El pervertido ne llama de nuevo

Secuela del relato del pervertido. ¿Hasta dónde llegarías para imprimir a tu vida algo de color?

—El pervertido me llama de nuevo—

—Métetelo.

Me mordí el labio inferior mientras negaba con la cabeza. Aquello no podía estar pasando. Tenía que ser una broma cruel. Pero era tan real, y la explicación escuchada segundos antes tan demoledora, que no tuve más remedio.

Abrí la caja, saqué el cacharro y lo coloqué encima. Luego me bajé las bragas, me arremangué la falda. Tomé asiento de nuevo sobre el inodoro y abrí las piernas.

El gemido que se me escapó cuando el artilugio entró en contacto con mi sexo provocó dos efectos: el pervertido soltó una risa honda, gutural y mi madre, en el salón, alzó la voz:

—Nena, ¿estás bien?

Media hora antes, el control sobre mi vida no era perfecto, pero me conformaba. Me había emancipado hacía poco, había comprado un pisito de segunda mano en la periferia, tenía un trabajo inestable aunque era trabajo y mi vida amorosa se reducía a ocasionales polvos tras probar el amargor de la ruptura de un noviazgo dilatado en los años.

Sin embargo, no me podía quejar en cuanto a vivir situaciones extrañas. Varias semanas antes, una mañana cualquiera había recibido la llamada de un desconocido. Le traté como a un pervertido y eso era sin duda. Sin embargo, su voz grave y acompasada fulminó mis recelos y compartimos una experiencia inolvidable. Poseía un timbre vocal tan grave como seductor. Dijo sobrepasar la cincuentena pero la amplia diferencia de edad entre nosotros no fue obstáculo para experimentar el mejor orgasmo de mi vida gracias a su voz y mi imaginación. Luego me enteraría de que acechaba tras mi puerta. Seguía siendo un desconocido para mí, pero no así yo para él.

Algo de temor por ser acosada tiñó mi vida de miedo pero también de curiosidad. Sospeché en un primer momento de los vecinos del edificio, pero ningún hombre se ajustaba a los criterios de edad que el pervertido declaró, eran gente anciana, jóvenes púberes o mocosos malcriados. Además, me esforzaba por hacerles hablar, pues su voz habría de delatarle: tan honda y grave era que cualquier otra me sonaba estridente en comparación.

En los días que siguieron, no volví a recibir otra llamada suya, tampoco signo alguno de su presencia. Me acomodé y el regreso a mi vida anodina pero predecible me tranquilizó. Aun así, el recuerdo de su voz cavernosa, del placer disfrutado, seguían presentes y cualquier orgasmo que tenía no podía evitar contrastarlo con el que me arrancó el pervertido al teléfono.

Me masturbaba con frecuencia creciente, en posiciones cada cual más estrambótica, penetrada con los objetos más inverosímiles, estimulando zonas corporales antes ignoradas. Incluso adquirí un dildo con la esperanza de obtener un placer similar al de aquella llamada. Fue inútil: me confirmé que nada era comparable a su voz honda y su risa evocadora entretejiendo mi imaginación.

Maldije el mutismo del pervertido: el muy cabrón me había mostrado un pedazo de Paraíso y luego me lo había arrebatado.

Mamá había acudido aquella tarde para enseñarme a coger el bajo a varios pantalones.

—A tu edad sabía bordar y coser cualquier cosa. Hasta nos arreglábamos nuestros propios vestidos.

—Mamá, hace treinta años era lo único que podíais hacer.

Mi madre sonreía, se subía las gafas de pasta por el puente de la nariz y volvía a concentrarse en las puntadas. Insistió en traerse la máquina de coser pero no quise: pesaba demasiado para ella.

Mamá se inclinaba desde su sofá hacia el mío para estudiar cada poco mi trabajo:

—Fíjate bien, Cristina, puntadas cortas, parejas, rectas. Me estás haciendo una escabechina que luego tendré que descoser yo. Una mujer que no sabe coser… ¡a dónde vamos a llegar!

Llamaron al teléfono. Hacía pocos días que había comprado un inalámbrico y tardé unos segundos en acertar con la tecla de descolgar.

Más me hubiese valido no haber contestado.

—Hola, ¿eres tú?

El corazón se me detuvo. Misma voz, mismo saludo. Un escalofrío me cruzó la espalda. Mi madre notó que algo raro me sucedía.

—Nena, ¿qué pasa? ¿Quién es?

—Dile a tu madre que soy un compañero del trabajo.

Un horror indecible me sacudió los cimientos de mi serenidad. Su voz grave y honda me traspasó el pecho. El pervertido atacaba de nuevo y, sin que supiera cómo, estaba al corriente de la presencia de mi madre.

Colgué sin pensarlo.

—Cristina, ¿quién era?

Pegué un brinco en el sofá cuando mi madre posó una mano sobre mi pierna.

Antes de que me preguntase de nuevo, antes de que la preocupación que traslucía su rostro aumentase, me levanté yo.

—Era una amiga, mamá. Que no salimos hoy, fíjate —reí dando una palmada.

—Mejor, hija. Seguro que sólo salís a emborracharos y buscar problemas. Y, luego, ¡ay de mí! Si es que ahora vais…

—Mamá —interrumpí—, tengo un apretón, disculpa.

Me escabullí lo más serena que pude. Sabía que, de todos modos, a mi madre no podía engañarla. Me conformaba con que se tragase que había sido una amiga la que había llamado. Lo del apretón… bueno, tenía suerte si iba dos o tres veces a la semana; qué casualidad que tocase justo ahora. Dudaba que me creyese, pero fue lo único que se me ocurrió entonces. Tenía que alejarme de ella.

Porque sabía que el pervertido de voz profunda volvería a llamar.

Me encerré en el cuarto de baño. Me senté en el inodoro. El tiempo corría mientras buceaba entre los interminables menús en la pantalla digital del teléfono. No podía permitir que el teléfono sonase de nuevo, quería quitarle el sonido de llamada. Accedí a funciones que ni sospechaba que existiesen en el teléfono, me perdí en otras cuyos nombres ni siquiera estaban en español. Mis dedos temblaban. Cada vez acercaba más la pantalla a los ojos. Sentí un sudor frío recorriendo mi espalda.

Y me gustaba. Oh, sí, añoraba esa sensación de precipitación, de adrenalina enturbiando mi sangre. Mi corazón volvía a revolucionarse, mis tripas a revolverse.

¿Cómo decirle a mi madre que un pervertido con el que me corrí días antes llamaba de nuevo?

¿Acoso? ¿Invasión de intimidad? ¿Qué más daba todo eso si, por loco que sonase, me moría de ganas por oír de nuevo su voz?

Pero no ahora, joder. No ahora, con mi madre en el salón. Elaborando millones de preguntas con las que fusilarme en cuanto volviese. No, no.

¡Maldita tecnología! Las manos me sudaban, me notaba una flojera de piernas que iba aumentando a medida que transcurría el tiempo. ¿Acaso no podía quitarse el puñetero sonido?

Por fin acerté con la opción del menú. Un segundo después, recibí otra llamada.

—Llámame más tarde —susurré.

—Tengo una idea mejor, Cristina. ¿Qué tal si llamo a tu madre?

No sé qué me hizo pedazos mi mundo: que el pervertido dijese conocer el número de mis padres o que conociese mi nombre.

Guardé silencio. Una indescriptible sensación de desamparo me caló hondo.

—¿Cómo…?

Su risa honda y cavernosa me cubrió por completo.

—Sé dónde vives, ¿recuerdas? Tu buzón y la búsqueda de tus apellidos por la guía telefónica no me llevaron más tiempo del que tú necesitaste para reponerte del orgasmo.

—¡Calla!

Sentía mis mejillas tan encendidas que hasta me dolían. Un ardor intenso comenzó a abrasarme el pecho.

Su risa se oyó de nuevo, más grave, más siniestra, más burlona.

Aquello había ido demasiado lejos. No tenía intención de perder mi intimidad ni de involucrar a mis padres por una jodida paja. Así se lo dije, apretando tanto los dientes que me dolieron las muelas.

—Escúchame, hijo de la gran puta. Olvídame para siempre, para ti estoy muerta, ¿entiendes?

El pervertido chasqueó varias veces la lengua. Incluso sus chasquidos sonaban tan graves, tan melodiosos. Se me encogió el estómago.

—Lamento mucho tu enfado, Cristina.

—¡Olvida mi nombre!

Una pausa larga siguió a mi súplica murmurada. Si lo hubiese tenido delante lo hubiera matado sin dudarlo. A medida que el silencio se dilataba, más le temía. Y no me faltaba razón.

—Muy bien. Obedeceré. Seré bueno. No te molestaré nunca más. Con una condición.

Suspiré mientras me llevaba la mano a la frente. Me asusté al sentirme tan caliente: me miré la palma de la mano estupefacta. ¿Qué tenía su voz para afectarme tanto? Era afrodisíaca.

—Quiero que te lo metas. Quiero oírte gozar.

—¿De qué coño hablas, chalado?

—De tu consolador, claro. Estoy totalmente seguro de que a una chica joven y curiosa como tú no le falta ese accesorio.

Me mordí el labio inferior hasta hacerme daño.

—Estás enfermo, loco hijo de puta. ¿Qué quieres, que me lo meta mientras mi madre está ahí fuera?

No me respondió.

Tres, cuatro segundos, cinco, seis. Su silencio era ominoso.

—Estás tardando —dijo de repente, con voz lenta.

Esta vez me mordí la carnosidad interior de los labios. ¿Pero qué coño había hecho yo para que me torturasen de esta manera, joder?

Intimidada, no tuve más remedio que obedecer.

—Espera.

Abrí la puerta del cuarto de baño manejando el pomo con delicadeza exquisita. Tenía el artilugio dentro de la mesita del dormitorio. Por suerte no tenía que pasar por el salón. En el silencio de la casa, mientras caminaba de puntillas, escuchaba a mi madre respirar y a su dedal metálico tintineando con la aguja. Llegar fue fácil, el cajón del mueble fue algo más complicado: requirió de movimientos quirúrgicos para abrirlo y sacar la caja sin emitir un solo sonido.

Cuando volví, aparte de cerrar la puerta del cuarto de baño, giré el pasador de seguridad del pomo. Si mi madre sospechase algo, me moriría de vergüenza. Pero, por otra parte, ¿por qué había llegado tan lejos con esta mierda? ¿Acaso era una sosa beata? Algún interruptor en mi cabeza se activó.

—Estoy aquí —dije volviendo a sentarme en el inodoro.

—Te noto la voz más animada.

Levanté la vista al techo y me mordí el labio inferior, resignada.

—¿Tengo que reírme? Reza para que no te encuentre, cabrón. Te mato, juro que te mato.

—Claro que sí, Cristina. Vas a tener motivos de sobra. Pero, ahora, ya sabes lo que toca.

Ya, y un huevo.

—¿Y si no quiero? ¿Quién dice que una mujer no pueda tener un puto consolador? Es el siglo veintiuno, coño. Y en cuanto a llamar a mis padres, ¿qué? ¿Y si mi madre también quiere disfrutar con tu voz? No he hecho nada malo, masturbarse no es pecado, esto no es la Inquisición, joder. ¿Por qué coño tengo que hacerte caso?

Silencio por su parte. Una sonrisa por la mía.

Inspiré profundamente; estaba sofocada pero aquella respiración honda me hizo mucho bien. De nuevo, el control de mi vida me pertenecía. Jaque mate, fin de la partida. A joderse tocan, madurito de los cojones.

—Escúchame bien, Cristina. Tienes veintiséis años, un trabajo de técnico de sonido en una emisora de radio de segundas, precario y sin esperanza alguna de progreso. Tu novio, aquel con el que soñaste casarte, fue un inmaduro rastrero. Buscas polvos ocasionales para cubrir necesidades sexuales ocasionales. ¿Por qué? Porque tienes una vida insulsa, Cristina, una vida que tú misma odias y desprecias. Mi irrupción en tu existencia te ha ofrecido una razón, una jodida y puñetera razón para seguir viviéndola. Soy la sal y la pimienta en tu insípida existencia. ¿Quién crees que disfrutará más con este juego, yo o tú? ¿Qué recordarás el día de mañana: tu lamentable discurrir de los días o las veces que te hice tocar el cielo?

Tragué saliva. Cerré los ojos y me mordí el labio superior. Notaba como varias lágrimas luchaban por precipitarse mejillas abajo. Me las enjugué con rapidez.

—Vale. ¿Qué quieres que haga?

—Métetelo.

Dejé el teléfono entre mis pies. Abrí la caja. La verga de silicona rosa pareció removerse en el plástico que la acogía. Una de las pilas cayó al suelo y rodó por él. La recogí, destapé el extremo de la polla, introduje las baterías y giré el extremo hasta el tope. Retomé al pervertido que ya no me parecía tan pervertido ni yo tan inocente.

—¿Cómo lo hacemos?

En cuanto pronuncié la pregunta, me mordí la lengua. Al usar el plural, admitía mi participación, manifestaba mi complicidad. Ignoraba que iba a ocurrir. Solo sabía que iba a ser algo grande, jodidamente grande.

Su risa volvió a oírse. Dotada de multitud de matices sonoros, sus notas graves reverberaban en mi cabeza.

—¿Tengo que explicártelo? De verdad, Cristina, hay veces que me desconciertas.

—No, idiota. Que qué quieres que haga con todo esto.

—Lo siento, supuse que era obvio: volver con tu madre.

Se me paralizaron todos los músculos del cuerpo. Quise coger aire pero sentía como si alguien presionase mi pecho y bloquease mi garganta.

—No… no jodas. ¡Es mi madre!

Un crepitar de estática se oyó lejano. Después, un ligero zumbido. A continuación, el pervertido volvió a hablar. Su voz sonaba lejana, como si se hubiese apartado del micrófono.

—Acabo de conectar el altavoz de mi teléfono. Sugiero que hagas lo mismo con el tuyo. Mantén la línea abierta. Estaré escuchando en todo momento.

Me remojé los labios; me mordí el inferior con saña. Tragué saliva.

Conecté también el altavoz de mi teléfono.

Me bajé las bragas, me arremangué la falda. Me senté de nuevo sobre el inodoro y abrí las piernas.

Unté el dildo con la muestra de lubricante al agua que había en la caja. Me arrimé al borde del inodoro y abrí mis genitales externos.

Esperaba encontrarme seca y fría pero el calor que emanaba de mi vulva acompañó a la abundante humedad que bañaba mi entrada. Me sorprendió encontrar mi cuerpo tan dispuesto a aquella locura.

El pene entró con tanta facilidad, se escurrió en mi interior con tal rapidez, que únicamente lo sentía avanzar a causa de la diferencia de temperatura.

Un profundo gemido escapó de mi garganta. No lo entendía, ¿por qué narices se me revolvían los sesos de placer al enchufarme el manubrio con él a mi lado y estando sola solo sentía un trozo de plástico en mi interior?

No pude evitar soltar un quejido glorioso cuando el dildo encajó entero.

—Nena, ¿estás bien?

—Sí, mamá, ya salgo —clamé con voz aflautada.

En cuanto la silicona adquirió mi calor, la vagina comenzó a habituarse al cuerpo extraño. Me levanté, me subí las bragas y me coloqué la falda. Di algunos pasos por el cuarto de baño.

La sensación lindaba entre la incomodidad y el placer. Hasta que vinieron las contracciones. Me doblaba y me llevaba las manos a la entrepierna, incapaz de aguantar los espasmos de mi vientre. Arrancaban pedacitos de placer a mi cabeza, cada vez más enferma.

“Doblemos la apuesta”, pensé de repente, apoyada en la pared.

Manipulé el extremo del dildo bajo las bragas. Un zumbido casi inaudible me envolvió. Las vibraciones repartiéndose por mi interior me hicieron contraer los músculos del vientre. Intenté ponerme derecha, aparentar normalidad. Pero la saliva corría ingente por mi boca, mis dedos temblaban como hojas al viento y mis piernas amenazaban con dejar mi cuerpo tirado en el suelo en cualquier momento.

Tiré de la cadena de la cisterna, y abrí la puerta del cuarto de baño. Insistí obcecada varias veces con el pomo hasta darme cuenta que había girado minutos antes el pasador de seguridad.

La clave, sonreí confiada mientras andaba hacia el salón, era dar pasitos cortos y caminar cerca de cualquier asidero provisional por si acaso. Las piernas tan juntas que pareciesen una sola. Intenté improvisar una excusa para mi estrambótico caminar, también para mis anteriores gemidos. Además, me era urgente domar el corazón que parecía desesperado por provocarme un infarto. Brazos bien abiertos, manos dispuestas a agarrarse a lo que fuese.

Mi madre tardó en levantar la vista del pantalón. Me miró por encima de sus gafas de pasta acercarme hasta el sofá.

—Cristina, ¿te ocurre algo?

Apretaba tanto los dientes que pensé que se me saltaría hasta el primer empaste.

—Ay, mamá, cómo duele. Creo que me he roto el culo.

Mi madre sonrió, se levantó y me ayudó a sentarme en el sofá.

—¿Te tomas los comprimidos de fibra después de comer?

Afirmé con la cabeza. Un suspiró escapó de mis labios al sentarme. El consolador presionaba con fuerza sobre mis paredes y el ronroneo del vibrador me hacía añicos cualquier esperanza de controlar una sonrisa que pugnaba por alzarse en mis labios.

—¿Cuánto tiempo?

Miré a mi madre extrañada. No comprendía su pregunta. Bastante tenía con interpretar una inflamación anal, ocultar los efectos de una verga taladrando mi coño y borrar la estúpida sonrisa de mi cara. Dejé el teléfono en la mesa a nuestro lado.

—¿Desde cuándo no vas al servicio?

—Unos días. Pero deja eso, mamá, sigamos cosiendo, anda.

Me removí en el cojín, el dildo me estaba torturando incansable, inagotable. Tomé la aguja entre los dedos. Me asusté al verla vibrar; pensé que si el consolador se movía así en mi interior, tarde o temprano iba a estallar y gritar desaforada.

—Toma, Cris, enhébrame este hilo que ya casi no veo.

Mamá me extendió el hilo. Traté de agarrarlo varias veces, pero era una empresa imposible. Manoteé en el aire, insistí sin éxito: parecía estar espantando moscas. Me notaba las axilas chorreando, el sudor me bañaba la espalda por completo, incluso notaba las gotas de sudor correr por mis sienes.

Mi madre se asustó al ver mis patéticos intentos. Me tomó una muñeca con determinación.

—¡Dios de mi vida, hija mía! ¿Tú sabes la fiebre que tienes, chiquilla?

Me hizo levantar y me dio la vuelta. Ahogó un gemido al ver mi espalda húmeda.

Tomó el teléfono y marcó con rapidez.

—Ahora mismo llamo a Urgencias, que nos traigan una ambulancia.

No podía pensar, el placer era inabarcable. Era tan inmenso que desbordaba. Solté un chillido tan intenso que mi madre me miró atónita. Tras unos segundos, apartó asustada el teléfono de su oreja.

—Hija, ¿pero qué es esto? Hay alguien riéndose al teléfono.

Me solté de su mano y caí al sofá. Gemí tan hondo y fuerte que mamá cayó de espaldas sobre el sofá. Se cubrió la boca abierta de par en par cuando me subí la falda y alcé una pierna en el aire.

—¡Mamá, que me corro, joder, que me estoy corriendo!

Me saqué el consolador y lo tiré al suelo. Botó sobre el parqué. El bicho se revolvió como una anguila, vibrando, reptando, manchando el suelo con su húmedo recubrimiento.

Azucé mi sexo. Mis dedos emborronaron mi botón. Chillaba y clamaba al cielo. Aquel orgasmo era inigualable. Todo mi cuerpo participó, espatarrado en el sofá, revolcándome en mi propio placer. Solo existía yo y mi orgasmo, nada alrededor mío, todo eran luces multicolores bajo mis párpados. Grité y aullé hasta dolerme la garganta. Jamás sospeché que tanto goce podía desparramarse por mi cuerpo; bombas de éxtasis estallaban al unísono en mi cabeza.

Fue solo tras un largo momento que pude regresar a la realidad.

Mi madre me miraba del revés, tan pasmada, tan quieta. O quizá era yo la que estaba cabeza abajo.

—Mamá, ¿te quedas a cenar?

No respondió. En su lugar, dirigió su mirada hacia el consolador; había alcanzado la esquina de una pared y su zumbido revolucionado repiqueteaba en el parqué.

—Te lo puedo prestar. Te enseñaré a usarlo.

—Ginés Linares—

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