El Pasillo

Las huellas que deja un encuentro rara vez son las previstas.

EL PASILLO

Oscuridad. Dices que vienes de la oscuridad. Que estás harta del control enfermizo, de la falta de pasión, de la rutina. Sentada en ese banco junto a mí, con multitud de gente alrededor susurrando, gritando, paseando y corriendo. Con tus gafas de sol caladas, tus pómulos agresivos, las puntas de tu melena pinchándote el cuello, me cuentas que has sido ciega, que los años te han amordazado. Que lo que te vendieron y compraste tan a gusto te deja vacía. En todo ese tiempo, casi doce años, tu gran aventura consistió en comprarte esos dos consoladores que finalmente también resultaron insuficientes, esos que ni siquiera consiguieron motivarte más que a ti y hasta cierto punto. Uno de ellos se cayó al suelo un día y se rompió. No tienes valor para sustituirlo.

Arrastras las palabras cuando admites que quizá toda esa situación motivó tu decisión de tener a tu hija, tu adhesión a lanzar un brindis al sol y comprar una casa conjuntamente con tu pareja. Pensaste que todo eso cambiaría lo que se cocía en tu interior. Esa presión puede contigo. No vas a aguantar así mucho tiempo. Y más después de conocerme. Mientras el tiempo pasó y te sentiste despistada, perdida, tu fortaleza aguantaba. Cuando decidiste dar un paso adelante y asomarte al mundo, sientes que te desmoronas día a día.

Sonriendo bruscamente, un murmullo emerge de tus labios. Me pides que volvamos a la habitación del hotel.

Caminas a mi lado, con el gesto tenso, tu falda blanca frotando el viento, inflando tus pechos a cada respiración, la frente alta, ofreciendo la blancura de tu piel a los rayos de sol de las tres de la tarde. Me coges de la mano, la aprietas fuerte, me pides que te avance qué te haré hoy de nuevo. Mi sonrisa silenciosa provoca que me acabes estrujando al borde del dolor.

Nunca antes hiciste el amor durante cinco horas, seguramente porque nadie te contó que podía durar más de quince minutos. No sospechabas cómo me podía entretener jugando con mi lengua entre los dedos de tus pies, cómo se puede pasar minutos en silencio abrazados delante del espejo, o dedicarnos a contemplarnos mutuamente los cuerpos, un dedo inocente viajando sin destino. Nunca te atreviste a morder a nadie como me muerdes a mí, tu cara adquirió expresiones nuevas cuando me pediste que te azotara el culo con mi mano, y pediste más a cada una de mis consultas. Sentiste por primera vez el escalofrío particular de cuando acepté que me ataras, y empezaste a saborear el sexo sin pensar en tiempo, obligaciones, o capítulos de libros leídos muchas veces. Varias veces tuviste que saltar de la cama alarmada por la revelación de una fugaz mirada al reloj.

Ya en el hotel, el pasillo se te hace insoportable. Me empujas contra la pared, tus manos en mi pecho, tu mandíbula ligeramente ladeada, tus ojos inyectados de impaciencia. Reclamas ese beso. Ese que sabes que desemboca sin remedio en cuatro manos reptando bajo la ropa. Sabes que acepto esos retos, y sabes que tú ya has cruzado tu límite. Nos gusta sentirnos así. Me pides que levante mis brazos y coja con las dos manos el frío metal que soporta la lámpara de pared que adorna junto a veinte hermanas ese pasillo forrado de moqueta hasta el techo. Tus manos recorren mi cuerpo lo que te da la gana, sin restricción, tus dedos presionan hasta hacer participar a tus uñas, que dejan su marca en mi costado. Al final del pasillo, un ventanal opaco debe recortar nuestros perfiles a quien acertase a recorrer el corredor en ese momento.

Mirándome fijamente, esos ojos de almendra bajo las cejas rubias, das un tirón al cierre del pantalón. Tus manos se hunden dentro como si quisieran rescatar un gato de un pozo. Mi erección aún no es completa, y sé que te molesta. ‘Mierda de control que tienes’, me has dicho muchas veces. Mi sonrisa te encabrita más. Enarcas tu cuerpo para desafiarme. Mis manos notan cómo el frío metal de la lámpara va desvaneciéndose por momentos. Una puerta suena a lo lejos del pasillo, más allá del retranqueo que da al ascensor. Ninguno de los dos mueve su mirada de los ojos del otro. Tus manos presionan mis pantalones hasta dejarlos a media tibia. Como siempre, observas que no existe ropa interior. Te gusta, aunque no lo has dicho nunca. Sabes que cualquier abrazo en medio de la calle te revela fácilmente mi estado. Mi erección crece y lo saboreas. Tus dedos tamborilean en ella y vas a acariciar los testículos justo en la parte posterior de la bolsa, allí donde sabes que no puedo evitar cerrar los ojos y sorber el aire con la boca casi cerrada. Subes tu falda, sujetas mi miembro, con firmeza mal disimulada, y clavándome otra vez esa mirada, bajas de delante lo justo esa prenda y lo introduces dentro, justo en ese punto que la goma lisa me presiona la raíz del pene. Tus labios se abren inevitablemente para arropar y bañar mi erección ya plena. Clavas tus uñas en mi culo para empezar un balanceo progresivo que acaba siendo casi masculino. Mi glande presiona la parte posterior de tu vagina, que se contrae libremente,

Los segundos de silencio permiten revelar olores ocultos, casi irreales. Hasta que te giras de improviso, la corona de tu melena dorada adosada a mi cuello, tu culo castigando mis genitales, tu falda levantada por ti misma. Mis brazos empiezan a dolerme pero sé que deben permanecer ahí. Un movimiento es suficiente para sacarte el tanga y meterlo en el bolsillo de mi pantalón. Tu mano aparece de entre tus piernas y resuelves tragarte mi miembro entero. De ti sólo oigo tu respiración cortada y un murmullo casi selvático. Tu vagina absorbe con facilidad, abriendo las paredes al más leve contacto. Sueltas tu falda, y con ambas manos en mis nalgas, aprisionas mi sexo contra ti. De lejos suena un clic metálico, quizá el ascensor.

Eres muy consciente que voy a bajar los brazos de un momento a otro. Resuelvo no esperar más. Mis manos se aprestan a sujetar tus pechos por debajo de tu camiseta mientras las tuyas intentan palmear mi culo animándome a tomar la iniciativa. Un segundo me sirve para recoger tu falda en mi mano y engancharla sin contemplaciones en tu camiseta. Tus movimientos se hacen más rítmicos, tus manos ahora descansando en tus muslos mientras alargo una de la mías se desliza para acariciar tu rostro. Un instante más y siento un dolor que me llega hasta el codo. Me has mordido la mano, y mientras no dejas de bombear, una sonrisa burlona se escapa entre tu más que apreciable jadeo. De una habitación próxima se oye algo vagamente familiar, seguramente una voz femenina de los años ochenta puesta de moda gracias a algún anuncio televisivo.

Mi respuesta al dolor se traduce en aprovechar una de tus embestidas para estampar sonoramente y sin recato mi mano en tu nalga derecha. Por toda respuesta emites un ‘sí’ seguido de lo que en otro momento hubiera parecido una tos disimulada. Decidido, empujo hasta hacer que nos separemos completamente. Tu melena responde rabiosa a tu giro de cabeza para mirarme con un odio superable. Intentas girarte entera pero no te dejo. Sigo empujando hasta que tu mejilla toca la pared de enfrente de la que hemos estado castigando hasta el momento. Mis dos manos se deslizan por detrás de tus rodillas y de un estirón consigo que tu cabeza supere a la mía por más de veinte centímetros. Permaneces sujeta por mis manos, con las piernas abiertas, las manos en las paredes, intentando agarrarte cuando no lo necesitas. No caerás, te lo informo así. Mi lengua recorre tu espalda y busco los puntos que sé que te hacen reaccionar. Luego, lentamente, separo un poco mi cuerpo del tuyo, noto cómo crece tu tensión cuando ves que te hago descender unos centímetros, los justos para que tu culo roce con mi miembro. El momento es delicado y pido tu colaboración. Una de tus manos, insegura, se cuela entre tus piernas, agarra mi pene y la acomoda a la entrada de tu ano. El generoso nivel de flujo que me has aportado es suficiente para que al más leve movimiento, mi glande asome sensiblemente dentro de tu culo, y ahogues un suspiro sordo. Tu rostro ladeado, pegado a la pared, permite que admire la perfección de tu perfil, cincelado, pómulos orgullosos, ojos entreabiertos, labios hundidos por el deseo.

Descansas tu espalda sobre mi pecho, quizá interpretando que una vez estoy dentro de ti ya no puedes caerte. Tus cabellos me invaden el rostro y busco tu nuca con la punta de mi lengua. Cada vez estoy y me siento más dentro. Cada centímetro que tu cuerpo desciende lo noto en mi pecho, por el cual tu espalda se desliza sin remedio. Finalmente, alzando mi cuello, alcanzo tu oreja. Juego con ella, mi lengua, mis dientes. Cinco puntos te unen a la pared. Tus manos, tus rodillas sujetadas por mi, y tu mejilla. Cuando mi verga queda completamente insertada en tu culo, te giras un poco más y buscas mi boca. ‘No voy a entrar en tu habitación’, me susurras, mientras noto tu aliento cálido en mis labios. Lo imaginaba. ‘Quiero llevarme dentro algo tuyo’, rematas.

Con cuidado, flexionando mis rodillas, hago reposar tus pies en la moqueta del suelo. Manteniéndote aún contra la pared, mis manos estallan un par de veces contra tus nalgas al tiempo que, enfebrecido, inicio una serie de embestidas dominadas a partes iguales por el deseo y la rabia. La rabia de saber que el hecho que no entres en mi habitación no es más que un símbolo, una marca ardiente de dolor en el corazón que los dos sabíamos que nos cincelábamos mutuamente cuando nos miramos por primera vez a los ojos.

El orgasmo te sorprende antes que a mí, mientras tus dedos tamborilean sobre tu clítoris mientras recibes mi vaivén con avidez. Tus nada tímidas contracciones hacen que tu culo se estreche alternativamente y noto cómo mi piel se adhiere a tus paredes interiores y la embestida se hace insoportable. Un suspiro ahogado me revela que notas mis primeros chorros al tiempo que un rugido se despierta en el fondo de mis cuerdas vocales. Arqueas el culo y dos de tus dedos acarician y envuelven mi miembro aún insertado en tu ano. Querrás retener esa sensación. El silencio que sigue me hace entender que seguro hemos sido oídos por alguien. Aún así, permanecemos inmóviles dos minutos que aprovecho para enredar mis dedos en tu pelo rubio.

Cuando inicio el movimiento atrás para separarme, corres a colocar un dedo en la puerta de tu ano, y lo masajeas mientras un esfuerzo muscular se orienta a cerrar ese agujero.

Te yergues y tus faldas caen mientras me subo mis pantalones sin dejar de mirarte. Unos leves toques estudiados te son suficientes para dejar tu aspecto como si no hubiera pasado nada. Mientras me quedo inmóvil en el medio del pasillo, das un paso adelante, me colocas tu mano en el lateral de mi cuello y me besas los labios, de manera firme pero sin abrir la boca. Cuando te apartas, una lágrima asoma tímida en cada uno de tus ojos, que ahora brillan. Una de ellas queda suspendida por un largo segundo en tu párpado inferior, y finalmente se desploma pómulo abajo. Contraes la nariz en un gesto casi involuntario, y te giras, avanzando por el pasillo en dirección a la salida. El vacío es absoluto, la moqueta absorbe tus pasos.

No espero a verte desaparecer. Mis pies se dirigen en dirección contraria hacia la habitación que tengo asignada. Cuando llego a la puerta, una última mirada me demuestra que en ese momento ya te dejas acariciar el rostro por el sol de media tarde. Una vez dentro, ahogo un gesto destinado a golpear con el puño esa puerta. En lugar de ello, poso mi frente simplemente en la madera fría y seca. En mi gesto típico de vaciar los bolsillos en el primer sitio que se me ocurre, juntamente con las llaves y la calderilla, asoma tu tanga, blanco como tu falda. Lo aprieto dentro de mi mano y mis pulmones se hinchan mientras la prenda se desliza entre mis dedos y se deposita mansamente en el interior de mi bolsa de viaje. Eso irá conmigo. Leve venda a una nueva herida producida por un ensanchamiento del corazón.