El olor de papá (1)
Mi padre y yo, y los placeres del incesto. Historia de una obsesión y del regreso a la casa familiar. Introducción.
Creo que he pensado más en el amor entre padres e hijos que en ninguna otra idea a lo largo de mi vida. Por supuesto, no me refiero a un amor socialmente aceptado, público, que se exhibe con orgullo y sobre el que se construyen las familias sino a un amor que confunde, que turba, que se oculta, que se intenta negar. Me refiero a esos padres que sienten un latigazo de excitación cuando ven a sus hijos quitarse la camiseta en la playa y correr hacia el agua, y a esos hijos que se pegan mucho a sus padres cuando están viendo una película en el sofá y fingen quedarse dormidos.
Me refiero a esos padres que acompañan a sus hijos a comprar ropa y dejan la puerta del probador entreabierta, y a esos hijos que les preguntan a sus padres si les queda bien el pantalón o si no les queda demasiado apretado por el muslo y el culo.
-Me parece que te sienta bien, sí.
Y el padre traga saliva, y el hijo intenta respirar hondo pero le falta el aire.
Me refiero, por supuesto, a mi padre. Hablo de él y de mí. Mi padre se llama Tomás. Yo soy Ángel.
Esto sucedió en Sevilla, en el año 2012, cuando yo tenía veintiocho años y mi padre cuarenta y nueve. Yo volvía a casa de mi familia por el puente del Pilar, y no me encontraba en el mejor momento por cuestiones de trabajo, pero todas mis preocupaciones se quedaron atrás en el momento en que me monté en el tren. Saber que iba a ver a mi padre en tres horas era suficiente para llenarme la cabeza. Más bien para ponerme la cabeza como una olla.
Y es que siempre he pensado en mi vida en relación al amor que siento por mi padre. Es obsesivo, es tal vez insano y es delirante, lo sé, pero es el centro de mi identidad y no tengo más opción que vivir con ello. Mis primeras fantasías, todas mis pajas desde que tengo recuerdo hasta que me mudé a vivir a Madrid con mi novio, y mis expectativas acerca de qué busco en un hombre están marcadas por el amor a mi padre.
He dicho amor, sí, pero es también deseo sexual salvaje, arrasador. Por mi parte, claro. Por la suya siempre hubo respeto, cariño, protección, comprensión y responsabilidad. Si al darnos un abrazo al encontrarnos yo notaba que se me hinchaba la polla, era cosa mía. Si al darle un beso de buenas noches yo estaba pensando que realmente quería pegarle un buen morreo y meterle la lengua en la boca hasta el fondo, era cosa mía. Si yo le miraba el paquete cuando se levantaba de la mesa y me imaginaba que venía a mi lado, se bajaba un poco el chándal y me ponía el rabo y los huevos delante de la cara, era cosa mía.
Pero no sé si por sensatez o por cobardía, nunca di el paso. La vida no es un relato y las cosas del incesto no van rápidas ni son fáciles. Cumplí veinte años, dejé Sevilla, conocí a mi primer novio y pensé que había dejado atrás toda esta parte de mí como quien cierra una puerta.
Aunque no hace falta saber mucho de la vida para darse cuenta de que la puerta no se había cerrado bien. Cada vez que regresaba a Sevilla, sentía que mi cabeza volvía al pasado y yo volvía a ser el chaval que se pajea como un mono solo de saber que su padre está durmiendo en la habitación de al lado, detrás de la pared.
Y así me sentí en el tren, el puente del Pilar del año 2012. Notaba la polla dura, muy dura, dentro del calzoncillo. Me coloqué en el asiento como pude intentando que no se me notara mucho y que se me bajara la erección, pero no lo conseguí. Respiré hondo: aquello no bajaba. Miré el paisaje un rato: nada. Leí la revista del tren: nada. Y cuando estaba pensando cómo hacer para ir al baño sin que se me notara aquello, me llegó un mensaje al móvil.
”La tía Tina se ha puesto mala y mamá va a acercarse a Málaga para estar un poco con ella. No te preocupes. Espérame en la estación, que voy a por ti. Papá”.
Y en ese momento noté claramente que la polla me babeaba y que el líquido preseminal me había mojado el calzoncillo. Qué puedo hacer yo si mi cuerpo reacciona así cuando pienso en mi padre. Si esto no es amor, no sé qué puede ser.
En el baño del tren me saqué la polla. Estaba a mil. Me acaricié el capullo, que estaba lubricado y brillante, completamente cubierto de líquido preseminal. Soy un grifo y me encanta. Produzco mucho; muchísimo. Me gusta coger una gota grande con los dedos y llevármelos a la boca, lamerlos, tragar, notar la suavidad en la lengua y en los labios. Me gusta acaricarme el capullo con la palma de la mano, pringármela y lamerla. Me gusta pasarle la polla por la cara a los tíos cuando me la van a chupar y dejársela brillante.
Me abrí la camisa y me acaricié el pecho. Soy peludo, como mi padre, y tengo pezones grandes, como mi padre. Le imaginé a mi lado lamiéndome el pezón, succionando con fuerza, con hambre, y seguí pajeándome. Los huevos me bailaban de atrás adelante mientras yo aceleraba el ritmo, y noté que me iba a correr de un momento a otro.
Puse la mano izquierda delante del capullo, haciendo cuenco, y apunté bien. Tres, cuatro trallazos y la lefa empezó a desbordarse y a escurrir un poco por el dorso de la mano. Seis, siete. Escalofríos por la espalda.
Aunque se había caído un poco de lefa al suelo, había conseguido recoger la mayor parte. Como hago siempre, me lo tragué y lamí la mano.
Me lavé la mano pero no me enjuagué la boca. Me gustó pensar que en muy poco tiempo iba a darle un beso en la mejilla a mi padre todavía con la boca oliéndome a polla.
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Muchas gracias por llegar hasta aquí. Espero que os haya gustado el inicio del relato.
Encantado de saber de vosotros.
angelguerramadrid@protonmail.com