El pacto (01)

Hermanita18/Alba y Amionda/Quini por fin van a encontrarse y ante sí tendrán todo un fin de semana para que sus más calenturientos sueños se realicen... o tal vez se volatilicen. El que quiera saber, que lea, que para eso lo hemos escrito.

Resumen de lo ya publicado: No hay resumen, porque éste es el primer capítulo.


—¡Tú…! ¡Cacharro desgraciado! —increpaba Hermanita18, nuestra consabida Alba, a su portátil viejo y destartalado.

Sobre una mesa, el "aparatito" tenía la pantalla sostenida por una botella de agua, porque, en moviéndose para atrás o para adelante, se apagaba la susodicha. Para colmo de males, la dueña de tan portentoso ordenador andaba tratando de arreglar la dichosa tecla de la coma a ver si podía enviarle el próximo mensaje a Amionda: su querido Quini.

Mientras desarmaba la tecla, pensaba quizás dónde se estaba metiendo. Si aceptaba… iba a ser la primera vez que se le ocurriera entablar una relación sexual fuera de la familia. Aunque, teniendo en cuenta que Quini era tan primerizo como ella en esas cuestiones, no se sentía tan extraña. Dos incestuosos entrando en el maravilloso mundo de la sexualidad "normal"... ¡Daba escalofríos!

Y la culpa la había tenido Trazada30, que ya estaba cansado de tantos hermanos, padres, tíos y primos... Sabiendo que para su Luna no había posibilidad imposible, se empeñó en insinuar que no sería mala cosa que instruyese a Alba «en la gozosa realidad que se puede disfrutar fuera del entorno familiar». Así fue que esta diablilla, utilizando oscuros contactos, descubrió el secreto email de Hermanita18 y, fruto de la interesante correspondencia, surgió el "gusanillo" en la bella jovencita de probar ese "no sé qué" que debe tener hacer travesurillas con un desconocido (y al decir "no sé qué", también se refiere a su doble acepción). Lo que jamás pudo comprender Alba es porqué los mail de Luna olían a azufre...

Pero claro, entregarle el corazón (y otras partes del cuerpo) al pulpo de Amionda, que le había coqueteado en sus narices con cierta mexicana, y ¡quién sabe con quién más! Aunque alegase que era para ponerla celosa, no dejaba de ser comprometedor. Había que poner algunas condiciones, sentar las bases para la futura relación, establecer un periodo de "stand by", de prueba, a ver cómo se las gastaba el tal Quini. Porque querer, quererle le quería un poquito; pero fiar, fiarse no se fiaba nadita.

La ventura o la desventura hicieron que, al sacar la tecla del portátil, imprimiese un movimiento con el brazo, que azotó la estantería. El libro de poemas de Bécquer se desplomó en el acto, el separador de libros saltó por los aires y, por último, se tambaleó toda la enciclopedia temática de sexología. Con tanto tembleque, al final acabó cayendo sobre su rubia y tierna cabecita un libraco que escribió no sé qué griego loco, y que tenía un grosor considerable. Del golpe quedó inconsciente y soñó con que ya no se llamaba Alba, sino Penélope, pero sin Cruz. Al despertarse, tuvo la extraña premonición de que, hasta la vuelta de su hermano Tomás, que estaba de gira con el grupo de rock, a cualquier hombre que quisiera conquistarla le harían pasar una ardua prueba... aunque al final, follar, follarían. Porque Quini era mucho Quini, y le daba tal morbo acostarse con él como hacerlo con su mismísimo padre.


Quini quería, pero no podía. Los minutos se le hacían siglos y los segundos milenios. ¿O tal vez era al revés? Da igual. El tiempo se estiraba como esas pegajosas gomas de mascar que aguantan hasta convertirse en un hilo más fino que un cabello sin llegar a partirse.

Le dolía el culo a causa de la monumental sentada que se estaba pegando, fija la mirada, como hipnotizada, en la inmutable pantalla de su PC.

—¡La madre que lo parió! —bramaba cada vez que el protector de pantalla se ponía en funcionamiento y oscurecía su vista, agitando con rabia el ratón, o sacudiendo un dedazo en la tecla que le quedara más a mano, para que de nuevo surgiera la perdida imagen.

Y vuelta a empezar; o, mejor dicho, a esperar. Había perdido la cuenta de las innumerables veces que la pantalla del ordenador se había tornado negra, con la capullada del logo de Windows apareciendo en la zona que le daba la gana. Y cada apagón significaba que otro cuarto de hora (equivalente a unos diez mil años en la particular cronología de su desvencijado espíritu) había pasado en balde.

«¡Beep!». El pitido que acababan de emitir los altavoces le supo a canto celestial. Fue lo más parecido a un orgasmo en seco que pueda imaginarse. En el colmo del nerviosismo, Quini agarró el ratón con inusitada fuerza y lo arrastró hasta colocar el puntero en la esquinita donde el correspondiente icono señalaba que un mensaje acababa de llegar a su buzón de correo electrónico. Preso de la mayor ansiedad, apretó el botón y se aprestó a leer:

«De Paquito Tacatún para Amionda: ¿Quieres hacerte millonario en una semana? Envía este mismo mensaje a 10.000 amigos tuyos pidiéndole 100 euros a cada uno. No es broma. Funciona. No te olvides de rellenar tus datos bancarios».

—¡Serás cabrón...! —masculló Quini, mandando furioso el comunicado directamente a la papelera, sin pasar por el spam.

Y vuelta a esperar. Y una vez agarrado, el cabreo, que lejos de irse, empezaba a crecer más y más.

—Pero, ¿qué estás haciendo, Albita querida? —empezó a refunfuñar, como si Alba estuviera metida dentro del ordenador, le estuviera escuchando y fuera a salir por la pantalla del monitor de un momento a otro—. ¿Qué clase de respuesta estás escribiendo? Pero si tú eres capaz de escribir un relato de dos horas en quince décimas de segundo; si los tuyos no son dedos, sino misiles, cuando se plantan delante de un teclado. Si hasta llegaste a escribir el Quijote entero en una hora sin saltarte ni una sola coma...

La cosa no era para menos. Al fin, después de tantos y tantos intentos, su querida Alba, que hasta el momento le había tenido in albis, parecía al fin dispuesta a ceder a sus viejas pretensiones: concederle una cita, de la cual Quini no intuía ni siquiera los pormenores. Todo habían sido pistillas de nada, aunque lo bastante sugerentes como para mantenerlo en vilo desde el mismo instante en que se suscitó la cuestión.

«Es algo que te va a gustar mucho...». ¡Un polvo! ¡Seguro que se trataba de echar un polvo! ¡El primer polvo exogámico de su vida!

«Se trata de un viaje...». ¡Un polvo en tren, en barco o en avión!

«Hay que llegar a un determinado número de accesos...». ¡Muchos polvos!

«Tenemos que llegar los dos a ese mismo número...». ¡Muchos polvos con el mismo número de orgasmos!

Quini tenía su pacote gastado sin haberlo usado siquiera.

Y el codiciado mensaje aclaratorio sin llegar.


Alba daba vueltas por la habitación como una leona enjaulada. Sabía que estaba demorándose en la respuesta a su amor, pero de momento no podía hacer nada al respecto, así que encendió algo de música y se puso a escribir un relato erótico para ver si se le pasaba el nerviosismo haciendo algo constructivo.

¿Qué título iba a poner al próximo relato? A ver, los elementos: Un psicólogo, un coño, un padre que la acusaba de incestuosa, Freud, dos tetas… ¿Tetas para Freud? No, ese título no le iba. ¿Dame sexo y déjate de charlitas? Demasiado directo. ¿El diván del amor? Interesante… pero esos divanes solo existen en las películas americanas; además, quedaría mejor "El diván del sexo". ¿Psicoanalízame con la verga? Esto ya iba tomando más colorcillo… Ya casi se imaginaba a su tito escribiendo la nota con el pene: "La paciente está divina en todo sentido, que venga cuando quiera"; y ya por último, ella sellando el escrito con una sentadilla. Sentadilla, coño, psicoanálisis… Ya está: ¡Psicoanalízame el coño!

—¡Coño! Si este título sirve para una canción. Voy a ver si registro los derechos de autor, mira que seguro que Rael se me adelanta.

Por fin escuchó el "trirolín" que indicaba la llegada del nuevo mensaje. Toda ilusionada, corrió hasta el ordenador cuidando de frenar los ímpetus al abordar a la mesa, no sea que se moviera el cablecito de la batería, porque eso supondría un KO inmediato del portátil. Con una sonrisa en los labios, dio un clic sobre el sobrecito que tan feliz la hacía cada vez que se ponía azul pitufo. La cara le cambió nada más leer el nombre del remitente.

«De Pollarecord a Alba: Ola zoy Harmando, tenguo la polla dura i de 30 sentímetros. henchufa la CAM y me la suerves».

¡Otro más para la colección del horror!

—¿Pero de dónde sacan mi email? ¿Se puede sorber una polla por Cam? ¿Será contorsionista? —se preguntaba alucinada por completo.

Suspiró y hasta se le quitaron las ganas de escribir más. Seguro que Quini estaba tirándose a una de sus hermanas mientras que ella se preocupaba por él. «Los hombres son así, unos insensibles», murmuraba para sí.

¿Y cómo la follaría Quini? Su imaginación volaba y volaba por la estratosfera del planeta Plutón pensando en la serie de multiorgasmos que llegaría a tener con él. Las posturas del kamasutra danzaban por su cabeza como imágenes de una película porno interminable. Quería hacerlas todas con él, hasta las más extrañas. Incluso esa en la que no se sabe bien de quién rayos son las manos ni las piernas de cada uno

Por fin sonó otro "trirolín", y esta vez sí era el que esperaba... Así que su respuesta no tardó en salir:

«Mi querido Quini: Un buen amigo mío, lector también de tus relatos (Alex, mi andorrano preferido), acaba de confirmarme una gran noticia. Nos va a ceder por una noche una cabañita en medio del bosque, allí en su tierra. Así que ve preparándote este fin de semana para hacer el viajecito. Ya que yo me he preocupado por proveernos del enclave, encárgate tú de la comida, los gastos de viaje y los enseres de supervivencia, pues vamos a estar en una zona totalmente rústica y alejada de la civilización. Te quiero, Alba».


¡Mamma mía! ¡Aquello superaba sus mayores expectativas! ¡Un fin de semana entero! ¡Una cabañita andorrana en medio de un bosque andorrano! ¡Un polvo serrano! Qué digo un polvo: ¡millones de polvos uno tras otro!

Con su pacote bien afilado, consecuencia directa de la excitación que su calenturienta imaginación fomentaba (de hecho ya se veía follando sin descanso durante al menos veinticuatro horas, para completar el número de accesos exigido), Quini procedió a imprimir aquel mensaje que suponía el punto de arranque de la cosa más maravillosa que le había acontecido en su vida. Cuando tuviera tiempo, lo enmarcaría y lo colgaría en la cabecera de su cama.

—¡Alba, mi vida! ¡Alba, mi cielo! ¡Alba, mi tesoro! —repetía en secuencia todas las mismas gilipolleces que harto estaba de dirigir a su amor por todos los medios a su alcance (emails, comentarios en TR, radio, prensa, televisión...), besando con unción el papel recién impreso como si de la propia Alba se tratara.

Un nuevo "beep" le sacó de su delirio. ¿Otro mensaje? ¡Sí, otro mensaje! ¡Y también de Alba! El corazón de Quini ya no latía ni galopaba. Sus latidos eran tan seguidos que más parecían uno sólo prolongado en el tiempo.

«Bueno, ¿qué pasa? ¿Es que no tienes nada que decirme? ¿Aceptas o no aceptas la propuesta? Alba»

Con la torpeza propia de tan delicado momento, Quini se apresuró a dar la respuesta, tan original como de costumbre:

«¡Acpeto! ¡Atcepo! ¡Aptceo...! ¡Acepto, coño!»

¡Ay, cuántos polvos iban a echar! El Kamasutra se quedaba pequeño para los planes que le tenía a su Albita.

Se tumbó sobre el lecho y, a medida que disminuía la euforia y se imponía la poca razón de que siempre gozó, más limitada ahora aún por aquella ardorosa pasión que le poseía desde que empezó sus escarceos cibernéticos con Alba, Quini empezó a meditar sobre el tema con más calma.

«... encárgate tú de la comida, los gastos de viaje y... ¿enseres de supervivencia?». Lo de la comida y gastos de viaje estaba claro: sólo consistía en llenar la cartera con todos sus ahorros. Aquello iba a costarle un huevo y parte del otro, pero eso era lo que menos le preocupaba. Sin embargo, lo de los "enseres de supervivencia" ya le inquietó un poco más. ¿Se referiría Alba a que hiciera buen acopio de condones para evitar riesgos? Porque Alba, además de un encanto, era todo lo enrevesada que uno quiera imaginarse y siempre dejaba algo en cada mensaje que uno no sabía muy bien cómo interpretar.

Y como, ante la duda, lo mejor es preguntar, Quini volvió a posicionarse de nuevo ante su PC y envió a su adorada la crucial pregunta:

«Mi idolatrada Alba: ¿Me puedes explicar a qué enseres de supervivencia te refieres? ¿Vamos a hacer algún safari por las selvas andorranas? ¿Vamos a practicar alpinismo? ¿Tan malas condiciones reúne la cabaña de Alex? ¿No será mejor hospedarnos en algún hotelito que haya por las cercanías? ¿Es absolutamente necesario ir hasta Andorra? Estoy hecho un lío. Yo lo único que quiero es estar contigo para admirarte y venerarte y, a ser posible, para eso otro que ya sabes; siempre y cuando tú estés de acuerdo, claro. Te advierto que no tengo espíritu aventurero y que soy amigo de la paz y la tranquilidad. En fin, ya me contarás. Besos, muchos besos, montones de besos. Tu Quini que te adora».

Bueno. Pregunta remitida. Ahora..., a esperar de nuevo, para no perder la costumbre.


Alba puso cara de mosqueo. Pensaba que Quini era más valiente de lo que dejó caer en el último mensaje. ¿Qué tienen de malo los safaris? Ojalá pudieran ir, en lugar de a Andorra, a África. Pero bueno, ella se iba a encargar de quitarle los recelos a la "Madre Naturaleza". No en vano, ya que ambos estaban habituados al incesto con sus progenitores, sería de cajón que una relación con esta otra madre fuese deseable y excitante.

«Mi sedentario Quini: Estoy cansada del sexo casero y civilizado. Me apetece una aventura especial y vivirla contigo; espero que no me defraudes. La cabaña según parece, tiene chimenea, una cama, una mesa, varias sillas y un váter rústico. No me preguntes más detalles, porque Alex no me dijo nada más al respecto. Como vamos a estar en mitad del bosque, supongo que será necesario llevar algo para hacer fuego, una brújula y qué más sé yo... Nunca he hecho acampada, así que haz el favor de entrar en la Web de los Boys Scout o algo parecido y así averiguas lo que hace falta para vivir un fin de semana en plena naturaleza salvaje. Con mucho amor, Alba».


Quini respiró aliviado. No sólo porque su Alba había vuelto a ser la Alba de siempre, respondiendo a sus dudas a velocidad supersónica, sino porque la cosa estaba ahora mucho más clara. La cabaña, según descripción, prometía. En realidad, a él le hubiera bastado con la cama; pero tampoco venían mal los restantes extras. Lo único que le sorprendió un poco fue lo de la brújula: ¿estaría pensando su Albita en andar brujuleando todo el tiempo? Pero aquí sí que iba a dar el golpe bien dado, con su estupendo GPS de ultimísima generación, capaz de detectar el movimiento de una hormiga con precisión milimétrica; y con sus gafas de infrarrojos, que convertían la noche en soleado día.

Nada sabía Quini de territorio andorrano, pues nunca se había adentrado en él. Considerando su situación geográfica, incluyó un par de mantas en el proyecto de equipaje. No concebía que, con Alba a su lado, pudiera pasarse frío; pero, como ya decía su padre, "hombre prevenido vale por dos".

«Algo para hacer fuego». Esto le hizo gracia. ¿En qué época vivía Alba? Los tiempos del pedernal ya pasaron y ahora, con media docena de encendedores, el problema estaba solucionado. Más jodido era proveerse del material combustible. Como era de suponer, no creía que Alex se hubiera preocupado de dejarles una copiosa remesa de leña para tener siempre bien alimentada la chimenea. Habría que incluir también un hacha por si las moscas y poner a tono los músculos... Pero mejor no pensar en cosas desagradables, que ésas siempre acuden solas sin necesidad de llamarlas. Aquí lo importante era Alba y, en cuanto a todo lo demás..., ¡que fuera lo que Dios quisiera!

Los días que precedieron al inicio del viaje, Quini desplegó una actividad febril. No quería que nada quedara al azar y, falto como estaba de antecedentes similares, acosó a preguntas a su padre y a su madre sobre la conveniencia o no de llevar tal o cual cosa, de comprar esto o aquello... Delirio, más que locura.

—Vamos a ver, hijo mío —le cogió su padre por banda, el día antes de la partida—. Lo más bonito de lo desconocido es, precisamente, eso: lo desconocido. Si te he de ser sincero, hasta siento un poco envidia. No sólo porque Alba, a la vista de las fotografías, está para comérsela de un solo bocado de pies a cabeza, sino porque vas a afrontar algo que yo nunca he tenido la dicha de afrontar: una aventura de verdad, de las que marcan, de esas que no se olvidan por mucho tiempo que pase. Ya verás como, al final, el mero hecho de follar con Alba, a pesar de la innegable importancia que ello tiene, no será en verdad lo más importante...

—Para mí, sí —le interrumpí, pues había cosas e ideas que yo tenía bastante claras.

—Ya me lo dirás a la vuelta. Lo que yo quería en realidad decirte, y no me enrollo más pues veo que la impaciencia te come, es que, mientras más planes hagas, más posibilidades tienes de que las cosas salgan mal. A veces, y ésta es una de ellas, es preferible dejar que sea el azar quien vaya determinando los pasos a dar. Como lo más elemental, que no es sino cubrir las necesidades, ya está todo previsto, lo demás hay que dejarlo correr... Y un último consejo, que ya te conozco. Cuando te encuentres con Alba por primera vez, no te tires a ella en plan antropófago. Sé cortés, amable, y no fuerces la situación. A una mujer le gusta que la halaguen, pero no que la avasallen.

Todo estaba listo para la gran experiencia. Ya había mandado a Alba el pasaje para el AVE y él acudiría a recibirla en Zaragoza con su arcaico pero funcional Ford Orion, repleto de combustible hasta los ojos.

El día D y la hora H habían llegado.


El tren se quedaba chico para los paseos de Alba. Estaba tan nerviosa que no aguantaba sentada en el asiento. Iba a conocer por fin a Quini, el chico que la tenía loquita desde hacía un tiempo y con quien pensaba vivir una aventura maravillosa...

Treinta y cinco paseos de cabo a rabo del tren. El revisor la había supervisado ya treinta y cinco veces que había pasado por su lado, cacheo incluido, alegando una pésima memoria, haciendo alarde de una excelente visión global y de unos dedos que parecían tener vida propia, como el Kraken de los «Piratas del Caribe».

Si bien estaba ansiosa de que el tren llegase a Zaragoza, cuando por fin paró en la estación toda la energía que tenía en el cuerpo se transformó en tembleque. Ni siquiera se atrevía a bajar. No en vano, cabía la posibilidad de que su amado Quini fuese una especie de psicópata peligroso. ¿Y si era como el protagonista de psicosis? Le conocía de Internet apenas... y pensaba marcharse con él a la mitad de un bosque. No se trataba de andar con desconfianzas, pero quizás había sido un poco precipitada. La imagen de cierta película de terror de un grupo de jóvenes que iban de acampada, se agolpaban en su cerebro: sangre, vísceras, persecuciones, miedo, una sierra mecánica... ¿Y si Alex era miembro de una secta extraña de caníbales y le había echado el ojo como cena de un festín? «Seguro que está buenísima», decía siempre, y eso... podía ir con dobles. Además, ni siquiera había contado en casa que iba a vivir esa aventura (seguro que no la dejaban); había creado toda una trama, con la ayuda de Sebas, que era el único que sabía de su viajecito y le hizo las veces de coartada.

Y allí se quedó, mochila en la espalda, cediéndole el paso a todo el mundo, hasta que vio al revisor y, antes de que le diera otro de sus repasos, que más parecían revisiones médicas que otra cosa, se lo pensó mejor y bajó del tren. Ya no podía echarse atrás. Ahora no tenía más remedio que apechugar, aunque andaría bien atenta y si sacaba una navaja, una sierra mecánica o algo, le arreaba un mochilazo. Es que tenía un presentimiento extraño, intuición femenina. Algo iba a suceder... y no sólo a nivel erótico; no señor.

Después de unos segundos, recapacitó. Se trataba de Quini, su querido amigo, con quien había intercambiado cientos de emails... Lo mejor era no pensar tonterías y caminar con paso firme para encontrarle por fin.

Conforme avanzaba y miraba en todas direcciones, no veía a su amor por ninguna parte. Se conocían por fotografía y ya estaba comenzando a pensar que a lo mejor le había mandado una imagen falsa y le aparecería en realidad un cojo, tuerto y bizco, con pocos dientes y torcidos... Dios, ¿y si tenía un micropene? Palideció con semejante pensamiento y se arrepintió infinitamente de no haber preguntado el tamaño de su "Pacote", pero por lo que contaba en los relatos no estaba mal, y sus hermanas no se quejaban, ni siquiera su tía, ni su madre... Aunque las apreciaciones de su mamá no contaban, porque aunque su niño tuviera un pajarito escuálido, ella pensaría que es el mejor del mundo. Orgullo de madre, ya se sabe… Pero si Merche, toda una profesional del puterío no se había quejado al respecto, ya es seguro que no había que preocuparse. Claro, a no ser que fuese mentira lo de sus relatos... Palideció de nuevo.

Pero afortunadamente, todos sus temores infundados desaparecieron por completo cuando le divisó a lo lejos, buscándola entre todo el bullicio de gente que había salido del tren.

—¡Quini! —gritó agitando la mano para llamar su atención.


—Señores pasajeros, el AVE procedente de Madrid hará su llegada en breve por el andén número uno...

Cuando Quini escuchó por la megafonía semejante aviso, toda la relativa tranquilidad que hasta el momento había mantenido se vino al traste. De pronto le pareció que ni la indumentaria que llevaba puesta era la adecuada y tuvo serias dudas acerca de su personal atractivo. Quizá no había sido buena idea aquella de mandarle las fotografías en las que aparecía más favorecido, siguiendo los siempre sabios consejos de Dori, que había disfrutado con los preparativos de la aventura tanto como si fuese a ser ella la protagonista.

Se atusó el pelo, se cercioró de que el cuello del jersey estaba perfectamente colocado y que, en definitiva, ofrecía la mejor estampa posible.

El AVE llegó, con esos resoplidos y hechuras tan distintos de los trenes de siempre, y a Quini se le formó una especie de bolo en la garganta que se negaba a pasar al esófago.

Parecía que todos los madrileños se habían puesto de acuerdo para rendir aquel día visita a Zaragoza. La cantidad de viajeros que descendían de los distintos vagones era tan nutrida que, por más que se esforzaba, no conseguía encontrar a nadie que, ni remotamente, se pareciera o pudiera ser Alba en modo alguno.

La desesperación le comía ya cuando, de repente, una dulce voz sonó a lo lejos.

—¡Quini!

Como mejor pudo se tragó aquel bolo de sequedad y angustia que amenazaba con asfixiarle y, con voz quebrada por la emoción, apenas si llegó a articular:

—¡Alba!

¡Era imposible! Aquello que agitaba la mano para llamar su atención no era una persona, sino un auténtico ser celestial. Alba había obrado al contrario que él y debía de haberle mandado sus peores fotografías, porque el original las superaba con creces.

La cara se le puso como un tomate cuando, al intentar correr hacia ella, dio un pequeño tropezón que a punto estuvo de dar con sus huesos en el suelo. Pero su Alba, aquella dulce Albita por la que tanto había suspirado, esbozó un sonrisa que le quito de golpe y porrazo toda importancia al incidente.

Aunque no era nada malo el material que en casa manejaba, Quini llegó a la conclusión inmediata de que Alba lo superaba todo, Dori incluida, y sólo de pensar que semejante criatura podría ser en breves horas suya hizo que su paquillo se trocara en soberbio pacote a las primeras de cambio.

Hubiera querido devorarla allí mismo, pero las recomendaciones de su padre se interpusieron en el camino de sus deseos: «Cuando te encuentres con Alba por primera vez, no te tires a ella en plan antropófago. Sé cortés, amable, y no fuerces la situación. A una mujer le gusta que la halaguen, pero no que la avasallen».

No supo muy bien que hacer cuando por fin estuvo junto a ella, y como Alba parecía encontrarse en igual o parecida tesitura, ambos terminaron saludándose con un más que casto beso en las mejillas.

Inmediatamente, Quini procedió a liberarla de la mochila que portaba a sus espaldas. No era muy grande ni muy chica, pero bastante más pesada de lo que aparentaba, de forma que tuvo que redoblar el esfuerzo previsto para sustentarla.

—¿Qué diablos has metido aquí? —preguntó el joven un poco sorprendido—. ¿Balas de cañón?

—Sólo algunas cosas mías —respondió ella tan campante.

Quini la miró perplejo. Tan frágil como parecía, le costaba trabajo asimilar que pudiera haber portado con tanto desparpajo tan desproporcionada carga, sin el menor síntoma de fatiga.

Le hubiera gustado improvisar algunas lindezas que homenajearan como era debido la singular belleza de su Alba; pero el peso de la mochila, que parecía crecer por momentos, le aconsejó correr cuanto antes hacia el coche, que, desgraciadamente, había tenido que aparcar bastante lejos de donde ahora se encontraban.

—¿Dónde vas tan aprisa? —preguntó Alba, siguiendo a duras penas el ritmo de marcha impuesto por Quini.

—Es que tengo el coche aparcado en zona azul y ya debe de estar a punto de cumplirse la hora.

A pesar de que la temperatura era más bien baja, Quini sudaba la gota gorda cuando por fin dejó caer la mochila dentro del maletero. A Alba también le habían salido lo colores a consecuencia de la inesperada carrera que había tenido que darse.

—Tienes un bonito coche —dijo, abanicándose con una mano para combatir el sofoco.

—No es nada del otro mundo, pero tiene muchos añadidos y, sobre todo, un excelente motor. Rebasa los 240 en carretera.

—No pensarás conducir a esa velocidad, ¿verdad?

—Sólo era un dato. Conduciré a la velocidad que tú quieras.

Y, ahora sí, recuperado por ambos el resuello, una mirada cómplice y un mínimo gesto de ánimo por parte de ella bastaron para que ambos unieran sus labios en un beso que pronto volvió a hacerles sudar a ambos y levantar las protestas de un viejo cascarrabias que acertó a pasar por sus inmediaciones.

Pero ni Alba ni Quini estaban para escuchar otra cosa que no fuera el chasquido de sus propias lenguas, enzarzadas en una pacífica pero denodada batalla. Las manos de Quini se le iban y venían por la espalda de la belleza que tenía en sus brazos y cada vez bajaban más, a lo que Alba respondía metiendo la pierna entre las de él y frotándole disimuladamente la verga. Así que el otro atacó directo con una buena agarrada de culo a manos llenas, todo esto sin dejar de besarse con eufórica pasión.

—¡Qué poca vergüenza! ¡En mitad de la calle y a estas horas!

El segundo comentario del viejo les causó algo de vergüenza, así que coloradotes ambos, satisfecha aquella más que elemental necesidad, se acomodaron en el coche, se ajustaron los cinturones de seguridad, el motor empezó a bramar y comenzó el viaje... hacia la gloria.


El camino discurrió en tono ameno y de guasa absoluta, como los emails que intercambiaban diariamente. Sus andanzas en Todorelatos acapararon la conversación: los terriblazos últimos a los relatos que subieron al TOP, la preocupación porque una de las entregas seguía teniendo apenas cuatro estrellitas...

Lo que menos le interesaba a Quini en aquellos momentos era Todorelatos; y, en cuanto al tema de las estrellitas, con la que tenía ahora a su lado le bastaba y le sobraba... ¡Dios, cómo estaba la Albita!

Pero si tal era su gusto...

Luego le tocó el turno a los lectores, así que salieron a relucir el entrañable Ngefan, la bomboncito Kitty, la encantadora Ysa, el bueno de Alex, el impronunciable Mukiyauyuno, Xiro deseando que encontrase el amor, Rohan84, Xiudkary, Selina, Kyle, Ingrid, Isis, thedios, Helena, Ivette, Carteret, Lanena, NessAmorGoth, Corsario Negro, el escueto Reptil, Freyr, Marazul, Sirennia, Eroticdark, Natalia, Diavolo, Rogerio, Capo, ABX, CangrI, buscosexo, Flipper, pvc69, Anaconda, tHE cROW, Trazada30, Kelachi, Eriksito, Dani, Roro879, Zinho47, Petrucci, Rudy, p2pm, Lucitín, Yoyo, Then12, Lobo, Gogys, ABCDEF, Cositato, SaoriAnnabelle, Mikelony, Buffi, Kaos, Redto04, PrinSher, jgstravel, COBGirl, Aly, Realmen, jhonjgs18, Diego, Totoj, Elcaton, Principito, Génesix, cieguito, Ivette, Andrea, Rael, Nomada49, Andrés, Victory, Robertobalmez, Mar, Esclerotica, Allied, Vicius, Kike, Eipoc, Buscamamis, bbbbbbb, Amor Filial, Charly_uy, Metagross, Luis18, Sagitariano35, Maruri65, Adelasantam, xxJHonaTan19xx, Falkenar, Inmaculadaruiz, Lunadark, Pak, Viajeroembrujado, Erudito Nocturno, Pyros, Natalia, Transoceánico, Joselitovargas, Aly, Lirey22, Gorii, Araguash, Bahamuto, Lajuergamadre, Teresa, Araucano, Carlosss, Lkd, Carlosv, Guillermo, Chesco, Penetrador, Sadawa, Sagato, Axel, Locomotor, Nerymar, Mauroduro, Kaos, Francesco, Manuel, Anonimo, Diaz, Rafa, Demonium Master, Karenlinda18, Isacraider, Infernal, Barbiesuperstar, Bitácoras, Softbrancito, germen2004, Chocoweb, Raulmkaos, Poste2222, Danae, Paty, Juan, Caliente, Pereirano85, Liliana, Paco90, Cocodrilo, Stroke, Renee, 3dimension, Nala de sexo, Steelpin, sophyees, Darth Sidious, Nuntius, Guty, meminpinguin, Mangos, Conejo, DISCMX, necroso, taurusoctava, Delfi, Demonio Rojo, Pedro Allende, Leo, Carofuego, Gabriel88, Felipe, smartmasturbon, shirs018, b12, Spazz, Tony, Bixu, Osogris, CuriosoMX, Karulo, La gata golosa, Caronte, la Marida y el Gorila. Y por supuesto, el indescriptible y terrorista Lengualarga.

A Quini le jodió un poco que en aquel reparto se olvidasen nombres para él tan entrañables como Mango, Carrizo, Guillermo y tantos otros que su memoria no alcanzaba a recordar y menos a diferenciar en medio de aquel batiburrillo de nicks que Alba iba sacando a colación como una ametralladora. La verdad es que no pensaba que la conversación fuese a derivar por ahí, pues en caso contrario se hubiera provisto de una lista completa para que no faltara ni uno.

—¡Pero es que lo dije todo de carrerilla y tenía que respirar! —alegó Alba enfurruñada.

El muchacho la miró de repente y, en su mente, aquello de que aguantase tanto tiempo la respiración sonaba divino. ¡Cómo debía mamar la niña una buena verga como la suya!

—¿De qué te ríes? —preguntó ella, extrañada de su cara de bobo.

—No, de nada... ¡Tonterías mías!

Esa respuesta es universal. Cualquier hombre lo ha dicho, para salir del paso, alguna vez en su vida, cuando le han pillado in fraganti con pensamientos libidinosos evidentes en su lenguaje corporal.

Así se les pasó el camino, volando. Aunque hay que decir que Quini echaba más de un vistazo a las piernas de Alba y ésta a la entrepierna de él, confirmando con alegría que, por el abultamiento que lucía, de micropene nada: más bien "macropene".

¡Qué rico debía de sentirse aquella pija dentro de su estrechita rajita! Se moría de ganas por darle un repaso al calibre de tan suculenta arma. Así que, como a pesar de ser tímida era algo libertina, en cuanto vio que la marcha del vehículo iba aminorando, no se privó la chiquilla de tocar, como quien no quería la cosa, aquel paquete regalo deseoso de ser abierto. Como estaban llegando al punto que les había indicado Alex y quedaban en medio de la naturaleza, Quini paró el coche y se decidió a dar una tocadita en senda parte íntima a quien le propinaba tan sutiles caricias. Lo estaba volviendo loco. Alba era más directa de lo que él habría acreditado.

Sin poder evitarlo, sus bocas se fundieron en otro beso largo e intenso, de lenguas asalvajadas y frescas. Alba se subió sobre Quini, procurando aplastarle la cara contra sus tetas tan blanditas y firmes. Su emocionado noviecito echó el asiento hacia atrás todo lo que daba, mientras le sacaba las domingas por fuera de la camiseta para comérselas de lo lindo. La efervescente amazona le desabrochó el botón del pantalón, bajó la cremallera y realizó el mismo tratamiento con su propia ropa. Llevaba una lencería muy sugerente, de tul rosa con cordoncitos negros que se anudaban a los lados. Mientras que ella le liberaba el "pacote" de los pantalones, Quini se apresuró a tirar de los lacitos y a sacarle aquellas miniaturas que apenas cubrían lo imprescindible. «Uno rapidito, de prueba», debieron pensar ambos, porque el muchacho sacó enseguida un condón y se lo puso a velocidad de vértigo, mientras que ambos se devoraban la boca en besos cada vez más apasionados...

—Hola, chicos, habíamos quedado más arriba. Menos mal que me imaginé que os habíais equivocado... —era el bueno de Alex, que se acercó hasta casi meter la cabeza por abierta ventanilla, para volverla a sacar de inmediato al sorprender el espectáculo que dentro del coche se desarrollaba, disculpándose tímidamente—: ¡Oh, perdón!

Ni qué decir tiene que la interrupción fue bastante desquiciante para los enamorados, que estaban más calientes que unas brasas; pero el poco pudor que conservaban les impidió seguir haciendo tales demostraciones de erotismo público, así que se resignaron, se adecentaron y, después de dejar el coche bien aparcado, se dispusieron a conocer a su benefactor amigo.

Alex miraba a Alba con algo más de confianza de la que a Quini le gustaba presenciar y no fueron muy de su agrado aquellos besitos que, aunque dados en la mejilla, le parecieron más que envenenados; pero, sabiendo que en cuanto quedaran a solas la tendría para él solito, optó por hacer la vista gorda de ese detalle.


Su guía particular les llevó hasta la escondida cabaña por senderos más propios de cabras que de seres humanos, aunque el paisaje era espectacular. Árboles gigantescos por todas partes, olor a naturaleza, verdor intenso allí donde mirasen... un paraíso escondido, de los pocos que quedaban en la Península Ibérica.

Alba había elegido para la ocasión unos pantaloncitos cortos vaqueros y una camisetita celeste ajustada que gozaba de un escote medianamente insinuante. Si bien ella parecía enamorada de cuanta seta, conejito, pajarito o riachuelo encontraban, Quini tenía los ojos clavados en dos piernas, dos tetas, un culo... Y no era el de Alex, aunque tenía buena presencia el muchacho. Se le iban las manos palpando el aire detrás de su Albita.

Si bien el entusiasmo inicial superaba la inclemencia del empinado camino, cuando ya llevaban cinco horas siguiendo al incansable Alex, tanto Quini como Alba miraban al guía con algo de rencor oculto. Avanzaba como si nada, como si caminar por terrenos monteses, con mosquitos revoloteando en busca de víctimas sabrosas, sudando como pollos en la cazuela y con las lenguas más secas que dos higos, fuese lo más natural del mundo.

—¿Falta mucho? —preguntó Alba, que se iba quedando algo rezagada, agarrándose de la mochila de Quini para ayudarse a subir un tanto.

El afectado por la carga adicional miró con cara de cordero degollado. Si le fundían las fuerzas de esa manera, más que polvos iba a echar motas. Pero claro, decirle a su querida niña que no se agarrase a él, además de dejarle en evidencia, le haría las veces de mal afrodisíaco.

—No, en una hora más llegamos —informó el buenazo de Alex.

—Pero, ¿adónde nos llevas? —quiso saber Quini—. ¿A la cabaña prometida o al refugio de Bin Laden?

Alex se limitó a sonreír y, para más coña, se puso a silbar mientras proseguía impertérrito con la interminable ascensión, deteniéndose cada dos por tres porque ni Alba ni Quini tenían narices de seguir su ritmo y se quedaban irremediablemente rezagados.


Desde fuera, la jodida cabañita se veía coqueta. Por dentro, su austeridad recordaba un poco a aquellos tétricos barracones de los campos de exterminio nazis; pero la cama, que fue lo primero en que centró su atención Quini tan pronto se desembarazó de la inhumana mochila, ofrecía buena pinta.

—¡Mira, mira! —exclamó Alba, acercándose al único ventanuco que daba un poco de claridad al recinto—. ¡Mira que torrente más hermoso se desliza por aquella ladera!

Pero Quini estaba más pendiente de la torrentera que se insinuaba en el escote de Alba y le traían más bien sin cuidado las maravillas de la madre naturaleza. Su objetivo no era, precisamente, contemplar bosques, valles y montañas andorranos, por muy pintorescos que fueran, pues había otros paisajes que le interesaban mucho más y que sólo la ya sobrante presencia de Alex le impedía recorrerlos como era su deseo.

—¡Sorpresa! — exclamó a sus espaldas una voz femenina que no era la de Alba—. ¿A que no adivináis quién soy?

Alba y Quini se giraron a la vez y sus rostros adoptaron expresiones bien diferentes. Mientras la de Alba era seria, algo desconfiada, la de Quini fue de plena satisfacción. La intrusa bien merecía ser objeto de estudio y manipulación y Quini, resistiéndose a la segunda, ejercitó rápidamente el primero.

Kitty se aproximó y le zampó dos besos a Quini, con estrechón de pechos incluidos. Alba miró con cara de querer buscar una espátula para separar a la lapa que se había apoderado de su chico, pero haciendo acopio de buena fe y de paciencia de santa, permitió a disgusto el exceso de confianza.

Alex tampoco pareció muy a gusto con las miradas con que Quini envolvía toda la figura de la recién llegada, que seguía abrazada y murmurando "mi bomboncito" entre expresiones de alegría.

—Es mi prometida Kitty —carraspeó Alex separándola para alivio de Alba, cuya infinita paciencia ya estaba colmando con tanto arrumaco.

—Me alegra conocerte, ¡dulce bomboncito Kitty! —masculló Alba con esa mala leche que tan bien saben esconder bajo una sonrisa las mujeres, cuando alguna otra intenta cruzarse en su camino y tan a las claras.

El beso de salutación de Alba a Kitty fue lo más parecido al beso de Judas.

—Lo que menos podía esperarme —dijo Quini a su admirada admiradora— es encontrarte a ti aquí, tan lejos de tu México lindo y querido.

—Pues ya lo ves, bombón. Alex es mucho Alex y cuando me invitó a pasar una semana en el hotelito de su padre no pude resistir la tentación.

—Lo de la semana es cosa tuya —replicó Alex, molesto porque se pusiera en entredicho su hospitalidad—. Yo te invité a pasar aquí todo el tiempo que quieras.

—Para los efectos es lo mismo, ¿no, mi lindo chamaquito?

Kitty propinó un beso en los labios a Alex, que dejó a este sin defensas. Alba, para no ser menos, cogió a Quini por su cuenta y le obsequió con otro beso mucho más intenso y profundo, haciendo caso omiso de los carraspeos de Alex.

—No sé porqué —se dirigió Alex a Kitty—, me da la impresión de que aquí andamos ya sobrando... Han hecho un largo viaje y seguro que desean descansar.

—¡Oh, no! —replicó Alba, apartándose de Quini con la misma firmeza con que se había pegado antes a él—. Tampoco estamos tan desesperados, ¿verdad, cariño?

Quini estaba más que desesperado, pero asintió gentilmente con la cabeza.

—De todas formas —dijo Kitty deshaciéndose del pulpo en que se había convertido Alex—, nos tenemos que ir. Como veis, me he encargado de adecentaros un poco el refugio, pues estaba que daba pena. Como por la noche refresca bastante, en la parte de atrás tenéis leña suficiente para la chimenea. Las piñas de pino que veréis encima son para encender el fuego...

Kitty se explayó en dar todo tipo de explicaciones, sin dejar en todo el tiempo de manotear para anular todos los intentos que Alex hacía una y otra vez de abrazarla por donde fuera. El sentido de la propiedad que el muchacho tenía era ciertamente encomiable.

Ni Alba ni Quini pudieron reprimir la risa cuando, ya alejándose de la cabaña, Alex persistía en su particular batalla.

—¡No seas pesado, nice! —le recriminaba en vano Kitty—. Te he dicho que hasta la noche nothing at all...

Y le dio una nalgadilla a su angelito Alex de modo juguetón.


Y cuando la singular pareja desapareció de la vista, Quini miró a Alba como un corderito y, dispuesto ya a concluir lo que empezaron en el coche, se fue para abrazarla.

—¡Al fin solos! – exclamó encaramándose a ella.

Pero Alba no era una mujer. Más bien parecía haberse transformado en una ninja, o una power ranger; porque Quini apenas logró catar el remolino de aire que había dejado en la pronta huida y quedó abrazando la nada misma.

Ahora sí que no entendía ni jota. A ver: con lo cariñosa y dispuesta que estaba en el Ford, con el beso de tornillo que le había plantado hacía apenas unos instantes, que no tenía pulmones, sino fuelles... ¿a qué venía ahora el ponerse tan esquiva y arisca?

—¿Sucede algo? —preguntó con cierta cautela al verla en el quicio de la ventana sentada, y con cara de pocos amigos.

—¿Suceder? ¿Sucede algo? ¿Alguien ha sucedido a alguien? No, para nada. Es sólo que tenía miedo de que te hubieras roto algún hueso con abrazos tan intensos como los que te has dado con Kitty... ¿Sabes? Me parece que le voy a decir a mi hermano Tomás que venga aquí; ya que parece que te va la marcha, podríamos hacer un trío y, si quieres, invitamos a esos dos a la orgía.

—¿Y para eso hace falta que venga tu hermano? —preguntó Quini algo mosqueado también.

—Sí, porque es sincero. Nuestra relación es abierta. De hecho sabe que he venido contigo; pero cuando estamos juntos, me hace sentir como lo más importante para él y no como un ligue cualquiera. Si quieres una cualquiera vete con otra.

Quini puso una mueca dolorosa. La conversación había derivado a unos derroteros que no le hacían ninguna gracia. Alba era un primor de mujer, pero tozuda y orgullosa como ella sola. Estaba acostumbrada a ser la más deseada en cualquier grupo al que iba, y eso de que coqueteasen en sus narices con su chico, y que encima su novio no hiciera mucho por impedirlo, la recalcitraba. Vamos, que estaba dispuesta incluso a terminar la relación sólo por no sentirse plenamente correspondida en sus sentimientos.

Cuando quiso acordar, su rubita ya tenía el teléfono móvil en la mano. Por fortuna o desventura, en aquellos rumbos no había cobertura posible. Así que la muy testaruda, después de dar varias vueltas a la casa y subirse a un árbol para constatar que no tenía más alternativas, se auto convenció que, ascendiendo a la parte más alta de aquel montecito de pinos, lograría su objetivo.

—Alba —comenzó a decir para contentarla—, ya está anocheciendo, cariño... Haz el favor de entrar en razón... Discúlpame, ya no volverá a suceder... Si tú eres mi reina, mi princesa, mi todo...

—No te creo, eres un hipócrita. Yo sabía que no tenía que fiarme de ti. ¡Idiota!

Allá que fue monte arriba con el móvil en la mano y un enfurruñe de campeonato. Quini no creía lo que estaba sucediendo. Si hacía unos minutos la tenía en sus brazos y juraba que la iba a catar por todos lados... Las mujeres, una vez más, le demostraban ser bastante más complicadas de lo que él acreditaba. Pero había que seguirla, porque esta niña era capaz de perderse por ahí y, encima, si le pasaba algo, como estaba la cosa, le acusarían a él de haber sido el causante.

—¡Espera! —gritó, tratando de alcanzarla para hacerla entrar en razón.

Alba siguió corriendo como un gamo monte arriba y Quini no daba crédito a semejante agilidad. Era increíble que después de haber llegado tan agotados tras tantas horas de subida para alcanzar la cabaña, le siguieran quedando fuerzas y ganas de subir más alto. Alcanzarla era casi imposible, pero la razón indicaba que debía protegerla de sus propias locuras.

—¡Alba! ¡No corras que las Olimpiadas no son todavía!

—Pues qué gracia que no lo sean, porque yo paso "olímpicamente" de ti, ¡hipócrita! —respondió tirándole una piña que le acertó en medio de la cabeza. Por suerte no iba con mucha fuerza, que si no...

Después de un buen rato, agotados por completo ambos, lograron llegar a la cima. Alba primero, que cayó de rodillas en el suelo, respirando entre jadeos; y Quini después, que la agarró de un pie, no fuese a darle por seguir corriendo ahora que la había atrapado.

—No hay cobertura aquí tampoco. ¡Estamos en el quinto pino!

Cuando Quini pudo reunir aire para hablar, aunque fuese a trompicones, se acercó a su Albita, que le rehuía la mirada, y constató con pena que estaba llorando por su causa.

—Yo... te quiero. ¿No entiendes? —afirmó entre pucheritos.

Quini, que sentía más locuaz su lengua que sus palabras, la besó como respuesta, de modo tierno y romántico.

—Y yo también te quiero, tontina —le aseguró, viéndola más calmada.

—Demuéstramelo —solicitó la preciosidad rubia con una voz algo lasciva.

Quini la abrazó y comenzó a desnudarla. Alba no se quedaba atrás y, olvidando su enfado, transformándolo en una reconciliación apasionada, fue privando también de ropa a su novio. Era más intensa de lo que la había imaginado: sus besos profundos, sus manos suaves y firmes allí donde tocaban. Y lo tocaban todo, sin dejarse nada atrás... ¡hasta el mismísimo pacote, que era más pacote que nunca!

—¡Si supieras cuántas horas de sueño me ha quitado este gusanote! —casi suspiró Alba, oprimiendo con su delicada mano el no menos delicado asunto.

Quini aguantó el achuchón como mejor pudo y de nuevo se quedó sin habla cuando vio como su Albita soñada, aquella adorable rubita de tan cruzados contrastes, se inclinaba ante él y muy lentamente descendía la cabeza hasta la henchida verga que sostenía en la mano, depositando un beso casi imperceptible en la misma punta.

—¡La tienes que arde! —comentó.

—La cosa no es para menos, cariño.

—¿La tienes así por mí? —Alba se había tornado ahora en la más dulce de las gatitas, aunque ya Quini no se fiaba del todo.

—¿Por quién si no iba a tenerla así? Sólo estamos tú y yo, ¿no?

—¿De verdad que no estás pensando en Kitty?

Quini ahora no se fiaba nada. Después de lo visto, tenía que medir mucho sus palabras, pues no dudaba que, al menor tropiezo, Alba era muy capaz de asestarle un bocado allá donde acababa de depositar el beso.

—¿Qué debo hacer para que entiendas que sólo tú eres mi vida, mi tesoro...?

—¡Vale, vale! —le cortó ella antes de que siguiera con la misma retahíla de siempre.

Y ahora ya no fueron sus carnosos labios sino su lengüecita la que empezó a describir círculos en torno al cada vez más inflamado glande, para terminar haciéndolo desaparecer en el interior de su boca.

El fogoso Quini, curtido en mil batallas, se sentía ahora impotente para asimilar tanto placer. Aunque el cuerpo entero le ardía, los escalofríos no dejaban de sucederse a medida que Alba engullía más y más y sus movimientos empezaban a adquirir mayor notoriedad. Casi era un martirio; divino, pero martirio.

—Albita, mi vida —musitó con un finísimo hilo de voz—. Me tienes al borde del KO y no quisiera acabar tan pronto.

Alba se irguió con una sonrisa a la vez satisfecha y comprensiva.

—¿Quieres entrar directamente a matar?

La preguntita se las traía en lata.

—El estoque está más que a punto; pero antes quiero saborearte toda entera.

Y Quini se lanzó sobre Alba cual tigre hambriento sobre su presa y comenzó a cubrir de besos todo aquel cuerpo de diosa, empezando por las uñas de los dedos de los pies e iniciando un lento e inexorable ascenso a través de aquellas piernas tan rectas, de aquellas rodillitas tan redonditas, de aquellos muslos de terciopelo, de aquel terciopelo... Y la rubita estaba en las nubes, con aquella lluvia de besos. Olvidada quedaba la rabieta y, plena de emociones, sus sentidos se agudizaron para percibir el más mínimo gemido o suspiro de su amante.

Y gemía Quini con unos ronquidos tan animalescos que debía de estar excitadísimo. Vamos, es que ya no parecía un hombre siquiera; era como...

—¿Qué ha sido eso? —Alba, que había terminado tumbada, se incorporó con gesto demudado.

—Soy yo, mi cielo...

A la contestación de Quini se adosó otro gruñido de imposible superposición, incluso para el más hábil de los ventrílocuos.

—Me refiero a ese ruido que ha sonado —aclaró la pobre muchacha con un hilo de voz.

—¿Ruido? No he escuchado ningún ruido.

Pero, a la par que aquella nueva respuesta, en medio del boscaje, destacándose sobre el tenue frufrú de las hojas, se dejó escuchar lo que, más que un ruido, tenía toda la pinta de ser un auténtico rugido...

—Quini... —murmuró ella, tremulante.

—Alma, mi cielo, dime que no has almorzado y que te suenan las tripas...

—Mejor te lo cuento mientras corremos...

Con un poco discreto grito, saltó, desnuda como estaba, poniendo pies en polvorosa. El rugido se hizo tremendo y del follaje salio un oso parado en dos piernas y con una cara de mala leche que, si miraba a un espejo, lo rompía. Así que la opción de Alba resultó ser la más halagüeña, y Quini la imitó, tomando las de Villadiego.

En medio del bosque, dos jóvenes corrían, desnudos por completo cual Adán y Eva (a excepción de los zapatos), despertando a cuanto bicho viviente había sucumbido al aviso de los Lunis para irse a acostar, pues estaba anocheciendo.

—¡Alba!

—¡Quini!

—¡Corre!

—¡Que nos come!

Tras de ellos, peligrosamente cerca, rugidos de oso colérico.

—¡Socorrooooooooooo! —el grito de Alba acabó de despertar hasta a los más perezosos animalitos.

—¡Al árbol! —clamó Quini cual capitán pirata, señalando al más alto de los pinos que a su frente se divisaban.

Y heredando de súbito la habilidad felina de que ya Alba hiciera gala, allá que ascendieron los dos hasta lo más alto del bendito arbolito que había venido a hacerles las veces de salvavidas, convertidos manos y pies en garras que se adherían al rugoso tronco como auténticas ventosas.

Acurrucados como pudieron, con media lengua fuera la una y la lengua entera el otro, se acordaron de los rezos que aprendieron de niños e hilvanaron uno tras otro esperando que aquello fuera el final de la persecución. Pero el oso no pensaba dar por terminada sin más la contienda y, tras dar varias vueltas al pino, se apostó a la espera de que alguna de sus víctimas se escurriera y quedara a su alcance.

Aunque, como bien predijera Kitty, con la noche la temperatura descendía bruscamente, los temblores de la acosada pareja no eran debidos precisamente al frío.

—Con lo a gustito que estábamos... —comentó Quini, tratando de trasladar a su amor la tranquilidad que tanto o más necesitaba él—. Suerte que en Andorra crezcan árboles tan altos y grandes...

—Sí, tenemos una suerte... —reconoció Alba, acurrucándose junto a él.

Y el oso, unos metros más abajo, como si tal cosa.

—No creo que vaya a pasarse aquí toda la noche —siguió Quini intentando calmar a su amada, mientras la abrazaba contra su pecho como si realmente la estuviera dando alguna protección—. Lo más probable es que, de aquí a un rato, termine aburriéndose y se marche.

—Sí, tiene cara de aburrido el osito.

Un gruñido potente y malhumorado casi les hizo caer a las fauces del nombrado, que parecía entenderles a la perfección.

—No es tan fiero el oso como lo pintan —murmuró Quini en voz baja, para evitar una nueva reacción del celoso guardián que merodeaba a sus pies—. Si te fijas bien, se ve que en el fondo es majo y buena gente...

—Mi amor, de esta no salimos —declaró Alba a la desesperada—. Follemos ahora y al menos moriremos felices.

En la copa de un pino, con el oso más grande del mundo esperando un descuido fatal, desnudos en la oscuridad, la situación no podía ser más excitante.

—Pase lo que pase —dijo Quini con voz solemne—, quiero que sepas que tú eres la única dueña de mi corazón... Te quiero, Alba. Ahora más que nunca.

—Yo también te quiero —sollozó ella, tratando de resucitar con un masaje especial el asustado "pajarito" de Quini.

Si difícil es hacer el amor en un Simca 1000, ya puede el lector imaginarse cómo será hacerlo en lo alto de un pino. Si alguien lo ha intentado, se habrá percatado de que es harto difícil encontrar una postura medianamente adecuada. Poniéndose de lado, existe el peligro de caerse en un mal giro; acoplarse uno encima y otra debajo es misión imposible; y de pie, como que no. En cuclillas no sale... y no hay prácticamente postura segura en todo el Kamasutra, a menos que se trate de acróbatas profesionales, lo cual no era el caso.

Así que, aún siendo mucha la voluntad, los pobres amantes no daban con la tecla para poder testimoniarse su mutua pasión sin riesgo de terminar siendo cena de oso en aquella nochecita que se presumía funesta, se mirase por donde se mirase y se cogiese por donde se cogiese. Así las cosas, al menos les quedó el consuelo de pajillearse el uno a la otra y la otra al uno.

Quini metió como buenamente pudo su mano entre las piernas de su querida noviecita y Alba hizo lo propio con la suya. Así, ambos al mismo tiempo, mientras se besaban a la luz de la luna, se procuraban alivio a la calentura acumulada durante tanto tiempo. Aquello había que terminarlo. ¡Y qué ricas se sentían las manitas de Albita apretando tan bien, con ese ritmito tan perfecto que había agarrado! Arriba y abajo, arriba y abajo, más fuerte, más rápido...

Y no digamos Quini, que ya era experto en pajillas a féminas de tanto espiar a las gemelas de su casa y sabía muy bien cómo tenía que mover los dedos y cómo ahondar o frotar, mojar el dedo, redondear aquí, aumentar el ritmo por allí... Y ahora un circulito, un poquito más de saliva, un buen meneito en el clítoris, así, más intensamente, con contundencia, redondito, resbalando bien el dedo, aumentando la velocidad, susurrando alguna cosa guarrilla al oído de su amada y, de vez en cuando, volviéndola a besar alargando la lengua como un lagarto hasta alcanzar su garganta, como si la penetrara con ella.

Alba estaba anonadada con tanta maestría y ella misma se picó, pues quería demostrar la misma capacidad. Así que insistió en el frenillo mientras se lo machacaba bien apretando con la mano, a buen ritmo, esparciendo bien las gotitas de semen que empezaban a salir, para que estuviera bien lubricado. Y otra frasecita caliente, «Te la comería toda si pudiera», que a Quini casi le hace saltar de la rama por la emoción.

El oso escuchaba ruidos raros desde el árbol que no hacían más que provocarle una curiosidad absoluta. Miraba hacia arriba y daba vueltas, escamado con los "¡oh!", los "¡uy!", los "¡hum!" y los "¡ah!" de los pajilleros nocturnos, cada vez más exacerbados. Por fin, tras dos grandes gemidos, Alba y Quini se corrieron mientras se comían las bocas con pasión.

—¡Qué leche más mal aprovechada! —se lamentó Alba, viendo como el pacote de su amado escupía al vacío un borbotón tras otro.

Alguno de aquellos borbotones debió de caerle encima al oso en un ojo, pues un nuevo gruñido escapó de su garganta.

—Duerme un poco, mi amor —susurró Quini, mesando con delicadeza la rubia melena de Alba—, que yo velaré tu sueño...

—Tengo frío... —sonó quejumbrosa la voz de Alba—. Tengo hambre... Tengo miedo... Tengo de todo menos sueño...

Lo del frío no era para menos. A la natural bajada de la temperatura, ahora se unía el incómodo efecto de un viento norteño que no ayudaba precisamente a calentar el ambiente.


—¡Mira, cariño! —casi gritó Quini—. ¡El oso ya no está!

Ya empezaba a despuntar el alba, cuando Alba (o lo que quedaba de ella) miró sin mayor emoción hacia abajo. Tenía el cuerpo entumecido por el frío y la obligada inactividad. Sin embargo, todo él pareció revivir de nuevo cuando al fin se dio cuenta de que lo que Quini decía era cierto: el plantígrado había desaparecido.

—¿No estará escondido en alguna parte cercana, esperando que bajemos? —desconfió ella.

—No creo que la inteligencia de un oso dé para tanto —trató de dogmatizar él sin demasiado convencimiento.

—Bueno... —murmuró Alba, no muy convencida—. Pues entonces, vamos... Anda, baja tú primero...

Quini pensó por un momento en cederle a ella el paso; pero, pensándolo bien, la galantería estaba de más en tales circunstancias y se aprestó a bajar del pino salvador, empleando en ello mucha más calma de la que utilizara al subir.

—Anda, cariño —le indicó Alba, todavía encaramada en lo más alto del árbol—: da una vuelta por las proximidades... Que de estos osos no hay que fiarse.

Obediente, y siempre solícito a los mandatos de su amada, Quini examinó casi quinientos metros a la redonda con más miedo que vergüenza, pues tampoco él las tenía todas consigo.

—¿Lo ves, mi amor? —hinchó el pecho a su regreso junto al providencial árbol—. Ni rastro de osos ni nada que se les parezca... ¡Estamos salvados!

—¿Estás seguro de haber mirado bien? —quiso cerciorarse Alba, que puesta en cuclillas parecía un pajarito posado en su rama.

—Baja y compruébalo por ti misma.

—¡Vale, vale! Me fío de tu palabra.

Y con aquella su agilidad innata, Alba se encontró en un santiamén junto a su querido Quini, abrazándose a él en un gesto mitad de cariño, mitad de cabreo.

—¿Se puede saber qué hemos hecho de malo para merecer este castigo? —se preguntaba a sí misma y preguntaba a Quini—. Se supone que hemos venido hasta aquí para follar y es como si el destino se nos hubiera puesto en contra para que hagamos de todo menos lo que queríamos hacer.

—A veces pasan estas cosas —trató de consolarla Quini, estrechándola contra su pecho y acariciando sus sedosos cabellos—. Recojamos nuestras ropas, volvamos a la cabaña y allí podremos recuperar todo el tiempo perdido.

—Yo me voy derecha a la cabaña. ¿Quién te dice que no puede estar el oso esperándonos en el sitio en que dejamos la ropa?

—No creo que el oso... Pero, bueno, vayamos directamente a la cabaña.


Poco podían imaginar los pobres chicos que, mientras que ellos iban descendiendo ladera abajo en cueros vivos, un satélite espía los estaba vigilando en la distancia.

—Son ellos —sonó una voz recia, con marcado acento de algún país de Europa del Este—. Parriece que el oso no los ha eliminadro. Tendrriemos que hacierrlo nosotrros mismos.

—Señorr —sugirió el compinche que estaba a su lado–. Pienso que podrríamos enviar a la agente Coyunta.

—¿Coyunta? —meneó la cabeza dubitativamente el primero—. No estoy demasiado convencido. ¿No crrees que está como un ciencierrrro? Quierro decirr como una ciencierrrra... Bueno, tú entendierme.

—Sí, señorr; pierro no podiemos niegarr que es bastante efectiva.

—Da, da, envíala. Espierro que acabe con ellos... No podiemos pierrmitir que el top de tororrrrielatos sea conquistado por unos mequetrriefes.

—Señorr —propuso el subordinado—. ¿Porr quié no habliamos en nuestra prriopia lengua?

—¿Porr quié? ¿Acaso quierries que descubrrian que somos extranjierros? ¡Andia ya, conecta con la Centrrial y que envíen a esa Coyunta. Y pide rriefuierrzos, por si acaso.


Ya Alba y Quini estaban llegando a la cabaña, prometiéndoselas tan felices y debatían hasta las posturas que iban a ensayar, cuando escucharon un extraño sonido, como un pitido eléctrico que descendía de tono, y acto seguido, ¡ZAS! Todos los árboles a su alrededor acabaron calcinados y ellos en el centro, abrazados y acojonados.

—¡Lo que nos faltaba, Quini! —susurró Alba—. Ahora nos atacan también los extraterrestres.

Desde luego, la afirmación era creíble, porque un extraño ser travestido, con una indumentaria de cuero negro por todo el cuerpo y un látigo láser en la cadera hizo súbita aparición. Plantada a pie firme ante ellos, con las piernas separadas y revisándose el esmalte de uñas mientras hablaba, les hizo salir de dudas con su particular voz, asexuada cual ameba:

—Soy la bruja Coyunta, la que se descoyunta, ¡muajajajajá!, y he venido a delataros.

En una demostración de poder, alargó su brazo derecho y un rayo surgió de la uña de su índice, destruyendo el único árbol que quedaba con vida en diez metros a la redonda.

Quini se tapó las partes nobles, no sea que su manía fuese dirigida hacia los objetos de forma fálica. Alba se escondió detrás de su amado, utilizándolo de escudo humano. Y ambos, con los ojos como platos, miraban a la desconocida con terror absoluto.

—Oiga —se atrevió a decir Quini en un arrebato de valor—. ¿Usted no es por casualidad Collantes?

—¿Collantes? ¡Eso era antes! Los tiempos cambian, los tramposos cada vez son más hábiles, emplean trucos cada vez más sofisticados y nosotros debemos evitar que vuestras manipulaciones continúen... Por eso, ahora soy Coyunta, la que se descoyunta... ¡Muajajajajá!

—Se le ha descoyuntado la mandíbula... —susurró Quini al oído de Alba, viendo como el siniestro personaje se la colocaba después de la última carcajada.

Coyunta murmuraba maldiciones para su cirujano plástico mientras que Alba se puso a replicarle a Quini.

—Pues claro. ¿No has escuchado que es Coyunta, la que se descoyunta? ¡Pues eso! Jolín, que tonto eres a veces.

—Tampoco hace falta que me llames tonto, ¿no? —se defendió Quini.

—¡Basta de cuchicheos! —les interrumpió Coyunta en seco haciéndoles dar un brinco por el susto —. No creáis que vais a engañarme. Yo soy una agente del PESAC, que, por si no lo sabéis, significa Profesionales del Espionaje Secreto de Alto Copete... Sé perfectamente que vosotros dos, ambos, ¡en realidad sólo sois uno!

—Aún no, por desgracia —lloriqueó Quini, pensando con pena en la prematura muerte que se olía venir sin haber podido catar a su Albita.

—¡Mentira! ¡Sois el mismo autor! ¡Yo sé que sois el mismo autor! Nadie puede tener tantos relatos en el TOP100 sin ser una misma persona... —la voz de Coyunta adquiría tonos de inestable psicopatía que hacía al par de enamorados abrazarse entre sí con caras de "adiós mundo cruel"—. Yo he escrito muchos, cientos, miles de relatos con nombres distintos todos ellos y ninguno, ¡ni uno sólo!, acertó jamás a asomar por el TOP20000. Ni siquiera cuando sólo había 5.000 relatos publicados en la página...

Coyunta rompió a llorar desesperadamente y tanto Alba como Quini sintieron deseos de ir a consolar a la pobre. Se la veía tan afectada... Pero antes de que se movieran, su gesto facial se endureció y siguió con el rollito amenazante.

—Me ha contratado la Mafia de Todorelatos para acabar con vosotros, pero ¿sabéis qué, listillos? No voy a mataros... Quiero decir, matarte... porque a mí no me engañáis: sois uno y sólo uno, por mucho que queráis aparentar que sois dos.

—Aún no, por desgracia —repitió Albita lo que antes dijera Quini, cayendo en las mismas reflexiones que éste. Y, con voz emocionada, añadió—: Pero gracias por no matarnos, Coyunta, de verdad...

—¡No me des las gracias, Hermanita18-Amionda! Porque mi plan es aún más maquiavélico, ¡muajajajajajá! —y con la nueva risotada, se le descoyuntó la mandíbula otra vez. Cuando se la puso en el sitio volvió al ataque—: No puedo acabar con vosotros hasta que elimine el último de los relatos vuestros del TOP. El maldito Alex, el webmaster, con su maldita REMSA, no hace más que fastidiar y fastidiar...

—¿La REMSA? —Alba no pudo evitar el pronto curioso de toda mujer.

—La Revisión Manual del Sistema Automático... ¡Freímos a terribles vuestros relatos saltándonos a la torera todos los controles y filtros automáticos...! Pero llega la revisión manual y un 50% de nuestros terribles desaparecen y los relatos vuelven a subir... Nosotros a bajarlos y ellos a subir... ¡Bajar, subir...! ¡Con Amionda ya he podido, ya! Tenía siete y ahora le quedan dos... Pero la Hermanita se me está resistiendo...

—Entonces, buena señor..., se... señora... —se interesó Alba, bastante nerviosa—. Quiere decir..., este..., Coyunta... Quiere decir que mientras permanezcamos en el TOP, ¿estamos a salvo?

—¡No tanto, no tanto...! Ahora eliminaré a uno de vosotros y después al otro... Quiero decir que ahora eliminaré una mitad y, más adelante, la otra...

—¡Un momento! —se adelantó Quini, alias Amionda, volviendo a juntar sus manos a modo protector en su entrepierna, viendo que el índice de la espía apuntaba directamente al punto—. ¿Por qué no hacemos un pacto?

—¿Pacto?

—Sssi... sssssi... si logramos..., si somos capaces de alcanzar el millón de acceso en nuestros respectivos perfiles y demostrarle que somos dos autores distintos, ¿nos permitirá seguir con vida?

—¡Imposible! ¡Nadie puede hacer eso!

—Pero... ¿y si pudiéramos? —replicó Alba.

Coyunta acabó de ajustarse bien la mandíbula, que le había quedado un poco ladeada después de su último descoyunte, y pareció meditar durante unos instantes.

—Bien, bien —habló al fin ante la expectante mirada de Alba y Quini—. Pero seré yo quien establezca las condiciones...

—De acuerdo —respondieron al unísono los dos jovencitos.

—Seréis recluidos en dos celdas distintas, separadas entre si por una reja. Utilizaréis ordenadores monitorizados por mí, desde los cuales no podréis manipular el TOP... ¡Sólo yo puedo hacer eso, muajajajajaá!

—La mandíbula... —recordaron Alba y Quini, antes de que se le descoyuntase de nuevo.

Y Coyunta se la sujetó a tiempo esta vez.

—¡Pues andando! ¡Seréis mis prisioneros...!


Lunes aciago. Una densa niebla cubre las quebradas cimas que se divisan a lo lejos. A través de los semiempañados cristales de una ventana, Germán, el padre de Alba, mira con gesto apesadumbrado el triste paisaje. Hace más de media hora que espera y desespera en aquel lóbrego cuartucho de una comisaría andorrana, para ser recibido por el señor comisario.

De pronto se oyen unos pasos a su espalda. Cree que ha llegado el momento, pero al girarse...

—¡Germán! —grita la voz del recién llegado a la dependencia.

—¿Joaquín? —casi pregunta el interpelado, no dando crédito a lo que ven sus ojos—. ¿Qué haces tú por aquí?

Joaquín, padre de Quini, se detiene en su avance hacia Germán y compone un gesto de disgusto.

—¿Ésa es la manera que tienes de dirigirte a tu hermano, después de tantos años?

—Lo siento —se disculpa Germán—. No tengo los nervios demasiado templados como para reencuentros. Mi hija Alba ha desaparecido y es posible que la haya secuestrado un tal Quini, al que conoció por Internet y con quien vino a pasar aquí un fin de semana?

—¿Alba...? ¿Quini...? Permíteme que te corrija, querido hermano. Quini es mi hijo, vino a pasar un fin de semana aquí con una chica llamada Alba, a la que conoció por Internet, y él también ha desaparecido. Ése es, precisamente, el motivo de que me encuentre en este lugar.

—¿Quieres decir que tu hijo y mi hija..., nuestros hijos...?

Los dos hermanos se abrazaron efusivamente.

«¡Ta ta ta taaaaan!», sonó música de alguna parte y los atribulados padres miraron en todas direcciones, buscando el origen de tan culebronesco soniquete...


¿Serán Alba y Quini primos hermanos? ¿Podrán demostrar su inocencia? ¿Podrán superar el gran reto que se han trazado? ¿Son realmente Alba y Quini o sólo son Albaquini? ¿Cumplirá la malvada Coyunta su promesa de perdonarles la vida si superan el desafío de lograr el millón de accesos? ¿Aguantará la mandíbula de Coyunta muchas carcajadas más sin descoyuntarse del todo? ¿Lloverá mañana?

Si quieres saber la respuesta a todas estas y otras muchas más preguntas, permanece atento a las novedades de TR y no te pierdas por nada del mundo el siguiente capítulo de...

EL PACTO