El Orfanato de San Elias (05: Espíritu Nacional)

El Orfanato de San Elias (05: Espíritu Nacional)...

Había pasado ya casi un año desde mi llegada a San Elías. Llegó mi decimocuarto cumpleaños como quien no quiere la cosa y se fue de la misma manera. Mi estancia en el orfanato se había convertido ya en algo normal y cotidiano. Los días transcurrían de manera divertida y, salvo por las miserias habituales, como la escasez de comida y de algún que otro artículo, el mundo había empezado a recobrar cierto atractivo y esperanza.

Retomé mi costumbre de espiar a los demás y, como era natural, centré mis atenciones en el profesor de la formación del espíritu nacional: Alberto. El ala oeste del convento, hasta la fecha medio abandonada, se había destinado como residencia provisional de los hombres. Allí era donde tenía improvisada la consulta el médico cuando se dignaba a hacernos alguna visita, allí se cambiaba de ropa y tenía destinada una celda el capellán cuando venía para la misa, y allí tenía acondicionada su habitación el único residente fijo del ala, Alberto.

Aquella tarde había acabado los deberes, y decidí acercarme a espiar un poco al profesor. Lo cierto es que andaba loca por ver un cuerpo de hombre desnudo. Apenas recordaba el del Señor Antonio y, la verdad, lo poco que recordaba no era para condenar a nadie por lujuria. Cuando me acercaba con sigilo a la habitación de Alberto, escuché unas voces.

No creas que son tan niñas, Alberto. Sin ir más lejos me consta que Anita hace tiempo que se masturba. Y, además, lo hace a diario.

¿Anita?. Esa tan guapa con ese cuerpazo. Pero ¿qué edad tiene?

Catorce recién cumplidos. Pero me parece que tiene experiencia. Y si no, pregúntaselo al médico.

Atisbé por la rendija de la puerta. ¡Sor Leocadia estaba con Alberto!. No llevaba hábito, más bien no llevaba casi nada. Tenía el cuerpo delgado y la piel pálida. Mientras hablaban Alberto le acariciaba distraídamente unas tetitas pequeñas y con pezones marrones. Él estaba desnudo, tenía una erección enorme que sor Leocadia se encargaba de mantener agarrándole el miembro con las dos manos y acariciándoselo suavemente.

Mira cómo me la estás poniendo, está a punto de reventar. Ya no puedo esperar más. Ven. Dijo Alberto, al tiempo que la agarraba por el pelo y obligándola a arrodillarse, le introducía el miembro en la boca -.

Me quedé boquiabierta contemplando ese cuerpo de hombre joven, musculoso y tenso por el placer que le ocasionaba la monjita que chupaba, ávidamente y sin parar, ese enorme pene que apenas le cabía en la boca. Alberto con los ojos cerrados y agarrándola por el pelo, la forzaba moviéndole la cabeza a que chupara más rápido. Alberto abrió los ojos y me vio observarle por la rendija de la puerta...

Mmmm. ¿Te gusta lo que ves?. ¿La tengo grande, verdad?. Dijo mirándome fijamente con los ojos entreabiertos, sin articular bien las palabras por el gusto que le estaba dando esa estupenda mamada.

Fihhh intentó contestar sor Leocadia, imaginando que hablaba con ella.

Te excita esto, guarra. Claro, te pone cachonda. Tócate el coño, hazte una paja que yo te vea. Decía mirándome totalmente traspuesto y a punto de correrse.

Yo estaba excitada y no sabía qué hacer. Llevé mi mano al pubis y apreté fuertemente por encima de la tela de la falda. Sor Leocadia, a todo esto, había iniciado una furibunda masturbación mientras seguía chupando incansablemente el pene de Alberto, disfrutando de la situación y pensando que todo eso iba por ella. Alberto soltando un grito ahogado se corrió dentro de la boca de la monja. El semen chorreaba por las comisuras de su boca, mientras él se convulsionaba disfrutando con el orgasmo y sin dejar de mirarme. Sor Leocadia siguió masturbándose mientras que yo, asustada, salí corriendo abandonando ese lugar.

Al día siguiente nos levantamos envueltos en una fuerte tormenta, lo cual desaconsejaba que saliéramos al patio para realizar los oportunos cantos y lecciones de la formación del espíritu nacional. Las niñas nos apretujamos en la única sala en la que podíamos caber todas y empezó una nueva lección con canciones incluidas. Yo, después de lo del día anterior, no me atrevía a mirar a la cara del profesor. La tormenta no cesaba en el exterior y el día estaba tan encapotado que había hecho falta encender la única bombilla de la estancia. Las niñas, aleccionadas por Alberto, cantábamos a grito pelado todo el repertorio de canciones fascistas que sabíamos intentando, de esta manera, acallar el estruendo creciente de rayos y relámpagos. Después de un fuerte trueno hubo un corte de electricidad. La estancia quedó en penumbra. Los chillidos histéricos de las niñas llenaron la sala.

Calma. No pasa nada. Sólo es un apagón. Vamos a seguir cantando y ya veréis como pronto vuelve la luz.

Seguimos cantando a oscuras. Noté que Alberto se acercaba a mí por la espalda. Cuando estuvo detrás de mí posó sus manos en mis hombros. Yo seguía cantando con las demás mientras un escalofrío recorría mi espina dorsal. Sus manos bajaron recorriendo suavemente mi cuerpo hasta que llegaron a la cintura, donde se detuvieron notando el inicio de la rotundidad de mis caderas. Siguieron hacia abajo levantándome la falda y, escurriéndose por debajo de mis bragas, me palparon a conciencia el trasero. Cerré los ojos intentando no desafinar y le dejé hacer. Después de que hubiera disfrutado un rato con mi culo, sacó las manos y subiéndolas por la parte delantera de mi cuerpo intentó aferrar mis tetas. Desconcertado por su gran tamaño, ya que el vestido que me hacían llevar las monjas nos me hacía mucha justicia, se contentó con aplastarlas atrayéndome hacia él. Noté el enorme bulto de su paquete alojándose entre mis nalgas. Mientras me oprimía los pechos, le froté levemente con mi trasero. Mi voz empezaba a flaquear ahogada por la excitación, cuando la luz vino de repente y me soltó de su abrazo.

Bien, chicas. La clase ha terminado por hoy. Todo el mundo a sus obligaciones. Dijo entrecortadamente mientras se dirigía a la puerta con velocidad, supongo que para ocultar su erección -. No me dirigió ni una mirada.

Las niñas de San Elías nos lavábamos como podíamos en un pequeño lavadero de la habitación común. Cada semana nos lavábamos completamente en las duchas comunitarias que se habían construido al efecto en un barracón aparte, a unos metros del edificio principal. Normalmente siempre lo hacíamos acompañadas de alguna monja que cuidaba las buenas maneras. A las pequeñas se les solía permitir ducharse desnudas. Las más mayores lo debíamos hacer cubiertas. Ni que decir tiene que a mí, desde el primer día, me obligaron a hacerlo tapada con una especie de camisón. Eso no impedía al resto de las chicas fijarse en mis opulentas formas y hacer algún que otro comentario malicioso. Yo intentaba no hacerles caso.

Aquella era una tarde calurosa. Yo estaba sudorosa por el calor y por la excitación que me había provocado el manoseo del profesor. Sabía que, en algunas ocasiones especiales, se permitía que alguien se duchara a solas. No lo había intentado nunca. Pero aquella tarde no podía más. Tenía que enfriarme de alguna manera. Cuando observé a sor Leocadia paseando por el patio creí que era mi oportunidad. Me acerqué a ella y le pedí por favor que me permitiera ducharme a solas. Asintió sin más problemas y con una sonrisa pícara. Me lancé veloz a la habitación para recoger mi toalla y la pastilla de jabón. Cuando salí con mis útiles de limpieza y crucé el jardín para dirigirme a las duchas, observé que sor Leocadia, como era ya habitual en los últimos tiempos, cuchicheaba con Alberto.

El barracón de las duchas consistía en un alojamiento con cuatro duchas, una a continuación de otra, sin ningún tipo de separación entre ellas, ni cortina que cubriera nada. Era la norma de las monjas. De esta manera, podían observarnos mientras nos duchábamos, evitando de esta manera, que cometiéramos algún tipo de acto impuro mientras nos limpiábamos bajo el agua. Una caldera estaba en un extremo de la estancia. Servía a la vez para calentar el agua y para caldear el ambiente en invierno, ahora en verano estaba apagada. En el centro de la estancia había un largo banco que usábamos para dejar la ropa. Nunca había estado sola en aquel lugar. Pulsé el interruptor de la luz, ya que el cobertizo no tenía ventanas para preservarlo de miradas indiscretas. Me acerqué al banco y me desnudé completamente. No tenía sentido andar con remilgos ya que no había monjas cerca. Me coloqué debajo de una ducha y dejé que el chorro de agua fría me recorriera el cuerpo. Tras la primera impresión, empecé a disfrutar de la ducha y froté todo mi cuerpo con el vasto jabón que nos ofrecían en el convento. Las calenturas que tenía hasta ese momento fueron desapareciendo gradualmente, dejándome en un estado de dulce relajamiento. Volví a colocarme bajo el chorro de agua fría y me quité el jabón, mis pezones se endurecieron y aumentaron espectacularmente de tamaño, apreté uno de ellos con fuerza, sintiendo una oleada de placer. Decidí que no convenía abusar, ya que en cualquier momento podía aparecer una monja, y salí de la ducha acercándome al banco para secarme con la toalla. Estaba de espaldas a la puerta y me secaba mis largos rizos negros con movimientos rotatorios de la toalla. Noté una corriente fría que venía de la puerta y un ruido de llave que se cerraba. Me giré asustada y no pude contener un grito de sorpresa. En la puerta, cerrada ahora con cerrojo, estaba Alberto mirando extasiado mis desnudeces. Me tapé rápidamente todo lo que pude con la toalla y me quedé allá de pie chorreando agua por todo el cuerpo. Se acercó despacio sin dejar de mirarme lujuriosamente, hasta que se plantó delante de mí.

Estás preciosa con el cabello mojado y esa mirada inocente. ¿Sabes que me gustas mucho?.

Acercó su mano a mi pelo y acariciándome la nuca me acercó a él, besándome con firmeza en los labios. Yo no sabía responder a los besos, pero me entregué todo lo que pude. Cuando nos retiramos observé en su mirada un deseo que no había visto antes. Mis experiencias de fisgona, mis masturbaciones con el cura y la revisión médica del doctor, no me habían transmitido en ningún momento esa imagen ardiente de deseo que veía ahora en los ojos de Alberto.

Déjame verte entera, por favor.

Excitada y temblorosa dejé caer la toalla al suelo, orgullosa de mostrarle todo lo que tenía.

Maravillosa. Extiende los brazos y date la vuelta que te vea bien. Yo obedecí gustosa, mientras el se aproximaba por mi espalda y levantaba las manos para acariciarme los pechos.

Esto sí que son tetas de verdad. Son gordas y deben de estar buenísimas. Me giró y aplicó su boca a uno de mis pezones succionando golosamente, cerré los ojos extasiada de placer -.

Me hizo sentar en el banco, desnuda ante él. Empezó a quitarse la ropa quedándose sólo en calzoncillos, deformados por el tamaño de su paquete.

Ábrete de piernas. Quiero verte el conejito.

Yo obedecí. Pero ya estaba demasiado excitada, el vapor que envolvía el barracón y la visión de ese hombre casi desnudo, hicieron que, abriendo las piernas ante él, me frotara nerviosamente el clítoris, deseando acallar de esa manera la necesidad imperiosa que tenía. Él embobado, me miraba, hasta que reaccionó.

Mira dijo quitándose los calzoncillos, colocando ante mi cara un pene grande y erecto, y empezando a masturbarse.

Dejé de tocarme y observé embelesada el enorme pene. El glande había aumentado considerablemente de tamaño. Él seguía tocándoselo haciéndolo aumentar todavía más, disfrutando de mi sorpresa.

¿Está bueno? Susurró, cuando me lo introdujo en la boca y empezó a moverlo rítmicamente dentro de ella -.

Cuando empecé a saborearlo, descubrí que me gustaba mamar esa enorme verga. Cerré los labios entorno a ella. Recordé anteriores mamadas que había visto, agarré el miembro con mis dos manos y chupé ansiosamente. El sorprendido por mi reacción sopló fuertemente y se puso tenso para evitar correrse tan pronto, retirándola de mi boca.

Joder. Qué bien. ¿Es la primera vez que la chupas?. Asentí tímidamente

¿Eres también, virgen? Volví asentir

Pues esto no lo podemos dejar así. Ven aquí, encanto. Ahora me toca a mí.

Alberto me hizo levantar sentándose él en el banco. Su pene seguía enhiesto y desafiante. Me aferró por el culo e introdujo su lengua en mi vagina, lamiéndome el clítoris. Yo suspiré y empecé a gemir, disfrutando de lo que me hacía. Su lengua estaba húmeda y caliente y era más suave que mis dedos. Siguió lamiéndome el clítoris que iba aumentando de tamaño, hasta que consiguió aprisionarlo con los labios y pudo chupar de él ruidosamente. Yo me estremecía aferrándole la cabeza y pidiéndole que siguiera más deprisa. Me corrí y le llené la boca de flujos. Él disminuyó la frecuencia de sus chupadas haciéndoles más dulces y suaves. Casi no me aguantaba de pie. Movía mi cuerpo ahora lentamente y compasado con su boca, hasta que volví a gemir de nuevo, notando que me venía otra vez. Retiró entonces la boca, sintiéndome a punto y totalmente lubricada, y echando el cuerpo hacia atrás me mostró su verga henchida a reventar.

Ven aquí que vamos a follar.

Llena de deseo me subí encima de él sin saber muy bien que hacer. Tenía toda la entrepierna llena de flujos vaginales. Sin dejar que me sentara del todo encima de él, buscó el camino con unos de sus dedos. Me estremecí con la sensación de notar ese dedo en mi interior. Luego agarrándose el miembro con una mano hizo que poco a poco me lo fuera introduciendo. Era una agradable sensación hasta que noté que algo no iba bien y que no podía seguir. Me dolía. Me miró maliciosamente y, apartándome las manos de sus hombros en los que me apoyaba, hizo que cayera encima de él y, con un movimiento brusco de pelvis, me ensartó brutalmente. Grité porque un dolor me recorrió de arriba abajo. Tenía ese enorme trozo de carne desgarrándome las entrañas y no pude hacer otra cosa que empezar a llorar.

Ya está, ya está. Ya tienes mi polla toda dentro. Muévete, puta. Fóllame dijo con tono amenazante -.

Obedecí asustada ensartándome una y otra vez en aquella enorme polla.

Poco a poco el dolor fue desapareciendo. Animada con los gritos y los insultos lujuriosos de Alberto, fui cabalgándole cada vez más deprisa, notando como un calor subía por mi vagina, que se adaptaba cada vez mejor a esa verga que notaba en mi interior.

Así, así, puta. ¿Te gusta follar, eh?

Sí, sí, - grité yo, ahora enfurecida y a punto de desmayarme de placer mientras saltaba furiosamente encima de él, clavándomela hasta el fondo de mi vagina, y deseando que no se acabara nunca.

Córrete, córrete, que yo ya no puedo más.

Un chorro de calor explotó en mi interior, cuando él se corrió convulsamente. Yo no dejaba de moverme y me corrí al ritmo de las palpitaciones de esa polla en mi interior, que había inundado, por primera vez, de semen mi vagina.

Los dos años que siguieron a la primera vez que follé con Alberto en la ducha, fueron simplemente más de lo mismo. Él me insultaba, me llamaba puta cuando lo hacíamos y me follaba una y otra vez. También me dio por el culo muchas veces, y me enseñó a chupársela como una fulana y después tragarme toda su leche. Aprendí de él a hablar como una furcia. A mí todo me estaba bien. Disfrutaba como una loca del sexo y me avenía feliz a lo que quisiera. Alguna vez lo hicimos con sor Leocadia, porque a Alberto le apetecía hacer un trío. Ella ya no era feliz porque él me prefería a mí. La verdad es que lo volvía loco, sobre todo cuando me daba por el culo, porque ella nunca había disfrutado de eso, y a mí me gustaba. Nunca podré hablar mal de sor Leocadia, porque me ayudó todo lo que pudo. A ella le debo probablemente el no haberme quedado embarazada, porque me daba a beber unos polvos y hacía que me lavara la vagina con unos líquidos especiales, después de haberlo hecho con Alberto. A eso y a mi buena suerte, porque ella sí se quedó embarazada y tuvo que abandonar el convento.

Para mí, el sexo con Alberto se había convertido más en una costumbre necesaria que en otra cosa. El único aliciente que tenían nuestros encuentros era que nos debíamos ocultar de la vista de las hermanas. Pero con el paso del tiempo nos volvimos cada vez más imprudentes. No encuentro palabras para describir la expresión de la monja que nos descubrió en la capilla. Alberto se había empeñado en que metiera la cabeza por la ventana del confesionario mientras él me daba por el culo salvajemente. Mis gruñidos de placer debían de producir eco dentro del confesionario y una monja alarmada vino a ver que pasaba. Su expresión de horror fue espeluznante cuando observó la situación. Alberto aunque estaba a punto de correrse la había sacado de mi culo. La monja observó atónita la gran polla de Alberto. Yo saqué la cabeza del confesionario y no puede contener mi expresión de lascivia, ni los espasmos que me produjeron el orgasmo que me acababa de venir, y que no puede parar a tiempo.

Aquella tarde la superiora me llamó a su despacho. Estuvo mirándome fijamente por un tiempo con una mezcla de cariño y de lástima. A través de los cristales del ventanuco de la humilde habitación pude contemplar un lánguido atardecer, estropeado por la silueta de tres hombres que se encaminaban hacia el pueblo. Uno de ellos llevaba las manos esposadas a la espalda y estaba flanqueado por una pareja de guardia civiles. Lo sentía por Alberto.

Tienes ya dieciséis años y no puedo autorizar más tu estancia en el orfanato. Me he puesto en contacto con nuestro convento en Barcelona y te hemos encontrado una colocación. Te esperan en dos días. Espero que tu comportamiento cambie a partir de ahora y que no tengamos que avergonzarnos más de ti. Ten por sentado que no te olvidaremos nunca. Ve con Dios hija mía.

PRÓXIMAMENTE

CAPITULO VI: SIRVIENDO EN BARCELONA