El paréntesis (4)

¡Ay,ay, duele!

Por fin Patricia se calló, no sabía si eso era bueno o malo, no sabía que podía venir después. El dolor apenas me permitía ver, pero entre vista y oído pude intuir que se estaba frotando el clítoris con bastante entusiasmo, mi imagen de hombre sometido y torturado le debía de poner a tono. Cuando acabó dijo que me iba a dejar solo para que reflexionara sobre lo efímeras que son las glorias de este mundo, a continuación me vendó los ojos y quedé en la oscuridad más absoluta; oí sus pasos que se alejaban y la puerta que se cerraba.

No sé cuanto tiempo me tuvo colgado, no sé cuanto tiempo me dejó solo, me pareció que había pasado una eternidad cuando oí sus pasos que volvían, abrió la puerta, solo dijo: "ah, todavía estás aquí"; metió su mano entre mis piernas, dio un apretón que casi no me hizo efecto, tan grave era lo otro, y volvió a irse. No advirtió, o no quiso advertir, que mi barriga ya tocaba el suelo, aunque no mucho, eso era un alivio; mi único miedo era la idea que se concretaba en esta pregunta; ¿qué sería lo que había cedido?, ¿la cuerda?, ¿mis brazos?...

Se abrió otra vez la puerta, sentí unos dedos de acero que tocaban mis muñecas, una voz que decía: "Esto está mal", después me bajaron, me metieron entre las muñecas y la cuerda algo, después supe que era tela y lo había puesto para que las cuerdas no me hicieran heridas profundas en la carne, me volvió a subir, otra vez salió de la habitación, yo seguí solo, pero esta vez ni siquiera me desesperé, había dejado de sentir y estaba en un estado de semiinconsciencia. ¿Cómo sería ese castigo al sol del desierto? No quería ni imaginarlo, por suerte para mí una pesadez en mis párpados, una languidez en mi cuerpo, iba invadiéndome y convertía mi dolor en menos grave, no era que me estuviera durmiendo, no, eso no, quizá me había desmayado y solo pensaba en una ducha fría que refrescase el ardor de mis muñecas, beber toda el agua que quisiera, una comida fresca y jugosa: una ensalada y, al fin, dormir tranquilo en mi cama, mucho tiempo. En las piernas en algún momento todavía sentía dolor, en los brazos desde hacía tiempo que ya no lo sentía.

De hecho cuando me descolgó no me percaté, al menos en un primer momento, empecé a darme cuenta de lo que había a mi alrededor después de que me descolgara, me destapara los ojos, me desatara manos y pies y subiera las persianas de las ventanas dejando que entrara un río de luz, pero no me había quitado la mordaza y yo no me atreví a tomar ninguna iniciativa; no tarde en comprobar que habría dado lo mismo, que no podía mover los brazos.

Mis reflexiones fueron cortadas por Patricia que se había acercado llevando un frasco, enseguida supe que era alcohol o algo parecido, y unas gasas y vendas. Se sentó en un taburete y dejó en una mesita el material que traía. Levantó uno de mis brazos como habría podido levantar el de un muerto, lo sujetó entre sus muslos y después de empapar un algodón en el líquido lo pasó por mis muñecas.

¡Qué dolor!, quien no lo haya sentido difícilmente podrá imaginarlo, ardían mis muñecas; la cuerda debía haber levantado parte de la piel y en alguna zona había hecho heridas, el alcohol que Patri estaba pasando desinfectaba, pero escocía, siempre tenía razón, "si pudieras hablar en algún momento me pedirías que te mate", había dicho; el dolor era espantoso porque además actuaba en una zona enorme. A continuación hizo lo mismo en los tobillos, pero ahí las heridas debían ser muy pequeñas porque comparado con el dolor de las muñecas, aquello no era nada.

Se levantó, sacó mi ropa del armario y me la echó encima, dijo: "vístete y vete"; yo habría querido obedecer, deseaba de todo corazón salir de aquella casa, pero no podía mover los brazos, las piernas solo con timidez; no sabía cuanto tiempo me había tenido colgado, suponía que no mucho y estaba horrorizado al pensar que habría podido tenerme el tiempo que quisiera, estaba todavía amordazado y no podía quitarme la mordaza. Ella que había salido regreso, me vio tirado en el suelo sin haberme movido y preguntó: "¿Qué pasa quieres que te vuelva a colgar otra vez?" al oír estas palabras intenté mover los brazos, imposible. Me eché a llorar desconsolado, no sabía si me los había lesionado gravemente, ella pareció apiadarse de mí, se acercó, me destapó la boca y preguntó qué pasaba, cuando le contesté que no podía mover los brazos me los fue apretando desde los dedos hasta los codos, un hormigueo empezó a recorrer la zona que ella había activado, me alegré porque eso quería decir que estaban vivos, ella se dio cuenta de que me encontraba mejor, movió con su mano un poco mis dedos hasta que pude empezar a moverlos yo mismo, entonces dijo: "Como agradecimiento a tu ama, que te está ayudando, hazle una buena lamida", y metió mi cabeza, una vez más, entre sus muslos.

Su entrepierna olía de un modo particular, mucho más fuerte de lo habitual, y el flujo lo tenía más pegajoso y espeso, también el sabor era diferente; lo que se mantuvo como de costumbre fue su orgasmo, tremendo, un terremoto vaginal con abundancia de gemidos y sacudidas, pero cuando ella acabó fui a mover un brazo para sacarlo de la posición forzada en que estaba y lo conseguí. Ella se incorporó, mandó que me tumbara a su lado, cuando lo hice me acarició, me besó y me preguntó que quería que me hiciera ella a mí; por un momento pensé en pedirle que me dejara salir, pero no quería irritarla, así que le pedí que me la chupara y que me contestara a una pregunta. Ella aceptó ambas cosas, pero quiso comenzar por la pregunta y fue por qué le olía tan fuerte la entrepierna y tan distinto del olor habitual; sin pensarlo dos veces contestó que no lo sabía, pero que cada vez que hacía una crapudine le pasaba y que tenía orgasmos más intensos, además de que se sentía más nerviosa y más agresiva. Después, fiel a su promesa, me la chupó y lo hizo muy bien; en contra de mis temores no me maltrató más, al acabar me miró las heridas, las limpió otra vez, esta vez ya no me dolió tanto, después, como si tuviera una prisa repentina, me ordenó vestirme y marcharme, añadió que ya nos veríamos otro día, pero algo en su tono de voz me hizo pensar que no sería así.

No se lo hice repetir, me vestí, la besé y salí a la calle, mi cara olía a flujo, no me importaba, ya me la lavaría en la fuente; eran las doce de la mañana, no me había tenido colgado mucho tiempo, pero había sido el suficiente como para que no quisiera saber nada más, nunca más, de aquella tarzana sádica, respiré fuerte, me sentía más vivo que nunca, supuse que tendría que llevar manga larga para que mi madre no viera mis heridas y no me preguntara como me las había hecho, pero no me paré a pensar, ni en eso ni en nada, sin más preámbulo me encaminé a la fuente, me lavé la cara, bebí mucha agua: "hasta nunca Patricia".

O, al menos eso fue lo que yo pensé en aquel momento.