El olor de papá (3)

Papá en la bañera. Slips y una raja del culo que me vuelve loco.

Como sabéis muy bien los afortunados incestuosos, follar con un hijo o un padre nunca es un asunto fácil. Hay barreras reales y dinámicas familiares que obligan a extremar la precaución en los encuentros. Padres e hijos se ven condenados a darse por el culo en garajes o trasteros, en vestuarios o en áreas de descanso. Las mamadas, furtivas, tienen que ser en baños o en pasillos, muy rápidas, nerviosas. Siempre parece haber demasiada gente en casa.

Pero existe, además, el peligro real de destruir la familia al dar un paso para el que no hay reparación. Por eso es frecuente que los encuentros empiecen de manera confusa: nadie quiere ser totalmente responsable si la otra parte reacciona mal. Así hay cierto espacio, durante la seducción, de fingir que todo ha sido una confusión, un malentendido. Muchas veces, tras una intentona frustrada, la vida sigue sin que vuelva a haber un roce sospechoso ni una conversación acerca de lo que pareció pasar.

Eso pensaba yo en aquel momento, pero no era capaz de moverme del sitio. Miraba al pasillo por el que mi padre había desaparecido camino del baño y volvía a ver en mi cabeza su culo carnoso, alejándose dentro de un calzoncillo gris ajustado, un poco pequeño. Oí el agua de la bañera y quise convencerme a mí mismo de que no tenía ningún motivo para imaginar intenciones extrañas en mi padre. Únicamente me había sentado en sus rodillas un minuto para hablar por teléfono, eso era todo.

Sí, pero yo estaba ardiendo.

Fui a mi habitación e intenté serenarme, pero estaba muy nervioso y no lograba pensar con claridad. Por un lado, me decía a mí mismo que mi padre era un hombre afectuoso que estaba en calzoncillos y camiseta en casa, sin más. Pero por otro sentía que había algo ligeramente fuera de lugar en la situación: los dos solos en casa, dos hombres adultos, uno en ropa interior y el otro sobre sus rodillas. Hasta la luz del atardecer en mi cuarto de adolescente parecía indicar algo de peligro, algo de amenaza o de promesa.

Miré mi cama y pensé en las miles de pajas que me había hecho pensando en mi padre. Durante años, me aseguré de quedarme dormido boca abajo, destapado y con el pijama bajado a media pierna. Me confortaba pensar que, tal vez, por la noche papá podría entrar en mi dormitorio y verme allí, expuesto, con el culo al aire para él. Esa ensoñación me sirvió para quedarme dormido y feliz durante todas las noches de todos los años entre mi despertar sexual y el momento en que me fui a vivir a Madrid. Había algo en esa fantasía que me relajaba instantáneamente. La imagen de un padre haciéndose una paja mientras mira a su hijo dormido es, para mí, el símbolo de la armonía familiar.

Dejé de oír el agua de la bañera, y me acerqué a la puerta del baño. Me latía el corazón como si tuviera el pecho hueco, y tenía el glande goteando. Volví a mi dormitorio un momento, cogí el neceser, fui al baño y abrí la puerta de golpe. No puedo decir que fuera una decisión completamente consciente. Me sentía llevado por una fuerza que se imponía a mi pensamiento.

Papá estaba en la bañera, boca arriba, con una mano entre las piernas. Al oír la puerta, me miró un segundo, cerró los ojos, dobló un poco una pierna como para ocultarme la visión de su polla y giró ligeramente el cuerpo, dándome un poco la espalda. Pero al hacerlo me enseñó el culo, redondo, carnoso, con la raja peluda medio tapada por la mano.

¿Dos segundos? ¿Cinco? Desde luego, la situación duró un poco más de lo que habría durado si se tratara de un descuido accidental. Mi padre tenía los ojos cerrados, no dijo nada y no movió la mano del sitio. A través del agua yo veía, sin mucho detalle, sus dedos tapando el ojete, o al menos muy cerca, entre las nalgas. Casi pude sentir el tacto de esos pelos moviéndose en el agua.

Tragué saliva, quise decir algo y me callé. De alguna manera intuí que mi padre no iba a decir nada tampoco y que estaba esperando algo, pero no pude saber qué. ¿Le había pillado tocándose el ojete? ¿Pajeándose? ¿Por qué me daba la espalda y me dejaba mirarle sin decir nada, expuesto? ¿Cuánto tiempo más podría pasar  hasta que abriera los ojos? ¿Estaba jugando? ¿A qué?

Dejé el neceser al lado del lavabo, sin dejar de mirarle. Podría haberse dicho que él se había girado por pudor y estaba esperando que yo saliera del baño, pero no había explicación para el silencio. Al lado de la bañera, en un taburete, había una toalla, y, encima, su camiseta hecha una bola. En el suelo, al lado del taburete, estaba su calzoncillo. Di un paso, me agaché, lo cogí y salí sin decir nada.

No podía pensar. Estaba tan nervioso que podría haberme echado a correr o a gritar allí mismo. Solo veía en mi cabeza el cuerpo de papá desnudó en la bañera, maduro, peludo, carnoso, fuerte, y en mi mano su calzoncillo. No sabía cómo había sido capaz de hacerlo ni si podría inventar una excusa, pero de una manera extraña sentí que mi padre no iba a darse la vuelta y pedirme explicaciones.

Cerré la puerta de mi habitación, respiré hondo y abrí el calzoncillo con las dos manos. Era un slip gris sencillo, sin bragueta, con la goma ancha y dos costuras verticales a los lados del paquete. Y tenía, sin ninguna duda, varias manchas blancas de líquido preseminal. Las reconocí, parecidas a las de mis calzoncillos después de un día cachondo y empalmado: en el centro, correspondientes a los ratos en lo que la polla, morcillona pero en reposo, gotea; y en un lado, hacia la cadera, de lo ratos en los que la polla está dura. Había muchas manchas de una fina costra blanca. Eso había salido de la polla de mi papá, que babeaba tanto o más que la mía. Padre e hijo. Tal para cual.

Me llevé el slip a la cara y aspiré por la nariz y la boca al mismo tiempo. Olía a sudor, a entrepierna, a pelos, a huevos, a polla. Olía a mi padre. Tragué ese olor, me llené de ese olor sabiendo que así olía la raja del culo de mí padre, la cara interna de los muslos. Me imaginé a mí mismo de rodillas delante de mi padre, que estaría sentado, despatarrado, mientras yo olería y lamería la mata de pelo encima de la polla. Mi padre se abría de piernas y yo hundía la cara debajo de sus huevos, apretándome contra él, sacando la lengua.

Empecé a lamer las manchas de líquido preseminal. Lamí y lamí, y tragué saliva cada vez que daba un lametón hasta que el slip estaba húmedo de mis babas, y seguí lamiendo, exprimiendo, tragando mientras me apretaba la polla, que estaba a punto de estallar.

Entonces me bajé los pantalones y los calzoncillos y me puse el slip de mi padre. Creo que se me escapó un gemido en alto y pensé que podría correrme allí mismo al sentir que mi polla estaba tocando exactamente el sitio donde su polla había estado un rato antes. La parte delantera del slip estaba húmeda de mis babas. Me toqué por encima de la tela y me tumbé en la cama. Y entonces me toqué el culo, siempre por encima del calzoncillo, y hurgué entre mis nalgas, hundiendo los dedos. Cuando me toqué el ojete con la tela del calzoncillo y pensé que exactamente esa tela había estado entre las nalgas de mi padre, empecé a correrme. Fue como si me desbordara, sin más, una cantidad enorme, sin espasmos, un orgasmo largo en el que solté una corrida monumental. Manché toda la parte delantera del calzoncillo, me manché los pelos, los huevos y la polla mientras seguía haciendo presión contra el ojete con la tela y pensando en papá, siempre en papá.

No se me pasó por la cabeza que mi padre pudiera salir de la bañera y preguntarme si había visto su calzoncillo por algún sitio, y no lo hizo. Yo lo guardé debajo de la almohada, me recompuse un poco y me senté delante del ordenador un rato a intentar calmarme.

Mi padre me llamó a cenar. Puse la mesa, hice una ensalada y él calentó un poco de carne guisada con patatas. Le dije que no tenía mucha hambre y él me dijo que tampoco, pero que le apetecía abrir una botella de vino. Se había puesto un pantalón corto suelto, más o menos hasta la rodilla, y una camiseta limpia. En la cocina, al pasar por su lado para coger unos platos, noté que olía muy bien, a jabón y al olor un poco dulce de su piel de fondo. También olía a pelo húmedo. Era la barba. Y como si me leyera el pensamiento, me preguntó:

-¿Me queda bien? No sabía si dejármela o no.

Estaba guapísimo. Algún mechón del bigote tenía canas, y varios toques de blanco por acá y por allá le daban un aspecto maduro y serio, un poco dominante que me impresionaba mucho.

-Muy bien, sí, sí.

-Me la he dejado por ti, jeje. Vamos a juego -dijo.

Pero nada en la cara de mi padre indicaba que estuviera lanzándome indirectas. Ni una mirada cómplice ni una media sonrisa ni ningún gesto fuera de su carácter habitual afable y hablador. Durante la cena me contó muchas cosas de su trabajo, del viaje a Túnez donde había ido con mi madre, de la casa del pueblo y de los barrios nuevos que estaban construyendo a las afueras de Sevilla. Siempre había hablado más que yo, y manejó la conversación con maestría, siempre lejos de cualquier tema que pudiera acercarse -ni de lejos- a unos calzoncillos, una bañera o un hijo que se moría de ganas de levantarle la camiseta a su padre y comerle los pezones, y después la boca, y después la polla.

Nos levantamos de la mesa para recoger los platos. Mi padre no llevaba ropa interior y la polla le colgaba, pesada, como un péndulo. Se adivinaba perfectamente. A propósito, le miré la entrepierna muy fijamente, y no hubo ninguna reacción por su parte. Ninguna. Me estaba dejando claro que no había pasado nada.

Pero al rato, cuando fui al salón para darle las buenas noches, mi padre volvió a confundirme. Estaba en el sofá del salón viendo la tele, con los pies apoyados en una mesa baja y las piernas abiertas, relajadas. Tenía un brazo doblado detrás de la cabeza y la otra mano dentro del pantalón, pero no estaba masturbándose. Únicamente, como hacemos casi todos los tíos cuando estamos tranquilos y llevamos ropa suelta, se había metido la mano y se estaba agarrando los huevos. Es un gesto natural agradable e instintivo por el que todos hemos recibido alguna bronca pero que todos hacemos en la intimidad. Y así estaba mi padre, cómodo en el sofá. Le di las buenas noches sin entrar del todo en el salón, a un par de metros de donde estaba él, y me contestó:

-Que descanses bien, hijo. Yo me iré a la cama pronto también.

Mirándome, se sacó la mano del pantalón, se la llevó a los labios, hizo muy levemente el gesto de tirarme un beso y alargó el brazo en mi dirección. Di un paso, alargué el mío y le toqué un poco la mano, medio agarrándole los dedos. Fue un segundo.

-Hasta mañana -dijo, y volvió a meterse la mano en el pantalón, se giró hacia la tele y no dijo más.

Y al rato, en mi cama, mientras me pasaba el calzoncillo de mi padre (que estaba ya como una esponja) por la cara, me di cuenta de que yo no podría ni debería hacer más. Papá había jugueteado un poco conmigo, tal vez dejándose llevar por el erotismo de sentirse deseado, pero al mismo tiempo me había dejado claro que no pasaría de unos gestos que no le comprometieran.

Y sentí cierta frustración, la verdad, porque entendí que las fantasías que me habían acompañado toda la vida no iban a llegar a nada. Siempre lo había sabido porque soy sensato y mi padre, lógicamente, es un heterosexual que rechaza el incesto. Si alguna vez le mandé mensajes, no los recibió o decidió ignorarlos. Entendí su juego de esa tarde casi como un regalo para mí: me había dado un poco de cercanía física confusa, un poco de morbo y se había dejado observar desnudo. Y nada más. Por otra parte, a muchos heteros les calienta saberse deseados por un gay. Podría haber sido eso también.

Dormí un rato y me desperté agotado. Volví a dormir y volví a despertarme. Estaba ardiendo. No sé qué hora era. Fui al baño, volví a la cama y me quede medio dormido, con pensamientos agitados y rápidos e incómodo en la cama. Y entonces, en un momento, me desperté de repente, sin abrir los ojos ni moverme. Fue como si mis sentidos se hubieran puesto alerta.

Debí de haber oído un ruido o un roce. Me quedé completamente quieto, tumbado boca abajo, controlando la respiración, haciéndome el dormido. Supe que papá estaba al lado de mi cama. Con los ojos cerrados sentía su presencia, su energía y casi su calor. Yo estaba desnudo, boca abajo, con las piernas separadas y una rodilla algo doblada. Mi cara estaba girada en dirección al borde de la cama, donde sentía a mi padre. Le oí respirar. Intentaba, como yo, que su respiración fuera suave. Con los ojos cerrados, no sabía cuánta luz había en la habitación, pero pensé que algo de claridad estaría entrando por el pasillo, o tal vez estuviera amaneciendo ya. En cualquier caso, supe que papá me estaba mirando.

Noté algo de peso en la cama, a mi lado. Por el lugar desde el que venía el sonido de su respiración, entendí que mi padre estaba de pie pero había apoyado la rodilla  cerca de mi cabeza. Y entonces me puso la mano, abierta, en la cara, e hizo cierta presión. Entendí sin palabras que me quería despierto pero quieto. Abrí un poco la boca para respirar mejor, y el ojo. No pude ver a mi padre entero, pero entendí que se estaba pajeando a unos pocos centímetros de mi cara.

Jadeaba al ritmo de la paja, pero no parecía tener prisa. Aflojó la presión de la mano con la que me sujetaba la cabeza y empezó a acariciarme el cuello, la mejilla y los labios. Me metió un dedo en la boca y yo lo chupé como un buen hijo. Me metió dos, tocándome la lengua. Cerré la boca y mamé. Con el resto de lo dedos, papá me tocaba la cara, ahora con más prisa. Jadeaba más fuerte y los movimientos de la cama tenían un ritmo más rápido. Oía su mano contra la polla, pelándosela, con sonidos húmedos, babosos. No veía con detalle pero entendí que iba a correrse pronto.

Me sacó los dedos de la boca, apoyó esa mano en mi cabeza, apuntó bien con la polla y gruñó, casi como si estuviera a punto de sollozar o se hubiera hecho daño, como una bestia. Cerré los ojos y noté los trallazos de semen cayéndome en la frente, en el párpado, en los labios, en la barba, en la nariz, en la cejas y en el cuello, y de nuevo en el párpado y la mejilla, desde donde empezó a escurrir hacia la almohada.

Con la mano abierta, sin decir ni una palabra, papá me frotó la cara, esparciendo su lefa, y después se limpió la mano en mi pelo. Cerró la puerta al irse.


Muchas gracias por leer, por vuestros comentarios y mensajes. Viva el incesto.

Encantado de saber de vosotros.

angelguerramadrid@protonmail.com