El otro
No tenemos el disgusto de conocernos personalmente, aunque yo sí que tengo la desgracia de saber quien es usted. Usted es el esposo de la mujer que amo.
Odiado Sr.:
No tenemos el disgusto de conocernos personalmente, aunque yo sí que tengo la desgracia de saber quien es usted. Usted es el esposo de la mujer que amo.
Es posible que sienta la tentación de dejar de leer esta carta para correr a su esposa. No lo haga. Ella no sólo no conoce de esta misiva, sino que siquiera sabe que existo. Ella no tiene culpa, pues. Llevo adorándola en silencio años y jamás la he dado un solo motivo para sospechar algo.
Se preguntará qué quiero entonces. Sencillo, busco desahogo. Busco poder decirle a la cara lo que siento. Busco asustarle. Busco un atisbo de piedad.
Hace ya cinco años que conocí a su esposa, no importa dónde ni cómo. Desde el primer momento en que la vi supe que la amaba más de lo que había amado nunca. Caí atrapado en la invisible red de su aroma, en el lazo de sus cabellos, preso en la nasa de su belleza, encantado por el mágico Áurea de su ser. Sí, desde el primer momento me subyugó, me puso bajo ella, me dominó y se hizo dueña de mis noches y mis días y, en definitiva, de mi vida.
Quiero pasar el resto de mi vida con ella ocupando el altar de mi sino, improvisando cada día nuevas formas de amarla, bebiendo de su cuerpo para calmar mi sed de ella, entregando lo poco que soy para que ella disponga. Quiero acariciar su pelo hasta que duerma, despertarla con mis besos, calmarla con mi voz, excitarla con mi tacto, cubrirla con mi cuerpo y desnudarla con mis manos. La quiero.
Por eso, odiado enemigo, le ruego que reflexione. Quiero que piense si de verdad siente todo lo que yo he expresado que siento por ella. Si duda o no comparte todos estos sentimientos, debe dejarla. Sí, si la ama algo, entonces debe dejarla. Porque si de verdad lo hace deseará que sea lo más dichosa posible. Y conmigo lo sería más que con usted.
Pero si siente lo mismo que yo... entonces debo advertirle que siempre estaré detrás, expectante, como sierpe que espera paciente el paso de su presa. Al menor atisbo de debilidad, saltaré sobre ella. No habrá compasión. Será mía por toda la eternidad.
Con mis peores deseos...
El Otro.