El pasado golpea con fuerza

El sexo puede ser una buena forma de recordar. Palabras clave: cruising, serie.

-        T va discret?

-        Sí. ¿qué quieres hacer?

-        M la chups y te follo. Sin caras.

-        ¿No pasas foto?

-        No, soy my discrt.

-        ¿De cuerpo al menos? Guay, este soy yo.

-        Me va. ¿Qdamos entncs?

-        Vale, en el callejón debajo de mi casa, donde te dije.

-        Manda ubicación. Ok, llego en diez minutos.

-        Ok

Jaime dejó el teléfono sobre el escritorio e hizo girar su silla, deteniendo su mirada en la butaca al lado de la ventana, almacén improvisado de ropa recurrente provisto en ese momento con los vaqueros y la camiseta de la mañana. Calibró unos instantes acerca de su conveniencia para aquella situación y terminó levantándose para ir al armario, donde comenzó a rebuscar entre las pilas de ropa, sacando de una de ellas, al fondo, un pantalón de chandal ajado, una camiseta de generoso tallaje y unas zapatillas raídas con descosidos en los laterales. Se lo vistió tan mecánicamente que le vino a la mente la comparación con el obrero que se pone el uniforme de trabajo antes de entrar a la fábrica. El pensamiento quedó levemente cuestionado al subirse el pantalón, pues difícilmente los operarios mostraran tanta satisfacción ante la perspectiva de iniciar sus labores. Ya en la entrada, se miró en el espejo, alborotó su cabello hasta darse una imagen desgreñada y se pasó la lengua por los dientes. Del cuenco de las llaves cogió las suyas y sacó la del coche devolviéndola a su lugar. Estaba listo. Salió dando un portazo.

Bajó corriendo las escaleras. En el tercero un señor canoso esperaba el ascensor.

-        ¡Buenas noches! – Saludó este con la animación propia del que ya no esperaba nada del día y recibía un regalo fortuito - ¿Otra noche de ejercicio?

-        Sí – le respondió deteniéndose – me relaja antes de ir a dormir. – Se mantuvo trotando impaciente con la esperanza de que el sonido de sus suelas golpeando el suelo transmitiera el mensaje adecuado.

-        Seguro que es sanísimo – convino aprobatorio – Ya se te ve acostumbrado. Varias noches te veo salir.

-        No tantas, no tantas – le corrigió - solo si siento que puedo sufrir una desvelada. Entonces me doy prisa en correr un poco.

-        Pues haces bien. Tomar medidas y corregir, eso es lo que hay que hacer cuando uno tiene un problema. Ahora es el laissez faire absoluto, todo el mundo deja las cosas correr… ¡Como tú ahora, vaya! – Se rio de su propio chiste - Vamos, no dejes que te entretenga y sal pitando, que se ve que ya vas encendido.

Asintió agradecido mientras le dirigía una sonrisa rápida.

-        Le dejo con su permiso. Buenas noches.

Escuchó la respuesta del otro como un eco mientras se abalanzaba escaleras abajo. Inquieto por el tiempo perdido miró el reloj del móvil, sorprendiéndose por la falta de correspondencia entre su sentir y lo que marcaban los números. Tenía la impresión de que el señor había succionado los minutos cada vez que abría la boca como si del Maelstrom se tratase, atrapándolos en su verborrea inacabable; y, sin embargo, los datos mostraban que no había pasado de ser un remolino cualquiera como los que se forman fugazmente en los riachuelos someros. Intentó aminorar el paso, pero la inercia en su cabeza lo hacía imposible.

La noche lo recibió con el suspiro cálido y quieto de un lunes a mediados de junio, entrecortado solamente por las voces apagadas de un grupo de adolescentes sentados en las bancas del parquecito frente a su edificio; el aire olía a marihuana. Tomó la calle a la derecha y continuó hasta llegar adonde una callejuela se abría paso entre los edificios.  Al doblar la esquina abandonó la ciudad y se internó en la orfandad que la ausencia de planes generales de ordenamiento habían creado en algunas zonas de Vigo. Casas de una altura se mantenían tenaces ante la barrera de edificios que habían ido cercándolas y dejándolas ocultas para quien no supiera de su existencia. Construidas adosadas las unas a las otras, cada una según su propio criterio, tenían como punto común las chimeneas en sus tejados, que parecían cigarrillos que algún gigante hubiera ido aplastando; algunas mantenían abiertas las ventanas a ras de calle, dejando ver plenamente el salón en el que los habitantes veían la tele mientras el aire corría de dentro afuera. Uno de ellos se giró para verle pasar, pero sin quedar impresionado.

Continuó, dejándolas atrás, bajando por una cuesta que daba inicio a una calle que se alzaba elevada varios metros sobre las vías de la estación de trenes, como un precipicio. En el lado contrario un par de villas resistían todavía, maltrechas, habitadas por okupas que se habían hecho cargo de su decadencia. Después solo había solares abandonados, invadidos por la vegetación que siempre tenía sus fuerzas listas para aprovecharse de la desidia, cerrados al fondo por otra muralla de edificios que mantenía aquel espacio recóndito. Las farolas se erguían del lado de la estación, como recuerdo de que aquel había sido un espacio urbano, no funcionando la mayoría e intermitentemente otras. Bajo uno de esos titileos atisbó la figura de HetDiscrt.

Desde la distancia la cara era inapreciable, pero el cuerpo sí parecía coincidir con el que había recibido en la fotografía al no apreciarse ninguna redondez; sin embargo, fumaba. En la oscuridad una lucecita roja titilaba periódicamente, oculta entre una nube intermitente. Los intervalos eran cada vez más cortos. Cuando Jaime se encontraba a unos pocos pasos el cigarro salió volando describiendo una curva en el aire y un sonoro suspiro dejo salir los últimos restos de humo. Giró la cabeza hacia el lado contrario del que venía Jaime y se puso en marcha, internándose, saltando los escombros de un muro derrumbado, en un solar ocupado por la maleza. Lo siguió.

Iba caminando por un sendero hendido a base de los pasos de pretéritas parejas. La luna, en el cielo, iluminaba el campo como un faro mientras dificultaba su andar al crearle una sombra frente a sí. Sin embargo, continuó andando posando sus pies en las huellas que HetDiscrt iba dejando en el suelo. El muro lateral que cerraba el espacio no continuaba en línea recta, sino que se abría, aproximadamente por la mitad, diagonalmente hacia la izquierda. El guía aprovechó ese recodo para meterse ahí y desaparecer así de la vista de cualquiera que pasara por la calle, más abajo. Jaime vio como se detenía y, continuando de espaldas, abría sus piernas formando un triángulo y dirigía sus manos al frente. Siguió hasta estar a su lado; su voz le interrumpió.

-        No te gires. Sin caras.

Un eco comenzó a crecer en su cerebro, pero lo dejó reverberando para continuar con lo que había ido a hacer.

-        Claro, no te preocupes.

Mantuvo la vista dirigida hacia lo que se adivinaba del miembro del chico. La luna daba a Jaime de frente, por lo que el cuerpo del otro quedaba en penumbra. Un simple brillo advertía de la presencia de un glande al descubierto, rezumante. Tragó saliva. Acercó su mano y rozó la piel; el falo tembló ante el contacto, como un animal salvaje. Jaime se dio cuenta de que el cuerpo del otro temblaba.

-        ¿Estás bien?

-        Solo agáchate y ponte a ello.

Jaime sonrió con emoción; si bien no era la primera vez que hacía algo así con un supuesto hetero, sí era el único que se había encontrado tan nervioso como este estaba demostrando. Se relamió dispuesto a aprovecharse de la situación. Agarró con firmeza el falo y comenzó a deslizar su mano de arriba abajo mientras se agachaba para ponerse a la altura. El olor a jabón entremezclado con el líquido preseminal le llegó nada más tenerla enfrente. La mantuvo agarrada y comenzó a rozarla con su cara, pasando su nariz a lo largo del glande, del tronco, de los testículos que colgaban laxos por el calor. Resistió las ganas de lamerlos y comprobó como el otro sufría mientras se balanceaban por el movimiento nervioso de las piernas; dejó que su aliento cálido escapara y besara el escroto. Posó sus labios en el nacimiento del tronco, por abajo, y fue hacia el glande acariciándolo así, rematando la ruta con una relamida alrededor de este.

HetDiscrt agarró el falo con su mano; el músculo latía bajo la presión. Lo blandió contra la cara de Jaime, azotándolo con él. Este abrió la boca y sacó la lengua para recibir los golpes. Cuando se quedó quieto, apoyado sobre ella, Jaime lo engulló. Sus labios secos dificultaban que pudieran deslizarse fluidamente, por lo que hizo una inmersión paulatina a medida que la iba ensalivando. En el interior, el músculo parecía engordar por momentos, por lo que acomodó su boca para darle cabida más fácilmente. Ante el roce con las paredes bucales HetDiscrt gimió.

De cuando en cuando su mano rozaba la cabeza de Jaime, dejándola flotar unos segundos, dudando si posarla o no y retirándose inseguro. Jaime comenzó a moverse a lo largo de todo el miembro; intentaba llegar todo lo más hondo de lo que era capaz para mostrarle al otro de lo que era capaz, como una invitación a que él tomara el control. Iba intercalando la velocidad, con espacios en donde lo hacía más rápidamente para luego ralentizar y volver a empezar. Del glande salía, periódicamente, oleadas de líquido preseminal que Jaime paladeaba volviendo al glande para mamar de la fuente. Un espasmo recorrió el cuerpo de HetDiscrt.

Roberto alternaba la visión de la cabeza que engullía su falo y la constante vigilancia de la calle todavía desierta. Arqueaba su espalda hacia atrás para mirar a través de la esquina, pero seguía concentrado en la alternancia de la húmeda calidez y el frescor que quedaba cuando la boca abandonaba el tronco y la saliva que lo recubría recibía directamente la brisa de la noche. Una marabunta brotaba entonces, avanzando por su cuerpo invadiendo cada célula, contrayendo sus músculos y generando un gemido incontenible que expulsaba hacia la noche. Las invasiones eran cada vez más frecuentes e intensas, amenazando con un final más precoz de los deseado. Cogió la cabeza del otro con sus dos manos y la obligó a abandonarle.

La interrupción fue tan brusca que Jaime se quedó momentáneamente desconcertado ante el vacío que se había generado en su boca. Alzó su cara para comprobar que todo estuviera yendo bien, pero se encontró con la mano del otro que se lo impedía. Se quedó de rodillas, indeciso.

La confusión le llegaba nítida como el olor de la hierba aplastada; sabía que el corte había sido demasiado repentino y que la falta de explicación podía ser entendida como descortés, pero no quería hablar más de lo necesario y le parecía claro que el otro no tenía pensado irse sin haber terminado. Se agarró la entrepierna con firmeza, centrando la presión en la base del miembro para intentar crear una barrera que impidiera a las hormigas seguir campando a sus anchas.

-        ¿Todo bien?

-        No te preocupes. – Debía ganar algo tiempo para lograr recuperar el control y al mismo tiempo necesitaba ir poniéndole fin. – Ponte en pompa.

A Jaime le sorprendió el cambio repentino, pero se sentía deseoso de alojar dentro de sí aquella herramienta, por lo que asintió y se puso a ello.

Le vio girarse y buscar la forma más cómoda de conseguir la postura adecuada. Había un árbol mediocre que se retorcía un poco más arriba cuyo tronco serviría como soporte adecuado. El chico caminó hacia él, desabrochándose el pantalón por el camino y dejando al aire su trasero, una perla brillante bajo la luz de luna, asomando a cada paso. El miembro de Roberto se alzó como un pescador, sumergiéndose en la oscuridad buscando llegar a la ostra que se abría tentadora. La sensación del anillo cerrándose en torno le hizo resoplar.

Dejó su trasero sobresaliendo, abrió las piernas, dirigió una mano a su miembro, la otra fue a abrir sus nalgas, pero se vio interrumpida por la de HetDiscrt, que se abalanzaba ya. El tacto era frío, su palma y dedos sorprendían congelados en el tórrido ambiente veraniego, cerrándose en su nalga, apretándola, palpando la calidad del género que había recibido. La otra se posó en su gemela y repitió el mismo proceso, en solitario inicialmente y a la par, perfectamente coordinadas después. La variación de temperatura le producía escalofríos haciendo que los músculos por debajo de la cintura se tensaran violentamente, cerrando su agujero.

Roberto notó la dureza repentina bajo la carne magra. Las puertas que se ofrecían abiertas se habían cerrado al contacto rudo de sus manos, como la válvula de una ostra ante el peligro. Agarró su miembro y lo apuntó hacía la línea del medio, dirigiéndola a lo largo de su longitud, restregando por ella su glande, manando nuevamente líquido. La piel del otro estaba hirviendo y le parecía que lo hacía bullir al contacto. Cuando lo deslizó de vuelta hacia arriba se detuvo en la mitad y lo dejó ahí, manteniendo una presión continua; sus manos apoyaron la ofensiva agarrando los glúteos, empujándolos hacia el exterior para que la válvula cediese y poder llegar al secreto. Una lasitud súbita permitió a su pene hundirse hasta tocar fondo. Suspiró.

Gimió. Hacía demasiado tiempo que un glande no se abría paso hasta su ano. La cabeza del miembro apretaba, resbalando por lo aceitosa que estaba, luchando por mantenerse e ir más allá. Sus intentos eran diáfanos. Hizo fuerza. Su esfínter floreció. El glande aceptó la invitación, atravesando el anillo, avanzando lentamente. Se detuvo. Jaime dejó escapar un gemido de frustración. El cese del rozamiento, a pesar de la solidez que le atravesaba, le dejó una sensación de vacío que le angustiaba. Hizo fuerza en el árbol con las manos y usó el impulso para empujar sus caderas hacia atrás. Necesitaba llegar hasta el final de aquel falo.

Le sorprendió que el otro comenzara a moverse. Vio como el ano engullía su miembro como una boca famélica, cerrándose sobre el tronco y tragando, las paredes presionándolo mientras se adentraba más a fondo. El calor lo envolvía. La marabunta retomaba su expedición. Aceleró el proceso agarrando las caderas que se le ofrecían y terminando de insertarlo con un golpe sordo. Sujetó con fuerza las ancas para impedir que se movieran y lo mantuvo clavado estático, analizando con minuciosidad las reacciones en su piel. Pequeñas corrientes eléctricas le circulaban, latigueando su columna y haciéndole resoplar.

Disfrutó sentirse cebado. Las gotas de sudor le resbalaban por la cara, columpiándose por la punta de la nariz y regando el suelo; a veces, la caída recta se interrumpía por los resoplidos que hacían a la gota caer describiendo una parábola. Cerró los ojos concentrándose en abrazar el falo en toda su extensión. La barra hirviendo que le había penetrado le hacía enloquecer entre los vapores del calor y el lívido que le hacía estremecerse mientras se lamía los labios para recoger las gotas que se iban acumulando sobre el labio superior. Dejó escapar un grito, ahogado solo levemente para permitirse el desahogo. Había comenzado a moverse, liberando el espacio que había conquistado para ocuparlo nuevamente instantes después, rítmicamente, inexorable, llegando a veces más lejos incluso, pero siempre prudente regresaba a coger fuerzas, haciendo incursiones expedicionarias que preparaban un asalto más contundente que siempre acababa llegando. Cada vez que el glande chocaba contra las paredes de su cuerpo, de su boca se escapaba una mezcla de sonidos y saliva que demostraba la pérdida del control y la rendición ante aquel ejército con un solo soldado bestial. El traqueteo hacía que las manos se le escaparan del tronco, resbalándose entre las vibraciones y el sudor.  Enfrente suya, los edificios se alzaban iluminados por los recuadros de luz de las ventanas que daban a aquel descampado. En una de ellas un hombre fumaba ajeno, por la altura, al sexo que recibía.

Los gemidos convenían con el sonido de los golpeteos húmedos cada vez que las caderas se besaban. Roberto veía la espalda del chico arquearse hacia fuera cada vez que salía y hacia dentro, presionando con los músculos cuando se enterraba de nuevo. La camiseta comenzó a seguirle, adherida a la piel, se retorcía haciéndose notar.  Se la quitó, enrollándose en el proceso. La dejó caer. Volvió a agarrar las caderas del chico, aceleró los movimientos, imprimiéndoles cierta violencia. Bajó la vista buscando el triángulo que se formaba entre las colinas suaves; subió con los ojos mirándose el abdomen; apreció su dureza y sonrió satisfecho, relamiéndose y suspirando. Embistió con fuerza. Se le escapó un sonido gutural.

Abrió la mano y la separó, casi sin tiempo. Jaime resollaba. No quería eyacular todavía, antes de que el otro lo hiciera; alargando su propio placer. Los golpes en su interior eran como las campanadas, pero el constante roce, suave y fluido, representaba la reverberación que perduraba y transmitía el mensaje. Las manos de HetDiscrt, antes heladas, parecían ahora fundidas en sus muslos, como si el calor y el sexo hubiera hecho de los cuerpos uno solo. El aire se ondulaba sobre sus cuerpos.

Llegó a los oídos de ambos el crujido de las ramas antes que las voces y las risas. La vibración desencadenada por el pie quebrando el palo se transmitió veloz a través del aire, las orejas, recogida por el tímpano, derivada a los huesecillos del oído y analizada por el lóbulo temporal, que determinó la peligrosidad que acechaba en aquella cadena de movimientos casi imperceptibles. Solo el proceso de captación fue similar en ambos, pero las reacciones bebieron de sus experiencias pasadas. Jaime giró la cabeza en la dirección en la que provenían los sonidos, paralizándose brevemente mientras analizaba cómo quería reaccionar al respecto. Roberto abrevió todos los pasos anteriores, saliéndose del cuerpo del otro, el miembro flácido, agachándose para recoger la camiseta y el pantalón y vestirse con la misma celeridad. Jaime todavía continuaba en su postura anterior para cuando Roberto se había adelantado, colocándose detrás de unos matorrales que crecían frondosos hacia el fondo del solar. Le siguió a trompicones, mientras iba subiéndose los pantalones que llevaba por las rodillas.

-        ¡Agáchate! ¡Qué no te vean!

A Jaime le sorprendió la rabia oculta tras el siseo con el que HetDiscrt había pronunciado aquellas palabras. Se colocó junto a él tras la vegetación y se quedó observando. Su respiración parecía la de un animal encerrado.

Una pareja surgió por la esquina.

-        ¿Quieres ir más al fondo? – Invitó una voz de mujer.

-        No – Respondió un hombre. – Mejor nos quedamos aquí, que así podemos comprobar si viene alguien. Dale. Mamame la verga.

Desde donde se encontraban el hombre, argentino por el acento, estaba de espaldas y no podía apreciarse nada que no fuera la idea del acto en sí. Jaime se encontraba incómodo. La urgencia del momento había hecho que se colocara deprisa cuando hubo llegado, en cuclillas, y sus rodillas acusaban el cansancio. Comenzó a moverse para recolocarse, pero la voz de HetDiscrt le detuvo.

-        Estate quieto – susurró – No hagas ruido.

-        Es que estoy incómodo.

-        ¡Cállate!

La violencia en la voz contribuyó a aliviar la carga de sus músculos. El miedo había pasado a dominar su sistema límbico. Por otra parte, aquella palabra, con la inflexión y el tono en el que se había producido, le traía de vuelta el eco de un recuerdo lejano; no era nueva. Su uso se había ido multiplicando a lo largo de múltiples experiencias lo que le había acabado dando un toque automático y distintivo que ya había ejercido sobre él su influencia diecinueve años atrás, en una situación similar, aunque de consecuencias potencialmente más graves.

La hierba crecía alta y salvaje al fondo del terreno, descuidado a voluntad por falta de uso. Los tres niños, acostados en el suelo, retrocedieron lentamente hasta que sus pies tocaron el muro que lindaba con la carretera más abajo. Uno de ellos temblaba de forma violenta, otro simplemente miraba al frente, con expresión cadavérica; el último miraba alternativamente a uno y otro y se mordía el labio inferior mientras trataba de pensar qué podía hacer. El rumor de la hierba mecida por la brisa asonaba con el del tintineo de una cadena arrastrándose por un suelo de cemento lejano. Puso una mano sobre la espalda del que temblaba.

-        Tienes que calmarte porque si no Luna te va a oír. – Le dijo intranquilo pero intentando disimularlo. Vio como su brazo se contagiaba del miedo físico.

-        Pero tengo miedo – Le respondió con la voz casi en un llanto - ¿Qué vamos a hacer si viene? ¡Tienes que llamar a tu madre!

-        ¡Baja la voz! – Le siseó – Conseguirás que nos oiga. Si gritamos ahora vendrá corriendo antes de que mi madre pueda hacer nada. – Sacó su mano para evitar que el movimiento acabara atacándole todo el cuerpo – Lo que hay que hacer es saltar el muro y entrar en la casa por fuera, así…

-        ¡Yo no puedo saltar eso! – Sus ojos parecían salírsele de las órbitas de puro terror. Le miraba despavorido y el color se acumulaba únicamente en sus labios – Me voy a matar.

-        Te digo que te calmes. – No solo el temblor amenazaba con propagarse. Aquel pánico puro se derramaba sin contención. Se giro hacia el otro niño. - ¿Y tú, crees que podrías saltar el muro?

El chico lo miró de reojo, evitando cualquier movimiento que pudiera ocasionar algún ruido delator. Echó un vistazo hacia atrás, hacia el muro que les cloqueaba el paso y que suponía al mismo tiempo su única salida; parecía tratando de evocar lo más exactamente que podía la distancia que mediaba desde allí hasta la carretera para hasta encontrar un número lo suficientemente amable como para motivarle a hacerlo. Volvió la cabeza nuevamente hacia Roberto.

-        Creo que sí – dijo no demasiado convencido – Ya lo habíamos hecho alguna vez, ¿no?

-        Sí, sí – recordó Roberto – aquel día que viniste con Samu y apostamos a ver quién podía llegar antes al lavadero. – Le agarró el brazo, lo suficientemente fuerte como para infundirle ánimo sin generarle dolor. – Pues es lo mismo ahora; tienes que saltar e ir a la casa para avisar a mi madre en menos de un minuto. Eres rápido. No vas a tener problemas. – El otro parecía con la mirada perdida. Roberto cerró sus dedos en torno al brazo con algo más de presión. Los ojos se enfocaron en ellos y luego en la cara. – Sabes que puedes. Tienes que hacerlo ahora. Luego será tarde.

A lo lejos Luna dejó de ladrar y comenzó a gruñir. Comenzaba a enfadarse ante la presencia indeseada de seres al fondo de su territorio. Las uñas comenzaron a golpear rítmicamente el suelo de cemento.

-        Tiene que ser ya – Roberto insistió reforzando la tenaza. – Muévete despacio y salta sin hacer ruido. Luego corres.

El chico tragó saliva y asintió con la cabeza. Comenzó a retroceder arrastrándose, acuclillándose al llegar al muro. La hierba lo cubría todavía. Se tumbó sobre el canto. Echó un último vistazo a Roberto, quien le empujó con los ojos y se dejó caer.

Desapareció. Se mantuvo un instante viendo la silueta ida. Jaime la observaba también. Volvió a colocarle la mano en la espalda y este le miró; Roberto le sonrió. Jaime comenzó a devolvérsela, pero se cortó de inmediato ante un gruido inesperadamente cercano. Miró hacia la dirección en la que provenía el sonido y de vuelta a los ojos de Roberto. Estaba pálido. Comenzó a balbucear.

-        Ya está aquí. Tu madre no va a llegar a tiempo. – La histeria comenzaba a dominarle.

Roberto intentaba responderle calmado.

-        No te preocupes.  Va a ir volando, en cualquier momento escucharemos a mi madre llamando a Luna y esto se acabó.

-        ¡No! Me va a morder, nos va a matar – su voz se rompía con cada palabra que pronunciaba – te dije que no era buena idea venir al jardín.

-        ¡Cállate! – Le interrumpió furibundo y asestó sobre él su mirada como una bota, hasta que Jaime comenzó a hundirse aplastado por la presión. Al ver el efecto que había logrado se relajó. – Quédate así y verás que – alzó su cabeza sobre las hierbas - ¡Sí! – exclamó – Ahí está mi madre. ¿Ves? Te dije que no iba a haber ningún problema. Vamos, levántate – le tendió la mano mientras le sonreía.

Aquel día había hecho tanto calor como aquella noche. Jaime miró fijamente a HetDiscrt y moduló los labios para conseguir un susurro.

-        ¿Roberto?