El paréntesis
Donde relato parte de lo que pasó entre Ana, la holandesa, y Laura.
Después de mis desastrosas aventuras con la holandesa, pasé una temporada rara. En primer lugar me volví un poco beato, me levantaba muy temprano para ir a la misa de las ocho y comulgar, desde allí iba al instituto desayunando el bocadillo que me había preparado mi madre.
La misa de ocho era, como poco, extraña; estaba el cura que era muy viejecito, con frecuencia decía la misa sin monaguillos que le ayudaran, estábamos allí un cierto número de beatas, en general bastante mayores, y yo. Uno de los días el cura se dirigió a mi pidiéndome que le ayudara a decir la misa, así lo hice y al acabar me quedé algunos minutos hablado con él después tuve que salir corriendo para no llegar tarde a clase, pero me valió la pena.
Yo soy de los que mueren por la música, ya entonces tocaba con frecuencia el piano, cuando me dejaban, porque yo no tenía; un día que tenía algo más de tiempo le comenté al cura que en la iglesia había un órgano estupendo; empezamos a hablar y resultó que no había organista, le pedí que me dejase tocarlo, que sobre la marcha me hiciera una prueba. El domingo siguiente, en la misa de doce hubo música por primera vez en muchos años.
Y entonces apareció ella.
Era algo más alta que yo y rellenita (en aquella época se decía así), justo como me gustan a mí; se llamaba Patricia, pero todo el mundo la llamaba Patri,. Tenía los labios rojos, la piel muy blanca y los ojos claros, risueños; parecía un angelote de los que salen en los cuadros de Murillo, aunque algo pasado de peso y con sexo; y con un par de pechos obsesivos de puro desarrollo, y No sé cuál fue el momento en que miré sus ojos por primera vez, pero si recuerdo que los tenía clavados en mí y me sorprendió el descaro con que me miraba; algunos días después me confesó que también ella se moría por la música, le gustaba como tocaba yo (no sabía mucho de música) y le atrajo antes el organista que el hombre. Absolutamente creíble.
Me preguntó dónde había aprendido a tocar y le contesté que era autodidacta; me preguntó cómo había hecho para ser el organista de la parroquia, a partir del martes ella empezó a ir también todos los días en misa de ocho, pero el cura viejecito no le pidió que le ayudara a decir misa porque la Iglesia no estaba tan al día ni le dejó tocar aquel órgano maravilloso. Lo que sí sucedió es que a la salida de la iglesia me acompañaba un trecho camino del instituto. Ella tenía un año más que yo, ya estaba estudiando el primer año en la universidad y su facultad (la única que había en mi ciudad) estaba muy cerca de mi instituto. Empezó a despedirse de mi llamándome: "mi pastelito", a veces "mi pastelito de fresas"; a mí me daban mucha vergüenza sus cursilerías y le pedía que no levantara la voz.
Un viernes al salir de misa me dijo que sus padres se iban al pueblo a resolver una historia de lindes, ese mismo día en el autobús de las dos de la tarde, y me preguntó si quería ir a su casa con ella, yo que ya había probado las carnes abundantes de Ana la holandesa ni lo dude, además Patri olía bien, se lavaba y todo prometía que iba a ser cariñosa; alguien que te llama pastelito
Me recibió con un camisón muy cortito y bastante transparente, las braguitas había olvidado ponérselas, el sujetador también. Era ancha de caderas, tenía un buen culo, los pechos todavía más grandes de lo que yo había pensado y una generosa dosis de tocino en la barriga; me puse como un burro nada más verla e incluso vestido se debió de notar mucho, ella se echó a reír, se acercó, me abrazó aplastándome contra sus amplitudes y con la mano izquierda me desabrochó los pantalones y los bajó. Sin que yo tuviera tiempo ni de pensar se separó de mí, me agarró el paquete y, con suavidad, pero con firmeza, se dirigió a la cama.
Por si alguien no lo hubiera captado se dirigió a la cama sin soltar mis partes, o sea, yo también iba, aunque no muy cómodo porque con los pantalones bajados tenía que caminar como un pingüino, o como un pájaro bobo. Observé en ese momento y los siguientes que Patricia no me hacía daño, pero tenía un agarre muy seguro que le podía permitir hacérmelo en el mismo momento en que quisiera. Cuando llegamos junto a la cama me ordenó que me desvistiera, después que la desvistiera, después de que hubiera hecho ambas cosas me empujó sobre la cama y se tumbo sobre mí, agarró mis manos y tiró de ellas obligándome a colocarlas por encima de mi cabeza; todo lo hacía sin dejar de sonreír, me había demostrado que podía colocar mis brazos donde ella quisiera, pero sin perder la compostura, yo hice algún pequeño esfuerzo por liberarme, pero apenas visto que no era posible preferí esperar, mi inferioridad muscular era clara.
Subió sobre mi cuerpo obligándome a cerrar cada vez más los brazos, su coño se acercaba a mi cara lento, pero inexorable, hasta que alcanzó su objetivo: estaba sobre mi boca; en ese momento sin gritos ni malos modos, pero con contundencia, me ordenó que sacara la lengua y cuando lo hice se sentó sobre ella y me mandó que la moviera hasta que tuviera un "buen orgasmo".
Yo además de un poco asustado (había caído otra vez) estaba asombrado, Patri era solo un año mayor que yo, mucho más joven que Ana y no había parido, pero tenía un clítoris bastante grande, mucho más grande que el de la holandesa, un coño de buen tamaño que se estaba comiendo mi cara, (de paso impidiéndome respirar a gusto) lo tenía también grande, bastante peludo, limpio, muy caliente y húmedo. Pero la verdad es que, dejando estas reflexiones mías aparte, la única realidad de aquel momento era que ella me había dominado, me tenía a su merced, podía hacer conmigo lo que quisiera y estaba cabalgando mi cara furiosamente. Y furiosamente cabalgó con mi nariz cada vez más dentro de su agujero, y mi lengua chupando su culo hasta que explotó, al fin, en una serie de sacudidas interminables, un terremoto vaginal.
Cuando se recuperó de los esfuerzos quitó su trasero de mi cara, sentada sobre mi pecho me miraba y se reía: "Te brilla la cara", dijo, y debía ser verdad porque yo la notaba pegajosa, ella en cualquier caso no me hizo esperar demasiado: se giró, se sentó en mi cara otra vez, se abrió un poco las cachas del culo, colocó el de atrás en mi nariz y echándose hacia delante tapó mis labios con los suyos y agarró con su mano mis bolas; con ellas bien cogidas fue echándose hacia atrás y al hacerlo me obligó a ir moviendo las caderas para que no me arrancara las pelotas, cuando llegué al máximo que podía dar y comprobé que ella seguía tirando de sus prisioneros, gemí. No creo que ella me oyera, seguro que el gemido fue sofocado por toda aquella carne que se había puesto sobre mi cara, pero ella en cualquier caso hizo una cosa que me alivió: metió un brazo por debajo de una de mis rodillas y se echó hacia atrás; mis pelotas dejaron de sufrir el tirón, pero a cambio mis dos rodillas (por la parte de atrás) terminaron de quedar fijados bajo sus sobacos.
Ella debió de encontrar la situación muy divertida, dijo algo de tocar el tambor y hacer bella música, la hizo sobre mi culo; yo no lo pasaba demasiado bien, mi postura era muy forzada, tenía la espalda totalmente arqueada y dificultades para respirar; me decía, en algún momento que nos esperaba un largo fin de semana de pasión y sexo, me daba azotes en el culo y tenía las manos mucho más grandes, fuertes y duras de los que yo había supuesto. Entonces fue cuando llegó lo peor: aburrida de azotarme las nalgas y oír mis quejidos decidió ponerse a jugar con mi ojete, como preparación previa se puso a abrirlo forzándolo con las manos, sobre todo con lo dedos gordos y de vez en cuando, cuando había abierto lo suficiente, avanzaba un poquito con uno de los dedos