El paréntesis (3)

Patricia no era mentirosa, cuando ella decía que algo dolía es porque dolía.

Decidí que me quedaba, pero, le advertí que no tenía todo el tiempo del mundo porque debía ensayar la misa del domingo. "Claro", añadí, "siempre puedo ir y volver, si tu quieres".

Ella me calló diciendo que si teníamos poco tiempo no era razonable perderlo hablando, me cogió del pescuezo y tiró hasta que me colocó sobre sus piernas, como si me fuera a azotar en el trasero, en vez de eso agarró la parte de la zanahoria que salía y comenzó a moverla lentamente, la sacaba algo, la metía y se reía diciéndome: "goza, putita, goza". Y yo gozaba, a qué negarlo, comparado con lo que antes me había estado haciendo, aquello casi era estar en la gloria.

Mi reflexión la cortó sacándome de golpe la zanahoria del culo; fue, después de tanto tiempo allí metida, una sensación extraña, desagradable; casi no tuve tiempo de considerarla porque Patricia no me había quitado de la posición sobre sus piernas, pero me había empujado hacia delante, había puesto su pie sobre mi nuca, inmovilizando con eso mi cabeza y con sus manos había impedido que el agujero se cerrara; al contrario, lo había abierto más y se entretuvo soplando dentro, amenazándome con meter toda su mano, dejando caer algún que otro lapo, hasta que lo dejó y decidió azotarme un poco, por suerte poco.

"Anda, chúpame aquí", dijo y metió mi cabeza entre sus piernas. La obedecí y cuando acabó con un nuevo terremoto agarró mi rabo y tiró de él, se lo acercó a la boca, sacó la lengua y lo recorrió desde las bolas a la punta, se me puso durísima, el malestar de mis bolas se convirtió en dolor; gemí un poco, ella levantó la cabeza, me sonrió y se lo metió en la boca, ¡entero! ¡menudo pedazo de boca tenía!

No tuve tiempo para muchas reflexiones, me estaba haciendo una chupada más allá del bien y del mal, mucho mejor que la holandesa, hasta que me corrí y debió de salir mucho, pero que mucho caldo, como para alimentar a un regimiento entero. Ella lo debía estar pasando bien, resoplaba casi como cuando tenía un orgasmo, así que decidí meter mi mano en su entrepierna y ayudarla acariciando, al acabar me sonrió y dijo que había sido un niño bueno, me dijo también que me lavara y me fuera a ensayar la misa y que volviera a dormir con ella esa noche.

Durante la noche me trató muy bien, lo cual no fue obstáculo para que hiciera gala de su superioridad física; dos veces me asfixió como si estuviera jugando, una de ellas lo hizo metiendo mi cara entre sus tetas, pasando sus brazos por detrás de mi nuca y apretando, estaba en ese momento tumbada sobre mí y yo me debatí impotente; no era el problema que no pudiera quitármela de encima, era que no podía ni siquiera moverla, si ella no quería yo no respiraba y le hacía gracia mirar y ver mis ojos aterrorizados que la miraban en muda (porque no podía hablar) súplica; a todas estas yo, al debatirme para escapar del abrazo había metido una rodilla entre sus piernas y ella se frotaba contra esa rodilla haciéndose un gustito. La otra vez me asfixió tumbándose sobre mí y dejando caer su barriga en mi cara, esta vez no se controló, quizá porque no me veía; pero sus abundancias al desbordarse me sellaban la cara, de ninguna manera conseguía un átomo de aire y llegué a perder el conocimiento.

Pero por lo demás la jornada no fue mal, relativamente hablando; me invitó a cenar y cocinaba bien; me hizo un par de pompinos de ovación y vuelta al ruedo; me mimó, hasta me llegó a tratar en algún momento con dulzura. Nos dormimos abrazados, yo dormí profundamente toda la noche. Solo parecía haber un motivo de preocupación, para mí; antes de dormirme oí, como en sueños, la siguiente frase: "Mañana pelearemos, en bromas naturalmente, y, si te gano, te haré una crapudine".

La palabra crapudine a mí, personalmente, no me decía nada, no la había oído decir nunca a nadie y, con el sueño que ya tenía después de las tundas de todo tipo que me había llevado, no era el momento para ponerme a marear la perdiz, ni buscar en un diccionario, sino de descansar.

Me despertó ella, llevaba el camisón transparente, me sonrió toda miel, diciendo que me había hecho el desayuno. Me levanté y, desnudo como estaba, fui al baño, a continuación ella me dijo que desayunara como estaba y aprovechó para recorrer mi cuerpo con sus manos. El desayuno fue excelente y al acabarlo quise vestirme, pero ella insistió en que no lo hiciera, yo insistí en que sí; fui al dormitorio con aire decidido y comprobé que mi ropa no estaba donde la había dejado la noche anterior, ni rastro de ella.

Patricia me había seguido, cerró la puerta a sus espaldas, iba a preguntarle dónde había dejado mi ropa, pero se adelantó diciéndome que si quería irme podía hacerlo ya mismo, como estaba. Me sentó fatal esa actitud prepotente, pero me controlé, solo le dije que tenía que irme y ella contestó que ya me había perdido la misa de las ocho y que me dejara de bobadas, que íbamos a jugar, le repliqué que tenía que fichar en casa y me llamó mentiroso con toda la razón del mundo, a continuación me retó: "Si quieres que te de la ropa, oblígame, domíname, dame una paliza y conviérteme en tu esclava, vamos, hombretón, machote; demuéstrame quién manda".

Me estaba provocando, yo era consciente de ello, sabía como las gastaba y como me había aplastado las veces anteriores; nuevamente la medí con la mirada y supe que no tenía nada que hacer: físicamente me superaba en todo, mentalmente su superioridad era todavía mayor, así que decidí hablarle en tono conciliador y pedirle que me diera mi ropa, que volvería a su lado en un par de horas, mi carcelera volvió a decir que no, que quería jugar conmigo en ese momento y, entonces, cometí el error de abandonar el tono conciliador y lanzarme contra ella.

La cogí de sorpresa y le di un par de bofetadas, incluso una tercera, pero esta ya no tuvo el mismo efecto que las anteriores porque había dado dos pasos atrás, fue capaz de desviarla en parte, la cuarta la paró. No debía meterme al cuerpo a cuerpo y lo sabía, dejé de atacarla y le exigí que me diera mi ropa; ella se rió mientras decía: "que bella crapudine te voy a hacer", avanzó hacia mí

Cuando me pegó por cuarta vez una bofetada en la misma mejilla los gemidos se convirtieron en llanto. Por mi parte la pelea había durado muy poco, yo había intentado darle una patada en la barriga, pero ella había intuido mi movimiento, se había apartado y me había agarrado la pierna por el tobillo, la había levantado y, a la vez, me había pisado el pie de apoyo para que yo no pudiese moverme del lugar, la verdad es que estaba clavado en el suelo, en un equilibrio totalmente inestable, su mano libre, la que no sujetaba mi tobillo, agarró mis pelotas y apretó con una violencia tan grande que el propio dolor me impidió reaccionar de ninguna forma, ni siquiera fui capaz de gritar, solo dos lagrimones me salieron de los ojos para regocijo suyo. Volvía a estar como tantas veces absolutamente indefenso, su mano no soltaba la presa, al contrario, la tenía totalmente aplastada. Puse las manos en alto y le dije que, por favor, no apretara más, que me rendía sin condiciones.

Había soltado mis partes, me había dado una bofetada, la primera, en mi mejilla derecha. Yo había caído al suelo y ella me retó a que me levantara. Había comprendido una vez más demasiado tarde la relación de fuerzas y, sobre todo, la de ferocidad; pensé no obedecerla, quedarme tirado, pero Patricia me aviso de que si no me levantaba me patearía las pelotas; con lo mal que las tenía pensé que no debía oponerme, me levanté, solo para que ella volviera a tirarme con la segunda bofetada. Esta vez se sentó sobre mi cuerpo, me inmovilizó y me dio la tercera bofetada que fue una bomba. Después, muy despacio, asegurando cada movimiento, como si le hiciera falta, hizo girar mi cuerpo hasta ponerme boca abajo, cogió mis brazos y, sin hacer ningún esfuerzo, los ató a mi espalda.

Fue entonces cuando dijo que me iba a tener prisionero por mucho tiempo y me iba a usar a su gusto, le comenté que me tendría que soltar antes de que llegaran sus padres del pueblo y replicó a mis palabras diciendo que me había mentido, que ella no vivía con sus padres, vivía sola y me tendría prisionero el tiempo que quisiera. Al ver mi reacción de miedo me dijo: "Te voy a dar a elegir entre dos posibilidades, una es que te rindas incondicionalmente, en ese caso te haré la crapudine; es tan dolorosa que, en algún momento, me pedirás que te mate; pero a cambio te haré esas cosas que tanto te gustan. Además te usaré sexualmente y te soltaré con tu ropa cuando yo quiera, pero hoy para que puedas ir a misa mañana. La otra posibilidad es que te desate las manos, peleemos otra vez, si ganas ya te digo que tu ropa está en ese armario", lo señaló, "así que podrás golpear a tu vencida, obligarla a satisfacer tus deseos, vestirte y marcharte cuando quieras… pero si pierdes… reza a Dios porque varias veces desearás morir… En fin, ¿te suelto las manos y peleamos o no?"

Pensé durante algunos segundos, Patricia era infinitamente más fuerte que yo, lo había demostrado con una claridad meridiana todas las veces que habíamos luchado, sus muslos eran tremendos y era muy agresiva aunque no lo parecía, tenía buenos reflejos y sabía lo que quería y no iba a negociar, las propuestas eran dos y eran las suyas. Le dije que me rendía, al oír mis palabras sonrió me acarició la cabeza, dijo "buen chico" o algo parecido, yo le supliqué que no fuera muy dura conmigo.

Me agarró por el cuello y me obligó a ponerme de pie, fuimos andando hasta el salón, me hizo tumbarme boca abajo, desató mis manos y, en contra de mis esperanzas más queridas, volvió a atármelas, aunque de un modo ligeramente diferente. Giró hacia mis pies, los ató por los tobillos, a continuación pasó una cuerda por mis ataduras de modo que mis pies y manos quedaron tocándose y mi espalda ligeramente arqueada, comprobó las ataduras y sonrió satisfecha, me dijo que no me moviera, que enseguida volvía y salió del cuarto, unos segundos después volvió empujando algo que parecía una portería de fútbol en miniatura, la colocó de forma que mi cuerpo metía gol.

"Bueno", comentó, "si quieres algo dilo ahora, porque te voy a amordazar"; y antes de que yo pudiera decir nada añadió: "Tiene que ser así, lo que voy a hacerte es tan doloroso que podrías asustar al barrio con tus gritos". Yo me eché a llorar y solo le pedí que me dejara ir, ella se rió, me hizo alguna caricia y me aseguró que no permitiría que se me rompiera nada, a continuación empezó a llenar mi boca con un trapo enorme y, cuando había entrado entero, colocó un pañuelo para que no pudiera escupirlo y lo ató tras mi nuca. Ató una cuerda a mis ataduras y pasó el otro extremo por encima del travesaño de la portería, empezó a tirar de la cuerda como si estuviera subiendo un paquete con una polea.

Patricia tenía razón, si hubiera podido hablar le habría pedido que me matara, me estaba produciendo un dolor horroroso, como si mis brazos y mis piernas se estuvieran separando del cuerpo, se desgarrasen y la fuerza que causaba ese desgarro era el peso de mi cuerpo, Patricia dejó de tirar de la cuerda, y de subir mi cuerpo, cuando mi barriga se separó del suelo algún centímetro, para entonces yo era un mar de lágrimas y los dolores de mi espalda y brazos insoportables.

A todas estas Patricia se puso a explicarme que ese era un castigo que recibían los soldados rebeldes en la Legión Francesa y me aconsejó que me enterase bien de sus palabras porque cuando me soltara me iba a examinar y si suspendía me colgaría otra vez.