El paleto se folló a la calentorra de mi madre

Una excursión por el campo es siempre una buena excusa para que rebroten los cuernos de mi padre

Era una mañana muy calurosa de un soleado día de verano cuando, por una carretera polvorienta transitaba el coche conducido por Dioni en compañía de Rosa, su mujer, y de Juan, su único hijo.

Después de visitar la zona la intención de Dioni era hacer una pequeña excursión caminando para disfrutar de tan bellos parajes.

Se detuvieron en un destartalado bar de un pequeño pueblecito donde se detuvieron a desayunar y al marido, entre bocado y bocado, se le ocurrió preguntar al dueño si les podía recomendar algún paseo a realizar.

No solo intervino el dueño sino también otro parroquiano que se estaba tomando un copazo de coñac como desayuno.

Le explicaron varios caminos a realizar e incluso le recomendaron uno en particular, pero más que ayudar, confundieron al cabeza de familia, así que el parroquiano que atendía al nombre de Francesc se ofreció a guiarles por el camino.

El pueblerino les avisó que parte del camino iba bajo sombra al lado de un fresco riachuelo, pero la mayoría no tenía el resguardo de los árboles. Aun así Dioni se empeñó en hacer el camino a pesar de que su mujer no estaba de acuerdo en caminar bajo un sol tan abrasador, pero el marido estaba acostumbrado a hacer su santa voluntad y no hizo ningún caso a Rosa, comentándola que se podía quedar en el pueblo mientras ellos hacían el camino ya que no duraba más de dos horas, a lo que la mujer se negó, alegando:

  • No he venido hasta aquí para quedarme dos horas aburrida en el pueblo.

Mirándola las tetas, Francesc se ofreció a que les acompañara su hijo de forma que él iría en cabeza guiando a la familia y su hijo se quedaría en la cola para que nadie se perdiera y pudiera ir a su propio ritmo. De todas formas, comentó el hombre que el camino era circular por lo que empezaba y acababa en el mismo sitio por lo que siempre se podía volver por donde se había venido y esperar a que llegara todo el grupo.

Mientras que a Dioni le parecía una muy buena idea, a Rosa continuaba sin gustarla y así lo dijo en voz alta.

  • No es de recibo que, con el calor tan abrasador que hace, nos pongamos a caminar. Nos puede dar una lipotimia y caer desfallecidos.

Se rió el marido de la ocurrencia de su mujer y le restó importancia.

  • No te preocupes, mujer, que si te caes te cogemos en brazos, pero, con esos pechos que tienes, serás tú la que aguante tanto o más que nosotros.

Comentó, haciendo con sus manos la forma de los abultados senos de Rosa, provocando que la mujer se sonrojara y Francesc la mirara con más detenimiento las tetas.

Se acercó el hombre a una casa próxima y, después de unos escasos minutos, en los que Rosa no dejó de quejarse ante su impasible marido, salió Francesc en compañía de su hijo, que de crío no tenía nada ya que debía tener veintitantos años. Era ya un hombre y bastante robusto.

Atendía al nombre de Quino y, mientras Dioni le dio sonriente la mano, Rosa se limitó a mirarle malhumorada y decirle:

  • Por favor, tú, que pareces muy cabal, convence a mi marido de la locura que es caminar bajo este sol abrasador.

Pero fue Dioni el que, hastiado de escuchar las quejas de su mujer, la respondió sonriendo perverso:

  • No te preocupes más, mujer, que, si te caes, Quino te coge en brazos e incluso te quita la ropa si tienes calor.
  • Será un placer.

Respondió sonriente el joven provocando que los dos hombres se rieran a carcajadas, el adolescente les imitara sin saber exactamente el motivo y el rostro de la mujer adquiriera un color encarnado por vergüenza.

Los cuatro machos, incluido Juan el hijo de Rosa, se imaginaron a la mujer siendo desnudada por Quino hasta dejarla completamente desnuda, con las tetas, el culo, los muslos e incluso el coño al aire, a la vista de todos.

Mientras Dioni y Francesc se reían a carcajadas los ojos de Quino recorrían lascivos los turgentes pechos de Rosa que, acompañados por un pequeño sujetador, se marcaban bajo la fina y ajustada camiseta de color crema, bajando a continuación por sus amplias caderas hasta el sugerente triángulo entre sus piernas y hasta sus torneados y prácticamente desnudos muslos, ya que apenas les cubría la minúscula minifalda roja que llevaba.

Como bien le acababa de decir su padre cuando le avisó de que le acompañara, la finolis de ciudad le recordaba mucho a aquella que hace años se folló varias veces en la cama mientras su marido observaba, a pocos kilómetros de distancia, entusiasmado copular a los ciervos.

Se sintió Rosa desnudada por la mirada lujuriosa del joven y bajó la mirada avergonzada, pero enseguida Francesc les puso en marcha, caminando el primero, seguido a corta distancia por su marido y por su hijo, mientras ella, huyendo más bien del lascivo joven, se incorporó a su familia. Cerraba la marcha Quino cuyos ojos seguían en todo momento los balanceos libidinosos de las voluptuosas caderas y prietas nalgas de la mujer, mientras analizaba la ropa que ella llevaba y la forma mejor de quitársela.

No pasó ni media hora cuando las energías de Rosa se fueron agotando por el tórrido calor y se fue quedando rezagada en compañía de Quino.

Olvidando las miradas del joven, reanudó sus quejas no solamente para ella misma sino también haciendo partícipe a un Quino que, más alto que ella, no dejaba de mirarla desde arriba las abultadas ubres.

Como el joven a veces la respondía tratándola de usted o de señora, la mujer le dijo que mejor la llamará Rosi, sino se sentiría una anciana a pesar de que solo tenía treinta y cinco años.

Las quejas de Rosa se incrementaron cuando tuvo que subir por una pequeña colina de pendiente bastante pronunciada.

Mientras la mujer se esforzaba por subir, el joven, situado detrás de ella, no perdía detalle de las piernas y del culo de Rosa, agachándose incluso para ver mejor bajo la corta faldita.

Como llevaba Rosa unas zapatillas ligeras que no eran adecuadas para ir al campo, se escurría al subir la pendiente por lo que a veces se ponía a cuatro patas para no caerse o deslizarse por la pendiente, haciendo las delicias de Quino que observaba empalmado cómo las finas braguitas blancas se metían entre los prietos cachetes de la mujer, desapareciendo prácticamente entre ellos.

La primera vez que la mujer se escurrió hacia abajo fue detenida por las manos del joven se apoyaron sobre su faldita, palpando firmemente sus nalgas.

Sorprendida porque la estaban tocando el culo, se volvió a escurrir y se deslizó algo más hacia abajo, haciendo que las manos de Quino se metieran ahora bajo la faldita, sujetándola por los desnudos glúteos, provocando en ella un fuerte sobresalto, quedándose inmovilizada, en estado de shock.

¡La estaba tocando el culo! ¡La estaba metiendo mano!

No se atrevió a decir nada y se dejó sobar las nalgas por el empalmado joven, intentando incorporarse y subir la empinada cuesta, pero, al escurrirse hacia atrás, las manos de Quino se deslizaron hacia abajo, metiéndose los dedos del joven entre sus piernas, y, separando la fina braguita, directamente sobre su vulva, entre sus labios vaginales.

  • ¡La podían ver! ¡Podía ver su hijo y su marido cómo la metían mano! ¡Qué vergüenza! ¿Qué pensarían de ella?

Pensó avergonzada, temiendo que la observaran.

Gimió más por la vergüenza y por el morbo que sentía que por el esfuerzo que realizaba para intentar subir la cuesta, sin resbalar hacia abajo, mientras los dedos de Quino se restregaban entre sus cada vez más lubricados labios vaginales.

Quiso decir algo, no sabía muy bien qué, sin provocar un escándalo, pero la empinada cuesta y los dedos jugueteando dentro de su vulva la impedían pensar con lucidez, provocando que poco a poco se fuera excitando sexualmente.

Quería evitar escándalos por lo que ni gritó ni se revolvió contra el paleto, solo quería subir lo antes posible pero el sobe la estaba provocando auténtica satisfacción sexual.

Agarrándose desesperada a los matorrales se esforzó por subir y poco a poco lo iba consiguiendo a pesar de que el placer que la provocaba el joven iba cada vez más aumentando.

Entre sobe y sobe los suspiros y gemidos de Rosa dejaron de ser motivados por el esfuerzo de la subida sino por el placer que sentía y, cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo, se agarró con las dos manos al cuello del joven, y, emitiendo un chillido, se corrió, en medio de una convulsión, como hacía tiempo que no lo hacía.

Aguantó Quino, sujetándola con una mano bajo su falda, directamente sobre las nalgas desnudas, mientras con su otra mano la masturbaba a placer, al tiempo que apoyaba su pene duro y erecto en el bajo vientre de Rosa.

Permaneció la mujer bastantes segundos agarrado al cuello de toro del joven, mientras disfrutaba de su sabrosa corrida.

Quino mientras tanto, la bajó las bragas hasta medio muslo y la sobó a placer las nalgas con las dos manos, al tiempo que apretaba el cuerpo de ella contra el de él, haciéndola que sintiera la dureza de su miembro.

Cuando por fin reaccionó Rosa se apartó tímidamente de él, sin decir nada, con el rostro encarnado de vergüenza.

Girándose levemente, dirigió su mirada otra vez hacia la parte superior de la cuesta y se dispuso a continuar subiendo los pocos centímetros que la faltaban por alcanzar.

Una de las manos del joven subieron a una de las tetas de ella, sobándosela a través de la camiseta, mientras su otra mano, continuaba manoseándola las nalgas bajo la falda. Aun así logró Rosa alcanzar la cima.

Nada más llegar arriba, Quino, con la excusa de sacudirla el polvo que llevaba en la falda, la dio unos buenos azotes, no solo sobre la prenda sino incluso debajo, sobre sus nalgas desnudas. Rosa, agotada, no tenía fuerzas para impedirlo, limitándose solo a dar pequeños grititos al recibir cada azote.

No se atrevía a mirar a la cara al joven y mucho menos increparle por meterla mano, masturbarla y ahora azotarla las nalgas.

Al ver cómo su marido y su hijo se alejaban bajando por la suave pendiente, Rosa sacó fuerzas de flaqueza y temiendo quedarse sola con el paleto sobón y que se la follara, echó a correr detrás de ellos, gritándoles:

  • ¡Esperadme, esperadme!

Pero ni Dioni ni Francesc se inmutaron, siguieron hablando entre ellos mientras caminaban. Solo Juan, su hijo, se giró levemente pero, al ver que se padre no se volteaba, continuó mirando hacia delante para no defraudarle.

Desde atrás Quino, sorprendido por la carrera de Rosa, contemplaba empalmado cómo se movían los prietos glúteos y los torneados muslos de la mujer.

No llegó a alcanzarles ya que, fruto del agotamiento, trastabilló y cayó de rodillas al suelo, chillando, pero, aun así, su marido no volvió la cabeza para ver que la sucedía.

  • Se ha caído mamá.

Se atrevió a informar tímidamente Juan a su padre de la caída de su madre, mirando hacia atrás.

  • No la hagas caso, hijo, que no sabe ya que hacer para estropearnos nuestra excursión.

Respondió desdeñoso el padre, sentenciando:

  • Quiere ser siempre el centro de atención, que hagamos siempre lo que ella quiere. Pues no. Lo mejor es no hacerla caso. Es una exhibicionista.

Francesc, al escuchar que la llamaba “exhibicionista”, echó unas carcajadas, pensando:

  • No sabe el gilipollas hasta qué punto iba a exhibirse su mujercita con su hijo. La iba a dar un muy buen repaso.

Y los tres siguieron hacia delante sin detenerse ni mirar hacia atrás, como si no hubiera sucedido nada.

Viendo cómo se alejaban, permaneció Rosa a cuatro patas sobre el suelo con la faldita levantada por detrás, enseñando el culo en pompa, prácticamente desnudo, a un Quino empalmado que, sin dejar de mirarla las nalgas, se acercó por detrás y dudó si follársela allí mismo, hasta que vio cómo Juan, el hijo de Rosa, echaba una nueva mirada hacia atrás, y le cortó el momento.

La mujer, que también había visto la mirada que la echaba su hijo, se bajó la falda por detrás y Quino se limitó a propinarla un azote en uno de los cachetes.

Se la hubiera follado allí mismo. No hubiera hecho falta ni que la bajara las bragas, solamente con apartarlas un poco del coño y … ¡pa dentro!

  • ¿Te has hecho daño, Rosi?

La preguntó, dispuesto a no despreciar la próxima ocasión que tuviera, y ella, sollozando, no respondió. Estaba más herida en su amor propio por la falta de atención de su marido y de su hijo que de su cuerpo.

  • Venga, gírate que te vea cómo estas.

La dijo Quino sin dejar de sobarla las nalgas y, girándose Rosa, se sentó en el suelo.

Gruesos lagrimones corrían por sus mejillas, mientras ella se los limpiaba con sus manos y hacia pucheros intentando dejar de llorar, pero los ojos del joven no la miraban el rostro, sino la entrepierna, ya que, al sentarse, la falda se le había subido y mostraba su fina braguita bajo la que se transparentaba su jugosa sonrisa vertical.

Al darse cuenta hacia donde miraba Quino, se bajó Rosa rauda la faldita cubriéndose el sexo.

Poniendo una rodilla en el suelo, el joven la cogió el tobillo de una de sus piernas, preguntándola si la dolía y, al recibir un “no” como respuesta, fue subiendo las manos por la pierna, manoseándosela, al tiempo que la decía:

  • Avísame, Rosi, cuando te duela.

Subiendo las manos por la pierna, alcanzó el muslo, sobándoselo, y, cuando iba a meterlas bajo la faldita, Rosa puso sus manos sobre las de él, parándoselas, y le dijo en voz baja, al tiempo que le retiraba suavemente las manos.

  • Déjalo, por favor. No me duele nada.
  • Ya veo que estás muy buena.

La respondió Quino y ella empezó a incorporarse del suelo. Las manos del joven se metieron bajo la falda, y, sujetándola por las nalgas desnudas, tiraron de ella hasta ponerla en pie.

Apartándose de Quino, nuevos azotes recibió en el culo con la excusa de quitarla el polvo antes de reanudar el camino siguiendo los pasos de Francesc, Dioni y Juan.

Un poco más adelante observó la mujer cómo su marido se quitaba la camiseta, imitándole su hijo, haciendo que ella murmurara:

  • No me extraña, con el calor que hace.

También Rosa observó de refilón cómo Quino, al escucharla, se quitaba la camiseta que llevaba y la desarrollada musculatura de su tórax, pero no dijo nada, disimulando como si no hubiera visto nada.

La cabecera del grupo cruzó un riachuelo saltando de piedra en piedra, y la mujer ahora si que dijo en voz alta, dirigiéndose a su marido:

  • ¿No pensaras que pase yo por ahí, que salte el río y me caiga?
  • Un poco más abajo el río es más estrecho y se pasa mejor.

Escuchó decir a su espalda a Quino.

  • Ya le has oído. Vete con él y ya nos encontraremos más adelante.

Respondió Dioni, su marido, dándola la espalda y continuando el camino.

  • Venga, ven, sígueme, Rosi.

Escuchó decir al joven a sus espaldas y, al considerar que no tenía otra alternativa, le siguió.

Sudando copiosamente, la mujer observó la espalda desnuda de Quino, y, al recordar como su marido y su hijo, se quitaban la camiseta, dijo cabreada:

  • ¡A la mierda!

Y se quitó la camiseta, mostrando al erecto joven sus turgentes senos que apenas cabían en el pequeño sujetador que llevaba. Tan enojada estaba Rosa que no dio cuenta que sus erectos pezones asomaban por encima del pequeño sostén y no hizo ni amago de tapárselos.

Sin hacer caso a las miradas lascivas de Quino la mujer siguió caminando y, un poco más adelante, también se despojó de la falda, quedándose en bragas y sostén, ambos de color blanco, además de sus zapatillas. Las pequeñas bragas de Rosa se metían por detrás entre las dos nalgas, prácticamente desapareciendo, y por delante prácticamente se transparentaban, dejando vislumbrar su jugosa sonrisa vertical.

Quino, al ver cómo se despojaba de la falda, también él se quitó el pantalón.

Al darse cuenta Rosa que el joven llevaba puesto solo su bóxer además de sus botas, se fijó en el enorme cipote que hinchaba por delante el bóxer, marcándose nítidamente, y pensó avergonzada, abriendo asombrada mucho sus ojos y su boca:

  • ¡Dios mío, cómo lo tiene!

Turbada, retiró la mirada y su rostro adquirió un color encarnado.

Temiendo que quisiera violarla, a punto estuvo de echar a correr detrás de su marido pero, presentarse en bragas y sujetador, hubiera despertado los bajos instintos de su esposo y la hubiera abroncado delante de todo el mundo, llamándola puta, así que se contuvo, y, sin apartar la vista del suelo, siguió al paleto por un estrecho camino al lado del riachuelo.

A unos cien metros el joven se detuvo frente a unos arbustos y, mirando primero el rostro y luego las tetas a Rosa, la dijo, señalando hacia unos árboles próximos.

  • Por aquí pasamos, nena.

Llamarla “nena” no gustó nada a Rosa, aunque más libertades se había tomado el paleto metiéndola mano, así que, mirando el paso del río que le indicaba, observó varias piedras que, separadas, cruzaban el riachuelo.

  • No te preocupes, nena, que yo te cojo.

Se adelantó el joven al ver que iba la mujer a indicar inconvenientes, pero aun así Rosa iba a quejarse cuando Quino la amenazó:

  • ¡Cállate o te quito las bragas!

La mujer, asombrada, no se atrevió a decir nada ni a moverse ni a levantar la vista del suelo, así que Quino, sonriendo lascivo, se acercó a ella y la cogió tan rápidamente en brazos que a Rosa no la dio tiempo ni a resistirse, solo a emitir asustada un agudo chillido, perdiendo tanto su camiseta como su falda y sus dos zapatillas que a punto estuvieron de caer al agua.

Su sujetador se bajó de forma que dejó completamente al descubierto sus dos redondas y erguidas tetas, haciendo las delicias del paleto salido.

Acercándose el joven al riachuelo, se dispuso a cruzarlo y la mujer, asustada, se agarró con fuerza a su cuello para no caerse.

En cada paso que daba Quino sobre las piedras que cruzaban el riachuelo emitía Rosa un gritito asustada y se agarraba al cuello del joven con más fuerza.

Al llegar al otro lado del riachuelo, la depositó de pies sobre el suelo y, antes de incorporarse, la bajó rápidamente las bragas hasta los pies para levantarse a continuación, cargando con ella sobre los hombros, y acabar de quitarla las bragas que tiró al riachuelo.

  • ¡Aaaah, mis bragas, mis bragas!

Chilló aterrada la mujer viendo como sus bragas se las llevaba la corriente.

  • Te avise. Te dije que te callaras.

Respondió riéndose a carcajadas el paleto y, como la mujer no se estaba quieta observando aterrada cómo se alejaban sus bragas, la metió los dedos de su mano libre directamente entre los labios vaginales, empezando nuevamente a masturbarla, mientras que con la otra mano la sujetaba por las caderas sobre sus hombros.

Pero cuanto más la metía mano, más se agitaba la mujer, pateando el aire y golpeándole con sus puños en la espalda.

Temiendo que se cayera de sus hombros, la depositó a cuatro patas en el suelo y la soltó el sostén por detrás, quitándoselo y dejándola completamente desnuda sin que a ella la diera tiempo para impedirlo.

  • ¡Aaaah, noooo!

Chilló la mujer al sentir cómo la dejaban en pelotas y más aún cuando Quino empezó a propinarla azotes en sus cada vez más coloradas nalgas.

Intentó Rosa escapar de la azotaina, alejándose a cuatro patas, pero el joven la sujetaba con la otra mano, impidiendo que huyera.

  • ¡Ay, ay, ay, no, no, por favor, no, ay, ay, no, ay, ay!

Chillaba la mujer por cada azote recibido.

De pronto dejó de azotarla y, sujetándola por las caderas, la impidió que se moviera.

No perdió el tiempo. Separándola las piernas con los pies, se colocó entre ellas, y, poniendo una rodilla en tierra, se bajó el bóxer hasta colocárselo debajo de los cojones, dejando al descubierto una enorme verga erecta y congestionada, cubierta de gruesas venas azules, que emergía de un espeso matojo de pelos púbicos castaños.

  • ¡No, no, por favor, no!

Suplicó Rosa temiendo lo que iba a venir ahora, pero el joven, sin prestar ningún caso a sus súplicas, dirigió su duro cipote hacia el coño de la mujer y la fue penetrando poco a poco, ante el asombro de Rosa que, increíblemente, ahora sí dejó de hablar y de quejarse.

Se la metió hasta el fondo, hasta que sus cojones chocaron con la entrada a la vagina, y, sin ninguna pausa, empezó a cabalgarla, echando adelante y atrás sus caderas y glúteos, e imprimiendo un cada vez mayor ritmo.

Al no poder soportar con sus brazos las cada vez más violentas acometidas del paleto, la mujer dobló los brazos y puso sus antebrazos sobre el suelo, colocando su cabeza entre ellos.

Un fuerte azote tras otro en sus nalgas, la hicieron chillar de dolor y más aún, cuando el pueblerino la cogió con una de sus manos el cabello y tiró de él hacia arriba, obligándola a que levantara la cabeza y se pusiera a cuatro patas.

Aguantó Rosa los tirones de pelo, los azotes y las embestidas del joven, eso sí emitiendo agudos chillidos cada vez que sentía dolor.

No tardó mucho en correrse el joven y, cuando lo hizo, gruño como un chucho satisfecho después de haber copulado con una hembra.

Unos pocos segundos tardó en desmontarla y, cuando lo hizo, la dio un par de potentes y sonoros azotes en sus encarnadas nalgas.

Permaneciendo acurrucada en el suelo, no se atrevía la mujer a levantarse por vergüenza.

  • Se la había follado, violado y ahora … ¿qué? ¿Le increparía al levantarse, incluso le agrediría con una piedra o un palo o, más bien, actuaría como si no hubiera pasado nada, como si no la hubiera violado?

Esos pensamientos cruzaron por la mente de Rosa, pero enseguida el paleto la sacó de sus dudas, dándola otro para de sonoros y fuertes azotes en sus nalgas.

  • ¡Venga, nena, no seas perezosa y levántate que nos espera tu maridito y tu hijo!

Dudando todavía, prefirió no contradecir al tipo y se levantó despacio del suelo, temiendo que la volviera a azotar el culo.

Le vio al otro lado del riachuelo, en el mismo lugar por donde habían pasado hacía pocos minutos.

No se había puesto el tipo ni el pantalón ni la camiseta y la mostraba su musculado pecho, así como su cipote que había decrecido después del polvo que la había echado y ya no se le marcaba tanto bajo el boxer.

  • ¡Venga, nena, te toca a ti cruzar solita a este lado!

La dijo con una sonrisa perversa en su rostro sin afeitar.

  • Ya ves que voy a ser bueno contigo y, para que no te canses ni pases calor, no vamos a hacer todo el camino sino que volvemos al pueblo.

Continuó el paleto y, tras una breve pausa, remató:

  • No te he escuchado darme las gracias, nena.

Al escucharle, pensó Rosa:

  • ¿Gracias? Por qué? ¿Por humillarla y violarla?

Pero aun así dijo en voz baja:

  • Gracias.
  • No te he oído bien. ¿Qué has dicho?
  • Gracias.

Repitió en voz más alta, haciendo que Quino se riera a carcajadas.

Completamente desnuda, buscó desesperada con la mirada su ropa. No podía ir así, totalmente desnuda, y cruzarse con extraños, entrar al pueblo y presentarse ante su marido y su hijo como dios la había traído al mundo.

  • Si quieres te cruzo yo, pero ya sabes que tendrás que pagarme por el servicio. Y ya sabes cuál será el pago.

La amenazó el pueblerino sin dejar de sonreír y sin dejar de mirarla las tetas y el coño.

  • ¿El pago? ¿Otro polvo salvaje? ¡No, por dios, no, otro no!

Pensó la mujer asustada y respondió en voz alta:

  • ¡No, no, cruzo yo sola!

Acercándose al agua, se atrevió a preguntar por su ropa, al tiempo que se cubría las tetas y entrepierna con sus manos, recibiendo una amplia sonrisa del joven mientras la señalaba hacia un árbol próximo.

Estaba colgada la camiseta, la falda y las zapatillas en las ramas, a más de dos metros del suelo. No estaba ni sus bragas que se las había llevado la corriente ni su sujetador, pero no se atrevió a preguntarle donde estaba.

  • La tendrás que coger tu misma.

La dijo carcajeándose el paleto.

  • Déjame, por favor, que me limpie. No puedo ir así.

Le suplicó y, como él se encogió de hombros, indiferente, ella lo tomó como una afirmación y se acercó al riachuelo. Poniéndose en cuclillas cogió agua y se lavó como pudo, especialmente el esperma que le chorreaba por la entrepierna y por el interior de sus muslos.

Mientras tanto, Quino, sentado en un tronco, la observaba así, completamente desnuda y recién follada, tan deseable con esas tetas, ese culo , esos muslos y ese cuerpo de infarto, y sentía cómo su verga se estaba nuevamente congestionando, irguiéndose, y preparándose para entrar otra vez en acción.

No la había prestado toda la atención que requerían sus tetas, esas enormes tetazas erguidas y redondeadas, con sus areolas del tamaño de una moneda de un euro del que emergían gruesos pezones que semejaban cerezas maduras. Todavía tenía tiempo más que suficiente para dedicarles la atención que se merecían.

Mientras Rosa se lavaba con el agua fría del riachuelo, no quería mirar al paleto que se la había tirado, aunque bien sabía que estaba ahí, frente a ella, sin dejar de observarla y, si no se sintió desnudada por su mirada fue porque ya lo estaba, estaba completamente desnuda, pero si se sentía violada, nuevamente violada por el tipo.

  • ¿Quieres, nena, que te limpié yo el coño y las tetas?

La preguntó irónico el pueblerino y ella respondió al momento:

  • ¡No, no, gracias! ¡Ya acabo, ya acabo!
  • ¡Gracias es lo que tienes que darme cuando te hago disfrutar follándote, nena! ¿Seguro que más que el pichafloja de tu maridito!

La respondió Quino riéndose y Rosa, temiendo que se acercará para violarla de nuevo, se levantó y, cubriéndose la entrepierna y las tetas, se dispuso a cruzar el riachuelo por las piedras.

Colocando con cuidado un pie desnudo tras otro sobre cada piedra fue cruzando el riachuelo, no sin antes descubrir sus tetas y su coño para deleite del joven.

Cuando ya estaba a punto de llegar a la otra orilla, resbaló sobre una piedra y cayó al agua, emitiendo un agudo chillido como si se precipitara desde un acantilado, pero descubrió que el agua no la llegaba más arriba del tobillo y fluía con una parsimonia asombrosa.

Mientras la mujer miraba fluir el agua, Quino se acercó y, pasando un brazo por la parte posterior de sus piernas y otra por su espalda, la levantó en brazos antes de que ella se diera cuenta, depositándola en la orilla.

  • Ves, nena, lo fácil que era. Eres tú la que lo hace todo difícil: Cruzar el río, desnudarte, follar.

Como Rosa no le respondía y se acercaba al árbol a coger su ropa, el paleto la propinó un fuerte y sonoro azote en una de sus nalgas, diciéndola:

  • Venga, nena, coge tu ropa, que te esperan. Si no las coges, volverás sin ella con tu maridito. Pero nada de ayudarte de un palo o subirte a una piedra o a un tronco. Si la coges, nena, tiene que ser sin ayuda, solo con tu cuerpo serrano.

La mujer se acercó al árbol y, aunque se puso de puntillas, se estiró y levantó los brazos tanto como podía, no llegaba a coger su ropa, por lo que dio un salto sin alcanzar la ropa, luego otro y otro, desesperada de no poder cogerla y temiendo que el pueblerino cumpliera su amenaza: No darla su ropa y tener que ir al encuentro de su esposo sin nada de ropa encima.

Mientras la mujer brincaba, Quino se maravillaba como se contraían y movían sus muslos y sus glúteos y, al cambiar de posición, como se balanceaban sus tetas en cada salto que daba.

Con su verga palpitando de deseo por volver a gozar de la mujer, Quino se acercó por delante a Rosa y, colocando una mano en cada una de las nalgas de la mujer, la levantó del suelo y, ante el miedo de ella a caer, se la colocó a horcajadas sobre sus hombros, de forma que su boca estaba a la altura del coño de ella.

Emitió Rosa un chillido al verse levantada del suelo y otro más al sentir la lengua del joven jugueteando con su sexo.

Mientras la sujetaba con sus manos por las nalgas, la lengua del tipo recorría el interior de los labios vaginales de la mujer, alternando los lengüetazos largos y lentos con los cortos y rápidos que se concentraban sobre todo en su clítoris.

Brincando y emitiendo un chillido en cada lengüetazo, la mujer aún intentó coger su ropa de las ramas del árbol, consiguiendo hacer que sus zapatillas cayeran al suelo, pero no así su camiseta y su falda, ya que, cuando estaba a punto de cogerlos, el joven se movía alejándola.

A punto de correrse se agarró con fuerza al cabello del joven y, chillando de placer, alcanzó el orgasmo. Nada más lograrlo, el paleto la desmontó de sus hombros y, descendiéndola despacio, la lamió las tetas, hasta que su cipote erecto y congestionado se fue introduciendo lentamente en el coño abierto de la mujer, que, al sentirse nuevamente perforada, emitió otro chillido de sorpresa y, agarrándose con las dos manos al cuello de Quino, fue dejando que poco a poco el cipote fuera entrando hasta que los cojones chocaron con su perineo.

Y una vez dentro, con la fuerza de sus brazos la fue subiendo y bajando, una y otra vez, follándosela.

Las piernas de ella se abrazaron a la cintura del paleto, haciendo más profunda y fácil la penetracación.

Mientras se la follaba Quino la miraba las tetas, cómo se restregaban sobre su pecho y los pezones se erizaban cada vez más, volviéndose duros como piedras. Su mirada fue de las tetas a la boca entreabierta de ella, a los labios sonrosados, carnosos y húmedos.

Deteniéndose la dio un buen morreo, metiendo su lengua dentro de la boca de ella, jugueteando con su empapada lengua, y, cuando ella reaccionó, intentando apartar su boca, la mordió los labios, provocando que chillara de dolor y de sorpresa.

Saboreó complacido su sangre, pero soltó su presa. Se la comería a bocados pero ahora prefería follársela, así que continuó tirándosela con una energía renovada, subiéndola y bajándola, follándosela a un ritmo cada vez mayor.

¡Mete-saca-mete-saca-mete-saca-mete-saca!

Chillando desatada, se estremecía Rosa de placer, de un placer que no acababa, de un orgasmo tras otro y así hasta el infinito hubiera continuado pero las fuerzas del pueblerino también tenían un límite. No se sabe qué se cansó antes, si los brazos o la polla de Quino que descargó lo que le quedaba de esperma dentro del coño dilatado de la mujer.

La depositó en el suelo y sus brazos descansaron mientras gozaba de su polvo.

Desmontándola, se dejó Rosa caer exhausta de rodillas al suelo, frente al paleto que la acababa de follar y, con los ojos cerrados espero los deseos del joven sátiro, si deseaba darla otra vez más placer, si deseaba follársela.

  • Límpiamela, nena, límpiamela con esos labios y con esa lengua de zorra que tienes.

Le escuchó decir junto a ella y, al abrir los ojos, contempló a escasos centímetros de su cara la polla empapada de esperma que colgaba morcillona, satisfecha de haber copulado.

Incorporándose, cogió la mujer el miembro y, como si de una sabrosa piruleta se tratara, comenzó a lamerla, dándole breves chupadas al principio hasta que escuchó decir a Quino, al tiempo que la sujetaba con las dos manos la cabeza:

  • ¡Venga, nena, que no tenemos todo el día! ¡Dala un poco de caña y que brille!

Obediente fue la mujer dando lengüetazos más largos, limpiándola de los pegotes de lefa que tenía pegados, y, para rematarla, se la metió en la boca, desapareciendo toda dentro. Acariciándole los cojones con una mano, fue metiéndosela y sacándosela, recorriendo con sus labios golosos la totalidad de la verga, mamándosela, que fue entonándose e irguiéndose orgullosa.

Sin soltarla la cabeza el paleto empezó a balancearse adelante y atrás, adelante y atrás, metiéndola y sacándola la verga de la boca, como si estuviera follando, dejando sin ninguna iniciativa a la mujer, cuya boca servía ahora como coño, como otro agujero más al que follar.

Pero tan seguidos habían sido los dos polvos que Quino no acababa de eyacular, así que, sacándola el pene de la boca, la dijo disgustado:

  • Hay tiempo, nena, para echarte otro casquete.

Para continuar ordenándola:

  • ¡Venga, nena, lávate el coño que tenemos que irnos!

Y la mujer, obediente, se levantó y fue al riachuelo a lavarse, mientras el paleto se vestía.

Mientras Rosa se limpiaba, se acercó Quino y dándola un azote en una de las nalgas, la tiró sus zapatillas a los pies, y la dijo:

  • ¡Venga, nena, póntelas que nos vamos!

Dócil, se calzó allí mismo, de pie al lado del agua, atreviéndose a preguntar:

  • ¿Me das mi ropa, por favor?

Quino, que tenía en sus manos la falda y la camiseta de Rosa, la respondió sonriendo perversamente:

  • Luego. Ahora vamos de vuelta, que tu maridito y tu retoño ya habrán llegado y te esperaran con las pollas bien levantadas.
  • ¿Luego? ¿Cómo qué luego?

Dijo Rosa, aterrada de que la vieran completamente desnuda.

  • Sí, luego. ¿No tenías tanto calor? ¿No te quejabas continuamente del calor que hacía? Pues despelotada tendrás mucho menos calor.
  • Por favor, te lo suplico. No puedes hacerme eso. No puedes dejar que me vea mi familia así.

Suplicó aterrada Rosa, echándose a llorar.

  • Puedo y lo haré, nena. Pero no te preocupes, nena, que antes de que lleguemos al pueblo te la daré para que no vean lo zorra que eres.
  • Por favor, dámela ahora.

Todavía suplicó la mujer y Quino la amenazó:

  • He dicho que nos vamos, que luego te daré la ropa. Si te escuchó otra vez no te la doy y regresas con tu maridito en pelota picada, con las tetas, el culo y el coño al aire. ¿Entiendes, nena? Pues ¡venga, vamos!

Y, propinándola un azote en el culo, la hizo caminar la primera, desandando lo andado.

Mientras iba caminando Rosa, Quino, detrás de ella, no dejaba de mirarla las nalgas desnudas, y, cuando la mujer se equivocaba de camino, la daba un fuerte azote, dirigiéndola por la senda adecuada.

Detrás de un árbol apareció de improvisto un parroquiano en el camino y Rosa, al verlo, emitió un chillido avergonzada y, cubriéndose con sus manos las tetas y la entrepierna, se colocó detrás de unos matorrales para ocultar en lo posible su desnudez, pero el hombre, que debía rondar los cincuenta y tantos años, se quedó mirándola alelado.

  • ¡Ostias!, pero ¿esto qué es?

Apareció Quino que, muy sonriente, le saludó:

  • ¡Hombre, tío Genaro!
  • ¡Coño, el Quino! Pero ¿que traes ahí? ¿Una moza en pelota picada?

Preguntó el paleto comiéndosela con los ojos.

  • Una finolis de ciudad, que tenía calor y mire como se ha quedado.
  • ¿Calor? Esta lo que quiere es tranca. ¿La habrás dado tranca? ¿no, Quino?
  • Pues claro y varias veces. Pero ¿qué se ha creído, tío Genaro? ¡Que uno es muy hombre y, si una moza se pone a tiro, me la tiro!
  • Bien hecho, chaval. A esta sí que hay que darla tranca, pero que mucha tranca.
  • Le vamos a dejar, tío Genaro, que a ésta la espera el cornudo de su hombre.
  • Y tan cornudo si tiene una hembra tan rica como ésta. Pero no te demoro más, chaval. Id con Dios y, a ésta, tranca, mucha tranca.
  • Eso haré, tío Genaro.

Y dirigiéndose Quino a la avergonzada mujer que, encogida y con la cara colorada como un tomate, intentaba malamente cubrir sus vergüenzas.

  • ¡Hale, venga, nena, palante!

Rosa, al escucharle, salió de entre los matorrales, reincorporándose al camino. Aunque esquivando ágilmente las manos del tío Genaro, no logró del todo evitar que la tocaran brevemente las tetas y la entrepierna, aunque un fuerte azote recibió en sus más que maltrechas nalgas, emitiendo un chillido más por estar abochornada que dolorida.

Correteó Rosa unos metros huyendo pero el tío Genaro no la persiguió como hubiera deseado para darla él mismo una buena dosis de tranca, sino que se limitó a observarla las nalgas desnudas.

  • Recuerdos a tu padre, chaval.
  • Eso haré, tío Genaro.

Siguieron Rosa y Quino el camino hacia el pueblo, ella siempre delante y él detrás, mirándola siempre el culo y conduciéndola por el camino adecuado a base de azotes.

Esta vez no subieron por ninguna colina, sino que dando un pequeño rodeo, se presentaron a pocos metros de las primeras casa del pueblo.

Se detuvo entonces una Rosa con el culo rojo como un tomate de tanta azotaina y, mirando hacia atrás, le suplicó con la vista que le devolviera su ropa, y el paletorro la respondió:

  • ¡Sí, nena, pero antes ya sabes! ¡Tranca, como bien dice el tío Genaro!

Y, empujándola hacia un árbol, la hizo detenerse y darle la espalda, obligándola a inclinarse hacia delante.

Sujetándose al tronco de un árbol, Rosa, temiendo que la penetrara por el ano, suplicó.

  • No, por favor, no, por el culo no, por favor.
  • No te preocupes, nena, que yo controlo, que me quedo con tu coño.

Y, cogiendo su miembro erecto con la mano derecha, lo colocó en la entrada de la vagina de la mujer, metiéndoselo poco a poco, empujando su cadera hacia delante.

La mujer, sintiéndose penetrada, suspiró fuertemente, abriendo mucho los ojos y la boca y dejando que Quino se lo metiera hasta el fondo, hasta que sus cojones chocaron con el culo de Rosa.

El hombre, sujetándola por las caderas, echó lentamente hacia atrás sus glúteos, haciendo que su verga saliera en parte, casi toda, para volver otra vez a entrar, y así una y otra vez, lentamente al principio, saboreando cada milímetro de la vagina de ella, aumentando poco a poco la velocidad.

Ella no pudo contenerse y, aunque intentó hacer el menor ruido posible, gimió y jadeó rítmicamente, mientras se escuchaba el sonido de los cojones del paleto chocando una y otra vez contra el cuerpo de Rosa.

Deseando acabar lo antes posible, la mujer se balanceaba adelante y atrás, adelante y atrás, una y otra vez, jadeando y gimiendo, ayudando a que se la follara, mientras sus enormes tetas se bambolean voluptuosas al ritmo de las embestidas del joven.

Aumentando el ritmo, las manos de Quino abandonaron ansiosas las caderas de Rosa y, cogiéndola por detrás las tetas, en un par de embestidas se corrió y, cuando lo hizo, se detuvo, gruñendo levemente, y disfrutando del fuerte orgasmo que tenía.

Casi un minuto aguantó con la polla dentro del coño de la mujer y, cuando la desmontó, la asestó un nuevo y fuerte azote en el culo, diciéndola como si fuera una gran victoria:

  • Te lo dije, nena, te dije que te echaría otro casquete.

Y, tirándola despectivo la ropa al suelo, Rosa la cogió y, alejándose unos pasos, se la puso tan rápido como pudo, no fuera el pueblerino a quitársela.

Mientras la mujer se vestía el joven entró en el pueblo sin esperarla y Rosa, ya vestida y acicalada lo mejor que pudo, le siguió a distancia hasta que vio su coche y a su marido, a su hijo y a Francesc junto a él.

Quino se acercó al grupo y Rosa se incorporó pocos segundos después, viendo como su marido tenía una bolsa con hielo aplicada en su frente.

  • ¿Qué te ha pasado?

Le preguntó la mujer alarmada.

  • Que me caí y me he hecho un chichón en la cabeza.

Respondió Dioni, separando la bolsa de hielo y enseñando el bulto, aunque más que uno eran dos, uno a cada lado de la frente de forma que parecían dos cuernos.

¡Le habían salido un par de buenos cuernos a su marido mientras hacía la excursión!

Estupefacta no se atrevió Rosa a decir nada y Quino, sacando una tela de su bolsillo, lo llenó de cubitos de hielo, y se lo puso en la cabeza de Dioni, al tiempo que le decía muy sonriente:

  • Con esto estará mucho mejor, ya verá.

Rosa no daba crédito a lo que estaba viendo, el paleto que la había metido mano, azotado, sobado, desnudado y pasado por la piedra durante toda la excursión, estaba ahora colocando en la cabeza de su marido un sostén, el mismo sostén que le había quitado a su mujer antes de follársela.

Una copa del sujetador lleno de cubitos de hielo en cada cuerno y ahora Quino se lo estaba atando a la barbilla para que no se cayera.

Dioni que no había visto que era lo que le había puesto en la cabeza, sonreía agradecido sin parar de dar las gracias al paleto que le había hecho un auténtico cornudo.

Con el sostén de su mujer como sombrero, Dioni se encaminó hacia el coche con su mujer y su hijo, mientras Quino y su padre se contenían a duras penas la risa.

Ya en el coche, Rosa se sentó como pudo, dado lo doloridas que tenía sus nalgas de tanto azote, y Dioni les volvió a dar las gracias a los pueblerinos.

  • Son ustedes muy atentos. Ha sido una experiencia muy enriquecedora no solo para mí, sino también para mi mujer y para mi hijo. Les estamos eternamente agradecidos y les damos las gracias. Muchas gracias.

Alejándose con el coche, Rosa miró hacia atrás, viendo como los dos paletorros, padre e hijo, se reían a carcajadas, haciendo aparatosos aspavientos.

Tan agotada estaba la familia que nadie comentó nada en el coche, aunque el hijo bien que se dio cuenta que era un sostén lo que llevaba su padre en la cabeza, justamente la prenda que la faltaba a su madre ya que ahora no se marcaba bajo la camiseta de ella. No tenía ninguna duda de que el sostén era el de su madre y sobre el motivo por el que estaba en el bolsillo del paleto era mejor no preguntar.

Nunca le comentó la mujer a su marido ni a su hijo lo que la sucedió en la excursión de ese día.