El patio de mi casa

Las cosas de tener que compartir el patio interior de tu casa con los vecinos.

Cuando me mudé al piso donde vivo ahora, nunca imaginé que acabaría gustándome tanto. Es más, al principio lo compré de manera apresurada. Salía de una relación horrible y después de vender el piso donde mi prometido me la jugó con una amiga suya, me compré este sin pensarlo dos veces.

La cosa era que no tenía donde caerme muerta, volver donde mis padres no era viable, ya no están para que su hija pequeña se metiera en casa y con mi hermano mayor, olvídate. Hubiera sido curioso compartir piso con mis sobrinos que bordean la adolescencia, sus sobacos sudados, sus granos, sus pajas… ¡Joder! Ni de broma.

Lo dejé tal cual estaba, un poco anticuado la verdad, pero ya lo reformaría a mi gusto si seguía viviendo allí, que por lo que decía la hipoteca… así seria. Era pequeño, tenía dos habitaciones, un baño y una sala que no daba para mucho. Lo que menos me gustaba era la cocina, no por ser pequeña, tenía un tamaño normal, sino porque al ser un primero comunicaba directamente al patio interior.

Al principio no me di cuenta de que eso era una desventaja. Podía colgar la ropa en un lugar de unos veinticinco metros cuadrados que compartía a la mitad con mis vecinos de la otra mano. No estaba mal tener esa pequeña porción más de “terreno” con respecto a los demás, sin embargo, recoger toda la mierda que tiran… eso no es gracioso.

El primer año todavía me mosqueaba e incluso coloqué unos cuantos carteles para que los “guarros” (Sí, puse eso en el cartel) dejaran de tirar su “mierda” (también lo escribí). Sin embargo acabé por resignarme, mi vecina, una mujer muy amable que rondaba los cincuenta, me explicó que aquello siempre había sido así y no cambiarían.

Con la única familia que me hablaba eran con mis vecinos de A, los demás, solo eran los guarros que tiraban su basura al patio. Alguno se libraría, estoy segura, pero como eso no lo sabía, pues todos cerdos.

Sin embargo, todo eso está en el pasado, llegué al edificio con treinta y dos años… que joven era… ahora estoy al borde de los cuarenta y me parece que no he avanzado en nada. En el trabajo he prosperado, no obstante en las relaciones… un desastre. Me he resignado a no tener hijos, creo que con mis dos sobrinos ya voy contenta, no me veo con sesenta años teniendo a un adolescente de veinte. ¡Menudo horror!

Vamos al grano, que al final no os voy a contar como tener ese patio me trajo beneficios. Aunque al principio fue de lo más extraño y me llegué a preocupar, sin embargo, todo acabó a las mil maravillas.

El primer incidente sucedió… no lo recuerdo bien… diría que yo tendría unos 36 años, si no había cumplido ya los 37. Era un día de lo más normal, sin nada en particular. Salí al patio a recoger la ropa, recogiendo las pinzas que se les caían a los vecinos y agenciándomelas para mí. Algo bueno tenía que tener, en todo lo que llevo aquí, solo una vez compré pinzas.

El caso es que cuando me volví a meter en casa algo me asaltó a la cabeza. Miré en el cesto donde había metido todas las prendas y estaba segura de que había puesto a lavar mi braga rosa. Rebusqué, pero no la encontré. Por si acaso eché una ojeada a la lavadora quizá la hubiera tomado prestada como en muchos casos mis calcetines… nada, no estaba.

Era raro, recordaba haberla tirado a lavar y de pronto había desaparecido. En los cajones de mi cuarto tampoco estaba, aunque seguía creyendo a ciencia cierta que la había colgado en la cuerda. Era mi braga favorita, la que denominaba de la suerte, aunque no hacía honor a su nombre porque llevaba una temporada… que tela…

Solo se me ocurrió una cosa y fui a la puerta de mi vecina para llamarla. Después de unos toques apareció en su cocina, no era la primera vez que la llamaba, teníamos cierta confianza.

—Hombre, Sandra, guapa. ¿Qué quieres? —salió con sus gafas de profesora, siempre que la veía así sabía que estaría corrigiendo los deberes de los alumnos de su academia.

—Olivia, no habrás… —miré hacia el círculo de pisos que se alzaba sobre nuestras cabezas. Nunca se sabe quién puede estar escuchando, mejor susurrar— ¿Has recogido por error unas bragas mías? Son rosas, así… muy bonitas…

—Diría que no, siempre que te cae alguna a mi lado te la cuelgo otra vez. Déjame mirarte… —se dio la vuelta entrando a la cocina y desde dentro añadió— ¿Hace mucho que la pusiste?

—Que va, la recogí hoy. O sea que la colgué ayer.

—Pues… —rebuscando en su cesto con las gafas puestas, intuía que allí no estaban— No, cielo, aquí no veo nada. De todas formas la buscaré por casa, no sé igual la recogí pensando que era mía o algo.

—No te preocupes. —estaba claro que no, Olivia controlaba su ropa a la perfección— Muchas gracias, seguramente estará en algún cajón. Hablamos, querida. —nos despedimos con las manos y me paré en seco, dándome la vuelta para decirle mientras sacaba pinzas de mi bolsillo— ¿Quieres alguna?

Aquel fue la primera vez que pasó, una perdida inofensiva de una braga que la verdad tampoco le di mucha importancia. Era muy bonita y cómoda, además de ponérmela siempre que quería salir, pero a fin de cuentas era eso… una braga.

No volvió a ocurrir nada similar, al menos que yo me diera cuenta. Ninguna de mis prendas llegó a desaparecer, hasta que… cumplí los treinta y nueve. Me acuerdo a la perfección, porque aquella noche salí de fiesta dejando colgada una lavadora. Obviamente hasta la tarde de aquel domingo no recogí la ropa y… otra vez me faltaba una braga. Esta vez de color rojo que ya tenía un año casi de uso, pero que me encantaba ponerme.

Lo busqué por toda la casa, sin enlazar la perdida de esta con el anterior, habían pasado dos años como para recordar que se me había perdido mi braga de la suerte. Pero mientras estaba en la cocina tomándome un café y recuperando un poco de vida que la fiesta me había arrebatado, escuché salir al marido de Olivia.

Miré a Fermín con un rostro ausente como colgaba la ropa, la verdad que no estaba para nadie ese día. Aunque cuando me vio tras el cristal le dediqué la mejor sonrisa que pude, seguro que fue malísima. Lo que pasó fue que ver a mi vecino allí me dio que pensar.

No era nada raro que colgara la ropa, le había visto muchas veces haciéndolo, lo que pasa es que mi mente con una seria resaca piensa demasiado y claro, le di vueltas. Me imaginé a Fermín robándome una braga para olerla como un degenerado a la espalda de su esposa. Me reí sin poder parar, menos mal que el hombre no lo podía escuchar.

Era imposible, era una persona de lo más amable, un buen padre de sus dos hijos y alguna que otra vez me había ayudado con cosas de la casa. Podría haber sacado típico piropo estúpido para quedar en buen lugar, pero nunca lo hizo, siempre correcto, no lo veía como un roba-bragas.

Llamé a mi amiga Carolina para que viniera un rato a hacerme compañía, y si surgía, hablaría de ella sobre mi suposición de un roba-bragas secreto. No era muy en serio, no lo veía un problema grave, pero nos reiríamos mucho, mi amiga siempre dice chorradas y si tenía un poco de alcohol del día anterior mejor.

—Sandra, mi vida, ponme un café y un vasito de agua, estoy muerta. —me dijo al entrar por la puerta con unas ojeras curiosas.

—Vete a la cocina que lo tengo listo.

—Última vez que me invitas a un chupito, ya no tenemos edad.

—¡Si me invitaste tú, cacho perra!

—¿Ah, sí?

Las dos nos reímos sin parar mientras recorríamos el pasillo, sentándonos en la mesa mientras le contaba alguna cosas de la noche que no recordada. El chupito había borrado una buena parte de la fiesta.

Seguimos durante la tarde hablando sin movernos de la cocina. Creo que nos llevamos tan bien, porque somos iguales y si seguimos así… acabaremos solteras, en el mismo piso y rodeadas de gatos. No es mal plan.

—¡¿Y ese chaval?!

Giré mi cabeza sin hacer caso a su sorprendido rostro, era Rober, el mayor de los hijos de Olivia que salía al patio a descolgar la ropa con un rostro similar al nuestro. Carolina nunca había visto a nadie en mi patio, era normal, no hablábamos mucho de eso, aunque si sabía que lo compartía. Fue una décima de segundo, pero se sobresaltó.

—Es Rober, el hijo de mis vecinos.

—Joder, lo he visto ahí y parecía que se había colado. —dando un sorbo al agua se rio de una forma que conocía— ¿Aunque tampoco te importaría, eh?

Dándome un golpe en la mano se rio tan fuerte que creo que Rober lo llegó a escuchar. Aunque no me importaba la verdad, era un chico tímido con el que había cruzado dos o tres palabras todos estos años. Muchas de ellas eran preguntándole que si estaban sus padres o que iba a hacer buen día al subir por la escalera… lo que se dice una relación fluida.

—No digas bobadas, que le saco casi veinte años… —que vieja me sentía.

—Ya ves… hace poco en el gimnasio, me ligué a un yogurín, ¿te lo dije?

—¡Pues claro que no! ¿Cómo no me cuentas eso?

Ella se rio y yo la lancé una servilleta que convertí en una bola. La verdad que últimamente con mi abstinencia sexual las historias de mis amigas era lo único que me ponía a tono. Sobre todo estas tan picantes, como la que Carolina estaba a punto de contarme.

—Nada, hablamos, hablamos y…

—Eres siempre igual… ¡Sigue, mujer! —siempre me dejaba las historias a medias para que la suplicase.

—Como me gusta cundo me lo pides así. —se volvió a reír dando un sobro al agua— Quedamos hace una semana, pero al final no pudo ser y al día siguiente… en el gimnasio…

—¡No! ¿Te lo follaste en el gimnasio?

—Exacto. Pin Pan. En los baños, ¡qué gusto, cariño! Me dejó para el arrastre.

—Puta suertuda. —agaché la cabeza lamentando mi suerte.

—Pues tu vecino no tiene mala pinta, al menos algo preparado… —mirándole fijamente— y quizá si se ducha… estaría bien.

—Es muy tímido, no me habla nada. Su hermano pequeño una monada, pero este… olvídate.

—Igual le gustas y por eso no dice nada, le impones.

—¡Calla, anda! Podría ser su madre —me reí mirando hacia atrás al chico que seguía descolgando la ropa

—Igual eso le pone.

Carolina levantó las cejas para provocar en mí una carcajada y le dije que dejásemos ya el tema. Rober podía tener algo de atractivo aunque ni por asomo me imaginaba algo con él era muy raro, le había visto siendo un niño. Aunque algo pasó por mi mente cuando mi amiga se fue y me metí en la cama. Pensar en que le gustase, en que se hubiera fijado en mí y descolgando la ropa, todo se encaminó a una pregunta ¿Y si Rober me ha robado las bragas?

El tiempo fue pasando y seguí con mi rutina habitual, aunque después de ese día, ponía un poco más de atención al colgar la ropa. Sentía un poco de curiosidad por descubrir al ladrón de ropa interior, creo que en el fondo lo hacía porque mi vida se estaba tornado aburrida y eso le daba un empujón.

Las colocaba lo más cercanas a mi puerta posible, para que el individuo que las afanase lo tuviera difícil. Después de tres meses que las rojas desaparecieran, “perdí” otras blancas al colgarlas.

Las tres tenían en común que eran de buena calidad, eso me fastidiaba porque no me robaba bragas baratas, el ladrón era un sibarita. Decidí comprobar si en verdad me robaban o seguía siendo un fallo mío, aunque con tres “perdidas” las posibilidades eran escasas.

Me compré un tanga barato, pero bien bonito, de lo más sugerente que coloqué justo al lado de donde mis vecinos solían colgar la ropa. Lo hice un viernes a la tarde, sabiendo que la última me la habían robado en fin de semana tal vez el ladrón volvía a cometer sus mismos vicios.

Exactamente, al día siguiente el tanga no estaba. No me dio ni asco, ni rabia, solo sentí una curiosidad que se transformó en risa. Había alguno de mis vecinos que me deseaba, o al menos a mis bragas. Todavía conservaba una buena figura, con voluminosos pechos y unas anchas caderas que hacían parecer mi cintura enana.

Esperé un tiempo, más que nada para que no fuera escandaloso. El ladrón no sería tonto, si le dejaba otra braga en la cuerda estaba claro que no iría por ella al día siguiente. Por lo que tramé un plan para pillarle.

Con el ajetreo del trabajo se me pasó de largo y casi en mi cuarenta cumpleaños me acordé de mi perfecto plan. En esa época ya me había dado una pequeña crisis cercana a la cuarentena y me había cortado el pelo bien corto, todavía no sé por qué lo hice, pero me acabó gustando.

El caso es que me compré dos bragas monísimas y bien baratas, tampoco era plan de tirar el dinero. Dejé una en la cuerda y colocando una vieja cámara relativamente escondida en el patio, descubriría al chorizo.

Al día siguiente incluso me levanté feliz. Mi juego se iba a terminar y me sentía vencedora, me daba igual si no me la habían quitado, porque de ser así, al día siguiente lo volvería a intentar. Tenía claro que quería divertirme con todo este plan.

Visioné la cámara a la máxima velocidad. Al patio salieron Olivia, que no hizo nada y también Fermín, que tampoco tocó mi braga, pero alguien había sido… porque la ropa interior… no estaba.

No tardó mucho en aparecer, quizá a las dos de la madrugada más o menos por la hora de la grabación. Tras las sombras de la noche una silueta se formó al fondo del patio. Alguien abría la puerta y se acercaba de forma sigilosa hacia la cuerda, se hizo espacio entre la ropa y… cazado. Rober era el que me robaba las bragas.

Cuando lo vi… sonreí y me reí tirada en el sofá. Creo que me dio cierta satisfacción saber que podía poner a un chico tan joven y bien formado, no era un feo salido, bueno… salido igual si, pero feo no.

Pensé en que podía hacer, quizá ir y decirle que no volviera a pasar, que aquello estaba como el culo y que además, me hacía perder dinero. Me llegué a vestir para ir a llamar a la puerta, decirle que saliera un momento a hablar con alguna excusa y contárselo en el rellano. Pero no conseguí salir de casa… no me apetecía terminar así el juego.

Por lo que tramé algún plan, algo que me hiciera sentirme fuera de la rutina que era mi vida. Las historias de Carolina siempre me ponían los dientes largos, yo también quería vivir una aventura.

Aquella semana no estuve para nada bien en el trabajo, casi que estaba ida, pensando en lo que podía hacer con aquel tema. Estaba claro que no le quería llamar la atención al joven y tampoco seguir dejándole mis bragas para que… ¿Qué se hacía? Supongo que pajearse…

Al final el jueves a la mañana, mientras tecleaba a un cliente en el ordenar se me ocurrió una tontería que podía dar resultado. Llegué a casa con prisa, cogí un bolígrafo, papel y me puse a escribir. Era una pequeña nota, nada del otro mundo, pero mi corazón se aceleraba cada vez que la leía y pensaba en lo que iba a hacer con ella.

Llegó el viernes y después de trabajar me eché la siesta. Tenía el cuerpo agitado, necesitaba dormir, sobre todo porque si mi plan salía bien, en teoría mi ladrón de bragas iría de madrugada a por ellas y debería estar despierta.

No lo soporté, antes de cenar me metí en la ducha, me rasuré entera y… me tuve que tocar con buenas ganas, acabando en un feroz orgasmo que acabó dejándome de rodillas en la ducha. Con las piernas dobladas en el plato de ducha y el agua golpeando con fuerza mi espalda lo tenía claro, tenía que pasar algo.

Salí a la noche a colgar la ropa, silbando una canción de la oreja de Van Gogh que me recordaba a mi infancia. Incluso la canté con un tono elevado, quería llamar la atención, que mis vecinos de patio supieran que estaba allí. Lo último que puse fue el tanga nuevo que había comprado. Apartado de todas las demás prendas y pegado a la zona más cercana a mis vecinos.

Lo único que tenía de diferente con otros días es que dentro de la prenda, bien escondido para que solo quien lo robase lo pudiera ver, había un trozo de papel pegado con celo.

“Rober, ven ahora, estoy sola. Dejo la puerta del patio abierta. Estaré lista en mi cama. Ven preparado, porque vamos a follar.”

No sabía si fui muy directa al escribirlo, pero cuando dejé la puerta del patio abierta y me metí en la cama, mi cuerpo estallaba con miles de sensaciones. Incluso mi alma gritaba por tal desenfreno, estaba loca perdida por haber hecho algo como eso.

No tenía ni idea de quien era ese joven, sí, le había visto durante años, pero apenas habíamos cruzado cuatro palabras. Sentía que era parecido a parar a un individuo por la calle y proponerle sexo. Las preguntas se arremolinaban en mi cabeza ¿valdrá la pena? ¿Follará bien? ¿Querrá venir? ¿Cómo la tendrá?

Tuve que concentrarme en otra cosa, poniéndome una película para pasar el rato, eran todavía las doce de la noche y tenía tiempo hasta de que apareciera. Aunque no podía sacármelo de la cabeza, por puro instinto mi mano bajó hasta mi vulva. La ausencia de pelos me dejó sentir el leve rezumar de líquidos que ya salían de mi interior.

Nunca había estado tan cachonda y además… por un chico que ni conocía. La película transcurría mientras yo no me paraba de tocar, no tenía la intención de correrme, solo quería seguir así de caliente.

Apagué la televisión, la película terminó y eran cerca de las dos de la mañana, en teoría si tenía que pasar algo era en ese momento. Me quité mi pijama quedándome desnuda sobre una cama que parecía helada por lo caliente que me encontraba. Pensaba en cómo hacerlo, como presentarme ante él, pero todo me daba vergüenza, si le veía… me daría un infarto. De pronto en la cocina… unos pasos.

Escuché como entraba alguien, eran unos sonidos amortiguados, de alguien que no quiere hacer ruido y seguramente venía con los pies descalzos. Mi corazón se detuvo, mi alma se heló y por un momento sentí que no había sido buena idea. Sin embargo, no había vuelta atrás.

Había cerrado todas las puertas, solo dejando abierta la de mi cuarto y la cocina, el camino era muy claro. Por el pasillo escuché unos pasos tranquilos mientras que seguro el corazón del paseante nocturno estaba acelerado… al igual que el mío.

No tuve de otra, no quería verle, no quería interactuar con él. Solo quería que viniera e hiciera lo que tenía que hacer. Me senté al bode de la cama, dándome la vuelta de un salto y con la cabeza dirección a las almohadas, levanté mi trasero todo lo que pude quedando a cuatro patas.

Mi culo estaba dirección a la puerta, con un sexo mojado que relucía con la escasa luz nocturna que entraba por las ventanas. Tapé mi rostro contra el edredón, no podía mirar, estaba segura de que estaba más colorada que nunca. Entonces, los pasos se detuvieron.

El ladrón de bragas entró en la habitación, sin decir ni una palabra escuché como se ponía a mi espalda, justo a los pies de la cama. Entre mis dos piernas abiertas sentí el caer de su pantalón que llegó a rozar con mi tobillo… me di cuenta de lo que se venía.

No me tocó… con ninguna otra parte que no fuera su pene. Lo primero que noté mientras seguía puesta como si mi cuerpo fuera un tobogán y los chiquillos bajasen por mi espalda, fue su polla. El capullo se colocó entre mis labios vaginales, una boca que se abrió del todo al notar el calor que desprendía aquel hierro.

No tardó, no me hizo esperar como mi amiga con sus historias, me la metió según encontró el agujero y yo… gemí de un brutal placer.

Como buen adolescente cachondo, el coito no fue calmado, no fue incrementando el ritmo, empezó fuerte y me siguió follando fuerte. Menos mal que estaba preparada y con una lubricación excesiva por todo el tiempo que estuve calentando con mi mano el clítoris, ahora valía la pena.

El sexo estaba siendo abrumador, notaba una potencia y una porción de carne en mi vagina que no era normal. Estaba segura de que lo de que me estaba penetrando era grande y gordo, no como la última que tuve, una polla delgada como un espagueti que me decepcionó. Da igual lo que tengas si lo sabes usar, pero si no tienes y no usas… por favor, cierra después de salir.

Luego de las primeras entradas y tras los gemidos que aquel chico me sacaba, no podía resistirme, creo que lo excitante de la situación, unido a sus brutales sacudidas, trajo lo inevitable. Mordí el edredón apretándolo con fuerza y contraje mi gran trasero que mi amante tenía en primicia. Se me doblaron los dedos en los pies como las garras de un águila en plena caza y entonces hablé.

—No pares, sigue. No pares… Fóllame, fóllame…

Lo repetía como un rezo, una oración a un ídolo fálico que me sacaba el calentón demoniaco por el que llevaba poseída ni sé el tiempo. Mis palabras fueron elevándose en el aire, hasta el punto que el “Fóllame” se detuvo para dejar paso a los dulces golpes rítmicos del sexo y mis gritos de placer.

Me corrí… ¡Vaya si me corrí! Impresionante. Rober con cierta experiencia, se detuvo cuando sintió mi estremecimiento, como mi vagina succionaba su pene y lo aprisionaba dentro sin dejarlo escapar. Después mis paredes se relajaron y todo mi ser tembló. Sentí mi cuerpo erizarse como un gato enojado y mi alma marchó a dar una vuelta por mundos de placer.

Cerré los ojos, mientras mi labio inferior temblaba y una saliva ardiente caía hasta el edredón, dejando un pequeño charco no más grande que el tamaño de mi dedo gordo. Estaba en el cielo, en el mejor orgasmo conocido por mi cuerpo. Fue entonces que me giré, dando vuelta a mi cuello y viendo al joven vecino con su camiseta blanca de pijama y cierto jadeo erótico.

—Sigue follándome. —le ordené una vez mi sexo se tranquilizó.

Las acometidas siguieron y esta vez me apoyé sobre mis manos, estirando los codos y dando una horizontalidad a mi espalda. Rober ahora con sus manos en mis caderas seguía follándome con la misma pasión. Pensé en lo mal que había hecho todo este tiempo con los de mi edad, aquello era un error, debía estar siempre con chicos jóvenes y fogosos, ¡menuda energía!

Rober seguía. Clavaba fuertemente sus dedos en mi pequeña cintura mientras golpeaba con su pene mi vagina. Notaba como mi trasero se movía adelante y atrás y mis pechos bamboleaban casi contra mi rostro. Lo bueno que al tener el pelo corto por mi arrebato… ahora con girar levemente el cuello ya veía a mi empotrador.

Siguió por un rato, no cesaba ni un poco en su ritmo y yo quise aguantarme, querer mantener aquella lucha. Bueno lucha… en verdad solo Rober me daba, yo simplemente soportaba los golpes de su polla. Pero no pude aguantar más, el segundo se vino, no llevaríamos ni un cuarto de hora… ¡Qué digo! Quizá decir que eran diez minutos sería algo exagerado.

—Me corro otra vez, dame, dame, dame…

Mis súplicas se perdían en la habitación, mientras de nuevo, las palabras se convertían en gemidos que no podía reprimir. Con el patio abierto me imaginé que Olivia lo escuchase, pensando en lo bien que me estaban follando sin saber que el que lo hacía era su hijo mayor. Debo estar muy salida, porque aquel pensamiento, desencadenó el siguiente orgasmo.

Estaba totalmente preparada, cuando el joven se inclinó sobre mí, notando su pijama contra mi espalda y en un acto impulsivo aprisionó con sus manos mis dos tetas. Lo hizo con ganas, sin reprimirse, tratando de que le entraran en la mano, algo que era imposible. Eso sí, no paró de darme en ninguno momento y con la presión en mis pechos y algo… muy poco la verdad, en mis duros pezones, me corrí.

No fue como el anterior, fue muy bueno, pero no magnifico, simplemente mejor de lo habitual, algo de lo que no me quejo, para nada. La sacó de mi interior, sintiéndome vacía mientras jadeaba y gemía bien alto para que supiera lo que había logrado. Giré mi cabeza, estaba de pie, detrás de mí, con un pene épico del que colgaban lianas de mis flujos.

Me sorprendí de mi misma. ¿Qué es lo que este chico me había sacado? ¿Corridas ocultas desde hace siglos? Me daba lo mismo, la imagen de tal coloso a mi espalda me hizo girarme por completo. Me dejé caer de rodillas al suelo, quedando la mitad de mi espalda sobre la cama. No me apetecía limpiar todo aquello con la boca, se veía erótico, pero no para comérmelo, por lo que me junté las tetas y le hice saber lo que venía.

Creo que lo entendió a la primera, porque se agachó con rapidez y me la metió en mi canalillo. No me apetecía seguir con el sexo, me lo había dejado hecho polvo, y sabía que al día siguiente tendría agujetas, por hoy, no quería forzar más la máquina.

¡Con qué ímpetu me las follaba mientras yo apretaba mis pechos para que rozaran! Era una maravilla. Su fuerza era increíble y notaba la misma potencia que en mi sexo. Gracias a mis fluidos, su poderosa herramienta se deslizaba como en una pista de patinaje. Era increíble verla desde mi posición, parecía un tren pasando un túnel y parando antes de descarrilar cerca de mi cuello.

Por primera vez se puede decir que interaccionamos, porque agachó su mano hasta mi pelo, moviéndome la cabeza para que… pusiera mi boca en dirección a su pene. Lo entendí a la perfección, quería una paja con mis tetas mientras le chupaba la punta, ¿Quién no querría algo así? Accedí.

Mi lengua lamia su capullo cada vez que se acercaba y de mientras, observaba las caras de Rober, estaba a punto de reventar. El ritmo se incrementó y ya no podía lamérsela, directamente chocaba contra mi lengua sin poder hacer nada. Pero no había que hacer mucho más, la corrida se acercaba.

El joven movido por un deseo incontrolable, se incorporó, sacando su pene de mis pechos y quedándome de rodillas como una devota esclava. Lo que no había quitado era su mano de mi pelo y con la otra agarrándose el tremendo pene… me lo metió en la boca. Sentí que aquello no cabía en interior y cuando mi garganta comenzó a recibir golpes sin parar me noté abrumada, sin embargo, estaba más cachonda que nunca.

Traté de lamerla, dejando un reguero de baba importante mientras sentía que aquel falo engordaba entre mi paladar. Al final, un bufido animal digno de un toro me avisó de lo que ocurriría y sabiendo lo que Rober pretendía… le dejé.

Su corrida salió disparada hacia mi garganta mientras sus manos apretaban mi cabeza ahogándome contra su polla. Nunca me habían hecho algo así, era la primera vez y en otro momento me negaría, pero… ¡Qué cachonda estaba!

Su néctar ardiente chocó contra mi lengua y dos espesos disparos se colaron directamente en mi garganta, ahogándome ligeramente hasta que me los tragué.

El calor me anegaba por dentro y por fuera, mi amante temblaba como un edificio a punto de caer y su pene seguía asfixiándome. Fue entonces que lo sacó. Tosí dos veces, sacando el exceso de semen, algunas gotas cayeron en el suelo, otras en mis tetas y la gran mayoría desbordó por mi labio inferior. Mi barbilla ahora era un cúmulo de semen de lo más caliente.

Le miré directamente a los ojos por primera vez, mientras me inclinaba hacia atrás apoyando mi espalda en la cama. Con una sonrisa le hice saber que me había gustado, él hizo lo mismo mientras temblaba y gemía con un pene rojo como el infierno.

—Ahora es cuando te tienes que largar, cariño.

Le dije en voz baja para que nadie pudiera escucharlo, como si no hubieran oído mis gritos de placer…

Se levantó los pantalones con dificultad y observé bajo la tela como su erección todavía no disminuía. Se marchó en silencio como había venido y yo, me quedé arrodillada gozando de su semen. Había sido de los mejores de mi vida, si no el mejor… y viéndome allí, postrada con toda su leche, tanto fuera como dentro de mí, solo pensaba en volver a repetirlo.

El viernes siguiente le volví a dejar una nota, más o menos poniéndole lo mismo, pero añadiéndole una cosa nueva. Porque claro, lo había pensado y esos mensajes me costaban dinero en ropa interior, por lo que al final de la hoja, rezaban tres palabras.

“Devuélveme las bragas”.

FIN


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