El pazo de las violetas
Una maldición, una amenaza, incumplida. Una historia de muerte y sexo. Fruto de mi imaginación. Espero que os guste
Desde hacia al menos cincuenta años, la caserona de las afueras, la del Pazo de las Violetas, no era más que un montón de piedras derruidas; fruto del desuso y el descuido en el que había caído la propiedad desde la muerte de Herminia, la joven heredera de aquella casa, que apareció ahogada en el estanque del jardín.
El suceso había tenido en su época mucha repercusión, corriendo de boca en boca.
Se habían dado mil explicaciones al suceso. Desde el suicidio de la joven por un desengaño amoroso, hasta el crimen pasional.
Dionisio Vega, joven locamente enamorado de Herminia había sido el principal sospechoso. La chica le había rechazado en repetidas ocasiones. Pero las pesquisas de la Guardia Civil, encargada de la investigación, no acabaron nunca de esclarecer el caso.
En los documentos quedó como causa de la muerte “ahogamiento sin signos de violencia”.
En mitad del amplio jardín del Pazo de las Violetas, antiguamente mimado y en el que ahora crecía salvajes y sin contención la hiedra y la mala hierba, continuaba estando el estanque.
Tres misterios pesaban sobre aquella cisterna. El primero era el de la temperatura de sus aguas, siempre templadas, se podría decir que calientes. Algunos opinaban que debía manar agua caliente, a modo de geiser durante algún periodo del día. El segundo de aquellos misterios era que en los más secos periodos de estío, cuando se había cebado con la comarca alguna pertinaz sequía, la poza continuaba con su nivel de agua imperturbable. La explicación para el primer misterio podría valer para explicar el segundo.
Pero el más peculiar y el más indescifrable de los tres misterios de aquella laguna, era la leyenda de que sobre ella pesaba una maldición.
Al parecer, Dionisio, el enamorado de Herminia, la había lanzado antes de desaparecer de la aldea para siempre. Sin que nadie supiese si había muerto o simplemente huido del recuerdo de su amada.
Se decía que una vieja meiga había realizado el conjuro, tras recibir de Dionisio algún pago secreto.
“Nadie sumergirá su cuerpo en este estanque, porque si así lo hiciere, morirá al instante”. Y los viejos de ahora, jóvenes cincuenta años atrás, cuando sucedieron los hechos, aseguraban que la maldición había aparecido pintada con sangre en la piedra de granito del borde de la poza, el mismo día en el que desapareció Dionisio.
Se decía que los que habían ignorado la maldición, sumergiendo su cuerpo en él, tras enfermar de una u otra manera, o por causa de algún accidente sobrevenido, siempre antes del plazo de un año desde la fecha del baño, habían perdido la vida sin remisión.
Se hablaba de varios casos de personas que habían fallecido tras el fatídico baño. Eran casi todas habladurías sin documentar. Algunas ciertamente inverosímiles. Menos la que todos recordaban y que había venido a suponer la consolidación en el fervor popular de aquella creencia. El caso de Patricia, hija del boticario.
La chica, había perdido una apuesta, cuyo pago era el baño en aquel lugar. Cumplió el pago por la pérdida de su apuesta la noche de reyes del año 2012.
A pesar de su juventud, la joven tan sólo tenía 16 años, fue diagnosticada a las pocas semanas como víctima de hipertensión pulmonar, rara enfermedad que provoca que se eleve la presión arterial de los pulmones y los pacientes tengan enormes dificultades para respirar o realizar hasta el más mínimo esfuerzo físico. El enfermo comienza a sufrir la repentina obstrucción de las arterias de los pulmones debido a que empiezan a proliferar células de forma descontrolada –en un mecanismo similar al cáncer–, que van "taponando" los ductos e impidiendo el paso de la sangre. En su estado más crítico, quedan prácticamente postrados y conectados a un tubo de oxígeno. Y así había quedado Patricia, la niña de los ojos del boticario Vicente, antes de transcurridos los cuatro meses del baño.
La enfermedad no tiene cura y la tasa de supervivencia es casi nula. Patricia había muerto aquel mismo año, sin llegar a contemplar la llegada del verano.
Aquel amanecer, el joven y apuesto Antonio Augusto López de la Ensenada, hijo del dueño de la mayor parte de las tierras de aquel lugar, aparcó su lujoso deportivo sobre las hiedras y las malas hierbas del antiguo jardín del Pazo de las Violetas. Le acompañaban dos hermosas jóvenes que lucían vestiditos minúsculos de fiesta. Se notaba a la legua que no venían de dormir.
La celebración en aquel tugurio de música estridente y alcohol sin freno se había prolongado hasta altas horas de la noche. Después los tres jóvenes habían ido a ver amanecer al Espolón del Gallo, una prominencia rocosa que coronaba un altísimo acantilado orientado al este y desde el que se contemplaba desperezarse al astro rey entre las líneas del horizonte de su lecho marino. La carretera daba una curva pronunciada cerca del Espolón y habían añadido un poco más allá una pequeña explanada por si algún coche aparcaba en el mirador.
Como los chicos conocían la leyenda que pesaba sobre el estanque del Pazo de las Violetas, y aprovechado que aquel sitio pillaba de camino en el regreso a la aldea, decidieron parar para visitar el estanque de la maldición.
Antonio, en parte para impresionar a aquellas bellas chicas, y en parte por una cuestión de orgullo de varón, se desvistió de sus ropas, excepto del slip que tapaba sus vergüenzas y se sumergió en la poza, ante el estupor de las dos acompañantes.
No se atrevieron a parar a Antonio, ni siquiera a regañarle.
Antonio Augusto se dirigió a aquellas dos chicas desde el interior del agua.
-¡Vamos chicas! ¡Animaros! El agua está increíblemente caliente-
Raquel miraba el torso del chico con apetito. Estaba enamorada de él. Y por otra parte no creía en aquellos cuentos de brujas y viejas. Se acercó y metió la mano pálida en el agua. Las uñas de carmín rojo resaltaban sumergidas.
-¡Está hirviendo! ¡Es como un jacuzzi!- Dijo a Lucía, la otra acompañante.
Era tan acogedora la sensación, tan cercano el calor templado, tan transparente aquella oscuridad del agua al amanecer, que Raquel se quitó los zapatos de tacón y metió los pies apoyándose en una piedra que se elevaba desde el fondo, y que servía de banco a Antonio Augusto, que ya estaba sentado sobre ella.
-¡Estáis locos gritó Lucía!- Lucia había oído desde muy niña la leyenda de la maldición de aquel charco. Era miedosa, y, aunque no creía en meigas, sí le impresionaba que sus dos amigos hubiesen trasgredido la maldición tan a la ligera.
Antonio Augusto y Raquel rieron.
Ambas chicas pugnaban por el amor del rico heredero.
Raquel por amor. Hubiese querido que Antonio fuese el hijo del más pobre de los vecinos de la comarca. Así no habría tenido que competir con su amiga Lucía por él.
Raquel estaba convencida de que Lucía de lo que estaba en realidad enamorada era del dinero de Antonio Augusto y de las posesiones de su padre.
Raquel salió del estanque apoyando sus níveos pies sobre el granito del borde. Se quitó la falda y la blusa y quedó en ropa interior. Llevaba un conjuntito de tanga y sujetador con incrustaciones brillantes, en color negro que resaltaban sobre su piel blanca.
-¡Wow!- exclamó Antonio Augusto al verla- Realmente el cuerpazo de Raquel era espectacular.
-¡Cómo estás hija!-
-¡Ven, ven aquí!-
Ella entró al agua y se sentó junto a Antonio, abrazando su cintura.
Aquello era demasiado, pensó Lucía, no podía dejar que la zorra de Raquel le comiese terreno de aquella forma.
Se desprendió de sus tacones de aguja y su vestido mini en un segundo.
-¡Joder me vais a matar!- exclamó el chico al ver el bodi enterizo en color rosa de Lucía. Se le transparentaban las tetas que apenas sujetaban las dos tiras del bodi que las cubrían. Los pechos bailaba, como queriendo escapar de aquella prisión translúcida.
Lucía se sentó a la izquierda de Antonio Augusto y se pegó de tal forma al chico que éste sintió el contacto de los jóvenes pechos contra él.
Aquello se había convertido en una competición en toda regla entre las dos chicas. Pensó.
Raquel giró su cuerpo atenazando entre sus piernas el muslo derecho del chico y haciéndole sentir el contacto con su molusco, luego dirigió su boca hacia la tetilla del chico, la que estaba en su lado y comenzó a lamer y mordisquear, enloqueciendo a Antonio, que no acababa de creer lo que le estaba pasando.
El agua era tan trasparente que Lucía pudo contemplar la maniobra del mejillón de Raquel contra el muslo de Antonio, y también el descomunal tamaño que había adquirido el tarugo del chaval.
Fue más osada que Raquel y dirigió su mano hasta el slip del chico, aferró con su mano la carnosa viga y se echó encima de su pecho para lamer su oreja.
El calor del agua desprendía una ligera y fina cortina de vapor que lo hacía todo más sensorial y voluptuoso.
Antonio, superados los primeros momentos de sorpresa, se dedico a besar a Lucía por la izquierda mientras su mano derecha bajaba hasta el culo de Raquel, apartando el tanga y llevando el dedo hasta el boquete pequeño del posadero de la niña. Presionó y lo notó duro y cerrado, resistente y maravillosamente prieto.
Quiso hacer lo mismo con el de Lucía y lo consiguió. Se sintió el hombre más feliz del mundo en aquel momento. Con los aretes en flor de aquellas dos niñas bajo la presión de sus dedos anulares. Apretó para acercar sus cuerpos y les dijo.
-Besaros-
Raquel no esperaba aquello. Pero bastaba que lo dijese su amor.
A Lucía tampoco le hizo gracia la idea. Nunca había estado con otra chica. Y sabía que Raquel tampoco. Nunca había besado una boca femenina, pero la zorra de Raquel se quería ganar la voluntad de Antonio y estaba acercando su boca entreabierta para el beso.
Lucía estaba dispuesta a ganar aquella partida. Sacó su lengua y ambas se besaron en la boca a escasos milímetros de la cara de Antonio que contemplaba aquello como si todo fuese un sueño.
Los cantos de los pájaros al amanecer, eran tan numerosos, melódicos y distintos unos de otros, que proporcionaba junto a la tenue luz del brumoso día un ambiente mágico. El sonido del agua al caer al otro lado del estanque era el fondo de aquella pieza musical que componía para ellos la naturaleza.
Lucía no pudo evitar sentir un escalofrío que le recorrió el cuerpo al recordar la maldición que pesaba sobre las aguas en las que se besaba con Raquel.
El canto lejano de un gallo la devolvió a la realidad.
Y entonces Antonio agarrando las caderas de Raquel, y poniéndose de rodillas sobre el fondo del estanque, la giro en el agua llevándola como una carretilla hasta recostarla de frente a Lucía.
-Vamos- le dijo- desnudaros de vuestros prejuicios. Unid vuestras boquitas preciosas-
Lucía estaba sentada, su espalda contra la pared del estanque. Se abrazó a Raquel como si fuese un bebé. Mientras Antonio giraba la cadera de Raquel sacando el culo del agua y sumergiendo sus narices y su boca entre los redondos montes de aquel precioso y duro trasero.
Las tetas de las dos mujeres se apoyaban y fregaban unas contra otras, mientras sus lenguas jugaban a entrar y salir en las preciosas y sedientas boquitas.
Raquel se sorprendió excitada por aquel primer beso femenino. Con las fauces de Antonio en su trasero.
Lucía aún no sabía si le gustaba o no, pero comenzaba a rendir la plaza.
Mientras, Antonio, tenía el crecimiento más importante que recordaba de su tentáculo amatorio. Un crecimiento que había hecho salir la cabeza del monstruo del slip. Apartó el tanga de Raquel dejando esfínter y rajita libres de tela alguna, y lamía y lamía contemplando el beso de las dos hembras que parecía ir creciendo en intensidad y lujuria.
El se puso de pie y las puso de pie a ellas. En unos pocos segundos la ropa interior había volado hasta la hiedra. Obligó a ambas mujeres a recostarse desnudas. El estómago sobre el borde de granito, dejándole los dos culos en posición de ser atacados.
Comía uno mientras follaba el otro con sus dedos, para luego cambiar una chica por la otra.
-No paréis de besaros- Ellas obedecieron y los besos comenzaron a mezclarse gemidos.
-Bajar- dijo tirando de sus hombros. Las chicas se sumergieron en aquel jacuzzi natural. Antonio Augusto se sentó en el borde de granito. Las dos manos hacia atrás con los brazos estirados. Mostraba su erección a aquellas dos niñas que le estaban llevando al paraíso.
Ellas entendieron y él contempló como las boquitas, ya con el carmín corrido, se peleaban por devorar la longaniza que les ofrecía.
-¡Ohhhhhhhhh!- Las dos lenguas jóvenes, tiernas, hermosas y delicadas, lamiendo su polla a la vez. Lenguas juguetonas al amanecer sobre su pene, sus testículos, sus ingles, su pubis.
No sabía a quién follarse primero. Sacó a Raquel del agua y la colocó boca arriba, con el culo en el borde del estanque. Luego puso a Lucía inclinada con la boca en el coñito de su amiga y el culo en disposición, para él, para sus ganas. Ofrecido como un sacrificio.
La folló mientras ella comía el marisco salado de Raquel. Lo follaba duro. Haciendo ruido en los topetazos de su pubis contra el culo que temblaba en las embestidas. Diez, cien, mil viajes de entrada y salida. El tiempo se le pasaba rápido pero estuvo mucho, mucho rato así. Oyendo los grititos de las zorras. Follando a Lucía hasta que gimió su orgasmo entre el trino de los pájaros.
Quitó a Lucía de en medio y se coló entre las piernas de Raquel. Ella le sintió entrar tan duro que un estremecimiento la transitó de arriba abajo.
-Antonio me voy a correr de un momento a otro.- Dijo.
-Venga los dos a un tiempo- propuso el chico.
Fueron tres minutos de bombeo frenético. Lucia se entretuvo masajeando el clítoris de Raquel. Sintiendo en sus dedos como entraba y salía golpeando el pubis de aquel cuerpo masculino.
Cuando Antonio escuchó los gorjeos del éxtasis de Raquel, sacó el pene y se lo meneó hasta que el esperma se derramó en el estanque, consumando la profanación de la maldición que pesaba sobre él.
Era ese momento del día en el que el sol, al ocultarse en el horizonte, hace subir la sombra de los lugares profundos a los más elevados, los tres jóvenes no habían vuelto aún a sus casas. Alguien dijo haber visto el deportivo del chico entrar en el camino del Pazo de las Violetas, y allí la Guardia Civil halló pruebas de su presencia.
Tardarían dos días más en encontrarlos. Porque en ese momento del día en el que el sol, al ocultarse en el horizonte, hace subir la sombra de los lugares profundos a los más elevados, el deportivo con los tres cuerpos dentro recibía el beso de la marea creciente, allá abajo, a setenta y dos metros de la curva que la carretera daba junto al Espolón del Gallo.
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