El pasajero de un tren sin nombre

Cuando amaneció me sentí más puto que el día anterior

1

Fue un día como todos, solo que cuando amaneció me sentí más puto que el día anterior, que no lo era o, al menos, no lo percibía con tanta intensidad.

Por esa época supe obviar las diferencias y marché a cumplir las obligaciones diarias.

No sé si las personas tienen entre sí una conciencia más allá de los límites racionales.

Lo cierto que en esa jornada me sentía más observado que de costumbre por otros vergones que, con sus miradas lascivas, calentaban mis nalgas. Tal vez eran mis nalgas las que incitaban sus deseos.

Y me sentía más grácil y etéreo que antes, pero lo mismo caminaba en la tierra martirizado por gases que me ruborizaban.

En el centro todo fue como siempre, salvo que en el meadero no podía retirar mis ojos de las porongas de mis contertulios ni podía saltearme un certamen de meadas.

Mis condiscípulos fueron más incisivos definían aspectos de esa nueva sensación: “hoy estás muy linda”, “estás más buena que ayer”; “que culo que tienes”, “dichosos los que te mueven el alma”; “mi verga ha nacido para culos como el tuyo”; “te haré gozar hasta por los agujeros de la cara”, “si tu culo es al portador, lo portaré hasta el infinito”; así, de los dichos pasaron a las manos en mis nalgas.

En ese momento yo no comprendía que sólo eran juegos de amor, una preparatoria.

Uno de los tantos que llegó a invitarme “a la salida vamos al castillo y te romperé el culo”, jamás concurrió.

Estaba espantado y alborotado del ambiente que se había desatado.

Lo que ayer parecía un juego infantil, hoy era una amenaza; lo que hasta ayer era una quimera, hoy, una posibilidad. No había temor, sino curiosidad.

A Fernando, con quien tenía poca conversación hasta entonces y que vivía por mi barrio, le propuse que fuéramos caminando juntos y, levantándose de hombros, dijo “si tú quieres”.

A medio trayecto, sin tragar saliva inquirió: “¿Por qué tuviste julepe en venir solo o con tus compañeros de siempre?”

—No sé, respondí, tú me pareces más serio y no estás para tantas huevadas.

— ¿Huevadas?

—Sí, ya sabes, las orteadas y esas cosas.

—Tienes un buen culo, dijo mirándome desde atrás. ¿El mío te gusta?

—Déjame que te vea.

—Puedes hacerlo, contestó adelantándose. En su pantalón se marcaban las protuberancias de su trasero y la costura parecía ensartársele en su raya. Sus caderas se bamboleaban al compás de sus pasos y no dudé en exclamar “está bueno, mejor que el mío”.

Supo que no mentía porque mi traste solo me interesaba a mí.

—Nunca nadie lo supo, pero a mí me gustan que me orteen, aseguró.

La respuesta me dejó tan helado como gato en la zorrera.

—Pues no sé si me agradan, lo que me molesta es la forma en que lo hacen. No me gusta la prepotencia.

—Es cierto, para bailar hacen falta dos; ¿sabes bailar?

—No, dije.

—Puedo enseñarte, ¿quieres?

—Si quieres.

Llegar a mi casa fue un oasis. En el diario que nunca escribí, anoté: “mis dudas parecen disiparse, también hay otros a los que le gustan los toqueteos, no soy el único. Si es así, los otros sueños y deseos deben no ser únicamente míos. Cuando me anime, preguntaré”.

Después, repasando el día antes de dormir, la verga se excitó con solo pensar en Fer.

Y el resultado fue el esperado, la cama encremada.

Al día siguiente le pregunté “¿por qué te gusta?”;

—“No sé, tal vez porque me sentía feo y quería que algo de mí les gustara a los demás”, respondió.

Al tercer día el me indagó: “¿Por qué te molesta que te toquen?”

—Ya te dije —hablaba lento, como eligiendo las palabras— por las formas; si fueran más suaves, si buscaran algún acercamiento, si no fueran tan impersonales y acotados al instante en que lo hacen y nada más, sería distinto. En el fondo, no me molesta, pero no deben saberlo, respondí.

Fer me miró pensativo: “Sígueme, dijo, y entró en una casa abandonada que había en nuestro camino, no tengas miedo”.

Lo seguí en una excursión entre habitaciones desiertas hasta una discreta y oculta, desde cuya ventana solo se contemplaba el infinito.

Se paró delante de mí, dándome la espalda. “Ortéame”, pidió.

Me sentí raro, no sabía cómo obrar ante el pedido expreso pero, con la torpeza de las primeras caricias consentidas a un culo ajeno, asenté tímidamente mis manos en la juntura de sus nalgas y mi dedo quiso avanzar entre sus carnes.

Sentí que su orto se inclinaba hacia mi mano.

“Me gusta, sigue”. Esta vez me animé a usar las dos manos abarcando su redondez y no dudé en llevar los dedos por lo profundo de su raja.

“Me gusta tu culo, ¿te gusta cómo lo hago”?, pregunté.

Se giró y me abrazó.

Mi cabeza en su pectoral solo sentía los ruidos corporales de sus latidos y el ritmo monótono de su respiración.

Apretado a él, su mano tomó mi cara, su boca abrió la mía y su lengua me invadió acariciándome por dentro, llenándome con su saliva y haciéndome respirar su aire.

“Linda”, dijo, y me separó dejándome apabullado.

Para no sentirme abandonado me aprehendí a él, saboreando su olor.

Tomó mi boca y volvió a llenarla de sus labios, su prolongación y su aire.

—“Ese fue mi beso, mi sello, me gustas y quiero que lo disfrutes”, dijo cuando yo aún estaba entre las nubes en las que me había dejado flotando y alelado.

Con la rapidez de un rayo sus manos desabotonaron algunas de mis prendas y, poco a poco, fue conquistando mi piel con sus caricias.

Nada hubo entre él y yo que no sea su lengua.

Y nada hubo entre él y yo que no fuera mi permisión.

En el diario que nunca escribí, puse: “fue una vuelta inolvidable”.

2.-

Y Fer fue el pasajero de un tren sin nombre.

Y yo fui el convoy que llevó el peso de su viaje y el mío.

Fer me enseñó que podía seducirlo y a él le enseñé el fuego contenido en mis ataduras.

Y me hizo suyo y me hice de él, aún sin haber conocido su potencia.

Dos días después, en el mismo lugar, me apretó los hombros hacia abajo hasta que mis rodillas se clavaron en el piso y, ante mí, su carajo despertó acariciando y flagelando mis cachetes. Con su mano guiaba su pija por toda mi cara; desde la frente hasta la quijada, rozaba su verga como un monstruo amable, jugando entre el mimo y el azote.

Ese primer maridaje de rostro y pene estaba estimulado con el olor de sus bolas que invadían mis fosas nasales.

Sus azotes peneanos y su aroma me vencieron y mi boca no dudó en saborear su espiga de gusto salado con un dejo ácido —luego lo sabría— de pajas y meados acumulados. Aprendí a captar su gusto e identificar su aroma.

Fue él quien me enseñó el placer de sentir el gozo de la otra persona dibujado en sus gestos, subrayado por gemidos y bramidos.

El sabor de su instrumento masajeado por mi boca era el enigma recién descubierto.

Me rogaba, me imploraba que parara; pero yo, asumido en el papel de hacer gozar y deleitarme con el gozo del otro, no soltaba su miembro. Seguí con mis caricias hasta que las contracciones lo quebraron y el bramido acompañó las chorradas de espeso y sabroso semen con que llenó mi tragadero.

Lo miré y me ordenó “trágalo”.

A partir de ese momento él ordenaba y yo obedecía.

Días después, me citó a su casa porque estaba solo.

Ni lerdo ni perezoso deseché la holgada y me enfundé la ropa que me quedaba como segunda piel; me contemplé en el espejo observando que mis piernas y culo no tenían nada que envidiarle a cualquier chirusa, pedí permiso a mi madre, y partí en su busca.

En la calle me crucé con los groseros de siempre que me dijeron “qué culo”, “tengo la verga que necesitas”, “cada vez que te veo, más te culearía”, “no me digas que eres virgen”; “que cara de chupa vergas”, y otros piropos que sonaron a música en mis oídos.

Al tocar el timbre en la casa de Fer, me arrepentí de haberme vestido así. Realmente me sentía mal porque, ahora, podía desprestigiarlo y eso era lo último que quería.

“Hoy no chirrió la puerta cuando Fer la abrió. Con la alegría de un beduino en un vergel me hizo pasar y, una vez a resguardo de mirones, me hizo rotar como modelo para deleite de sus ojos y de sus manos porque, con la excusa de acomodarme la ropa, me dio una flor de manoseada que contribuyó a aumentar la calentura que yo mismo había iniciado”, anoté en mi diario nunca escrito.

“Estás más linda que ayer y menos que mañana”, me dijo al oído lengüeteándome el lóbulo; ese contacto me estremeció tanto que tiré mi culo hacia su verga. “Mamita, estás riquísima”, le salió del alma, llevándome a su habitación.

“Hoy será un gran día ambos, no hay vuelta atrás”, afirmó mientras desprendía los botones de mi camisa y avanzaba sobre mi piel; sus manos eran inexpertas pero que sabían cómo calentarme.

Cuando sus labios y su lengua trabajaron mis tetillas, comprendí que era un viaje de ida. El cosquilleo que me produjeron sus arrumacos repercutía como rayo en mi bajo vientre, desatándome una sensación de deseo nunca percibida con tal intensidad.

A la apertura de la hebilla le siguió mi desnudez en un solo acto y no me opuse a que sus manos ávidas descubrieran poros nunca vistos.

Mi ropa descansaba a mis pies cuando me pidió, “sácate todo”.

El tiempo que ocupé en liberarme de las ajustadas prendas, fue utilizado por él para quedarse adánico.

Pese a mi calentura, mi pene aún estaba fláccido cuando mi vista se posó en su poronga. Llevó mi mano a su sexo: “tócala, conoce lo que te hará gozar hasta el alma”; el contacto con su verga no dejó de estremecerme porque era la primera vez que tenía en mi palma una máquina de persuadir tan potente, pero no me causó el temblor que había imaginado.

“Fer, vas demasiado rápido —me sinceré cuando sus dedos hurgaron mi ano— “quiero que nos sentemos y que digas qué hacemos cuando no hacemos esto”.

De un tirón sacó el cubrecama y nos sentamos despelotadamente.

Fue mi mamo la primera en prenderse de su misil, observarlo y decirle “que duro que lo tienes”; “porque te desea”, respondió. “Que caliente”, dije; “porque quiere incendiarte de pasión”, retrucó; “que grande, me va a doler” inquirí; “los hay más grandes y gruesos; seré suave, te dilataré lo suficiente para que no te duela, quiero hacerte el amor y no cogerte como perra”, dijo.

Mi cabeza se apoyada en su hombro, su brazo me envolvía, cuando le pregunté si tenía experiencia y si sabía lo que hacía.

Orondamente me contestó que “sí”, “abrí algunos culos, todos quedaron satisfechos y continuaron el tratamiento”.

Sus palabras caían en mí como baldazos, haciéndome sentir un ingenuo al haber pensado que sería el primero o el único tal vez, pero la historia ya había pasado.

“No quiero ser uno más”, me salió del alma en el momento justo en que su virtuoso pendorcho vencía la inútil resistencia de mis labios y se instalaba en mi comedor comunicándome su ardor y su ansiedad.

Hice lo que pude con su objeto de placer entre mis labios, sacándolo y metiéndolo, llenando de saliva y arrancándole jadeos, un premio para mis oídos dada la propia inexperiencia. Me gustó saber que mi lengua en su glande enrojecido pudiera disparar su arrebato.

“Tu no serás uno más, sino el encontrado después de tanta búsqueda; el resultado de mi aprendizaje y la afinidad que nos junta”, afirmó.

“No entiendo lo que dices, pero me gustan tus palabras”, dije mientras él me cerró el pico con beso de lengua que me llegó hasta la campanilla.

En ese momento estaba sentado en sus piernas, frente a él, con el culo naturalmente abierto por la posición, situación que fue aprovechada por Fer para acariciarme el ojete con su dedo mayor.

Su roce circular me estremeció, jamás imaginé que la dígital ternura pudiera generar tanta calentura.

“Ven, acuéstate, déjame que te ablande, estás muy tensionado”.

Un edredón debajo de mis tripas fue la clave para que mi culo, levantado, se ofreciera al placer que me pudiera deparar. ”En bandeja de plata te doy mi traste”, pensé, mientras sentía los primeros arpegios que tañía mi culo con su dedo envaselinado.

“Relájate, ponte blandito para que no te duela y aprendas a gozar”. Yo hacía lo que podía, “vas bien, más blandito, me gusta tu culo; te lo he dicho muchas veces; ya, no te cierres; haz fuerza como para cagar y abrirás el culo”.

Tuvo razón, a la primera que lo hice el dedo mayor entró quien sabe dónde.

“Ay, es grande, me llegaste al fondo”, me quejé.

“No seas mujercita, aguanta como hombre que te gustará”.

Otra vez tuvo razón.

A medida que mi esfínter se acostumbraba a su porte, su presencia empezaba a ser placentera.

Lentamente comenzó a sacar y meter su dedo; después, también a girarlo dentro mío; mi culo respondía instintivamente apretando, soltando y batiendo su pedúnculo.

Cuando su tentáculo llegó a entrar y salir con facilidad —y era evidente mi gusto por el masaje— un segundo dedo se sumó continuado mi dilatación y ensanchamiento: entraban, salían, giraban.

Vencida la resistencia de mis músculos cesó la tensión y una tercera prolongación agrandó más el sendero del sol, aunque esta vez la defensa de mis músculos fue sensiblemente menor y la lujuria se apoderó de mi culo más rápida e intensa.

“¿Ves que es lindo?, decía, tienes un culo bien cerradito, calentito, redondo y parado como trasero de mujer”.

Sacó sus dedos y los volvió a meterlos embadurnados en substancia dilatadora que esparció en las paredes interiores de mis tripas; en su verga se colocó abundante ungüento.

Apuntó a mi agujero; su bálano jugó primero con mi argolla haciéndose sentir. El calor de su glande en mi puerta trasera exacerbó mi temor, pero la suavidad de su piel al palparme por primera vez disparó el botón secreto y mi puerta se abrió; era yo quien lo comía y colaboraba en su camino a mis entrañas.

“Ahora conocerás a Dios”, dijo mientras su herramienta avanzaba en mi cueva ya abierta por sus dedos.

“Despacio, más lento, no tan fuerte, arde”, pedía.

“¿Quieres que me baje?“

”No, sigue”.

“Es hermoso culearte así, despacito, que me sientas tu macho, que aprecies cada milímetro de mi carne. Mi hueso en ti es dios hecho vida” decía.

La verga penetró. Toda su extensión se transformó en el despertar de un volcán solo intuido hasta entonces en los sueños más calientes.

Como una obra de arte, sus pendejos se grabaron en mis nalgas, y mi cuerpo se tiró hacia atrás para forzar su arremetida.

“Más”, rogué.

Su choto me perforó a lo largo y me estiró a lo ancho: “Que grande, me llega a la garganta”.

El entendió que era un sí y comenzó a mecerse sacándome jadeos, gimoteos y ayes de placer,

Sus movimientos en mi interior me hicieron vivirlo macho y bullir en hembra suya.

“Es hermoso”, dije sin pensarlo.

El me acomodó en cuatro para bombearme, gozarme y complacerme más aún.

Su hombría se sentía más grande y potente.

Para poseerme toda asentó su mano sobre mi sexo y ese solo contacto me hizo explotar deslechándome; las sucesivas contracciones se tradujeron en espasmos de mi esfínter pletórico de verga, causándome un placer hasta entonces desconocido.

A la sabida sensación de la eyaculación, se sumaron las del orgasmo anal que, amesetado y más, fue mucho más intenso y pleno cuando sentí sus corcoveos y sus emanaciones inundaron mi ojete.

Luego, el relax post orgasmo; su pértiga poseyéndome aún en el descanso del guerrero; la sed de mimos; la emoción de sentirlo volcado en mi espalda cubriendo mi desnudez, su territorio recién abierto.

“No lo saques, no te bajes”, pedí.

Un piquito en mi cuello fue su respuesta.

Toda palabra estaba dicha y toda acción había sido cumplida.

La manguera aún puesta en mi conducto auguraba una noche plena.