El Orfanato de San Elias (06: Sirv. en Barcelona)

El Orfanato de San Elias (06: Sirv. en Barcelona)...

Llegué a la ciudad condal a los tres meses de haber cumplido los dieciséis años. Aterrorizada por la inmensidad de la ciudad, me dirigí como pude al convento que tenían las hermanas en Vallvidriera. La monja de la puerta casi no me deja pasar. Después de algunas preguntas, empecé a servir en un enorme piso del Ensanche barcelonés. Vivía en él una anciana, rica a más no poder, que llevaba un tiempo ida de la cabeza. La pobre mujer chocheaba de manera exagerada, ahora eso se llama demencia senil, creo. Las monjas me facilitaron unas cuantos uniformes y delantales de sirvienta, llegaron a un acuerdo económico con los familiares de la señora, y empecé a trabajar en esa casa. Ni que decir tiene que yo jamás vi dinero alguno de ese trato. Se suponía que trabajaba a cambio de manutención y estancia. A mí me parecía todo muy bien y estaba anhelante por empezar cuanto antes.

He de reconocer que, aunque mi vida se ha caracterizado por continuados golpes de mala suerte, siempre he tenido a mi lado alguien que respondiera por mí y me hiciera más llevaderos los malos momentos. La señora Engracia era una viejecita encantadora. Estaba totalmente chalada, pero era la persona de mejor conformar y que conociera jamás. Todo lo que le cocinaba le parecía bueno, y se ofendía si le entregaba la vuelta de los cuatro duros que me daba para la compra. Jamás tuve la menor queja de ella y ella también parecía encantada conmigo.

No tardé en verme rodeada de pretendientes. Una chica de pueblo, guapa y maciza, no podía permanecer sola demasiado tiempo. Al principio me divertía la situación, nunca había sido antes cortejada. De entre todos había un chico especialmente guapo y encantador. Era un vecino de la finca que empezó a flirtear conmigo nada más conocerme. Yo no tenía ninguna experiencia en todo lo relacionado con los galanteos, con lo cual me enamoré de él a las dos horas de conocerle. Cuando me pidió que saliéramos juntos en mi día libre, acepté encantada. Fue una tarde maravillosa, me invitó al cine, a merendar y me presentó a la mayoría de sus amigos que nos encontrábamos por la calle. Cuando nos despedimos me dio el beso más dulce de mi vida.

El resto de la semana lo pasé flotando en una nube. Me veía compartiendo mi vida con alguien, rodeada de chiquillos y más feliz que unas pascuas. La semana siguiente me invitó a subir a su casa, ya que sus padres se habían ido a la playa. De los besos pasó a las caricias y, casi sin darme cuenta me vi prácticamente desnuda, ante sus ojos anhelantes. Se precipitaba y se le notaba su poca experiencia. Sus manos eran como las de un pulpo, tocaban y tocaban todas mis formas como dudando que existieran realmente. Yo, feliz por el deseo que le estaba provocando, hice todo lo que quiso e intenté disfrutar también lo que pude. Cuando él acabó, se incorporó y me miró de arriba abajo con lujuria. Me miró a los ojos con una mirada que me penetró hasta el alma. No era la mirada de enamorado de antes, era como una mezcla de desprecio y de victoria.

  • ¡Fuera de mi casa, puta!

En el barrio me pusieron un mote hiriente e incluso los chiquillos se burlaban de mí por la calle. Había cometido el error de convertirme en una chica fácil. Mi relación sexual se explicaba en los bares con todo detalle, exagerándola todo lo que podían. En la calle se hablaba de mis enormes tetas, de mi culo, de mi forma de mamarla, de los gritos que daba. En fin, era vilipendiada por los hombres y despreciada por las mujeres. Sólo la señora Engracia me trataba bien. Caí en una profunda depresión nerviosa de la que me tuvieron que rescatar las hermanas del convento.

Dicen que las mujeres damos sexo para conseguir amor y que los hombres dan amor para conseguir sexo. Yo lo descubrí muy pronto. Me recuperé como pude en el convento y volví a servir, ahora en el barrio de Gracia. No caí de nuevo en el error. No me entregué a nadie conocido. Cuando quería algo de sexo aprovechaba algún portal con algún desconocido y luego desaparecía de su vista. Tuve alguna relación más duradera y algún escarceo amoroso; pero ya no se me ocurrió nunca más acostarme con nadie a la ligera y, simplemente, les dejaba que me besaran y que se calentaran un poco rozándome el cuerpo cuando bailábamos. Recuerdo esas relaciones como poco interesantes para ser mencionadas. Aunque hubo una verdaderamente patética.

Eduardo era todo un caballero, incluso en edad y aspecto. Mucho mayor que yo, empezó a cortejarme con la mayor exquisitez que yo nunca había imaginado. El único atractivo que tenía para mí era la extrema delicadeza con que me trataba. Con el corazón roto desde hacía tiempo, ya no buscaba en los hombres amor, sino amistad y esporádicamente sexo. De lo último se podía tener casi siempre, calidad aparte; lo primero era casi imposible de conseguir. Cuando Eduardo me dijo que quería que conociera a sus padres, empecé a valorar qué le iba a decir si se me declarara. Supe que le diría que sí. No parecía una mala opción el transcurrir el resto de mi vida al lado de ese hombre que me quería y me respetaba. Ni que decir tiene que Eduardo nunca me había puesto la mano encima. Algún leve beso en la mejilla, algunas caricias en las manos... Un domingo por la tarde que paseábamos por su calle me dijo que sus padres estaban en la torre de Castelldefels. Lo miré inquisitivamente para ver que vendría a continuación. Me dijo tímidamente si quería subir a ver su casa. Le dije que claro, encantada. Cuando subimos en el antiguo y enorme ascensor, lo vi muy acalorado. Entendí, entonces que aquello no había sido casual, supongo que quería subirme al piso para aprovecharse de mí, seguro que había planeado simplemente cómo besarme en los labios y cómo meterme un poco de mano. Enternecida por la situación y por el mal rato de debía de estar pasando, opté por facilitarle un poco las cosas. Craso error. Me acerqué insinuante a él y aferrándole por el cuello le di un besazo con lengua, mientras me apretaba con fuerza a su cuerpo, restregando mis tetas por su pecho y mi pubis por el bulto que notaba en sus pantalones, encantada de saber el efecto que causaban siempre mis curvas. Cuando me separé de él, estaba totalmente lívido y con los ojos cerrados. Empezó a respirar y a sudar aceleradamente. Soltó entonces un gemido. Pensé que le iba a dar un pasmo o algo así, pero una terrible sospecha me asaltó. Bajé la vista y vi una enorme mancha en sus pantalones. El guarro se había corrido allí mismo. Impresionante.

Trabé amistad enseguida con Maruja, una criada andaluza que servía en mi mismo edificio. Maruja era espontánea y mu salá. Estaba algo al margen de la hipócrita burguesía catalana que imperaba en aquella época, llena de miedos, rezos y rencores hacia la dictadura franquista. En Maruja tuve quizá mi primera amiga. Cuando superé la desconfianza inicial le conté mis penas y me atreví a confesarle que necesitaba sexo con alguna desesperación. Llevaba yo desde muy niña teniéndolo de una manera u otra, y la abstinencia actual me desesperaba. Riéndose mucho, Maruja me miró como sorprendida de que otra mujer le hablara con tanta franqueza y, liberada también de inhibiciones, me explicó algo.

  • Ay sí, hija mía, yo también paso apuros. Lo peor de to es cuando tengo que lavar al señorito. No veas el peazo de verga que tiene el tío. Y yo sin poder catarla.

Maruja tenía a su cuidado el hijo de los señores de Espronceda. Un robusto muchacho con una extraña enfermedad cerebral que le había apartado del mundo. Inerte en la cama, en un estado casi cataléptico, debía de ser atendido en casi todo. Maruja lo lavaba cada día.

  • Buenos días, señorito. Esta es Anita, la criada del segundo. Ha venido a ayudarme un poco. ¿Verdad, que es guapa?.

El chico que estaba en la cama tenía un aspecto saludable. Estaba rollizo y tenía buen color. No parecía enfermo. Sólo cuando se le miraba a los ojos se notaba su desconexión con la realidad. Me miró y asintió imperceptiblemente, como dándome la bienvenida.

  • Maruja, ¿estás segura de que no se entera de nada?. A ver si la vamos a liar. - - Qué va, si no ha dicho esta boca es mía, desde hace años. A veces mira, sonríe y poco más. Venga resalao, que Anita y yo te vamos a hacer hoy una limpieza especial.

Quitamos la ropa de la sábana y Maruja empezó a desprenderle del pijama. Yo estaba ansiosa. Sin pensárselo dos veces, le desabrochó el botón del pantalón y tirándolo para abajo le sacó toda la polla.

  • ¿Qué te había dicho?. La picha más grande que has visto en toa tu vida, encanto. No me digas que no es una hermosura.

Me quedé pasmada viendo tal milagro de la naturaleza. Era algo descomunal. En reposo debía medir casi unos veinte centímetros y tenía un grosor considerable. Armadas de sendas esponjas empezamos a limpiarle el cuerpo, sin dejar de contemplar esa maravilla. Le agarré la verga con una mano para facilitar la limpieza y la noté caliente. Yo era bastante más experta en pollas que Maruja, por eso me di cuenta de algo que a ella se le había escapado.

  • Hija, suéltale ya el badajo, que sólo es pa ver y no tocar. Tocarlo sólo sirve pa calentarte y na más. Esa pistola no dispara. - - No sé, Maruja, me parece que aún podremos hacer algo. Si quieres que tengamos una fiesta, mejor que me hagas caso. - Dije sin soltarle la polla y notando que empezaba a responder a mis caricias -. Ponte delante de él, que te vea bien, y desnúdate. Sensualmente, no a lo burro. - - Pero, ¿qué dices?. ¿Tú, crees?. Bueno con probarlo no se pierde nada.
  • Dijo sonriendo socarronamente y empezando a quitarse la ropa -.

Yo aferraba el miembro con las dos manos y lo masturbaba con delicadeza. Cuando Maruja se quedó desnuda, sentí el milagro. La maravilla empezó a crecer y a crecer, hasta que llegó a la erección más grandiosa que he visto en mi vida. Embelesada por el tamaño y el grosor de tal aparato, noté que me excitaba a marchas forzadas. La verga, aparte de enorme, era muy hermosa. El glande pleno y de un color rosa suave era estupendo. Ofuscada por la excitación no dudé en metérmela en la boca, a duras penas, y empezar una monumental mamada.

  • Qué barbaridá, hija. Tú no te cortas na de na. ¡La mamada que le estás haciendo!. Hala, to pa dentro.

Después de tanto tiempo de abstinencia yo estaba más bien salida.

  • Maruja, sigue tú, que yo me voy a desnudar.

Cuando me desnudé ante la mirada vidriosa del enfermo, pareció que la erección aumentaba aún más estimulada por las manos de Maruja, que se había agarrado a aquella polla como si la vida le fuera en ello.

  • Por la virgen de la Macarena. ¿To eso es tuyo? - Dijo Maruja impresionada por mi cuerpo -. - - No puedo más, cariño. Voy a tener que rematar la faena. -
  • Pero, ¿no iras a... ?

Me subí a horcajadas encima del enfermo y colocando la punta de la verga en la entrada de mi coño chorreante, hice un descomunal esfuerzo por introducírmela. Las paredes de mi vagina se agrandaron intentando abarcar aquella inmensidad. Con un gruñido de dolor noté como empezaba a entrar. En un último esfuerzo me empalé en esa columna romana. Con el rostro desencajado por la sensación y notando toda aquella carne dentro de mí, empecé a moverme suavemente. El dolor desapareció con la premura que había venido. Todos los rincones de mi interior respondían a aquel salvaje estímulo, y mis glándulas empezaron a segregar una cantidad exagerada de flujos vaginales. Entre gemidos y convulsiones, aceleré la cabalgada.

  • ¡Vaya tía!. ¡El polvazo que se está pegando!. Decía escandalizada Maruja, mientras, a su vez, no había podido contenerse y se estaba masturbando.

Yo había llegado al séptimo cielo. Follaba como una loca con aquella grandiosidad que no se acababa nunca. Casi no podía ni gritar. Me mordía los labios, concentrada en aquel placer intenso e inagotable. Subía y bajaba con un ritmo trepidante, mientras mis tetas descompasadas intentaban seguir el ritmo y parecía que se iban a desprender de mi pecho. Empalada en aquel trozo de carne me corrí convulsamente como si nunca lo hubiera hecho en mi vida. Cuando acabé me dejé caer en el pecho del chico notando todavía todo aquello en mi interior. Me salí a duras penas disfrutando de ese último roce y admirando la rotundidad casi perpetua de esa erección. No se podía desperdiciar.

  • ¡Venga cariño, ahora tú!. - Le dije a Maruja que empezaba ya a bizquear los ojos disfrutando a tope de su masturbación -. - - ¡Eh, chiquilla, tú estás loca!. Yo no me puedo meter to eso. - Contestó observado con terror la grandiosa polla ahora enrojecida y mojada -.

Mi mirada se posó en un tarro de vaselina que había encima de la mesilla de noche.

  • Venga, no me vengas con remilgos ahora. Vamos a intentarlo por lo menos. -Afirmé mientras comenzaba a untar el miembro generosamente del potingue -. Esto te ayudará.

Se subió encima y con miedo intentó metérsela. No lo conseguía. Por fin, agarrando yo firmemente la verga con las dos manos, le hice abrirse todo lo que pudo de piernas y con palabras cariñosas para que se relajara, conseguimos introducírsela. La boca de Maruja se abrió con una expresión de asombro y siguió abierta al tiempo que se la clavaba materialmente en sus entrañas. Ella sí gritaba como una loca mientras se lo follaba. Echó un polvo eterno. Alguna vez me había confesado que era un tanto frígida. Aquí no tuvo ocasión de demostrarlo porque el chico aguantaba como un coloso. Cuando por la subida del tono de sus gritos sospeché que le venía el orgasmo, me fijé que él empezaba también a sudar. Con un último grito desgarrador y notando en su interior el chorro de semen caliente del orgasmo del enfermo, se corrió elevándose un poco de cuclillas para dejar en su interior algo de espacio para albergar toda la cantidad de esperma que la estaba llenando por dentro.

A Maruja desde aquel día le brillaban especialmente los ojos. Creo que superó definitivamente sus problemas de frigidez y hasta creo que abusaba a diario de ese estupendo miembro. Visité alguna vez al chico después de aquel día, pero ya nunca fue lo mismo. Ella me miraba celosamente. Supongo que, por eso, sabedora de mis necesidades y queriendo reservarse al chico para ella, me habló de una casa en el barrio chino, donde había hombres expertos que satisfacían a mujeres con deseos como el mío, sin pedir nada a cambio. A mí ese asunto me parecía algo turbio, pero era tal mi necesidad que tenía que intentarlo.

Entré en una sórdida habitación mal iluminada. Un olor a agrio y a tabaco penetrante flotaba en el ambiente. Dos hombres conversaban en una mesa camilla. A un lado había un camastro sin hacer y con las sábanas más sucias que había visto en mi vida. Un negro enorme rapado al cero y un tipo siniestro y guapo, mucho más bajo, con bigotillo y pinta de macarra, me miraron fijamente.

  • Me manda la Maruja, me dijo que preguntara por Bogart. - - Me llaman Bogart - contestó el del bigotillo -, ¿qué se te ofrece, encanto? - - Dijo que, bueno, ustedes...
    • Me parece que ya sé a que viene esta puta, quiere que la jodamos bien jodida. ¿Qué te parece Rupert, le hacemos un favor?
    • Yo, bueno, creo que me he equivocado, mucho gusto en conocerles - dije asustada por el cariz que empezaba a tomar la situación y arrepentida por haber llegado tan lejos -. - - ¡Desnúdate guarra! ¿No querrás que encima lo hagamos nosotros? - Bogart me miraba con aire divertido. - - ¿Cómo dice?

Rupert, el negro, se levantó de la mesa. Medía casi dos metros y se me acercó con aire amenazante. Se plantó delante de mí y soltándome un bofetón me hizo caer de rodillas a sus pies.

  • ¡Levántate, zorra! ¡Desnúdate, no te lo pienso repetir otra vez!

Obedecí mientras la cabeza me daba vueltas y notaba un hilillo de sangre que brotaba de mi labio inferior. Me despojé apresuradamente de toda la ropa y me quedé desnuda, de pie en mitad de la habitación.

  • ¡Joder, qué buena está!. ¡Vaya, tetas! . ¡Métele mano Rupert!

El enorme negro se abalanzó sobre mí y empezó a tocarme las tetas con sus manazas. Después me manoseó el culo. Me agarró después por el sexo y apretó con fuerza. Me miraba fijamente a los ojos como si estuviera loco. El miedo y el dolor me hacían tiritar. Pero, poco a poco, una nueva sensación se apoderó de mí y empecé a excitarme paulatinamente.

  • ¡De rodillas! - Otro golpe del negro hizo que me hincara de rodillas -. - - Sácatela, que se entere de lo que es una buena herramienta.

El gigantón negro metió la mano en el pantalón ancho que llevaba, y se sacó un enorme pene en erección, de un color azabache intenso. Yo estaba a cuatro patas arrodillada en el suelo y no podía apartar la vista de ese pedazo de carne. Estaba como hipnotizada y mi vista seguía de manera errática los movimientos cimbreantes que realizaba el miembro a pocos centímetros de mi cara.

  • ¡Vaya polla, eh! . Mámasela. Eso, fuerte y hasta la garganta. Trágatela toda, guarra.

Yo chupaba y chupaba, e intentaba controlar las arcadas que me sobrevenían al tener que tragármela hasta dentro.

  • ¿Te he está empezando a gustar, eh?. Vaya mala puta que tenemos aquí. Para, ¡te he dicho que pares!

Otro guantazo del negro hizo que me saliera de golpe todo su miembro de la boca.

  • Ven aquí, cuerpo. Que te voy hacer a correr como una cerda. -Dijo Bogart sin levantarse de su silla -. ¡Eh!, ¿Quién te ha dicho que te levantes?. - El negro me propinó un rodillazo en el estómago, dejándome sin respiración, y haciendo que me desplomara en el suelo -. ¡De rodillas!. Ven, aquí gateando, no se te ocurra levantarte del suelo.

Intenté obedecer y me arrastré hasta los pies de Bogart. Él ya se la había sacado y a un ademán suyo me precipité a chupársela como mejor sabía. Cuando se cansó de la mamada, me ordenó que me pusiera de pie y aprovechó para lamerme la vulva. Luego me introdujo con fuerza la lengua dentro de la vagina arrancándome gritos de placer.

Le cabalgué a un ritmo desenfrenado mientras él permanecía sentado y me acuciaba dándome fuertes palmetazos en el culo. Paré un momento disfrutando de mi inminente corrida, y el negro aprovechó para metérmela por el culo. Grité de dolor cuando empezó a moverse en mis entrañas. El golpe de Bogart me hizo volver a la realidad.

  • No te pares ahora, zorra, no te pares. No hagas nada que yo no te diga. Así muévete y goza por el coño y por el culo. ¿Te lo pasas bien?. - Dijo cuando consiguió, no sin cierto trabajo, apretarme con fuerza los pezones de mis tetas henchidas por la excitación y en pleno bamboleo por la doble penetración. - Sííííí
  • grité como loca -.

Volví a casa con una pinta deplorable. Tenía la cara llena de moretones y un ojo a la funerala. Casi no podía andar por la inflamación de mis partes. Maruja me abrió la puerta.

  • ¡Ay, virgencita!. Pero, ¿qué te han hecho esos cabrones?. ¡Qué te ha pasao hija! - - Me he corrido nueve veces. - Contesté feliz y exhausta -.

Como otras veces en mi vida, volvió a sonreírme la suerte. Mi relación con esos mafiosos del barrio chino de Barcelona fue de mal en peor. La sensación de peligro y el placer que me provocaban hizo que volviera a ellos varias veces. Participé en algunas sesiones de sexo en grupo, donde estaba bastante claro que me estaban prostituyendo. Habían decidido atraparme en sus redes y poco me faltó para empezar a drogarme. A Madame Lulú la conocí en una de aquellas noches de sexo. Experta en la materia y viéndome posibilidades hizo lo posible por retirarme de aquel ambiente. Regentaba una casa de putas de postín en el barrio de Sarriá. Me ofreció enseguida su protección e insistió en que debía de apartarme de inmediato de esos ambientes. Me ofreció trabajar con ella, pero yo renuncié. No me consideraba una puta barata. Pero llegamos a un estupendo acuerdo: ella, cuando yo se lo pidiera, me seleccionaría algún muchachote o algún señor, siempre que fueran limpios y buenos en la cama. Yo no estaba obligada a nada con ellos, pero si quería y me gustaban me los podría tirar. Ella partiría a medias conmigo el resultado de sus ganancias.

Tuve éxito de inmediato. Mis encuentros con los hombres eran tan ocasionales como yo quería; pero mi cotización iba en aumento. Nunca dejé de hacer de criada y cuando me apetecía algo más llamaba a Madame Lulú. Los ingresos complementarios los destiné a vivir más cómodamente y a no pasar apuros. La verdad que no me puedo quejar de mi vida a partir de ese momento. Algún día contaré aquellos años de puta cara: los momentos divertidos y también los peligrosos, aunque siempre protegida por Madame Lulú y sus esbirros. Pero eso es otra historia y tendría que pedir permiso a ciertos personajes influyentes para contarla.

Pasé más de veinte años compartiendo mi vida de criada con las salidas organizadas de Madame Lulú. Me había hecho ya a la idea de que iba a acabar el resto de mis días de aquella manera, cuando un domingo que fui al cine, descubrí en el nodo el anuncio de la reforma de un orfanato que había sido convento después de la Guerra Civil. Se llamaba San Elías.

PRÓXIMAMENTE

CAPITULO V: LA VUELTA AL ORFANATO