eres simpático! – me eché a reír - ¡Vamos, entremos! ¡Voy a comprar ese chaquetón, alguna otra cosa y te regalo los calcetines que más te gusten!

  • ¡Gracias! – me dijo ilusionado - ¡No podría comprármelos nunca!

Cuando salimos de la tienda anochecía y nos fuimos cargados de paquetes dando un paseo.

  • ¿Quieres que te acompañe a tu casa a llevar las cosas? – me dijo sonriente - ¡Son muchas bolsas! Casi dejas la tienda vacía.

  • Como quieras – lo empujé con el hombro -; en realidad pensaba decirles que me las enviasen a casa.

  • ¡Oye, Gery! – me miró muy serio - ¿Por qué me has regalado los calcetines?

  • ¡No sé! – me encogí de hombros - ¡Te vi ilusionado y para mí no es un gasto desmesurado!

  • Tienes dinero, ¿verdad? – preguntó -; yo llevo telarañas en mi monedero. ¡Hacía meses que no veía un billete de cien!, pero… ¿me vas a pedir algo a cambio?

Me paré en seco y lo miré muy serio.

  • ¡Dame el paquete de los calcetines! – levanté la voz - ¡Yo no compro a nadie por unas prendas de vestir!

  • ¡No, no, lo siento, Gery! – me dijo apurado -. Sé que lo que he dicho es una grosería. Soy gay; pensé que

  • ¡Yo también soy gay, Luís! – lo miré fijamente -, pero no te los he comprado para ligar, sino porque puedo hacer realidad una ilusión que veía claramente en tus ojos ¡Vamos! ¡Dame los calcetines y encantado de conocerte! Yo llevaré las cosas a casa como pueda.

  • ¡No, por Dios! – me rogó - ¡Déjame ayudarte con los paquetes! No entraré en tu casa; quiero ayudarte

Me quedé pensando mientras él insistía y volvía a pedirme perdón por haber insinuado aquello.

  • ¡Espera, Luís! – le sonreí - ¡He reaccionado demasiado bruscamente! ¡Lo siento! No los he comprado por eso. No sé por qué. Me suponía muy poco que los tuvieras.

  • Y yo tengo que confesarte algo – bajó la voz -. Cuando te vi mirando el escaparate moviéndote a un lado y a otro… sinceramente… ¡me gustaste! Por eso me acerqué.

  • ¿Qué? – le sonreí casi extrañado - ¡Soy bastante mayor que tú!

  • ¿Es que a un joven no pueden gustarle los tíos maduros? – me preguntó como dudoso - ¡A mí me gustan maduros! ¡Como tú!

No podía acercarme a el y apretarle el brazo; llevábamos demasiadas bolsas los dos. Le sonreí otra vez y le hice un gesto de asentimiento.

  • ¡Sí, hombre! – dije despreocupadamente -; el libro de gustos está lleno

  • ¡Querrás decir vacío! – me miró andando -, así lo he oído siempre.

  • ¡No! – me acerqué más a él -; está lleno de gustos de todas clases. Que te gusten mayores o menores es una cosa que no tiene importancia. A mí me gustan… de mi edad para abajo. Tengo ya los cuarenta.

  • ¡Gracias, Gery! – seguía a mi lado -, no por los calcetines solamente, sino por aceptar también mi comentario.

  • Es que… - lo pensé mejor -, si te soy sincero, tú también me gustas. Pero que quede claro que no te he regalado los calcetines para ligarte. No tenía ni la más mínima intención, pero mirándote ahora más despacio, me gustas.

  • ¡Jo! – movió la cabeza pensativo - ¡No todos los días me pasa esto!

  • No es corriente – me paré -, es cierto; pero sucede. Aquí vivo yo, Luís. Coge tu bolsa y dame esas. De aquí al ascensor hay cuatro pasos.

  • Y… - dijo cabizbajo - ¿No quieres que te ayude a subirlas?

  • ¿Tú quieres?

  • ¡Sí, quiero!

2 – El acercamiento

  • ¡Vamos, Luís! – dejamos todo junto al sofá - ¡Ponte esos calcetines que yo te los vea y para que sepas si te están bien. Son elásticos, ¿no? ¡Siéntate en el sofá, vamos!

  • ¡Sí, gracias! – se sentó y abrió su bolsa - ¡Estoy deseando de ponérmelos! Me los llevaré a casa puestos y meteré estos en la bolsa.

Cuando se estaba aflojando los cordones de sus botas cortas y quitándoselas, lo estuve observando. Debería tener un pie perfecto debajo de unos calcetines grises. No pude evitar quedarme extasiado mirándoselos. Luego, tiró de los calcetines y puso sus pies desnudos en la alfombra. Me miró ilusionado y abrió la bolsa de los nuevos. Seguí mirando aquellos pies claritos y sus dedos juguetones. Noté que me estaba atrayendo más de lo que había pensado, pero después de mi reacción, no me atrevía a insinuarle nada.

  • ¿Te ayudo a ponértelos? – le dije -; estos son de los que no tienen talón. Son como un tubo. La verdad es que tienen un colorido y un dibujo muy bonitos.

  • ¿Quieres ponérmelos? – me miró asustado -; a mí me gustaría.

  • Tienes unos pies muy bellos – me arrodillé ante él -; me gustan los pies cuando son tan… perfectos.

Cogí su pie izquierdo y lo levanté despacio. Nos miramos fijamente y tuve que apartar la vista, pero le acaricié el pie un poco. Estaba calentito y algo sudoroso, pero limpio y sin olor. Abrí la boca del calcetín y se lo fui poniendo. No me había dado cuenta de que me había arrodillado tan cerca de él y me había sentado sobre mis talones. Mi cabeza estaba agachada. Sus manos comenzaron a acariciarme los cabellos. Terminé de ponerle el primero y levanté la vista despacio. Me miraba embobado.

  • ¡Me gusta! – dijo lentamente - ¡Me encanta que me pongas los calcetines!

  • Pues a mí me gusta acariciarte los pies – balbuceé -; no sé si a ti te gusta.

  • ¡Sí, me encanta! – se rió -; me haces un poco de cosquillas, pero me gusta mucho. ¿Me vas a poner el otro?

  • ¿Quieres?

  • ¡Sí, quiero!

  • ¡Ah, perdón! – miré al suelo - ¡Voy a ponértelo! Te preguntaba que si querías

  • ¡Sí, también quiero! ¿Me besas?

  • ¡Claro! – me puse en pié y me senté a su lado -. Te besaré cuanto quieras y luego te pongo el otro.

Nos miramos fijamente y nuestros rostros se fueron acercando. Su cara era redondeada, sus ojos expresivos y de color verdoso, su nariz algo ancha y sus labios rojizos y carnosos. Sentí un escalofrío cuando mis labios tocaron los suyos. No me moví de ninguna forma, pero él sí; levantó el brazo y lo puso alrededor de mi cuello.

  • ¡Espera, Luís! – me asusté -; voy a ponerte el otro y luego seguimos ¿Te importa?

  • ¡No! – dijo -; tengo un pie calentito y el otro no tanto.

  • ¿Tienes frío?

  • ¡No, no! – se echó a reír -; es sólo que noto un pie más abrigado que el otro. Aquí no hace frío.

  • Ni siquiera nos hemos quitado los abrigos – le dije tirando del mío -, debes estar incómodo.

  • ¿No te importa que me lo quite?

  • ¡Pero, chico! – le pellizqué la nariz - ¿Cómo me va a molestar que te quites el abrigo? ¡Dentro de unos minutos estarás sudando!

  • Sí – no me miró -, aquí hace una temperatura muy buena y sobra toda esta ropa.

  • Si quieres quitarte algo más… - le dije -. Traeré algo de beber; tengo sed. ¿Qué tomarías?

  • ¡Un refresco, da igual! – dijo con el otro calcetín en sus manos -.

  • ¡Bueno, bueno! – volví a arrodillarme -; voy a ponerte el calcetín y ahora iré a por las bebidas. ¡No voy a dejarte así!

Observaba con atención todos mis movimientos. Me puse otra vez de rodillas, tomé su otro pie y, después de acariciarlo un poco, le puse el otro calcetín, pero esta vez, sin que ninguno de los dos dijésemos nada, me levanté hasta su altura y lo besé acariciándole los cabellos. Tenía el pelo suave y corto y sentí el calor de su cabeza en mis manos.

  • ¡Voy a por la bebida! – me levanté con rapidez - ¡No tardo!

Fui a la cocina, abrí el frigorífico y cogí dos latas no muy frías. Cuando volví al salón, todavía estaba mirándome embobado a donde quiera que fuese.

  • ¿Te vas a poner las botas? – le pregunté señalándoselas -.

  • ¡No! – dijo sin expresión -; me gustaría quedarme en calcetines un poco. Así los veo y los disfruto. Míralos tú también si quieres.

  • ¿No te importa?

  • ¡No, al revés! – dijo -, me gusta que me los toques.

  • Pues… - me encogí de hombros -, ¡si quieres poner tus piernas encima de las mías…!

No dijo nada. Me sonrió y levantó sus piernas tirando un poco de sus pantalones hacia arriba y mirando los calcetines. Yo le ayudé a poner las piernas bien y puse mi mano sobre sus pies cálidos. Los dos bebimos un trago casi sin dejar de mirarnos.

  • ¿Te gusta? – me preguntó - ¿No te molesto?

  • ¡No, no, Luís! – me reí - ¡Me encanta el peso de tus piernas sobre las mías! ¿Quieres que te acaricie?

  • ¡Sí, sí quiero! – echó su cabeza en mi hombro -. Me gusta que me toques los pies. Nunca nadie me los ha tocado.

  • Pues… - eché mi cabeza sobre la suya -, a mí me gusta tocártelos. Con calcetines o sin ellos.

  • ¿Pero sabes una cosa? – volvió a reírse mirándome - ¡Me pones a mil!

  • Dijiste que yo te gustaba – le acaricié la barbilla - ¡Toca lo que quieras! Yo ya estoy a mil. Fui un idiota al no fijarme antes en ti. No te dije lo de comprar los calcetines con alguna intención, pero reconozco que debería estar en Babia ¡Me gustas! ¡Mucho!

Tiró de mi cara y me besó con pasión. Mi mano fue recorriendo todo el camino desde sus pies hasta su entrepierna. La tenía muy dura. La apreté. Él entremetió su mano entre su cuerpo y el mío y buscó rápidamente el tirador de la cremallera de mi portañuela. Tiró de él hacia abajo y tomé aire cerrando los ojos.

  • ¿Puedo?

  • ¡Sí, claro! – lo besé - ¡No voy a negarte ni eso ni nada! ¿Puedo yo?

  • ¡Claro! – se incorporó un poco -, pero… ¿nos vamos a quedar aquí sentados?

  • ¡No sé! – no quería insinuarme - …si quieres que nos pongamos más cómodos

  • ¿Nos vamos a la cama? – me pareció que esperaba que lo reprimiese -.

  • ¡Me encantaría! ¿Vamos?

  • ¡Vamos!

3 – Muy cerca

Fuimos hasta el dormitorio tomados de la mano y él llevaba su cabeza echada en mi hombro y me miraba a los ojos de vez en cuando. Al encender la luz del dormitorio, noté que se cortaba y levanté su cabeza despacio para mirarlo.

  • ¿Pasa algo? – le susurré - ¡No vamos a hacer nada más que lo que tú quieras!

  • ¿Y tú? – me contestó extrañado - ¿No quieres hacerme nada especial?

  • ¡Con mirarte ya tengo más que suficiente! – le acaricié la mejilla - ¡Haría cualquier cosa; lo que más te gustara!

  • ¡Me gustaría hacerlo todo! – se rió -, pero de una sola vez y como estreno… ¡Ya saldrá lo que sea!

Puso sus manos sobre mi pecho y tiré de las mangas de su chaleco de lana. Él mismo se lo quitó, pero tiró del mío para que me lo quitase y, mientras tanto, le vi desabotonarse la camisa. Por debajo asomaba una camiseta blanca. Seguimos desnudándonos.

  • ¿Eres friolero, eh? – bromeé - ¡Tan friolero como yo! Pero aquí se está muy bien. Esto tiene calefacción central y está siempre calentito.

Me miró el pecho sin pestañear y me acerqué a besarlo. Volvimos a cogernos las pollas duras y nos fuimos quitando la ropa y magreándonos hasta quedar ambos en slips. Se agachó cerca de mí y me mordió los calzoncillos abultados. Lo levanté tirando de él por las axilas y lo empujé a la cama bromeando. Me eche a su lado; casi encima. Comenzamos a besarnos y a rozar nuestros cuerpos, pero enseguida comenzó a tirar de mis calzoncillos para que me los quitase. Tiré de ellos y se quitó los suyos. No tenía una polla muy grande, pero era muy bonita. Me incorporé y se la besé.

Apretó la mía y se encogió para llevársela a la boca. Me moví despacio y los dos nos fuimos lamiendo uno al otro. ¡Hacía tanto tiempo que estaba solo! Todo aquello, de repente, me estaba pareciendo un sueño; pero no lo era. Sentía mi polla entrar y salir en su boca y el roce de sus labios apretando. Comencé a mamársela y él hizo lo mismo. Imaginé que aquello iba a ser nuestra primera experiencia; un 69…. ¡Y así fue!

Nos corrimos apretándonos las nalgas y empujando las pollas hacia adentro de nuestras bocas. Se corrió y me tragué su leche. ¡Era tan sabrosa! Me levanté jadeando, le sonreí y me eché a su lado para besarlo dándole un pañuelo para que escupiera.

Nos besamos durante bastante tiempo y me dijo que tenía que marcharse pronto.

  • ¿No puedes quedarte?

  • ¡Hoy no! – me dijo -; si hubiera avisado en casa

  • ¿Fumas?

  • ¡Si me das un cigarrillo… sí! – dijo - ¡Ni siquiera traigo tabaco!

  • ¡Espera! – me levanté - ¡Voy al salón a por una cajetilla y te la llevas a casa!

  • ¡Vale! ¡Te espero!

Nos fumamos el cigarrillo casi sentados en la cama y echados el uno en el otro. Me contó muchas cosas suyas. Me gustaba que fuese tan abierto. La verdad es que yo siempre era muy reservado y no contaba mi vida a alguien que acabase de conocer.

Pasamos un buen rato juntos. Nos besamos otro poco y pasó por encima de mí rozándose para echarse abajo de la cama y vestirse.

  • Me quedaré desnudo, si no te importa – le dije -; casi siempre ando por casa así.

  • ¡Qué bien! – exclamó -; mi padre no quiere verme por casa ni en calzonas y, como no me gustan los pijamas, siempre estoy vestido. ¡Casi me falta acostarme vestido!

  • ¡Eso es incómodo! – le dije -; vuelve cuando quieras. Ya sabes dónde estoy. Dime tu teléfono y yo te digo el mío. ¿Nos veremos otra vez?

  • ¡Eso espero! – me dijo como asustado - ¡No imaginaba conocer a alguien como tú ni que fuese en la calle; sin tener que ir a un bar de ambiente gay a ligar!

Me dijo su número de teléfono y fui marcando. Cuando sonó el suyo, guardó mi número en su agenda y yo guardé el que había marcado. Le puse «Luís» y lo metí en la agenda. Nos besamos tras la puerta y bajó corriendo por las escaleras; no esperó al ascensor.

4 – Muy lejos

Ni siquiera tenía ganas de cenar. Me tomé un bocado, bebí algo del refresco y me volví al dormitorio; a soñar con él.

Cuando entré allí, me paré pensando asustado. Sobre la mesilla de noche había dejado mil euros en un fajo de billetes de 50. Eran 20 billetes, pero me pareció que estaban movidos. No estaba acostumbrado a meter a nadie en casa y dejaba las cosas en cualquier sitio. Ese dinero estaba allí porque tenía que darlo como señal, al día siguiente, para comprar dos televisores para Román; un compañero de mi empresa.

Recordé que Román y yo estábamos bromeando y fue contando los billetes mientras me los daba, pero los iba numerando con un lápiz en una esquina con números muy pequeños.

  • ¡Para que después no me digas que no te he dado los veinte! – bromeó -.

  • ¿Sabes que no se puede escribir en los billetes? – le dije

  • ¡Si no me los admiten, será culpa tuya!

  • ¡Es lápiz! – exclamó - ¡Puedes borrarlos, hombre!

Me acerqué despacio al fajo. No me importaría si faltaba alguno, me importaría que Luís me hubiese robado. Eran dos cosas muy distintas. Tomé los billetes en mis manos y les di la vuelta mirando la numeración bromista de Román. ¡Faltaban tres billetes!

Llamé a Román para preguntarle y me aseguró que, aunque estaba bromeando, había numerado los veinte; sin errores. Me preguntó si pasaba algo y le dije que estaba borrando los números escritos a lápiz y algunos números estaban cambiados; pero no le dije que faltaban tres.

Casi no pude dormir en toda la noche. Los 150 euros los pondría yo, pero no podía permitir que un joven entrase en mi casa y cogiese lo que no era suyo.

No fui a trabajar por la mañana; no almorcé. Estuve escribiendo todo lo que había sentido y lo que sentía. Me había enamorado de un chico por una tontería y resultó ser un ladronzuelo.

Sonó el teléfono más de diez veces seguidas por la tarde. En la pequeña pantalla me salía su nombre y no le contestaba. Me estaba poniendo muy nervioso, así que decidí contestar a la siguiente llamada. Cuando sonó el teléfono y leí su nombre, lo abrí y hablé con voz muy seria.

  • ¿Qué quieres?

  • ¡Soy Luís! – me dijo - ¿No ves mi número o mi nombre?

  • ¡Claro que lo veo! – dije seco - ¡No soy ciego!

  • Te llamaba por si querías que fuera esta tarde – dijo -; hoy podría quedarme a dormir.

  • ¿Ah, sí? – pregunté teatralmente - ¿Y me devolverías los tres billetes que me robaste?

  • ¿Qué? – preguntó como extrañado - ¿Qué tres billetes?

  • Los números 1, 12 y 13 del fajo que había en la mesilla – dije casi enfadado - ¡Dales la vuelta y verás que están numerados!

Le colgué, pero volvió a llamar una y otra vez hasta que apagué el teléfono y me eché a llorar en un ataque de nervios. Había perdido a quien podría haber sido mi compañero. Quizá para toda la vida.

Me fui al dormitorio y me eché a dormir. Iría a dar la señal para los televisores al día siguiente. Tenía dinero en casa para ponerlo, pero no tenía los ánimos para salir.

Me quedé casi dormido boca abajo y cruzado en la cama. Me despertó el timbre de la puerta. Sonaba sin cesar. Seguro que Luís venía a casa a ponerme cualquier excusa. ¡Iba a quemar el timbre y a volverme loco! Me levanté, me puse la bata y abrí la puerta muy serio. Allí estaba él con las lágrimas saltadas. No le dije nada; habló él antes.

  • ¡Por favor, Gery! – sollozó - ¡Toma el dinero! ¡Déjame pasar, por favor! ¡No quiero el dinero; te quiero a ti!

Vi que los vecinos de enfrente salían con sus pequeños y tiré de Luís hacia adentro y cerré la puerta. Se abrazó a mí, pero no me moví; seguí oyéndole.

  • ¡Me he equivocado, lo sé! – dijo -, pero no quiero perderte por 150 cochinos euros. ¡Compréndelo! ¡No tengo nada! ¡Mi padre es un ogro tacaño! ¡La tentación estaba ahí! ¡Toma! – extendió la mano - ¡Son el número 1, el 12 y 13; como tú dijiste!

Miré sus ojos y me quedé asombrado. Lloraba con una expresión de lástima increíble. Si hubiera buscado sólo dinero, no habría llamado tan insistentemente ni habría venido a casa a buscarme. Me di cuenta de que el error era mío. Él me contó mucho sobre su vida. Yo sabía que iba sin un euro a la calle y a la facultad. No tenía ni siquiera para comprarse unos caramelos, y yo, me limité a darle una cajetilla de cigarrillos. ¡Qué asco!

Lo abracé y nos besamos allí mismo. No le dije nada, pero le hice un gesto para que se quedase con el dinero y comenzó a rogarme y a darme explicaciones otra vez.

  • ¡Calla, Luís! – le dije y se quedó mudo - ¡La culpa es de los dos! ¡No deberías haber cogido algo que no era tuyo; ni mío tampoco! Pero yo tengo demasiado y tú no tienes nada. Debería haberte dado, al menos, para pagar ese teléfono que has gastado en llamarme; para tomarte un refresco e, incluso, invitar a tus amigos; para comprar tabaco. No sé convivir con alguien como tú. Me contaste tu vida; ¡confiabas en mí! Yo no te dije nada; no sabes quién soy… pero vuelves a por mí ¿Crees que no voy a acogerte?

Siguió llorando y mirándome. Le sequé las lágrimas con mi mano, lo abracé y lo besé.

  • ¡Te quiero, Gery! – exclamó - ¡No quiero tu dinero! ¡Créeme!

  • Te hace falta dinero y no lo tienes – le sonreí - ¡Yo sí y no te lo doy! No te digo que te quiero porque me cuesta mucho decirlo tan pronto, pero no quiero que salgas a la calle con telarañas en el monedero. Dejaré dinero en el cajón de la mesilla; ese no es mío. Cuando te haga falta, coge lo que te haga falta. Soy empresario; ya me irás conociendo. Tengo que aprender a convivir con alguien tan sincero como tú. ¿Quieres descansar un poco?

  • ¡Sí, quiero!