El padre de mi amigo

Un chico siente una gran atracción por el padre de su mejor amigo, imaginando un plan para conseguir su atención...

Tengo 16 años y soy buen estudiante. Mi mejor amigo se llama Sergio, y voy mucho a su casa, porque sus notas no son tan buenas como las mías, y me gusta ayudarlo. Al principio de nuestra amistad, sus padres estaban en proceso de separación; él vivía con su madre, así que al padre prácticamente no lo conocí hasta hace algunos meses, cuando le tocó llevarse a su hijo a su casa algunos fines de semana, según la sentencia que acababa de dictar el juez de familia. Entonces, Sergio me invitó a ir allí; no está lejos, así que acepté.

Cuando conocí al padre, me di cuenta de que era muy joven, como lo era también la madre. Máximo, que así se llama el padre, tenía sólo 34 años; por lo visto, según me dijo después Sergio, sus padres se casaron muy jóvenes, "de penalti". Pues lo cierto es que Máximo estaba como un tren: alto, delgado, apenas habría representado 26 ó 27 años; tenía el pelo castaño claro, los ojos grises, también claros, y un cuerpo muy bien hecho, musculado aunque sin exagerar; me enteré entonces de que hacía culturismo. Yo hasta ese momento nunca me había sentido atraído por un hombre (tampoco mucho por mujeres, ésa es la verdad), pero cuando conocí a Máximo me di cuenta de que me fascinaba, que cuando estaba cerca me ponía nervioso, que los ojos enseguida se me iban al prominente paquete que lucía entre las ingles.

Llegué a obsesionarme con él, de tal manera que, a partir de entonces, siempre que le tocaba fin de semana con su padre, yo me las arreglaba para ir con Sergio a explicarle cualquier cosa. Un sábado conseguí de mis padres que me dejaran dormir en casa del padre de Sergio, en la habitación de éste, donde había dos camas, una de ellas para invitados. Yo estaba salidísimo, pero quería que aquella noche yo pudiera hacer realidad mis deseos.

Era septiembre, en el veranillo del membrillo, así que me llevé puesto sólo una camiseta y unos pantalones cortos bastante ajustados. Cuando llegamos a la casa, Máximo, el padre, no se fijó para nada en el bulto que ostensiblemente me marcaba el pantalón. El caso es que nos pasamos toda la tarde estudiando, y Máximo no apareció por la habitación de su hijo. Cenamos amigablemente y nos acostamos, el padre en su cuarto, nosotros en el nuestro.

Por la noche, ya en la cama, yo estaba muy excitado pensando en Máximo, en cómo sería su cuerpo desnudo. Aquella tarde había estado todo el tiempo como yo, en camiseta y shorts, y el paquete que se le marcaba era de escándalo, aunque no hizo ningún tipo de insinuación ni siquiera una miradita algo lasciva...

El caso es que, en la cama, yo tenía una empalmada de campeonato. Decidí que tenía que ir al baño para desahogarme, porque si no me iba a dar algo. Así que, en slips, como estaba, con un bulto por delante como una tienda de campaña, me fui al baño. Iba tan zumbado pensando en Máximo y su descomunal paquete que no me di cuenta de que el baño estaba ocupado, y cuando abrí la puerta resultó que el padre de mi amigo estaba dándose una ducha. Tenía corrida la mampara para que no saliera el agua del habitáculo, y me di cuenta de que estaba de espaldas. Con el ruido del agua sobre su cuerpo, al parecer, no había escuchado el ruido de la puerta. No pude resistir la tentación, y me acerqué con cuidado; pero la mampara me impedía ver nada más que la silueta de color carne. En ese momento se volvió y abrió la mampara un poco para coger la toalla. Estaba un poco lejos, y no la alcanzaba, así que sacó la cabeza y me vio.

--Hombre, David, por favor, alárgame la toalla. Enseguida termino y te dejo que te des una ducha; hace calor, ¿verdad?

--Sí, Máximo, toma -le alargué la toalla; él sacó un poco más el cuerpo y la sombra de una especie de vergajo bamboleándose se entrevió tras la mampara.

Se secó, yo me quedé allí fuera, viendo su cuerpo silueteado tras la mampara, sin poder retirarme, como hubiera sido lo lógico.

Cuando terminó de secarse, Máximo salió de la ducha con la toalla colocada alrededor de la cintura; entre tanto yo había ideado una estratagema de urgencia para intentar llamar su atención. Contaba con el conocido narcisismo de los aficionados a esculpir el propio cuerpo, como era el padre de mi amigo.

--¿Sabes, Máximo? Estoy empezando a hacer un poco de culturismo, quiero moldear mi cuerpo. Veo que tú lo haces, ¿no?, porque tienes el cuerpo muy bien moldeado. Se notan perfectamente los pectorales -y se los toqué con los dedos, como si estuviera comprobando su dureza--, los bíceps -y toqué un poco sobre uno de ellos, mientras Máximo, siguiéndome la corriente, lo flexionó un poco y levantó una potente masa muscular en el brazo--, los hombros -y toqué ambos, cada uno con una mano; a estas alturas yo estaba ya muy cerca, lógicamente, para poder tocar los músculos de aquel adonis; Máximo se dejaba hacer, tensando ahora los poderosos músculos de los hombros--, los abdominales -toqué en su estómago, que estaba duro como una piedra, en un vientre plano como una tabla.

Tragué saliva: ahora iba a entrar en terreno movedizo.

--Seguro que tienes también unos gemelos de campeonato. ¿Me dejas que te los toque?

--Claro, por supuesto -dijo Máximo, y se apartó parcialmente la toalla de baño que tenía alrededor de la cintura, dejándome ver las pantorrillas, las rodillas y parte de los muslos.

Me agaché para tocar los gemelos, situados debajo de las corvas. Estaban duros, en efecto, como yo pensaba, pero a esa distancia yo estaba ya muy cerca del objeto de mi deseo.

--Y los cuadriceps también tienen que ser magníficos -le apunté, procurando que no se me notaran los nervios.

--Compruébalo tú mismo -y se subió aún más la toalla, dejando al descubierto ambos muslos, con unas masas musculares espléndidas... y un buen trozo de rabo, que colgaba, majestuoso, entre aquellas dos columnas de músculos.

Intentando que no se me notara hasta qué punto aquel vergajo me hipnotizaba, toqué con ambas manos en la parte frontal de los muslos: la carne era prieta, jugosa, flexible; la gran polla estaba ahora a unos escasos 7 u 8 centímetros de mis dedos, y a poco más de 20 centímetros de mi boca, que ya entonces estaba entreabierta.

Esta vez no pude evitar quedarme mirando aquel prodigio de la naturaleza, aquel vergajo enorme, aquellos huevos grandes, imperiales, serenamente colgantes. Máximo empezó a darse cuenta de por dónde iba yo, pero entonces decidí liarme la manta a la cabeza y no darle tiempo a que lo pensara. Le cogí el rabo y me lo metí en la boca en un santiamén.

--Pero... -Máximo intentó protestar, pero mi boca adolescente ya estaba chupándole el glande y mis dedos juveniles le acariciaban los huevos. Dudó un momento, entre sus inhibiciones y tabúes y el placer que le estaba ya dando, y esa duda fue su perdición... y mi paraíso.

Cuando se quiso dar cuenta, Máximo estaba sentado en el taburete del baño, mientras yo, de rodillas frente a él, tragaba y tragaba aquel gran sable, intentando metérmelo todo en la boca; era un vergajo de campeonato, de las mismas características que el resto de músculos de su cuerpo: un glande vibrante y hermoso, que en erección era enorme; un mástil largo y aerodinámico, con las venas marcadas a todo lo largo de su longilínea envergadura, duro como una piedra; un vello púbico abundante y limpio, todavía oliendo a gel de ducha; y unos huevos redondos y rotundos. Tras meterme todo lo que pude en la boca, lamí el vástago a todo lo largo, chupé los huevos, mamé en el ojete del glande, hasta que el padre de mi amigo no pudo aguantar más y se corrió. Yo no me lo esperaba y me encontré con un trallazo de leche en la lengua; aquél era el néctar más delicioso que hubiera probado, así que engullí aquel churretazo y los diez o doce que después llegaron; se ve que Máximo hacía tiempo que no se corría, y me largó a mí toda la mercancía atesorada.

Ya estaba casi floja aquella tranca enorme cuando todavía la tenía en la boca, disfrutando de la mezcla de sabores: semen, líquido preseminal, piel del glande, piel del bálano...

Máximo reaccionó:

--Yo, bueno, no sé lo que me ha pasado... -empezó a disculparse.

Yo me puse de pie; mientras había estado chupándosela me había quitado el slip, para mejor pajearme. Al incorporarme, mi nabo, que no es ninguna tontería (mide 18 centímetros en todo su esplendor) quedó a la altura de la boca de Máximo, de forma prácticamente involuntaria. Lo cierto es que, cuando el padre de mi amigo se encontró a pocos centímetros aquel obús de carne palpitante, sus disculpas se esfumaron. Me miró un momento, con la lengua entre los labios: se la acerqué un poco más, y Máximo atrapó el glande al vuelo. No lo había hecho nunca, pero aprendió pronto: de una tacada se tragó mi vástago entero, hasta adentro. Le cogí la cabeza y lo follé sin piedad. Tenía unas tragaderas considerables, y mi polla se sepultaba entera en su boca, para después salirse casi totalmente y volver a entrar en aquel habitáculo cálido y húmedo. No tardé mucho en correrme. Noté cómo se sorprendía cuando le llegó la leche a la boca, pero no debió disgustarle, porque empezó a chuparla y tragarla como si fuera el mejor licor del mundo. No me dejó ni una gota.

Cuando se la saqué, Máximo me miró con aspecto de estar al tiempo azorado por lo que acababa de suceder y extasiado por el placer que había disfrutado.

--Yo... -empezó a decir.

--Tú te lo has pasado de rechupete, como yo, y ya está. No te sientas culpable, los dos lo hemos querido, y... -le pasé la mano suavemente por su polla, ahora en reposo-podremos hacerlo siempre que queramos, ¿de acuerdo?

Máximo sonrió y asintió. Le besé en la boca, y nuestras lenguas se enroscaron sensualmente.

--¡Papá, David, pero qué...!

Nos volvimos: Sergio nos miraba, desde la puerta del baño, con los ojos aún medio dormidos, con una erección evidente bajo el slip. Nos quedamos todos desconcertados, pero el primero que reaccionó, contra lo que yo imaginaba, fue el padre.

--Ven, Sergio, ven, quiero enseñarte algo nuevo y maravilloso.

Mi amigo se acercó a su padre, medio zombi. Máximo, cuando llegó ante él, le bajó los slips, y un buen vergajo apareció totalmente enhiesto. Le dijo entonces a su hijo:

--¿Quién mejor que yo para enseñarte los placeres de la carne?

Y se metió el nabo de su hijo en la boca. A mí aquello me provocó una excitación tremenda, y aunque acababa de eyacular, noté como el rabo me hormigueaba a marchas forzadas hasta empalmarme de nuevo. Observé como Sergio me miraba el carajo, con la boca abierta, la punta de la lengua asomada entre los labios. Me acerqué a él, y el chico entendió enseguida; manteniendo a su padre chupándole la polla, se agachó y me cogió la mía, metiéndosela en la boca. Aún rezumaba de restos de la corrida anterior, pero no pareció importarle. No tenía experiencia, pero estaba muy excitado y daba grandes lengüetazos sobre el glande, que me producían escalofríos de placer.

Sergio se corrió pronto; su padre se despegó un poco, lo suficiente para que la leche de su hijo le cayera en la lengua, donde fue poco a poco engullida.

Entonces Máximo se levantó y puso su polla, de nuevo como una lanza, junto a la mía. Sergio entendió el mensaje a la primera: cogió el nabo de su padre y se lo metió, junto al mío, en la boca. Era de exposición aquel chiquillo con dos pedazos de rabos entre los labios, donde casi no cabían los dos glandes.

Como si nos hubiéramos sincronizado, Máximo y yo descargamos prácticamente al unísono en la lengua de Sergio, que nos recibió con los glandes posados sobre su lengua, desmesuradamente sacada de la boca. El putito mamón se tragó con avidez aquella lluvia de leche, y después lamió los dos glandes en busca de las últimas gotas.

Eran las tres de la mañana, pero aquella había sido la madrugada más excitante de mi vida. Y no sería la última...