El olor de papá (2)

Mi padre y yo solos en casa. Una llamada de teléfono, mucha confusión y mi padre en calzoncillos.

Mi padre estaba esperándome en la estación. Estaba guapo. A lo mejor esperabais que lo dijera, pero mi padre no es un hombre guapo según los criterios habituales. Tiene la cara ancha y rasgos algo toscos, y no llama la atención a primera vista, pero tiene un cuerpo fuerte, el culo grande, un poco de barriga y es peludo. En fotos no se diría que tiene demasiado atractivo, pero se mueve con gracia y morbo, y se le ilumina la cara cuando sonríe. Sé que no es solo cosa mía. He visto muchas veces cómo otros hombres le miran por la calle o en los bares.

Pero estaba particularmente contento de verme y eso le hacía estar más guapo. Se le notaba mucho. Me abrazó con fuerza y me dio unas palmadas en la espalda. No me soltaba, y yo, con la cara hundida en su cuello, solo pensaba cómo sería un abrazo así, cuerpo contra cuerpo, pero los dos desnudos. Moví un poco la cadera hacia atrás, separándome un poco: me estaba volviendo a empalmar.

-Estás más fuerte, ¿no? -dijo, poniéndome la mano en el costado.

-Igual sí. No sé, papá -contesté-. Y, ¿cómo es que te estás dejando barba?

-Pues como tú, hijo. A ti te queda bien, así que, ¿por qué no?

Me puso la mano en la mejilla y me acarició la barba de abajo arriba, a contrapelo, no más de un segundo. Tenía dos botones de la camisa desabrochados, y el pelo del pecho le subía hasta el cuello. Llevaba una pulsera con los colores del Betis.

-¿Y esto? -le dije, agarrándole la muñeca. Cualquier oportunidad, cualquier excusa era buena para tocarle un poco. Cualquier roce para mí era suficiente. Se rió.

-Bobadas, no sé.

-¡Pero si a ti no te gusta el fútbol!

A simple vista, solo éramos un padre y un hijo que se saludaban en una estación de tren, pero mi cabeza ya estaba disparada otra vez. Me imaginaba que mi padre me cogía la cara en las manos y me pasaba la lengua por los labios, muy lentamente, y después por la nariz, y después seguía lamiéndome la frente, las cejas y las mejillas. Yo cerraba los ojos y notaba su lengua grande y caliente lamiéndome los labios, y sus manos fuertes en mis sienes, sujetándome la cabeza. Yo abría la boca y papá, lentamente pero con determinación, me metía la lengua hasta el fondo, llenándome la boca. Y yo succionaba, mamaba como un buen hijo, tragándome su saliva, bebiendo de él. E imaginaba que me lo hacía allí, en la estación, delante de todo el mundo, como si quisiera marcarme.

Al llegar a casa, cogió mi bolsa y mi mochila del maletero y subió la escalera delante de mí. Qué culo, dios mío, qué culo. Sin ser deportista, mi padre es naturalmente fuerte de piernas, hombros y, por supuesto, culo. En verano, en bañador, a mí me resultaba imposible mirarle sin empalmarme. Miraba el reguero de pelo que le subía desde el culo hasta la parte baja de la espalda y soñaba.

Soñaba con tener el valor de ponerle a cuatro patas en el césped de la piscina, sin contemplaciones, y bajarle el bañador, abrirle las nalgas con las manos, hundir la cara y lamerle el ojete como me gusta hacerlo con otros tíos. Pensaba en ese momento delicioso en el que, cuando me estoy comiendo un culo, hago presión con la lengua y noto que el ojete, húmedo, sudado, babeado, suave después de un rato largo de lametones, cede y se abre. Me imaginaba que sentiría el cuerpo de mi padre temblando de gusto, y me imaginaba que él alargaría la mano para apretarme la cabeza contra su culo, con fuerza, mientras yo le metía la lengua en el culo un poco más.

Y allí delante, subiendo un escalón detrás de otro, tenía el culo con el que tanto soñaba.

Papá dejó mi bolsa y mi mochila en el suelo y me dijo que iba a llamar a mi madre un momento. Le dije que la podía llamar desde mi móvil.

-No, que primero me voy a poner cómodo y prefiero llamarla desde el fijo. Me cambio y te aviso, que querrá hablar contigo.

No habría sabido definirlo muy bien, pero me pareció que había algo un poco extraño en el aire, en mi padre y en casa. O a lo mejor no eran más que imaginaciones mías. O no. O sí. Oí que mi padre abría cajones en su dormitorio, ruido de perchas, ruido de ropa, y después le oí camino del salón, canturreando. Y mi polla gorda, hinchada, morcillona, colocada de lado hacia la cadera, pegada contra el cuerpo para disimular, como hago siempre que mi padre está cerca.

Empezó a hablar por teléfono con mi madre, y al poco rato me llamó desde el salón. Cuando iba por el pasillo, le oí decir:

-Está muy bien, sí... sí, sí, muy guapetón... claro... pues cenaremos algo, no sé... algo prepararé. sí... ya, claro, algo rico, que no viene todos los días y hay que mimarlo...

Soy hijo único y a mis padres, como es normal, les gusta cuidarme. Es un cariño que me reconforta, desde luego, y entiendo que para otros hijos habría sido suficiente crecer con ese tipo de cariño responsable y cálido, pero en el fondo de mi ser siempre hubo otro secreto, otra fuerza que me apretaba el pecho, un malentendido entre lo que se esperaba de mí como hijo y lo que yo sentía. Mi padre le estaba diciendo a mi madre que íbamos a cenar algo rico y yo solo pensaba en ponerme de rodillas y comerle la polla.

Su polla. La polla de mi padre. Se la había visto varias veces durante mi adolescencia, al entrar en la ducha, o mientras le sujetaba la toalla para que se cambiara de bañador en la playa, o incluso en casa al pasar por la puerta de su dormitorio, pero a partir de un momento él empezó a ser más pudoroso y evitó deslices. Para entonces yo ya tenía la imagen de su polla grabada en mi mente: la piel era más oscura que el resto del cuerpo, con bastante prepucio arrugado en la punta, y la línea del glande, ancho, claramente marcada. Los huevos grandes y pesados, colgando un poco por debajo. Una buena mata de pelo negro y denso en el pubis, que continuaba por la barriga.

Como únicamente le había visto la polla blanda, en mis primeras fantasías imaginaba que me arrodillaba delante de él y me metía su polla, suave y cálida, todavía flácida, en la boca, para ir notando poco a poco cómo se hinchaba, llenándome la boca, encontrando su hueco, creciendo hacia el fondo de la boca lentamente hasta que el capullo, con fuerza, me daba contra la campanilla y me abría la garganta. Y entonces yo empezaba a hacer movimientos de succión como para tragar saliva, ordeñándole la polla con los músculos de garganta hasta que papá se corría, con la polla hundida tan profundamente dentro de mi faringe que yo ni siquiera podía degustar el sabor de su lefa. Al correrse, me cogía la cabeza y me la apretaba contra su cuerpo.

Eso pensaba yo mientras iba por el pasillo hacia el salón.

-... claro, sí -decía mi padre al teléfono- ... pero ya te lo cuenta él, que ahora mismo se pone, sí.

Me miró y me hizo gestos con la mano mientras hablaba, apuntándome primero a mí, luego al teléfono y luego girando el dedo en el aire para indicar que mi madre se enrollaba mucho. Estaba sentado en una silla, con el codo apoyado en la mesa y el cuerpo girado en mi dirección, con las rodillas separadas, relajado, natural, contento, sonriendo mientras hablaba. Pero, tal como había dicho, se había puesto cómodo y estaba en slip y camiseta. Los muslos fuertes, peludos y carnosos. El paquete prieto, pesado, dentro del slip gris claro. La camiseta suelta, lavada mil veces, algo corta.

Muchos años de frustración me habían enseñado a mirar sin mirar, a fijarme en mil detalles en un segundo para pajearme después con esa fotografía mental. Era un experto en mantener la compostura, y lo hice en ese momento. Pero la imagen de mi padre, allí delante, en slip y camiseta y con las piernas abiertas, despreocupado y sonriente, era al mismo tiempo una tortura y un regalo, y temí que se notara la agitación. Me dije a mí mismo, como he hecho millones de veces, que ese tipo de momentos se deben sin más a la intimidad y la confianza sana que hay entre padres e hijos, nada más.

Sin dejar de hablar, me indicó con la mano que me acercara a él, juntó las rodillas y se dio unos toques suaves en el muslo. No entendí el gesto la primera vez, y debí de poner cara de confusión porque él respondió con cara de no entender mi confusión y lo repitió.

¿Me estaba diciendo que me sentara encima de sus piernas? ¿Era eso?

Me latía el corazón en el estómago, en el cuello, en los hombros, en el vientre, en la polla. No podía ser; como tantos otros pensamientos míos, eran imaginaciones, nada más.

Me puse a su lado y me incliné, todavía de pie, y acerqué mi cara a la suya y al teléfono, que él sujetaba. Saludé a mi madre, pero papá también quería estar en la conversación y hablaba, contestando a veces por mí y otras veces dejándome hablar. Estábamos muy cerca, con las caras juntas y las bocas casi pegadas en el teléfono, y yo notaba el calor de su cuerpo y la energía que emanaba. Cuando él soltaba el aliento al hablar, yo aspiraba por la boca. Sentía que, de alguna manera, algo de papá había entrado en mí.

No sé muy bien qué me estaba diciendo mi madre, pero en un momento, queriendo aparentar normalidad, le dije que si se podía poner un poco la tía Tina, y ella contestó que iba a preguntarle si se encontraba con fuerzas. El teléfono se quedó en silencio entre nosotros, y mi padre, con mucha suavidad, como distraído pero decidido, mirando al frente, me tocó la cadera y volvió a tocarse el muslo.

Con un gesto. No necesitó más que un dedo para hacerme obedecer. Me senté encima de sus piernas, cruzado, y esperamos con el teléfono entre nuestras cabezas, en silencio absoluto, a que se pusiera mi tía Tina. Los muslos de mi padre estaban calientes, muy calientes. El calor atravesaba la tela de mis pantalones y me entraba directamente, a través del culo y los huevos, a las entrañas.

No sabría decir si el temblor que empecé a sentir era mío o de los dos.

Pero papá, con tranquilidad, despreocupadamente, manejó la conversación y se despidió de ellas. Me dio dos palmaditas en la rodilla y soltó una carcajada.

-¡Pero levanta, hijo, que me vas a partir las piernas!

Y otra carcajada. Me puse de pie de un brinco.

-¡Que parece pesas doscientos kilos! ¡Joder, que estás hecho un toro!

Se fue por el pasillo riéndose. Vi alejarse su culo, redondo y carnoso. El culo de mi padre. El culo de papá.

-Me voy a la bañera un rato -dijo.

Y le oí cerrar la puerta del baño, sin parar de reír.


Continuará.

Muchas gracias por seguír leyendo, por vuestros comentarios y mensajes.

Encantado de saber de vosotros y vuestros morbos.

angelguerramadrid@protonmail.com