El olor de papá (4)

Leche de padre, leche de hijo y un paseo por Sevilla. Continuación de la historia con papá.

Y así fue como me vi, en algún momento de la noche previa a la Fiesta Nacional del 12 de octubre, en la cama de mi habitación de adolescente, con media cara cubierta por la corrida de mi padre, que cerró la puerta y desapareció sigilosamente, tal y como había entrado.

Empecé a gemir de excitación y a revolverme, agitado de puro deseo salvaje. Me sentía como un animal marcado, dominado, y el calor y la viscosidad del semen de mi padre en mi piel eran las sensacionales más brutales que había experimentado en mi vida. Oí mis jadeos como si salieran del cuerpo de otro mientras recogía con los dedos el semen de papa de mi cara y mi barba y me lo metía en la boca. Necesitaba tragarlo todo. Estaba ansioso. Pensaba que era la leche que había salido de los huevos de papá, del sitio exacto de donde yo había salido, y gimoteaba de deseo. Esa lefa era lo más íntimo que papá me podía dar, era mi ADN, eran mis hermanos, era un poco yo. A esa lefa que yo rebañaba y lamía de mis dedos debía yo la vida. Gracias a la polla de papá yo había nacido, y en ese momento, después de años de espera, su semen entraba de nuevo en mí.

Mi padre tuvo que oírme desde su cama, seguro. Yo estaba en una especie de trance. Intenté calmarme y esperar un poco antes de correrme para disfrutar de la sensación de tirantez en la piel al secarse los restos de semen que quedaban, pero no pude. Con una mano me agarré los huevos, con la otra la polla, batí cuatro o cinco veces y me corrí encima de la tripa. Con la mano lo recogí y me lo tragué, por supuesto. Tenía hambre de mi semen y del semen de mi padre, que se estaban mezclando en el estómago.

Papá me había pringado los párpados, y yo tenía las pestañas de un ojo completamente pegadas por el semen, que ya estaba casi seco. Al respirar, solo olía a lefa y saliva. Me empezó a escocer y tirar la piel de la mejilla y la frente.

Me sentí muy cerdo y me encantó. Mi padre había revelado que podía ser un cabrón, que le gustaba jugar conmigo y que atendía a su placer únicamente. Había entrado en mi habitación sin decir una palabra, sin pedir permiso, dando por hecho que yo era suyo, se había pajeado y se había corrido en mi cara.

Eso es un buen padre.

Podría haber ido a lavarme pero me excitaba no poder abrir el ojo, la verdad, y sentirme manchado y usado. Y así, confuso y feliz, intrigado y exhausto, di una patada a las sábanas para quedarme completamente expuesto, y me quedé dormido. Si mi padre volvía, que se sirviera a su gusto. Yo soy suyo.

A la mañana siguiente, papá abrió la puerta de mi habitación sin llamar, entró deprisa, abrió las cortinas y la ventana y salió de nuevo hacia la cocina, desde donde, haciendo ruido de platos, gritó muy alegre que había comprado churros para desayunar y que ya era hora de ponernos en marcha. No debió de tardar más de diez segundos en total, mientras yo, en pelotas en la cama y con la polla durísima, intentaba entender algo de lo que estaba pasando.

¿Churros? ¿Ponernos en marcha? ¿Mi padre había pasado a mi lado sin tocarme, sin tumbarse a mi lado, sin decirme que había disfrutado mucho de hacerse una paja en mi cara?

Menos mal que soy mentalmente muy fuerte y flexible, porque me esperaba un fin de semana que habría puesto al límite a cualquiera.

Sin vestirme y con la polla dura, fui al baño andando despacio, medio remoloneando, con ganas de tonteo, apoyándome un poco en la pared aquí y allá para dar tiempo a mi padre a que viniera a por mí, pero él siguió en la cocina, a lo suyo, con la radio puesta. Entré en el baño, dejé la puerta abierta y me agaché a lavarme la cara, separando las piernas mucho. Quería que papa entrara y me viera así, ofreciéndole el culo, expuesto para él. Tengo un buen culo, peludo y redondo, y había sudado mucho. Todo mi cuerpo olía a macho, a babas y semen. Pero sobre todo, soy su hijo, pensé. No podría resistirse a ese morbo, a esa perversión. Esperé un poco más. La diferencia de temperatura entre mi cuerpo desnudo y el aire alrededor me dio un escalofrío. Ven, papá, ven a follarme. Ven y métemela ya, papá. Eso pensé, como si pudiera atraerlo con la mente.

Pero al lavarme la cara, de repente, entendí que eso no iba a pasar y que mi padre y yo, ahora que había amanecido, volvíamos a estar en el mismo punto del día anterior, como si nada hubiera sucedido.

Así es el incesto, o así, al menos, era el nuestro. Secreto a la luz del día, incluso para nosotros. Yo llevaba tantos años sintiendo en silencio deseo animal y obsesivo por mi padre que era un experto en mantener las apariencias y contentarme con migajas con las que alimentar mi imaginación sin pedir nada. Me envolví en una toalla, fui a mi habitación y me puse un pantalón y una camiseta.

Le pregunté a mi padre por qué había comprado churros. Nunca desayunábamos así en casa, que yo recordara.

-¿Cómo que no, hijo? Si a mí me encantan los churros desde siempre. Y han puesto al lado de la parada del bus un despacho y a veces compro cuando vuelvo de correr.

-Pero, ¿desde cuándo estás yendo a correr? -le pregunté.

No entendía nada de la situación, pero una especie de instinto me hizo ver que debía seguir las reglas que mi padre iba marcando. No me lanzó ni una mirada de complicidad durante todo el desayuno, ni hizo ningún gesto que nos diera a pie a hablar de la noche anterior. Yo tenía la mitad de la cara roja, todavía irritada, pero él me habló con absoluta normalidad, tan simpático y hablador como siempre. Me contó cómo estaba cambiando el transporte público en Sevilla, me habló de nutrición, me preguntó mucho por mi trabajo y me puso al día de cosas que había estado leyendo. Cuando había un silencio, no era tenso ni forzado.

El autocontrol que mi padre mostró era, como el mío, absoluto. Por un momento llegué a pensar que se había levantado sonámbulo y no era responsable de sus acciones, pero no podía creerlo ni aunque quisiera convencerme de ello. En curioso cómo, en una situación como aquella, casi delirante, todavía se conserva cierta lógica.

Tenía la polla dura, durísima. Mi padre movía las manos en el aire al hablar y yo pensaba que había chupado esos dedos hacía unas pocas horas. Cuando se lamía los labios o tragaba, yo le imaginaba abriendo la boca para tragarse mi polla. Entendí que la vergüenza o el arrepentimiento debían de estar pesándole mucho, y quise poder consolarle y decirle que yo le deseaba desde que tenía uso de razón, pero había un muro.

Aunque, la verdad, lo que yo más quería era bajar al suelo, ponerme a cuatro patas y hacerle una mamada debajo de la mesa mientras él seguía desayunando. Quería esa intimidad con él. Quería que él me dijera que podía abrir mi regalo ya, y bajarle la bragueta, sacarle la polla y los huevos y empezar a lamer, a mamar suavemente, babeando mucho, dándole gusto. Papá cerraba las piernas para sujetarme la cabeza entre sus muslos, impidiendo que me moviera, y yo seguía mamando mientras él continuaba con su café, sus churros o un crucigrama. Quería que esa fuera nuestra rutina y nuestra vida. Quería poder decirle a papá que sólo con chasquear los dedos yo estaría de rodillas con la boca abierta para que me follara la boca y descargara, siempre, en todo momento. Quería sentir su mano en la cabeza por debajo de la mesa, y que, al terminar, me diera un trozo de galleta. Quería lamerle la mano, agradecido. Quería meterme sus huevos en la boca durante un rato muy largo y acariciarle la tripa peluda.

-¿Te duchas? -me dijo-, pero no tardes mucho, que te espero fuera. Vamos a dar una vuelta y comemos algo por ahí, ¿no?

-Claro, claro, papá -dije.

El incesto hace que la palabra “papá” suene distinta. Me he oído a mí mismo en sueños miles de veces diciendo “fóllame, papá”, “abre el culo, papá”, "traga, papá”, “lléname, papá”, “córrete dentro, papá”.

-Pues te espero en el porche. Creo que no me voy a coger ni una chaqueta, que hace muy bueno -dijo.

Recogí un poco el desayuno, pero no fui inmediatamente a la ducha sino al dormitorio de mis padres. La cama estaba deshecha y más revuelta por el lado izquierdo, donde dormía papá. En su mesilla había una bola de pañuelos de papel. Me quité la ropa y me metí en su cama, ocupando el espacio donde mi padre había dormido. Olía vagamente a su cuerpo, e inmediatamente ese olor me dio felicidad y me puso muy cerdo. Froté la polla contra las sábanas todo lo que pude, exactamente como un animal, imaginando que podría comunicarme así con mi padre, de bestia a bestia. Me puse su almohada entre las piernas y aspiré ese olor, loco de pensar que estaba desnudo en la cama de matrimonio de mis padres, con todo lo que eso simbolizaba. Me puse a cuatro patas encima de la almohada y me pajeé con furia. Me corrí donde papá ponía la cara, la boca, la barba, y dejé la almohada allí, encima de la cama. Las sábanas eran blancas y las manchas de semen se secarían en dos o tres horas.

En ningún caso mi padre se atrevería a sacar el tema si le parecía que la tela de la almohada tenía cierta rigidez aquí y allá cuando se acostara esa noche. De eso estaba seguro.

Me duché, me vestí y salí al porche. Mi padre me dijo que había pensado que podíamos ir hacia el centro dando un paseo a lo largo del río, pero sin prisa, que teníamos tiempo. Yo tenía pensado quedar con amigos en algún momento del puente, pero no urgía. Cualquier plan con mi padre me parecía mejor.

A menos de tres minutos de casa, nos encontramos de frente con Reyes, una vecina con la que mis padres se llevaban muy bien.

-¡Pero si estás igual que tu padre! Venía desde lejos pensándolo. Igual, igual. Exactos. La forma de andar, todo... bueno, me he quedado helada. No sabía quién era uno y quién era el otro. Pero idénticos, idénticos, ya te digo.

Buff. Cosas así me hinchaban la polla. Papá se puso a mi lado, muy pegado, hombro con hombro. Éramos de la misma estatura, y es cierto que había cierto parecido entre nosotros.

-Jajaja -se rió mi padre-, tampoco tanto, Reyes, que el chaval es el guapo, está claro. Es que al niño le tratan bien en Madrid.

-Es que está contento de venir, eso es -dijo la vecina.

Hablaron un poco de mi madre y de mi tía. Yo le mande mensajes mentales a mi padre. Llámame chaval, le dije con la imaginación. Llámame niño y dame por el culo. Párteme, rómpeme.

Tardamos casi una hora y media en llegar al centro. Hacía uno de esos días de otoño en los que la temperatura es perfecta, la luz suave y el tiempo parece discurrir más lento. Nos sentamos en una terraza, tomamos unas cervezas y picamos algo. Papá compró el periódico y estuvimos un rato tranquilos después de comer, yo con el móvil y él leyendo las noticias, que comentábamos por encima. Llevaba unos pantalones claros, de pinzas, un polo azul oscuro y unas zapatillas de deporte.

Pensé que, desde fuera, podríamos parecer padre e hijo, pero también una pareja de novios de otra provincia pasando el puente en Sevilla, y la idea me estuvo rondando por la cabeza. Tal vez mi padre estaba también, en secreto, disfrutando de esa posibilidad. Desde luego, estaba contento. De vez en cuando alargaba la mano y me tocaba el antebrazo para hablar. Por debajo de la mesa, alargó las piernas y apoyó uno de sus tobillos contra el mío. Yo no me moví, por supuesto. Me subían olas de excitación por el cuerpo con cada contacto físico, por pequeño que fuera, por casual que pareciera.

Creo que en ese momento mi padre ya había decidido y planeado todo lo que iba a suceder después. Tal vez hasta ese momento mi padre podría haber dado marcha atrás, pero en esa terraza lo vi ya como un hombre que cogía fuerzas para dar un paso adelante. Me excita pensar que algo en la idea de parecer una pareja de novios de distintas edades le excitó a él también, y eso explicaría lo que hizo justo después.

-¿Sabes lo que he querido hacer contigo desde hace mucho tiempo, hijo? Quiero que nos den un paseo en un coche de caballos. Ven, vamos.

Al ponerse de pie, en un gesto decidido y rápido, se agarró el cinturón con una mano y con la otra se bajó la cremallera de la bragueta. Miró al frente inmediatamente para evitar que nuestras miradas se cruzaran, y nos pusimos a caminar en dirección a los coches de caballos. Me pasó la mano por los hombros, me apretó como se agarra a un colega, con una sacudida suave, y me dijo:

-¡Qué bien, eh! ¿Estás contento?

Yo habría querido agarrarle de la cintura pero le pasé la mano por la espalda y le agarré el hombro. Fue muy breve.

-¡Hombre, claro! -dije.

Subí yo primero al coche de caballos, y papá se puso enfrente, pero pronto cambió de opinión y se puso a mi lado, con las rodillas separadas, apoyando completamente su muslo contra el mío.

En un momento, en el Parque María Luisa, el cochero se dio la vuelta y nos preguntó si queríamos que nos hiciera una foto. Mi padre le dijo que sí y me dijo que le diera mi móvil.

Posamos para la foto, mi padre con las piernas bastante abiertas. El cochero disparó y después, con mucho humor, dijo:

-Bueno, esta se la he hecho de guasa, pero si quiere una foto buena le tengo que decir que se suba la bragueta, ¿no?

Mi padre, entre risas, se hizo el sorprendido, me miró y me dijo:

-Pero ¿cómo no me dices nada, hijo?

Se subió la bragueta, me puso la mano en el muslo, cerca de la rodilla, y sonrió para la segunda foto. Yo, a mi vez, le puse mi mano en el muslo, pero muy arriba, bastante cerca de la entrepierna, y sonreí también.

-Venga, digan “patata”.

Yo dije “papá”.


Gracias por leer, por vuestros mensajes y vuestros comentarios. Me animan a seguir escribiendo. Y me gusta saber que somos muchos los que disfrutamos de este morbo. ¡Qué maravilla es el sexo en familia!

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