El Pacto

Os presento a Alejandro, mi tío, quien hace muchos años llegó a vivir a nuestra casa para poder asistir al seminario cercano a nuestra ciudad. Él fue el primer hombre que cayó a mis pies y en este relato os contará cómo, según él, terminó pactando su alma a un tal Asmodeo. Pobre! Que inocente!

Mi pacto con el demonio comenzó la maldita tarde en que accidentalmente entré en la habitación de Sajar y encontré sus bragas sucias tiradas en el suelo. Hasta ese instante, aquel había sido uno de esos días habituales, monótonos, ordenados por la rutina de las vidas modernas: dormir, trabajar, estudiar, descansar, una y otra vez, en infinitos círculos de cotidianidad y aburrimiento.

Llegué a casa un poco más temprano que de costumbre con la intención de aprovechar la soledad para tumbarme en silencio en el sofá y no hacer nada. Necesitaba desconexión y recogimiento luego de un día enmarcado por labores fútiles y caos generalizado y sabía que la familia entera había salido con el motivo de celebrar las fiestas de San Juan. Por alguna razón que no recuerdo yo había decido no acompañarles y ahora que lo veo en retrospectiva, entiendo cuán estrecho era el vínculo entre aquella supuesta celebración casual y la trampa que el demonio me había tendido; pues un pacto demoniaco amerita de un evento cósmico especial y un solsticio de verano es justamente eso.

Aquella tarde abrí la puerta y caminé directo a la cocina. Saludé en voz alta para cerciorarme que estaba solo y luego atravesé el pasillo que conduce desde la sala a la cocina y de allí al hall de las habitaciones. Efectivamente no había nadie en casa y pude notar que todo estaba como de costumbre, con excepción de la ropa de Sajar que estaba tirada por doquier.

Supuse que Sajar había llegado tarde y había tenido que cambiarse de ropa a las carreras, como un minúsculo torbellino que a su paso va proyectando zapatos, carteras, chaquetas, bufandas, prácticamente cualquier cosa al rededor. Así era ella, era parte de su personalidad histriónica; todo en ella era escandaloso, caótico, quizá efervescente.

Pero aquel día un toque extra de efervescencia, de caos, de ese histrionismo suyo que a veces era genial y otras veces fastidioso, hizo que Sajar dejara tirada en el piso de su habitación, sin ningún pudor ni decencia, a la vista de cualquiera, la ropa interior que ese día llevaba puesta.

Mi reacción fue de súbita conmoción. Jamás esperé encontrarme con algo tan intimo de ella. Atravesé el umbral de la habitación entreabierta y de pronto estuve de pie, a escasos centímetros de aquella prenda de ropa que ahora perturbaba mi visión. Quedé inmóvil, preso de un sobresalto jamás sentido, una sensación de vacío interior y luego el ronroneo de un corazón sobresaltado. Una mezcla de vergüenza y curiosidad me recorrió entero y en una fracción de segundo, al mirar impávido hacia el suelo, pude comprobar que aquella prenda era de reciente uso pues conservaba aún restos húmedos de su propietaria. Aquella revelación me dejó inmóvil, secuestrado en un suspenso paralizador.

Allí, tirada en el suelo, aquel pedazo de tela de algodón con adornos de pueriles flores coloridas, exhibía bochornosamente una mancha de flujo esparcida uniformemente en una linea de escasa longitud, como el primer brochazo de pintura espesa en un lienzo virgen. Al darme cuenta de ello, un momentáneo sentimiento de asco se apoderó de mí, algo como una pulsión de nauseas demasiado fugaz. Y justamente por lo vertiginoso de esa sensación es que recuerdo que súbitamente el asco se convirtió en morbo y el morbo en deseo; en una cascada de emociones que no podía entender. No había terminando de pensar -¡Qué sucia chiquilla!- cuando dentro de mí todo se desplomó y en medio del colapso general de mis sentidos pude comprobar que mi pene se había puesto rígido de una manera que jamás lo había hecho hasta ese momento. ¡Demonios! Pensé para mí.

Allí estaba yo, de pie justo frente a una bragas sucias tiradas en el suelo de la habitación de Sajar, con un impulso de recogerlas pero me contuve. No lo hice. Como pude salí, mejor dicho, huí súbitamente y me dirigí al pequeño ático que era mi habitación por aquel entonces y allí me encerré. Decidí que debía orar. Aquella había sido una trampa del demonio y cuando esto sucede la oración es el único escudo que puede proteger el alma. Pero mi mente ya estaba convulsa y por más que me hundía en el rumor de la oración mecánicamente repetida, el recuerdo de aquella prenda a mis pies se encendía una y otra vez.

Fue entonces cuando el demonio comenzó a sembrar pensamientos oscuros en mí. Una y otra vez apareció en mi mente la imagen de Sajar sacando las bragas por debajo de la falda y dejándolas caer allí, justo donde ahora estaban. -¡Qué poca vergüenza tiene! Pensé enfurecido. Pero enseguida volvía a pensar en ella. Recreaba sus movimientos en mi imaginación. De pronto veía descender la tela por la piernas bronceadas y rematar en sus pies descalzos. Luego la imaginé moverse desnuda por el resto de la casa. -¿Habría ido a la ducha o se habría cambiado de ropa sin asearse?- me pregunté con morbosidad. Luego recordé que un par de veces había sido testigo de cómo Sajar se cambiaba de ropa con prisa para no llegar tarde a algunos compromisos y en el trajín olvidaba ducharse. Además, debo confesar que Sajar, aunque era una muchacha hermosa, tenia hábitos de limpieza e higiene que daban mucho que desear.

Me abandoné en mi sillón y bajé la guardia. Poseído como estaba por Asmodeo, el demonio de la lujuria, con una mano comencé a estrujar mi pene sobre el pantalón y continué imaginando sus movimientos y recreando el trajín al que aquella prenda había sido sometido. Imaginé a Sajar recién levantada dirigirse al cajón de la ropa interior para escoger justo aquella braga inocente. La imaginé entonces colocándosela con ese veloz movimiento ascendente hasta quedar ajustada en sus caderas y su entrepierna. Imaginé el primer contacto de la tela con la vulva velluda y olorosa y me estremecí de placer. Pensé entonces en la tela hundiéndose entre sus nalgas de armiño, adentrándose en la cálida profundidad de su trasero. Fue entonces cuando el demonio terminó de inocular en mí su veneno más letal, su más mortífera ponzoña, el dardo más cruel jamás inventado para atormentar a la humanidad: la duda. Estaba perdido en medio de mis recreaciones mentales donde Sajar iba y venia corriendo, sudando, comprimiendo la tela contra su vagina, una y otra vez, quitándose las bragas para mear y volviéndoselas a colocar luego, sentada en el aula, concentrado todos sus jugos femeninos en una secreción blanquecina que se derramaba milimétricamente sobre la tela mientras el profesor dictaba alguna clase; cuando una duda visceral se apoderó de mí y me arrastró de vuelta al presente. ¿A qué olería aquella vagina virginal y prohibida de Sajar? ¿Qué olor tendría esa parte jamás profanada por hombre alguno? ¿Cuál era su aroma? - me pregunté alucinado. Sentí entonces que esa maldita duda se había inscrito a fuego en mi mente y que desde ese momento me esclavizó y robó mi alma.

Mi madre me lo había advertido. El demonio es hábil para tender sus redes oscuras y una vez en ellas ya no hay cómo soltarse. Precisamente aquella era la razón por la que yo estaba en esa casa, aguardando para ser admitido en el seminario de Santo Tomas y poder así cumplir mi propósito existencial de servirle a Dios. Se suponía que allí, en ese hogar estaría a salvo de las trampas y de las emboscadas.  Se suponía que estando con la familia iba a mantenerme preservado de toda insinuación de origen erótico pero mi madre no logró advertir que la presencia de Sajar iba a convertirse en la mayor tribulación a mi vocación eclesiástica y que marcaría el camino que con los años emprendería hacia los más oscuros abismos. Pero, ¿cómo lo iba a advertir la pobre si yo siempre fui un muchacho ejemplar, inocente, de comportamiento intachable, cándido y lleno de pudor? Ponerme a cargo de mi hermana mayor por unos meses era tan solo peldaño necesario para continuar mi vocación de servicio y estando allí, ¿qué tentación iba yo a tener? Mi hermana mayor, al igual que mi madre, era una mujer de bien, formadas en profundos valores de recato y pureza, dignas e intachables hembras al servicio de Dios y de sus maridos y sus hijos; mujeres formadas para preservar la castidad del hogar y que nunca daban tregua a su pudor ejemplificante.

Por eso aquel maldito pedazo de tela tirado en el suelo, vulgarmente expuesto a la vista de cualquiera, era un evento único, inesperado, un suceso apocalíptico en un universo de recato, pudor y orden que era la casa de mi hermana; y si bien es cierto que, aun cuando el desorden crónico de la personalidad de Sajar podía haberlo causado en cualquier momento, bajo la pétrea vigilancia de mi hermana, una circunstancia similar jamás se había registrado en ese hogar pues habría sido corregida a tiempo.

Mi hermana era extremo cuidadosa en la manera en que los miembros de la familia interactuaban entre sí.  De hecho, la rigurosidad de sus normas parecían un entrenamiento preparativo a la vida clerical que habría de llevar en el seminario. Por eso mi madre me había encomendado sin ningún tipo de temor a vivir aquellos meses con la familia de mi hermana.

Normas como que los varones de la casa tenían un baño y las damas otro, que la colada de la ropa se hiciese de manera individual o que se debiese respetar un riguroso horario de dormitorio, hacían prácticamente imposible alguna indiscreción de carácter íntimo. De modo que aquel día una circunstancia extremo excepcional había suspendido la vigilancia pretoriana de mi hermana y había dado cabida a aquel desliz de impudor que el diablo estaba usando en mi contra para manchar mi pureza y con ello condenar mi alma. Decidí entonces que debía irme, que no podía quedarme allí y que debía huir, no como un cobarde, sino como un hombre cauto a quien se le había instruido muy bien y hasta el cansancio, de que al diablo no se le adversa sino que se huye de él, despavorido.

Deprisa me puse mi ropa deportiva y sin dar tiempo a una ojeada, atravesé velozmente el hall y el sombrío pasillo y salí a correr por los alrededores, confiado en que al volver a casa ya la familia estaría de regreso y con ella la vigilancia pudorosa de mi hermana, que inmediatamente reconocería la indiscreción de Sajar y la corregiría de forma inmediata; ahorrándome la prueba diabólica de volver a estar frente a frente a la tentación.

Corrí lo más rápido que pude. Corrí con un ímpetu jamás sentido. Cuando me eché cuesta abajo por el camino de tierra que conduce a la lejana playa oculta entre riscos y peñascos, mi corazón comenzó a calmarse y procuré expulsar con cada exhalación al inmundo demonio que me había poseído en la habitación de Sajar.

El viento soplaba en mi contra pero iba en descenso, de modo que la pendiente jugaba a mi favor. Comencé a correr por inercia, sintiendo como las ráfagas de viento y una lluvia ligera me refrescaban el rostro. Solo podía oír el viento que soplaba y el impacto de mis pasos y el contacto con la naturaleza. Estaba a salvo y me sentí en paz.

Cuando llegué a la playa ya había vuelto a ser yo mismo: el candoroso y noble Alejandro, el muchacho formal y alegre de siempre, el idealista y luchador, amado por Dios, digno hijo suyo, temeroso de su poder y su abnegado servidor. En mi mente pedí perdón por el episodio de lujuria del que recién había escapado y me encomendé al Arcangel Miguel para que me llenase de fortaleza en mi próxima batalla. Sabía que Dios me había oído, que aceptaba mi arrepentimiento y que perdonaba mi inmundicia y mi naturaleza corrompida y entonces estallé en euforia. ¡Era vencedor! ¡Había resistido los embates del oscuro demonio del deseo! El inmundo Asmodeo se había arrastrado ante mí y había urdido una emboscada horrible. Pero ahora yo era libre y me sentí poderoso.

Caminé por la arena con aire de grandeza, como el héroe que atraviesa el campo después de que ha conquistado la victoria en la batalla. ¡Ahora lo confirmaba! ¡Yo era fuerte!. Después de tanto preparar mi alma para resistir el pecado, ahora podía decirlo, podía sentirme orgulloso porque yo era merecedor de su gracia. Podía decir con orgullo -¡Soy un amado de Dios!-.Y es que para eso yo había nacido, para encontrarme con mi padre celestial, para ponerme a su servicio y que, a través de mí, se hiciese su voluntad.

Yo desde siempre había sido obediente y valiente, y confiaba en mi madre cuando me decía que Dios me había elegido para servirle, así que nunca había transgredido con mis deseos impuros los mandamientos que con tanto amor me habían enseñado a respetar.

Extasiado en mi victoria caminé hacia el ocaso que me esperaba al final de playa. Caminé en silencio y comencé a respirar al ritmo de mis zancadas. Derecha inhalar, izquierda exhalar, y así un por un trayecto encantador. De pronto todos mis pensamientos desaparecieron, se disolvieron junto a la espuma de mar que se deshacía ante mis pies. Entonces todo se hizo luminoso a mi alrededor, repleto de vívidos colores marinos. Una fragancia a mar me poseyó enteramente y en mis oídos las olas me arrullaban con su eterno rugido. Sobre mi piel percibía la luz, el calor, la arena, el frio, el agua, el viento. Todos los elementos reaccionan en mí y yo en ellos, y a su vez en simultáneo con la existencia entera. Entonces allí, en aquella playa remota, de pronto me sentí uno con todo cuanto existía bajo los rayos de sol de aquel ocaso. ¡Era uno con la luz!.

Continue la marcha y poco a poco los pensamientos volvieron a aparecer. Aquella caminata me transportó aliviado a los paseos de mi infancia, mientras mi madre me ensañaba todo lo que ahora sé de Dios y de su infinito amor. Paso a paso fui profundizando en el recuerdo de mi madre diciéndome lo afortunado que era de ser un elegido de Dios para cumplir sus propósitos en la tierra. Me sentí eufórico nuevamente. Que alegría saber que Dios tenia grandes planes para mí y que afortunado era yo de haber sido obediente a mi madre y haber confiado en ella en todo momento.

Mi madre se había empeñado en que mi alma fuese pura, llena del amor de Dios que se necesitaba para cumplir el noble propósito por cual el Padre Creador me había enviado a la tierra. Siempre me decía -el Padre necesita varones santos como tú para poder cumplir su obra-.

¡La obra de Dios!- exclamaba yo en mis pensamientos alegre e inspirado. Por eso debía ser siempre puro y no podía dar tregua a los deseos corrompidos de la carne. Pero ya no había nada de qué preocuparme, la prueba había sido superada. Era el momento de regresar a mi rutina. Entonces eché a correr nuevamente de vuelta a  casa confiado de que al regresar ya todo estaría resuelto con la llegada de mi hermana.

Entonces decidí aprovechar mi nuevo poder, el que recién había descubierto al saber que Dios me había asistido; porque cuando uno es amado de Dios, entonces grandes poderes le son otorgados como recompensa por su virtud.  Así que estaba dispuesto a comprobar mi nueva fortaleza, la nueva potencia de mis músculos poderosos y empecé entonces a correr en ascenso a la misma velocidad a la que iba en el descenso. Me sorprendí y me regocijé en mi logro. ¡Yo era poderoso! Mis muslos eran gruesos y en ellos la sangre bombeaba energía y fuerza imbatible.

Pero entonces comprobé que, a medida que ascendía por el camino de tierra, las nubes iban preñando de oscuridad el cielo en el horizonte. El viento comenzó a soplar con una fría violencia y entonces todo al rededor comenzó a anunciar una imprevista tormenta. Pensé entonces en los fuegos de San Juan ahogados por lluvia y mientras seguía corriendo enérgicamente en mi mente se introdujo una visión, una retorcida image de la lluvia apagando una hoguera y entonces un estremecimiento volvió a inocularse en mis entrañas. ¡Qué extraña visión! Pensé.

Quise entonces correr más rápido aún. Quería acelerar mi pulso al máximo para que el esfuerzo y la fatiga sofocaran mi mente, pero fue en vano. En una fracción de segundo la imagen de la lluvia apagando la hoguera volvía a adentrase en mí. Llegué entonces a la planicie y comencé el zigzagueo por calles residenciales en la urbanización donde estaba la casa de mi hermana.

Ahora todo estaba distinto de cómo estaba unos minutos antes cuando había salido a correr. Entre la penumbra los arbustos batían incesantes sus ramas y la lluvia comenzaba a cubrir todo con su fino manto. Finalmente giré en una esquina y me encontré entonces en la recta final, la larga calle en un cuyo remate se encuentra la residencia de la familia. De nuevo quedé paralizado.

Aunque estaba lejos, podía distinguir la casa sin problema y de inmediato noté la ausencia de vehículos.

-¡Maldita sea!- exclamé. Eso significaba que no habían vuelto aún y justo en ese momento comprendí lo inocente que había sido.

No había triunfado, no había derrotado a Asmodeo con la fuerza de mi virtud. Me sentí ridículo, defraudado de mí mismo. Aquel poder que había experimentado era una ilusión o, mejor dicho, parte del engaño del demonio. Traté entonces de recuperar la calma. Me puse de cuclillas sobre el pavimento tratando de reaccionar. Incliné la cabeza y la apoyé sobre mi puño tratando de pensar y justó allí el dardo inmundo del deseo volvió a alcanzarme.

¿Cómo olerá esa sucia vagina de Sajar? -La duda maldita volvió a inocularse en mí.

Me puse de pie explosivamente y comencé a correr con toda mis fuerzas hacia la casa. Mi razón se nubló. Solo repetía la misma pregunta una y otra vez -¿A qué olerá ese coño jugoso?-. Con cada formulación me decía palabras más hirientes, más sucias, más vulgares. -¿Cómo olerá esa sucia braga manchada por la inmundicia de esa joven descuidada? Y  comencé a pensar nuevamente en Sajar deslizando sus bragas por debajo de la falda.

Entré a la casa como un enajenado de deseo. Era una bestia enardecida, no me importó nada. Atravesé la sala en un segundo y en cuanto pisé el pasillo pude distinguir las bragas en medio de la oscuridad. Me dirigí hacia ellas sin freno alguno y como un poseído las levanté del suelo y las dirigí enérgicamente hacia mi rostro. Fue entonces cuando lo percibí por vez primera. Ese aroma animal, ese singular perfume que desprenden las vaginas de las hembras humanas. Ese olor a almizcle y suciedad, a orina y sudor, esa repugnante mezcla de inmundicias que me atormentaría para el resto de la vida.

Restregué entonces, enloquecido, la tela sobre mi nariz intentando que el olor penetrara al máximo mis fosas nasales. Enseguida comencé a frotar la tela contra mi mentón, contra mis mejillas. Restregué mi barba y mi labios contra la mancha de fluidos aún con cierta frescura y viscosidad. Entonces la retiré a la vista de mis ojos e hipnotizado por la fragancia que entraba a raudales por mi nariz, saqué la lengua y me entregué sin ningún pudor a lamer con pasión directamente sobre la mancha de flujo blanquecino en la tela.

Saboreé algo salado e intenso, parecido al sabor de los mocos; repugnante pero imposible de rechazar. Un segundo después volví a caer en cuenta de lo que estaba haciendo. Apreté la braga en mi mano derecha al tiempo que cerraba los ojos y expelía un bufido de animal herido. Entonces sentí vergüenza, miedo y culpa y me estremecí entero; pero con la siguiente inhalación aquella pestilencia a hembra se volvía a meter por mi nariz y entonces nuevamente volví a arder de deseo en mis entrañas.

Regresé a tela a mi nariz y esta vez volví a olfatear la prenda por todos lados. Quiera descubrir todos los olores ocultos y entonces descubrí que el aroma variaba dependiendo de la longitud. En la parte superior de la mancha, donde anatómicamente la tela coincidiría con el pubis de Sajar, un olor a sudor se confundía con olor a orina. Unos milímetros mas abajo comenzaba un olor fuerte e intensó, algo como el almizcle. Seguí más abajo y un nuevo olor apareció concentrado en un punto especifico. Inhale profundamente y comprendí que aquel olor especial concentrado en la parte inferior de la mancha debía ser el olor de su culo. ¡Qué asco! Pensé y me cuestioné sobre cuán pervertido debía estar yo para estar olfateando con deleite un pedazo de tela con olor a culo sucio.

No me pude resistir más. Rápidamente saqué mi miembro encendido del pantalón y comencé a masturbarme con la prenda. Rocé entonces mi humedecido y palpitante glande sobre la blanquecina mancha y en mi mente imagine que aquel roce era directamente sobre la viscosa vagina de Sajar. Con el movimiento de mi mano los síntomas premonitorios del orgasmo comenzaron intensificarse, indicándome que en breve descargaría sin control toda mi perversión viril sobre esa tela.

Fue en esa infernal fracción de segundo, un instante antes del orgasmo, cuando vino a mi mente el sepultado recuerdo de aquella advertencia que, hacia muchos años atrás y de manera incoherentemente espontánea, me había hecho el Padre confesor de la escuela.

-Recuerda hijo, Asmodeo, señor de la lujuria, amo y soberano del segundo círculo del infierno, en donde castiga cruelmente a los culpables de lascivia y fornicación. Los asfixia con la infernal tormenta, vientos incesantes que los arrastra de un lado a otro, sin tregua, por el resto de la eternidad. Allí están todos los que claudican ante el pecado y aquellos que osan invocarlo rociando su semen de manera inmunda sobre la tierra. Recuérdalo hijo, nunca pronuncies su nombre mientras te masturbas y nunca desparrames tu simiente sobre el suelo-.

Qué iba imaginar yo que, años después, justo en la víspera de comenzar mi vida espiritual en el seminario, allí, en el seno de mi amorosa familia, el mismísimo demonio me tendería un ardid siniestro para corromper mi alma, confundirme e invocarlo; porque sí, ¡lo hice! ¡Lo invoqué!

Debo reconocer que en el momento cúspide, justo cuando la explosión de pasión se hizo incontenible y apareció en mi mente la sensual imagen de Sajar, desnuda e indefensa, tendida frente a mi, con su sexo inmaculado expuesto ante mi cañón enardecido, con una vulva abierta y palpitante, enrojecida y brillante, cubierta de suntuoso manjar y emanando sus perfumes salvajes; justo en el preciso instante en que todos mis chorros de semen salían expelidos por las convulsiones del deseo y locura, proyectados hacia las bragas sucias, al suelo y la cama, que exclamé:

-¡Asmodeo! ¡Maldito demonio! Y caí al suelo, exhausto, con la mano repleta del rastro de mi pecado y completamente hediondo al tufo de vagina y culo que había exprimido  con mis labios de la braga.

Fue así como sellé el pacto que me condenó de por vida.

Fin.

Soy Sajar, escribo relatos eróticos que son ficciones inspiradas en mi propia exploración de mis facultades sexuales. Me gustaría dedicarme a escribir, pero no es fácil sin la ayuda de la audiencia. No sólo desde el aspecto económico, que no te voy a decir que no pesa, porque si es así; pero también tiene que ver con que el lector este comprometido con tu creación y quiera sentirse parte de ella.

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