El olor de papá (6)
Papá y yo en casa como animales. Lefa, pelos, amor incestuoso y el misterio de los calzoncillos desaparecidos.
He dado muchas vueltas al significado del orden de los pasos que papá dio aquella tarde en la que, de pronto, dejamos de ser el padre y el hijo de siempre y nos convertimos en lo que somos ahora. Al hacerlo, pienso también en los sentimientos reprimidos en el seno de tantas familias y me invade la frustración y la lástima porque conozco la angustia y el ansia de ver pasar los años consumido por el deseo que no se puede expresar. He aprendido a reconocer esos rasgos en los rostros de otras personas, y es muy frecuente: todos hemos visto por la calle a padres que miran con deseo el culo de sus hijos y a hijos que aprovechan el abrazo que dan a sus padres para pegarse un poco más de lo debido.
Recuerdo una ocasión en la que, en un en avión, me senté al lado de un padre que viajaba con su hijo, ambos guapísimos, ambos casados con mujeres. El padre, de unos cuarenta años, acompañaba a su hijo a firmar unos papeles de la compra de un piso al que el hijo, recién casado, se mudaba para empezar una nueva vida. Me enseñaron las fotos de las esposas y hablamos de otros asuntos sin importancia. Al rato, el hijo se empezó a adormilar y apoyó la cabeza en el hombro del padre.
-Me duermo, papá -dijo.
Y entones le dio un beso en la mejilla al padre, un beso un poquito más lento de lo normal, ligeramente más íntimo, y se quedó dormido. El cuerpo del padre, junto al mío, se electrizó. Noté sin ninguna duda una corriente salvaje de deseo que le atravesaba. Le miré la cara y vi la frustración, la rigidez y la tristeza del instinto reprimido.
Padres, os lo digo desde la experiencia: besad mucho a vuestros hijos, abrazadlos con fuerza y frecuencia, tumbaos a su lado para ver una película en el sofá, hacedles cosquillas, tontead con ellos, dadles palmadas en el culo en broma, elogiad su aspecto cuando estén en bañador o calzoncillos… si ellos os desean, sabrán aprovechar la oportunidad antes o después. Y si no os desean, serán felices por tener un padre cariñoso del que no sospecharán nada.
Hijos, os lo digo desde la misma experiencia: reclamad el cariño de vuestros padres y dadles oportunidad de compartir mucha intimidad con ellos. Hacedlo sin darle importancia hasta que sea la norma de vuestra relación: pedidles que os den masaje si os duele la espalda, preparadles el desayuno cuando mamá no esté y llevádselo a la cama, hablad con ellos mientras os ducháis y os secáis delante de ellos, dadles un abrazo cuando estéis sin camiseta.
Padres, hijos: para vosotros escribo este relato.
Bien, pero ¿qué pasó aquella tarde entre papá y yo, y por qué pienso tanto en el orden de los acontecimientos? Porque sé que mi padre quería decirme cosas que no se atrevía a expresar con palabras.
La noche anterior se había corrido en mi cara, sí, pero había sido un acto furtivo, en la oscuridad, que podríamos haber dejado pasar si no hubiera tenido continuación. Pero yo ya estaba marcado por él. Me había elegido como su cachorro y me había cubierto con la leche de sus huevos, estableciendo así las normas de nuestra nueva vida, como si fuéramos una tribu o una manada.
Al entrar en casa la tarde de la que estoy hablando, las cosas fueron más complejas. Papá me besó, me abrazó como a un igual y me ofreció su culazo peludo para que me lo comiera. Entiendo que quería decirme que, aunque él era el padre y tomaría la iniciativa siempre, estábamos más allá de los roles en los que uno da y el otro ofrece. A mi padre le gusta que le den por el culo tanto como a mí.
Llamó por teléfono a mi madre mientras yo le comía el culo. La fuerza de la frase, al escribirla, me hincha la polla porque ese gesto fue, para mí, definitivo: papá me estaba diciendo que le excitaba la perversión y que me iba a llevar de la mano hasta el límite.
¿O tal vez más allá? En la nueva dinámica familiar que se abría como se abría el culo de mi padre con la presión de mi lengua, ¿hasta dónde llegaríamos? Papá se había quitado el anillo de bodas y me lo había metido en la boca, donde acababa de correrse. Nos habíamos morreado pasándonoslo de una boca a la otra. A efectos simbólicos, era nuestra ceremonia de boda.
Me levantó del suelo como si fuera un muñeco sin huesos y me quitó las bermudas de un movimiento rápido. Yo acababa de tragarme su lefa y el efecto había sido de hipnosis. Estaba ido. Podría haberme corrido en ese mismo instante sin tocarme. Nos miramos a los ojos, yo asentí y él asintió.
¿A qué? A todo. La expresión de su rostro era nueva para mí. Estaba poseído. Me taladraba. Pensé que ni siquiera mi madre le habría visto así nunca.
Me metió un brazo entre las piernas y me levantó del suelo. Con el otro me abrazó y me pegó contra su cuerpo. Yo me apreté mucho contra él y me agarré a sus hombros. Los dos sudábamos. Mi polla, durísima, chorreando, estaba pegada a su barriga, y mi cara contra su barba. No creía que mi padre fuera tan fuerte como para llevarme en vilo, pero dio varios pasos en dirección a su dormitorio como si yo no pesara nada.
A horcajadas sentado en su antebrazo, con las piernas colgando, a cada paso sentía la presión en el ojete y los huevos, aplastados. Y mi capullo húmedo, baboso, contra los pelos de su barriga.
-Papá, que peso mucho -dije, deseando justamente lo contrario: que el abrazo no terminara nunca.
Mi padre se rió y me apretó contra la pared del pasillo. Noté la fuerza de su cuerpo queriendo estrujarme, y su risa, y mi polla a mil, entre los dos, aplastada, latiendo.
-Hijo, te he llevado en brazos muchas veces.
No hizo falta más. En ese momento y con ese comentario, sin control y sin ningún movimiento, sentí que me estaba corriendo contra su cuerpo. Papá, al notarlo, empezó a morrearme, a meterme la lengua, a lamerme los labios como si fuera un perro.
Estaba desatado y temblaba. Me lamía la cara y se apretaba contra mí. Yo me corrí muchísimo, espasmo tras espasmo. No tocaba el suelo y las piernas se sacudían en el aire. Papá gruñía de felicidad y me mordisqueaba el cuello.
-Te voy a hacer de todo, hijo, de todo, de todo...
Me separó de la pared y, sin bajarme al suelo, me llevó en brazos hasta su dormitorio. Me tumbó en la cama. Yo pensé en todas las noches en las que, desde mi habitación, oía los gemidos, casi los bramidos de papa follando a mamá exactamente en el sitio donde, ahora, me estaba comiendo la boca, el cuello, los hombros.
-Espera -dijo, y se levantó. Salió de la habitación.
Desnudo en la cama, boca arriba, listo para todo, noté que me volvía a empalmar. Respiraba el olor de papá pegado a mi piel.
Volvió con un vaso de agua en la mano, lo dejó en la mesilla y se tumbó a mi lado. Se giró hacia mí y me miró con mucha atención. Me acarició la barba, me pasó un dedo por los labios y por el cuello.
-Tengo una sorpresa -dijo.
Abrió el cajón de la mesilla, rebuscó y sacó dos pastillas. Me las metió en la boca y me dio a beber agua. No le pregunté qué eran, por supuesto. A esas alturas, mi entrega era total.
-Me gusta esta sorpresa, papá -dije, y le besé otra vez.
Imaginé que las pastillas eran para dormir y que quería abusar de mí estando inconsciente, y la idea me recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica. Pensar en que despertaría al día siguiente sin saber exactamente qué había hecho papá conmigo me volvía loco. Pensar en qué papá iba a usarme para su propio placer, sin límites, sin contar con mi voluntad, sin preocuparse de nada más que dar gusto a su polla me pareció la prueba de entrega total que siempre había querido darle. Soy su hijo. Suyo.
-Esa no es la sorpresa, hijo.
Y sacó del cajón unos slips pequeños con estampado de Spiderman. Me pesaba todo. Parpadeé y quise moverme, pero la reacción de mi cuerpo era más lenta que la de mi mente. Reconocí los calzoncillos. Mis calzoncillos favoritos durante años.
-Ay, papá -dije.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
-¿Son esos? -alcancé a decir. Ya casi no podía mover más que la boca, y con dificultad.
Mi padre asintió lentamente mientras me acariciaba. A lo largo de muchos años, hubo una broma en mi familia. Mis calzoncillos favoritos, con los colores y el dibujo de la tela de araña de Spiderman, se perdían y desaparecían durante meses, y luego reaparecían, de pronto, en una mochila, en el coche, en un neceser que llevábamos de vacaciones o en una percha cuando nadie lo esperaba. Un día, me olvidé de ellos.
Pero papá no.
Me levantó las piernas. Yo quería hablar y decirle que los calzoncillos eran pequeños, que no me iban a entrar, que ya no me valían, pero papá consiguió ponérmelos más o menos. La polla y los huevos quedaban fuera, claro, y toda la tela de la parte de atrás se me metía por la raja del culo. Papá me los subió mucho, hasta la cintura, forzando la tela. Era obsceno, era molesto, era maravilloso.
Papá me puso boca abajo. Yo quería mantenerme despierto e intentaba pensar, pero el sueño ya me había paralizado el cuerpo, que mi padre estaba manipulando a su antojo. Me separó las piernas. El calzoncillo se me clavaba por todas partes. Noté sus dedos palpándome la raja del culo, buscando mi ojete. Noté que me metía uno, dos o tres dedos de un golpe, con decisión, y hurgaba. Noté que mi cuerpo no reaccionaba. Me quedaban segundos para dormirme del todo. Me puso la rodilla en la espalda. Noté su peso. Sus movimientos eran más bruscos, casi violentos, al manipularme.
El último pensamiento que me pasó por la cabeza fue que papá le había dicho a mamá por teléfono que yo iba a volver a Madrid el día siguiente. Hoy es viernes, pensé, y mañana sábado. No vuelvo a Madrid hasta el lunes y papá lo sabe.
¿Por que le había dicho eso a mi madre?
Me rompió los calzoncillos de un tirón. Sus dedos hurgando con ansia en mi ojete es lo último que recuerdo.