El pasado golpea con fuerza 2
Después de la sesión de sexo interrumpida, parece que el misterioso HetDiscrt podría ser alguien conocido. ¿Qué ocurrirá en aquel descampado? Palabras clave: masturbación, serie.
Bajo el efecto de la luna, las hierbas eran púas de plata meciéndose con la suave brisa. En aquel ambiente irreal, los movimientos mecánicos de la pareja teniendo sexo contra el muro les hacían parecer autómatas de hojalata a los que les hubieran dado cuerda profusamente. El golpeteo se repetía monótono y saciaba de sonido el ambiente vacío. Roberto estaba lívido.
Se mantuvo agachado, casi completamente estático salvo por su boca, que se había abierto con incredulidad para cerrarse nuevamente sin que de ella llegara a salir una palabra. Su mirada, sin embargo, estaba sumida en un frenesí de emociones que se sucedían desde la perplejidad de verse nombrado, al miedo del desconcierto, cubierto luego por un velo de interrogación y rasgado finalmente mediante un odio acerado. Como destinatario único de aquellos ojos erráticos Jaime se estremeció, apartándose instintivamente sin poder liberar los suyos del agarre al que le estaban sometiendo los de Roberto. Se arrepintió de su pregunta, del momento que había escogido para hacerla, de no haberse quedado en casa aquella noche con lo cansado que había sido aquel día; enfangado en aquella tensión espesa, intentaba no ahogarse mientras le parecía que su respiración se agitaba sin parar y sonaba como un jamelgo tirando del arado.
Roberto se volvió a mirar a los otros. Un abismo de silencio se había abierto entre ellos y los jadeos de la pareja se perdían en su inmensidad sin que quedara un simple eco. Jaime se veía cayendo en él y su cuerpo respondía consecuentemente, con el estómago encogido y la garganta apretada por un nudo invisible, se encontraba paralizado por la intensidad de las emociones. Sus ojos le molestaban, incómodo por no saber dónde fijarlos, se debatía entre dejar que se perdieran usando como excusa a la pareja, que seguía ajena a todo disfrutando incansables, o vigilar los movimientos del otro, temeroso de que aquel frágil equilibrio de autocontrol se rompiera y terminara abalanzándose sobre él. Comprendió, cuando los gemidos lograron hacerse un hueco en su mente, que si nada había sucedido todavía se debía enteramente a ellos, y que aquel sexo era el combate que hasta entonces le mantenía a salvo. Empezó a implorar porque su aguante le diera a Roberto el tiempo necesario para serenarse.
Eran adolescentes, recién llegados a la mayoría de edad. El chico era como una vara de bambú al viento, arqueándose sobre ella o estirándose para coger impulso: fino, flexible, duro, fibroso; bajo su piel los músculos se marcaban naturalmente con cada movimiento que hacía, contrayéndose y relajándose rítmicamente. Con un brazo sujetaba una de las piernas de ella, manteniéndola en el aire formando un ángulo de noventa grados y separándola para facilitar la entrada a su sexo; con la otra mano le agarraba las caderas, empujándolas hacia sí en coordinación con su cuerpo para darle a la embestida una mayor intensidad. Tenía los pantalones a medio bajar, y sus nalgas lampiñas se asomaban a la noche, presentándole su dureza.
Ella estaba recostada contra el muro, estirando sus brazos sobre su cabeza y asiéndose a los ladrillos que había en el borde superior; sus senos, del tamaño y la forma de duraznos maduros, bailaban sin mesura el ritmo de aquella música lujuriosa. Sus gemidos eran suaves y ocasionales, contrastando con su furiosa respiración y movimientos agitados, y haciendo más real aquella imagen de ellos como muñecos a cuerda.
¿Sería verdaderamente odio? A pesar de su realismo, la escena no conseguía trascender más allá de sus ojos y en la cabeza de Jaime las preguntas se agolpaban impacientes. ¿Después de tanto tiempo? ¿Por tan poca cosa? Juntos habían pasado muchos años en los que vivieron variadas experiencias; quizás la última hubiera sido demasiado. Él se lo había advertido a Roberto en aquel momento, sobre las consecuencias que podría acarrearles si seguían adelante, pero el otro, seguro y risueño, había negado sus malos augurios invitándole a continuar. Era cierto que entonces él podría haberse negado, pero no se había encontrado con ánimos suficientes para ser el único con sentido común. Ahora, ¿cuánto tiempo había pasado? Quince años como mínimo, suficientes como para que todo hubiese quedado enterrado y se permitieran un borrón y cuenta nueva.
Los testículos del chico acompañaban al falo en sus entradas y salidas, desplegándose hacia abajo huyendo del exceso de calor. Cada vez que él lo enterraba en el sexo de ella, estos hacían un sonido característico, algo hueco, que se quedaba resonando en el aire, hasta que la frecuencia aumentó y ya no podía distinguirse el final de un golpe con el inicio de uno nuevo. Los movimientos frenéticos de la penetración hicieron que ella comenzara a emitir un gemido agudo, directo al tímpano, como un timbre que augurara el próximo término de la función.
El estómago de Jaime se revolvió ante la expectativa de verse abandonado mucho antes de lo que esperaba. Siguió observándoles, viendo como la pareja se abrazaba, sumiéndose en un éxtasis estático al sucederse las eyaculaciones entre un jadeo continuo y vibrante. De reojo comprobó que Roberto continuaba imperturbable.
Los chicos se besaron repetidas veces, sin cambiar de posición, antes de separarse para ponerse la ropa. Lo hacían en silencio, lanzándose miradas cómplices mientras sonreían ahítos, aprovechando que tenían que agacharse a recoger sus prendas para rozarse fugazmente. Ya vestidos, se pusieron en marcha, agarrados de la mano y todavía silentes, desapareciendo tras la esquina.
El golpe llegó de súbito sobre su hombro izquierdo, con violencia y dolor, haciendo que Jaime acabara en el suelo, tumbado boca arriba, con Roberto de pie sobre él. Su cara estaba enrojecida, contraída de rabia, y contrastaba llamativamente con los nudillos de sus puños cerrados, amenazadores, pálidos por el nervio que los mantenía tensos. Habló con un tono de furia contenida:
- Quién mierda eres y cómo sabes mi nombre.
Jaime se estremeció como una presa entre las garras de su cazador. Respondió balbuceante, intentando imprimirles a sus palabras un tono que sirviera para apaciguarle.
- Soy Jaime, del colegio. ¿Te acuerdas? Éramos compañeros en primaria, amigos. – Vio como Roberto se mantenía quieto; tragó saliva y continuó. – En serio, yo no quería molestarte ni nada. Es solo que cuando me mandaste callar me hiciste recordar y… pero no buscaba joderte o algo así, simplemente se me escapó.
Roberto le hizo un gesto con la mano para que se callara.
- No quiero que te me acerques ni me hables. Y como se te ocurra contarle a alguien sobre sobre esto te aseguro que te voy a correr a hostias hasta que me sangren los puños.
Su voz había mudado aquella piel airada por otra glacial, blandiéndola como una navaja que destellaba bajo la luna llena. Dio unos pasos hacia atrás, con la mirada todavía fija y se volvió hacia el camino, marchándose por donde la pareja lo había hecho previamente. Jaime se quedó donde el otro lo había dejado, la vista puesta en el espacio vacío que la silueta amenazante acababa de abandonar. Un dolor punzante en el pecho le recordó que debía volver a respirar.
Bastante después de que Roberto se hubiera ido Jaime seguía tumbado en el suelo. Se había dejado caer sobre la hierba, disfrutando de ese silencio poco serio de los campos por la noche, cuando las cigarras y los grillos toman el control del ambiente. Aquel concierto le ayudaba a sentirse mejor después de la tensión que había sufrido momentos antes; la melodía barría su mente facilitándole no pensar y permitiéndole recuperar la tranquilidad.
La luna se había ido elevando hasta alcanzar su cénit y su luz inundaba todo el solar haciéndolo ver como el escenario de una película en blanco y negro, con la brisa removiendo la hierba y los árboles. Un par de veces pudo ver a un gato saltando en plena cacería a través de las plantas, hasta que su desaparición definitiva le hizo pensar en la existencia de una presa desafortunada. No era la única. Cayendo suavemente, como lo haría una pluma, la idea de que Roberto no regresaría disculpándose se posó en su cabeza.
Respiró profundamente una última vez antes de levantarse, sacudiéndose, una vez en pie, los restos de hojas y ramas que tenía adheridos a la ropa y la piel. No fue hasta erguirse del todo que sintió su cuerpo molido; una fatiga que enraizaba en el día anterior y había ido creciendo, enrollándose alrededor de él hasta oprimirle por completo. Las malas noches y las preocupaciones de los últimos días habían sido fértil abono para el decaimiento que le consumía, haciéndole mirar con abatimiento el camino que le restaba todavía para llegar a su casa y poder acostarse. Tan solo la idea de que aquel cansancio le impidiera despertarse hasta la mañana siguiente le ayudaba a continuar adelante.
La luz del sol entraba con fuerza por las ventanas, bañando la habitación con una claridad excesiva para que el sueño pudiera seguir incólume. Se mantuvo con los ojos cerrados unos minutos, notando como su cuerpo iba despertándose también a medida que el sentido del tacto se iba haciendo eco de las sensaciones que rondaban su piel: el tejido suave de las sábanas, la colcha más áspera por encima y el calor corporal que impregnaba toda la cama.
Su mente continuó remoloneando segundos después de que el cuerpo se hubiera activado, jugando perezosa con los retales de sueños hasta que el escenario fue secuestrado sin prolegómenos y con toda la fanfarria: la situación con Roberto se desplegó, con su rabia como música de fondo, en todo su esplendor, y la evocación contagió al cuerpo de las imágenes y sensaciones que entonces le habían dominado. La cama dejó de ser un refugio y pasó a convertirse en un simple mueble sobre el que se encontraba apoyado, desnudo, indefenso y comenzando a sudar. Cambió varias veces de postura, buscando aliviar su incomodidad física, pero no le resultó.
A pesar de que la figura en pie de Roberto se proyectaba en su cabeza, Jaime luchó por evitar centrarse en aquella imagen, esforzándose por sustituirla por cualquier otra que no le fuera tan penosa. Poco a poco se abrió paso el momento en el que se agachó frente a él viendo su miembro erecto, con el olor enjabonado y su voz indicándole que empezara. Su propio pene reaccionó, levantándose con rapidez hasta alcanzar su máximo grado de rigidez. La noche anterior había terminado sin eyacular y sentía que se debía una al menos.
Agarró su miembro con la mano izquierda y comenzó a masajearlo subiendo y bajando el prepucio de forma pausada; cuando el glande quedaba al descubierto, aprovechaba para pasar sobre él los dedos de la otra, recogiendo las gotas que manaban de líquido preseminal y llevándoselas a la boca para lamerlos y paladear su sabor salado. Ahí dentro se imaginó que eran los de Roberto, pasándoles la lengua para ensalivarlos bien y llevándoselos después hasta su ano, donde los colocó en la entrada y comenzó a presionar mientras arqueaba la espalda para levantar levemente sus caderas. Fue penetrándose con calma, recorriendo con las yemas las paredes húmedas y cálidas, ávidas de que las llenaran en abundancia, y gimiendo ante las descargas que sus nervios transmitían. Fue acelerando el movimiento de ambas manos; su miembro palpitaba mientras en la punta iba acumulándose un cosquilleo que conocía bien, por lo que se detuvo de golpe, presionando el falo hacia abajo con la palma hasta que las sensaciones comenzaron a remitir. Dejó escapar el aire.
Volvió a comenzar, esta vez haciendo un anillo con el índice y el pulgar con el que rodeó la base de su pene y lo fue frotando al mismo ritmo que los otros entraban y salían por su ano. El esfínter, sensible de la noche anterior, se contraía con voluntad propia cerrándose sobre ellos e incrementando el roce y las sensaciones que recibía. Fue describiendo pequeños círculos con sus caderas, coordinándolos con el movimiento de sus extremidades para que fuera lo más fluido posible. Se detuvo de nuevo, sacando los dedos de su interior y llevándolos al glande para embadurnarlos con todo el aceite que salía; cuando los vio brillar, los dirigió de nuevo a la entrada, imaginándose a Roberto de rodillas frente a él con su falo en la mano apuntándole, y los hundió hasta el fondo con fiereza, iniciando un bombeo agitado que transmitió también a su miembro. Esta vez Jaime no impidió que el cosquilleo tomara el control, esparciéndose por todo su cuerpo y concentrándose en el glande que terminó estallando en varios chorros de semen saliendo disparados a lo largo de su pecho hasta el mentón. Ahogó un par de gemidos y exhaló un suspiró para dejarse caer sobre la cama. Tragó saliva. Así debería haber sido ayer, pensó.
Con cuidado para que las gotas no cayeran de su mano, cogió el papel que estaba sobre el estante que tenía encima y comenzó a agarrar pedazos con los que fue limpiando su cuerpo hasta quitar la mayor parte de los restos de semen, mientras iba tirando los usados al suelo. Cuando hubo terminado se levantó, recogió todo haciendo una bola para evitar tocar el líquido frío y se fue al baño. Ya eran las ocho.
- Hola mamá… sí, he pasado buena noche y me quedé dormido… es que estoy corriendo y no puedo hablar bien… ¿No te acuerdas? ¡Te lo dije el otro día! Hoy comienzo el ciclo de cocina al que me había apuntado… Sí, con ganas, pero no quiero llegar tarde y ya voy justo… No, no me falta mucho, pero prefiero apurar… Pues, no sé. Tenemos un descanso a eso de la una hasta las tres, pero no me queda bien para ir a casa, así que supongo que comeré por ahí. De todas formas, te aviso y si voy cogeré el bus, pero lo más probable es que me quede… Mamá, te cuelgo que ya estoy llegando… Sí, besos. Saluda a papá también. ¡Os quiero!
El colegio Manuel Antonio consistía en una agrupación de edificios, todos ellos construidos siguiendo el mismo patrón racionalista: pintados en blanco, tejados naranjas y elevándose tres pisos, cada uno de ellos ceñido por un cinturón de ventanas de marco metálico. El espacio entre medias estaba ocupado por un parking de asfalto, de trazado irregular, y algunas isletas de verde repartidas entre las esquinas, con un poco de césped, arbustos y árboles creciendo en ellas.
Al ser la hora de entrada, el paso de alumnos era constante, y en la entrada de cada edificio se iban acumulando formando grupos que seguían incrementándose a medida que otros iban sumándose, todos a la espera de que sonaran las campanas que marcaban el inicio de las clases. Buscó en los carteles el edificio D, dedicado entre otros al ciclo de cocina, y se dirigió hacia él a paso ligero, acelerando ante el sonido del timbre y comenzar a fluir los estudiantes hacia el interior.
En el vestíbulo, los estudiantes noveles se agolpaban frente a los paneles que indicaban las aulas a las que tenían que acudir, mientras que los veteranos iban directos a las suyas mirándolos con condescendencia. Jaime se dirigió al tablón con el cartel para los de primer año y estiró el cuello para buscar su nombre por encima de todos los que hacían lo mismo. Al acercarse se dio cuenta de que la mayor parte de los que se encontraban ahí tendrían la edad de la pareja de la noche pasada. Lanzó un suspiro por lo bajo ante la perspectiva de encontrarse con personalidades a medio cocer.
El aula que tenía asignada resultó ser, para sorpresa suya, clásica: pupitres y sillas verdes, como los que le habían acompañado a lo largo de toda su vida escolar, se ordenaban formando hileras continuas y divididos por un pasillo en el medio. Los asientos de las filas centrales habían sido ocupados ya y comprobó con ello que había varios grupos de amigos ya formados; los que estaban solos se mostraban o bien inquietos o bien curiosos, analizando a sus compañeros y preguntándose con cuáles de ellos acabarían formando una relación. Se quedó de pie en la puerta mirando el panorama con una mueca de decepción por no encontrarse en una cocina y se hizo a la idea de que las prácticas no serían inmediatas como había esperado inicialmente.
Entró sin dirigirle la palabra a nadie, sentándose en la segunda fila, en uno de los pupitres que daban al pasillo. Dejó caer a su lado el morral de cuero que cargaba con la libreta y el bolígrafo y se mantuvo a la espera, mirando hacia la puerta, con el dorso apoyado en el respaldo y la pierna derecha cruzada sobre la otra en un ángulo de noventa grados con aires de suficiencia.
La profesora llegó pasados cinco minutos de las nueve; llevaba un vestido suelto, estampado de coloridas flores y unas sandalias de esparto. Cargaba con una carpeta bajo el brazo que dejó sobre la mesa; solo entonces se giró hacia el alumnado, que se había silenciado con su entrada, y saludó con voz cristalina:
- Buenos días chicas y chicos. Me llamo Margarita Castaño y seré vuestra profesora de Teoría de la Cocción. – Se quedó en silencio unos segundos. Jaime supuso que debía estar observando las reacciones que semejante título podía generar entre sus compañeros. Él mismo lo encontraba levemente cómico. – Efectivamente, hasta algo que parece tan básico y elemental como la cocción tiene una teoría que hay que conocer si quiere hacerse bien. Cualquiera puede meter un alimento en el agua y hacerlo comestible, pero solo los expertos somos capaces de conseguir eso sin que se pierdan todas sus propiedades. – Hizo una nueva pausa, recorriendo el aula con los ojos. – En el Manuel Antonio le damos mucha importancia al apartado teórico del aprendizaje, ya que serán los cimientos sobre los que se fundamentarán vuestras habilidades, por lo que no deberá extrañaros que durante este trimestre y parte del siguiente os dediquéis en exclusiva a...
La puerta del aula se abrió compungida y la profesora se interrumpió para recibir al recién llegado. Roberto la miraba con una sonrisa de disculpa:
- Perdón. No conseguía encontrar este edificio y me lie yendo de uno a otro buscándolo.
Jaime se quedó perplejo al verlo de nuevo tan pronto; no habían pasado ni doce horas desde entonces y no se había preparado para que aquello pudiera suceder, por lo que se sentía como si fuera un cristiano en un circo romano. Como estaba concentrado en la profesora, Roberto todavía no había notado su presencia, y la idea de intentar pasar desapercibido cruzó fugazmente por su cabeza: la desechó con desdén ante la imposibilidad de simplemente desaparecer; estaba delante y sin nadie a su alrededor, por lo que era inevitable que acabara fijándose en él. Se estremeció al pensarlo.
Aprovechó su momentánea invisibilidad para hacer luz sobre la sombra que había conocido. Roberto vestía unos vaqueros cortos y una camisa entallada verde lima, algo ceñida al torso y con los botones de los extremos abiertos. Una modesta mata de vello le crecía entre la uve bajo los extremos algo salientes de sus clavículas. Jaime lo apreció con atención: los años no habían transformado su cara cuadrada y mentón recto. Los ojos, algo hundidos bajo las cejas, formaban una línea risueña de simpatía que contrastaba con la animadversión de la noche anterior, sucediendo lo mismo con la boca, dos finos labios curvándose hacia arriba relajados. Ya en el colegio había sido atractivo y de los rifados por las chicas y aquello no parecía haber cambiado después de quince años.
- No te preocupes – le tranquilizó la profesora – no me sorprendería que no fueras el único hoy al que eso le sucediera. Intentad, de todas formas, - dijo dirigiéndose al resto de aula – llegar siempre con antelación para reducir al mínimo las interrupciones, que no son nunca agradables, aunque tengamos la paciencia de soportarlas. – Se volvió hacia Roberto – Pasa y toma asiento. Estaba explicando a tus compañeros sobre la asignatura.
Roberto le sonrió y volteó para dirigirse hacia el interior del aula viendo a Jaime inmediatamente. Este, no encontrando valor para enfrentarlo, había decidido dirigir la cabeza hacia el suelo, pero no pudo evitar levantarla cuando se sintió descubierto. Bajo la cara de Roberto la sangre se comportaba como el mar en un tsunami: desapareció súbitamente, dejándole exangüe con expresión de desconcierto, pero no tardó en regresar con fuerza, tiñéndose de un rojo intenso y borrando toda la suavidad en sus facciones, que adquirieron la misma dureza pétrea que durante la noche. Se detuvo por la sorpresa lo que duraron aquellos cambios y siguió caminando no sin antes asestarle una mirada acerada y fugaz. Jaime pudo escuchar a algunos de sus compañeros para quienes aquello no había pasado desapercibido.
- Espera, no te vayas al fondo. Siéntate mejor aquí delante con tu compañero. – Le detuvo la profesora. – El resto haced el favor de levantaros y ocupad también los asientos de adelante. Qué manía tenéis siempre de sentaros atrás, como si fuéramos a morderos o algo así. Os diré que los profesores solemos mostrarnos más suspicaces cuanto más al fondo se sitúen los estudiantes – Añadió con un deje de advertencia. – Vamos, ponte al lado de él y tú descrúzate para que tu compañero pueda pasar.
La profesora había vuelto a insistir al ver que Roberto se había quedado quieto en vez de cumplir con su indicación. Este miró hacia arriba, con una mueca de impaciencia y se giró lentamente hacia donde estaba Jaime, quien rápidamente cambió de postura para permitirle pasar. Al sentirle ahí detrás un potente escalofrío hendió su columna haciéndole estremecer notoriamente. Roberto no se detuvo en el siguiente pupitre, sino que se sentó en el del fondo, bajo la ventana. Deslizó la silla que tenía al lado, dejó sobre ella su mochila y volvió la cara hacia la profesora sin volver a dirigirle una mirada.
Jaime se quedó paralizado, evitando cualquier movimiento posible; sus manos habían comenzado a sudar profusamente y las sentía heladas y pegajosas sobre la mesa. El temor a que Roberto se levantara a golpearle se mantenía encendido ardiendo sobre el recuerdo de cuando la pareja se había ido. Allí no estaban solos, pero la situación se había vuelto tan desquiciante y él había cambiado tanto, que ya no era capaz tranquilizarse con una mera explicación racional. La profesora, mientras tanto, seguía con su introducción ajena a la profunda sima que había abierto en la clase.
- … por lo tanto, debéis tener claro que el mero acto de poner un huevo en agua hirviendo tiene una ciencia que no debe ser menospreciada y ante la que deberéis evaluar vuestras capacidades. No creáis que os servirá aquí lo que hayáis hecho como aficionados en casa ya que, en este centro del saber…
Era imposible que Jaime lograra seguirle el hilo a lo que les estaba contando. Por lo poco que había podido escuchar era un discurso con una pretensión casi cómica y, además, se veía ahogado por las preguntas que su cerebro no cesaba de elaborar y lanzarle sin freno: ¿Qué probabilidades había de que ambos hubieran tomado esta decisión? ¿Por qué justo habían tenido que quedar cuando se iban a volver a ver después de tantos años? ¿Y por qué tanto rencor?
Tuvo la idea de mirarle de reojo, pero solo se atrevió a conseguir una difusa silueta que no aportaba claridad alguna sobre lo que él estaba haciendo. Intuía que Roberto debía estar a la espera de cualquier movimiento delator por su parte y le daba pavor encontrarse cara a cara con aquella expresión de violencia destilada y contenida. Y, sin embargo, resultaban irrefrenables sus ganas de girarse y observarle detenidamente, hablarle y preguntarle, qué había sido de él después de tanto tiempo, cómo andaban los otros, Héctor, Roi y los demás. Con todos ellos el contacto había quedado aparcado hacía mucho tiempo, pero solo con Roberto sentía que se había perdido. Aquel séptimo año de EGB había sido memorable.
- No debéis confundir los alimentos con los nutrientes. Es como decir que la flor y los pétalos son lo mismo. Los nutrientes están dentro de los alimentos, no se ven. ¿Habéis entendido? A ver, repetid conmigo: Los alimentos los comemos y los nutrientes no los vemos.
Las voces se alzaron al unísono, con un todo monocorde, canturreando aquella frase como un estribillo pegadizo. Jaime miró hacia Héctor y Roberto que estaban frente a él y puso los ojos en blanco mientras la profesora felicitaba a la clase y continuaba con su disertación. Eran las últimas dos horas de la mañana y todavía quedaba un largo recorrido antes de que las agujas del reloj llegaran a las tres. El día se había deslizado como lo haría una babosa, dejando un rastro apenas visible pero sumamente pegajoso y desagradable, y el grupo ya no veía el momento de irse.
En el aula las mesas estaban situadas de cuatro en cuatro formando un cuadrado, por lo que todos tenían un compañero al lado y otros dos enfrente. Jaime se sentaba con Roberto, Héctor y Roi, que estaba a su vera. Su bloque se encontraba pegado a la pared, en el extremo opuesto al escritorio de la profesora que se ubicaba en la esquina entre un de las ventanas y la pizarra. Doña Charo estaba sentada en su escritorio siguiendo la lectura del libro de Coñecemento do medio y haciendo comentarios con los que buscaba aportar su sabiduría personal al temario. Jaime y Roi, sentados de espaldas a ella, se volvieron para verla hasta que escucharon a Héctor que les llamaba susurrando. Estaba mirándolos con los ojos brillantes y una sonrisa emocionada, controlando apenas la voz que descarrilaba entre las intermitencias de su pubertad.
- Mirad lo que le quité a mi padre.
Tenía en la mano la página recortada de una revista, una fotografía a tamaño completo tomada cenitalmente, protagonizada por una chica tumbada boca arriba, completamente desnuda salvo por unos zapatos acharolados rojos y de tacón de aguja. Una parte del cabello le caía sobre los ojos haciendo una cortinilla sobre una mirada lasciva complementada por una boca entreabierta de la que sobresalía la punta de la lengua lamiendo el labio superior. Con una mano se agarraba el seno derecho, sus dedos hundidos en él con firmeza, mientras que la otra estaba sobre su sexo, abriendo los labios vaginales y dejando a la vista toda la carne sonrosada. Cinco falos erectos sobresalían apuntándola desde los márgenes sin que se viera nada más de sus dueños.
- ¿Habéis visto qué tetas tiene? – Exclamó susurrando un Héctor histérico mientras las señalaba – No me puedo creer que sean de verdad.
- ¿Y el coño? ¿estará siempre así de rosado? – Preguntó Roi.
- Mi hermana lo tiene peludo – le respondió Roberto. – No me miréis así – se excusó ante la mirada de sus compañeros – Algunas veces al entrar al baño estaba ella ahí y no pude evitar verla.
- Sí, a mí también me sucedió alguna vez con la mía– corroboró Jaime.
- Como sea – continuó Roberto – esta tiene el chocho más bonito. Y esas tetas, qué redondas son. Me recuerdan a las de la del otro día.
- Esperad, callaos.
Héctor les hizo un ademán para que hicieran silencio y todos entendieron rápidamente; se giraron hacia la profesora que se había interrumpido y los miraba a ellos por encima de las gafas. Se mantuvo así un par de segundos y continuó con la lectura. Se dieron un tiempo prudencial antes de volver a lo que estaban.
- Yo no sé qué haría con unas tetas así; se las lamería todas. – Comentó Héctor.
- Sí, son espectaculares, ¿verdad Jaime? – Roi se había girado para hablarle.
- Sí, sí, la hostia.
Jaime no podía dejar de observar la imagen. Las indicaciones sobre quién debía resaltar le habían quedado claras al fotógrafo cuando la tomó; a pesar de todo, no lograba entender como ninguno de sus amigos hacía comentario alguno sobre el tamaño irreal de los miembros que cerraban el contorno. Le parecía imposible que aquello pudiera existir de verdad.
Mientras sus compañeros seguían comentando sobre la chica, Jaime observó minuciosamente cada uno de los penes que aparecían a su alrededor; todos estaban erectos, parecían barras de acero hechas carne. Cuatro eran rectos y el otro estaba ligeramente curvado sobre la derecha. En tres se apreciaban gruesas venas azuladas bajo la piel blanca, otro era moreno y el último, el más grande, parecía de ébano, con el glande colorado y brillante. Ni las formas ni el tamaño tenían nada que ver con los del suyo, mucho más modesto en comparación. Sabía que todavía le quedaba mucho por crecer, pero no tenía nada claro como aquello se podía guardar en un calzoncillo sin que resultara molesto.
- ¿No os parece increíble el tamaño de esas pollas?
Héctor, Roberto y Roi se quedaron callados al escuchar su pregunta. Miraron a Jaime, se volvieron a la imagen y fueron asintiendo con aprobación.
- Pues es verdad, no me había fijado – reconoció Héctor – Menudas pollas se gastan los cabrones.
- Es que son actores porno. Siempre la tienen grande, por eso los contratan. – Explicó Roberto con aires de entendido.
- Como la chica – Intervino Roi intentando emularle - ¿Creéis que la hubieran escogido si tuviera las tetas pequeñas? Aquí lo que importante es lo grandes que sean.
- Pues entonces tu hermana podría salir en las revistas también – Héctor se encogió riendo para esquivar la goma que le lanzaba Roi.
- Imbécil, eso no tiene ninguna gracia.
- Sí que la tuvo – le corrigió Roberto – solo que no te ríes porque es tu hermana, pero si hubiéramos hablado de la de Jaime ahora estarías llorando como nosotros. – Se removió incómodo en la silla – Estoy durísimo, mirad. – Dijo señalándose hacia la entrepierna.
Todos se asomaron a comprobar el bulto que sobresalía bajo el pantalón de Héctor; palpitaba.
- Yo estoy igual – manifestó Jaime agarrándose el suyo.
- Y yo.
- Yo también.
- Pues a mí me apetece hacerme una paja y como la profe sigue a lo suyo mejor aprovechamos.
Roberto miró hacia los lados, comprobando que todos estuvieran ocupados, metió su mano bajo el pantalón y comenzó a masajearse el miembro rítmicamente. El resto lo imitaron con celeridad. No era la primera vez que lo hacían. Ese último trimestre no había día en el que no sucediera al menos una vez, desde que Felipe, un compañero del aula, había traído una imagen como aquella y les había dado a conocer a todos el significado de la palabra pornografía. Las situaciones como aquella se habían multiplicado como una erupción contagiosa y la mayor parte de los chicos del aula se habían dedicado en alguna ocasión a ello. Que se hubiera podido dar se explicaba también por el carácter apacible y distraído de la profesora, que o bien parecía no enterarse de nada o bien prefería no meterse en todos los problemas que podría acarrearle enfrentarse a un caso así con el consiguiente escándalo.
- Estoy durísimo; yo creo que es la primera vez que la tengo así. – Se admiró Roi. – Tócamela, ¿no te parece una locura?
Jaime alargó su mano libre y palpó el bulto del otro comprobando que lo que decía era cierto.
- Durísima, y la mía está igual. Tengo ganas de correrme.
- Yo también – Coincidió Roberto. - ¿Le decimos para ir al baño?
- A los cuatro no nos va a dejar ir – reflexionó Héctor.
- No, pero de dos en dos sí.
- ¿Y quién iría primero, Jaime?
- Roberto y yo, que para eso fuimos los primeros en pedírnoslo. Luego, cuando volvamos, vais tú y Roi. A estas horas a Doña Charo ya le da igual todo. – Se dirigió a su compañero - ¿Le dices tú mejor? Yo le pedí antes por la mañana.
- Vale; espera un momento.
Roberto cambió el movimiento de su mano para recolocar su entrepierna de tal manera que abultara lo menos posible. Cuando estuvo satisfecho levantó la mano.
- Profe, ¿podemos ir al baño?
Doña Charo se incorporó suavemente, mirando a Roberto a través de sus gafas.
- ¿Quiénes queréis ir?
- Jaime y yo.
- ¿Los dos?
- Sí, es que ya no nos aguantamos y así molestamos menos porque no te tenemos que pedir dos veces.
- Bueno, está bien. Id ahora y daros prisa.
- Nosotros también queremos ir. ¿Podemos cuándo vuelvan? – Le preguntó Héctor esperanzado ante el éxito de su compañero.
- ¿Vosotros también? – Inquirió – Ya me parece mucho. No, que vayan ellos que lo pidieron primero y el resto ya esperáis a que termine la clase. Vamos, daros prisa – dijo dirigiéndose hacia Roberto.
Jaime y él se levantaron y sonrieron a sus compañeros mientras Roi les maldecía por lo bajo. Cuando salieron del aula soltaron una risa ahogada y fueron corriendo a los aseos que había al final del pasillo. Dentro no había nadie.
El baño estaba conformado por los lavabos, en la pared a la izquierda de la puerta, los urinarios a continuación y los wáteres en frente a estos. Había cuatro, todos ellos con una puerta de madera prensada. Jaime y Roberto cerraron la entrada y fueron al último de ellos, metiéndose en él los dos y trancándola. Se bajaron los pantalones, dejando al descubierto sus penes erectos. El de Roberto era significativamente mayor al suyo.
- ¿Viste qué grande la tengo? Mi hermano me ha dicho que cuantas más me haga más me va a crecer, así que me paso el día con la polla en la mano. – Rio mientras comenzaba a masturbarse más fuerte.
- Pues yo también lo hago todos los días y no la tengo así. – Jaime se quedó mirando el de su compañero. Un falo ligeramente grueso, curvado hacia abajo y con el glande quedando al descubierto del prepucio debido a los movimientos de la mano. Observó con detenimiento como la piel se iba deslizando de arriba abajo, a lo largo de la extensión.
- ¿Qué miras? – Le interrumpió la voz del otro – Si tanto te gusta puedes agacharte y chuparla ¿eh? – Continuó burlón.
- Sí, ahora lo hago – Respondió Jaime siguiéndole el juego. Hizo ademán de agacharse, dirigiendo su mano hacia el miembro del otro para finalmente acabar pellizcándole la pierna. Roberto se quejó y lo empujó contra la pared.
- ¡Qué cabrón! Me has cortado la paja.
- Seguro que no te cuesta volver a pegarla. – Jaime se rio de su propio chiste. – Es mejor que nos demos vida que ya va a haber que ir yendo. ¿Te falta mucho? Porque yo en cuanto me ponga ya me corro.
- Sí, yo estoy igual.
Los dos se movieron para colocarse el uno al lado del otro, frente a la taza del wáter, moviendo sus manos frenéticamente. El primero en eyacular fue Jaime, soltando un par de chorros que fue incapaz de dirigir y acabaron cayendo al lado del inodoro; Roberto le siguió poco después, logrando atinar los suyos en toda la taza.
- Menudo inútil eres, tío. Estabas delante y fallaste completamente.
- Bueno, – se excusó Jaime – es que cuando me corro mi cuerpo se tensa y me cuesta dirigir la polla. Pero si tanto te molesta la puedes limpiar.
- Sí, ahora lo hago – respondió sarcástico – Vamos a lavarnos las manos y a volver.
Jaime intentó concentrarse en la clase de nuevo. Rememorar aquellos tiempos no iba a servirle de nada, de hecho, estaba contribuyendo a calentarle y frustrarle también. Siempre se había lamentado de no haber aprovechado todas las ocasiones que había tenido a su alcance para hacer algo con sus amigos. Estaba seguro de que si durante alguno de esos juegos se hubiera atrevido a chupársela no hubiera pasado nada, pudiendo haberse convertido en el inicio de un año memorable. Pero había tenido miedo por lo que hubiera podido suceder, y aquello le parecía suficiente razón para no lamentarse más sobre ello.
Roberto debía acordarse también de esos tiempos. Jaime se preguntaba cómo se sentiría al respecto; ¿Consideraría aquella época como un buen momento? ¿O bien como algo vergonzoso? ¿Lo habría hablado alguna vez con Héctor y Roi? Alguna vez se los había imaginado continuando con aquello durante toda la secundaria, envidiándolos por ello.
Ellos habían ido al instituto que les correspondía, mientras que sus padres le habían mandado a cursar BUP a uno con mejor reputación, ya que el otro era considerado como una ruina. Aquello había significado separarse de sus amigos y del ecosistema que había creado con ellos; único en cierta medida, aunque esto solo lo descubrió cuando vio que no solo nadie se tocaba, sino que además tampoco era común que se hablara del tema. Celebró haberse mantenido discreto por aquel entonces.
- Bien, – la profesora cambió la modulación de su voz para hacerla más estridente, de tal manera que Jaime y gran parte de la clase que se había ocupado de sus cosas volvieron a prestarle atención - una vez explicados los prolegómenos de la materia, voy a deciros cómo vamos a trabajar. Normalmente os pediré que hagáis actividades que me tendréis que entregar. Puesto que la idea es que terminéis siendo cocineros, debéis saber que una de las habilidades más importantes será la capacidad de trabajar en equipo, por lo que así tendréis que poneros para hacerlas. Formaréis grupos de tres.
Jaime puso los ojos en blanco e hizo una mueca. La idea de trabajar en grupo no era nunca agradable, pero además no conocía a nadie y así sucedía también con la mayor parte de sus compañeros, por lo que lo más probable era que la profesora decidiera formar ella los grupos según como estuvieran sentados en ese momento. Si terminaba en un grupo con Roberto aquella asignatura podía terminar convirtiéndose en un suplicio.
- Como necesito que haya orden – continuó – voy a hacer los grupos según aparezcáis en la lista, lo que significa que los tres primeros irán juntos, los tres siguientes ídem y así hasta el final.
Suspiró. Aquella era otra posibilidad en la que no había caído. Eso significaba que podía tocarle con cualquiera y terminar haciendo él solo la mayor parte de los trabajos, pero le alivió saber lo improbable que se había vuelto que acabara junto al otro. Sin embargo, una parte de él se sentía insatisfecho ante el estado de la relación, buscando una forma de poder acercarse a él para lograr solucionarlo. Escuchó a Roberto maldecir por lo bajo.
- Me cago en dios…
A Jaime le parecía que exageraba. Asumiendo que verdaderamente hubiera un gran problema, entendía que le molestara estar juntos en la clase, pero eran bastantes y los grupos se formarían en orden de lista, por lo que sería improbable que acabara tocándoles juntos. Entonces, un pensamiento hendió su mente, dejándolo cavilando unos segundos hasta que un recuerdo tomó forma con nitidez: doña Charo había decidido también que ese año debían aprender a trabajar en grupos y para evitar amiguismos le había parecido que lo más justo sería hacerlo también según el orden de lista. Jaime clamó al cielo.
- Paso a decir los integrantes de cada uno. Por favor, estad atentos a cuando os llame por vuestro nombre, de tal manera que os podáis ir agrupando a medida que vayáis saliendo. Comienzo: Rebeca Alarcón, Paula Bravo y Jorge Bustos. Poneros allí. Siguiente grupo: Édgar Castro, Francesca Corcuera y Raquel Díaz. Allá. Siguientes: Alicia Díez, André Estévez y Roberto Hernández. En el otro lado.
Sintió como Roberto se levantaba de golpe y rápidamente recogía sus cosas para juntarse con sus compañeros. Se lo imaginaba satisfecho y él mismo respiraba aliviado al haber podido evitar la tensión que podría haber supuesto aquella situación nada más empezar el año.
- Perdón profesora.
Una chica del fondo se había levantado para hablar.
- ¿Sí? – Le respondió algo contrariada al verse interrumpida.
- Disculpe, es que soy amiga de Alicia Díez. Ella estaba matriculada en este ciclo y en otro, en el que también le cogieron, así que al final no va a venir a este. Puede tacharla.
- ¿De verdad? – Echó un vistazo a la que había hablado y de vuelta a su lista – Es poco serio todo esto de decidir a última hora. Lo confirmaré más tarde en secretaría. Entonces, el tercer grupo quedaría finalmente así: André Estévez, Roberto Hernández y Jaime Higuera. Quedaros vosotros ahí ya que estáis juntos y que sea André quien se acerque. Sigo.